El altar del Hombre Abeja

Autor: Roberto Rodríguez


Roberto Rodríguez nació en Juchipila Zacatecas el 29 de enero de 1992 . Criado en la comunidad de El Remolino frente a la zona arqueológica "Cerro de Las Ventanas". Desde pequeño se interesó por la historia, arqueología y relatos de su comunidad.

La combinación de influencias de autores como H.P Lovecraft, Edgar Alan Poe y Robert E. Howard; con su gusto por practicar la danza y música folclórica, lo encaminaron a crear relatos de folk horror, tomando en cuenta elementos del ecosistema de su comunidad.
Actualmente continúa formándose como escritor en “Taller Delfos de Escritura Creativa".
Da click en el QR o en la gráfica de sonido para escuchar el audiocuento desde la plataforma IVOX en voz de su autor.

Autor: Roberto Rodríguez


En medio del Cerro de las Ventanas y el Cerro de Contitlán, a un lado del río, vivían en una choza a las faldas del cerro: Manuel con su hermana mayor, Avelina, y su madre Fátima. El lugar pertenecía al hacendado, se los había prestado desde hace mucho tiempo a sus antepasados. Los abuelos de Manuel habían fallecido cuando él era un bebé. Aunque era un joven majadero y frío, siempre fue criado de manera amorosa por su hermana y su madre. Nunca conoció a su padre, pues dicen que cuando él era pequeño, se fue a Nayarit a trabajar en las cosechas y nunca se supo más de él.

Vivía un tanto alejado del pueblo, las pocas veces que podía convivir con otras personas, era cuando iban al pueblo a comprar lo que en el cerro no podían conseguir. También para vender lo que ellos recolectaban en el lugar donde vivían: algodón de pochote, mango barranqueño, ciruela amarilla, pitayas de todos los colores, guamúchiles, guaches, conchitas del río, plumas de coa, elotes, calabazas y lo más preciado: miel de abeja.

Este último producto lo obtenían con la ayuda de don Nieves, un viejo amigo de su abuelo. Él era el único que se atrevía a subir a los alto de los cerros, amarrarse de los árboles, y bajar para castrar las colmenas que se formaban en los acantilados del cerro.

Don Nieves era una figura de autoridad para Manuel, pues lo consideraba un hombre valiente como ninguno, pero al mismo tiempo, también le tenía un poco de coraje, puesto que lo regañaba por tratar mal a su hermana y madre. Para rematar le decía: «Por eso ninguna mujer te quiere para marido», esa frase y sus malas experiencias amorosas lo fueron marcando de por vida.

Don Nieves les había conseguido un lugar para ofrecer sus productos en el tianguis de Juchipila. Dada la buena reputación que tenía don Nieves, la gente pronto atendía la recomendación y compraban en el puesto de doña Fátima, la madre de Manuel.

Una tarde a la choza del río, llegó un hombre que vestía un tanto raro para lo acostumbrado en el pueblo. Fue recibido por Avelina y Manuel, pronto aquel hombre se presentó con un tono de voz altanero:

—Hola, soy Raúl Ordóñez , trabajo como arqueólogo. Vengo desde Guadalajara porque me han dicho que aquí Manuelito, conoce muy bien el Cerro de las Ventanas.

Avelina, de manera amable le contestó:

—Así es señor, mi hermano tiene desde bien chiquito que anda por todo el cerro y lo conoce muy bien. Bueno, casi muy bien ¿pero qué anda buscando usted, señor?

—Verá, cómo lo mencioné antes busco… algo que tenga que ver con objetos o construcciones que dejaron los indios.

Avelina hizo una pausa, dudando si contar o no lo que ella sabía, lo pensó un momento. Al recordar que aquél hombre se presentó como un arqueólogo; creyó que sus intenciones eran buenas.

—Mmm, pues desde que tengo memoria mi mamá me llevaba a un lugar a dejar muchas muchas flores y frutas, dice que se hace eso para agradecer los frutos de las plantas y los arboles. Luego le sopla a un caracol para llamar al Dios de las Abejas y se pone a decir unas palabras en lengua de los ancestros. El lugar tiene así como muchos escaloncitos, en la parte alta una figura de un mono colgado boca abajo, este tiene cuerpo de persona y alas como de abeja.

El arqueólogo cerró ligeramente los ojos, se quedó pensando un momento y en tono curioso le preguntó a Avelina

—¿Alguna de las palabras que dice es: Ah Muzenkab?

La chica hizo una afirmación con la cabeza, entonces aquel hombre supo lo que era dicho lugar: un altar dedicado al dios maya de las abejas: «Ah Muzenkab». Le pareció algo raro, puesto que el Cerro de las Ventanas se encontraba al sur de Zacatecas; demasiado alejado de los territorios de aquella antigua civilización.

Al reflexionar sobre la rareza de la situación, puso cara de sorprendido, mostró una sonrisa perversa y con tono codicioso le dijo a Avelina:

—Sabe usted señorita, lo que me acaba de mencionar nos puede dejar un gran negocio. Solo necesito que me lleven a ese lugar, yo traeré a mi gente y nos llevaremos la escultura. El comprador me mandó personalmente, les daremos tanto dinero que ya no necesitarán trabajar ni vivir en este salvaje lugar, ¿qué le parece la oferta señorita?

Avelina no aceptó pues tenía mucho respeto por las enseñanzas de su madre y los ancestros. Sin embargo Manuel tomó otra decisión e intervino la negociación:

—¡Yo también sé dónde está ese lugar! Las he seguido un par de veces a escondidas, a mí nunca me han querido llevar. Dicen ellas que yo no tengo el don. Pero ya me cansé de estar en este lugar, me la paso subiendo y bajando estos malditos cerros buscando que comer; nadie me da trabajo porque a la gente le da miedo eso que hacen mi madre y mi hermana.

En ese momento la madre de los muchachos salió de atrás de un árbol, todos se asustaron porque no sabía que estuviera ahí.

Fátima la madre de los chicos, con tono molesto se paró frente al hombre y le dijo:

—Está usted loco, señor, es gracias a esa figura que tenemos siempre algo que comer en el cerro. Si se la llevan de aquí las siembras no darán cosechas, ni los arboles darán frutos

El hombre con su tono altanero y burlándose le dijo a la mujer:

—Pero, señora, ¡qué pensamiento tiene! Esas cosas que me dijo su hija son puras tonterías, no sirven para nada. Pero respetando su creencia igual le digo: con lo que vamos a ganar no van a tener que trabajar nunca más. Mi comprador es un arqueólogo checoslovaco llamado Alesh Hasrlichka. Él ya había escuchado de ese lugar en una ocasión que vino a hacer sus estudios, pero nadie se atrevía siquiera a buscar el lugar. A mí me pidió que viniera a encontrar esa escultura y llevársela sin importar el costo.

—Pues será muy estudiado y rico el viejo aquel, pero no sabe nada de lo que pasaría si se llevan la figura de su altar. Sobre todo, lo que les pasará a los que se atrevan a moverlo de ahí.

El arqueólogo se molestó por las amenazas de la mujer, entonces con tono agresivo le dijo:

—¡Uy! Qué miedo pinche vieja, aparte de pendeja ahora resulta que me amenaza . Pues sepa que ya hablé con el dueño del cerro, ya le di su parte a él y usted no va a detenerme.

Raúl Ordóñez sacó de entre sus ropas una bolsa llena de monedas de plata, la que abrió frente a Manuel y le dijo:

—Mira muchacho así como esta, tengo otras diez bolsas para darte. No seas igual de pendejo que tú madre y tu hermana, con esto puedes comparte lo que quieras, hasta una casa en el pueblo. [Te las daré, pero solo si me llevas a ese lugar.

Manuel con cara de ambición y locura comenzó a caminar en dirección de aquél lugar. Su madre intentó detenerlo, pero el joven fornido se zafó fácilmente. Enseguida entre su madre y su hermana le cerraron el paso para intentar detenerlo. La ambición cegadora lo hizo reaccionar de forma violenta: lanzando una brutal bofetada a su madre, la mujer se desvaneció bruscamente estrellando su cabeza contra una afilada piedra. La sangre brotó a chorros y pronto su madre comenzó a convulsionar, sacudiéndose de forma anormal.

La hija pronto reaccionó: se acercó a su madre, puso la cabeza de la mujer herida sobre sus piernas. Entonces comenzó a llorar e insultar.

Mientras la madre convulsionaba, de su boca se escuchaba recitar una oración en alguna lengua desconocida para Manuel y Raúl, pero no para Avelina quién prestaba atención y repetía las palabras en voz baja para después recordarlas:

Yuum le kaabo’obo’

Ko’oten tuméen múultuune’

Ku yokol tin wíinkilil

Ts’áaten a páajtalil

Kíinsik le wíiniko’ob.

Teech ka k’áata’al…

Antes de poder terminar la oración, la madre lanzó un último suspiro y con la mirada dirigida hacia Manuel. Había fallecido.

Avelina puso su cabeza junto a la de su madre, lloró desgarradoramente por unos segundos. Después se quedó en silencio. Temblando de coraje, con sus manos limpió sus lágrimas que se mezclaron con la sangre de su madre, tomó un collar que traía en el cuello la difunta, lo arrancó y llevándolo a su pecho recordó y terminó aquella oración que había dicho su madre:

Yuum le kaabo’obo’

Ko’oten tuméen múultuune’

Ku yokol tin wíinkilil

Ts’áaten a páajtalil

Kíinsik le wíiniko’ob.

Teech ka k’áata’al Ah Muzenkab*

En ese momento, entre los cerros se escuchó el eco de un colosal enjambre que se acercaba. Desconcertados, el par de hombres buscaron en el cielo y vieron como unos segundos después, todo se oscurecía por aquel enjambre de miles y miles de abejas.

El arqueólogo tratando de ser inteligente corrió al río, pues había escuchado que entrando en el agua las abejas no te atacan; pero antes de entrar al río fue alcanzado y envuelto por el enjambre que lo elevó al cielo. El hombre se sacudía y trataba de arrancar aquellas abejas que rodeaban su cuerpo, solo consiguió que lo atacaran. Aquellas abejas no eran normales, sus aguijones parecían más bien largas y afiladas agujas negras que llegaban a traspasar el cuerpo del hombre. Su veneno producía al instante gigantes llagas rellenas de negra pus, las cuales estallaban poco después provocando hemorragias por todo su cuerpo. Los gritos de dolor de aquel hombre se intensificaron conforme su cuerpo iba estallando: primero fueron sus piernas y brazos, dejando sus huesos al descubierto bañados en sangre y pus negra. Después su abdomen se inflamó tanto que parecía un enorme globo, al estallar, todos sus órganos quedaron expuestos y colgando. Finalmente, cuándo su cabeza se volvió una enorme llaga que al explotar, lanzó masa encefálica por todos lados. Las abejas se dispersaron y desparecieron, desde lo alto dejaron caer frente Manuel y Fátima aquella grotesca y asquerosa deformidad que se habían convertido en los restos del ambicioso arqueólogo.

El chico estaba paralizado de miedo, llorando de locura y desesperación. Su cuerpo comenzó a temblar cuando miró que había algo raro le sucedía su hermana.

La chica levantó la cara, sus ojos se ennegrecieron totalmente, sus dedos se habían secado y podrido adquiriendo forma de afiladas púas. Metió dos de ellas en el extremo de su boca y cortó sus mejillas, al instante brotaron unas especies de tenazas dentadas de ahí. Después clavó las púas en su propio cuerpo, arrancando las costillas y separándolas del esternón. Las costillas se abrieron formando una especie de alas que se alargaron. Su columna se encorvó, y el coxis le creció hasta sus rodillas, tomando la forma de una afilada lanza.

Manuel no podía soportar lo que veía: sentándose en el suelo, cerrando los ojos, tapando sus oídos y llevando su cabeza hacía sus rodillas, comenzó a llorar desenfrenadamente. Unos pocos segundos después todo era silencio. El chico se percató de ello, dejó de llorar, y aún con un poco de miedo, fue quitando lentamente sus manos mientras limpiaba las lágrimas de sus ojos.

No se encontraba nada extraño a su alrededor: ni su hermana, ni su madre, ni el cuerpo del arqueólogo. Pensó que se había quedado dormido y había tenido una pesadilla. Manuel se levantó, decidió ir hacía su choza para pedir disculpas a su madre y hermana por todas las ocasiones en que las había ofendido.

Llegó al árbol de mango que estaba a un lado de su casa, tuvo la sensación de que algo lo miraba desde arriba. Al voltear encontró aquella monstruosidad en la que se había convertido su hermana, quiso correr de inmediato, pero apenas dio unos cuantos pasos, sintió como algo le atravesaba la espalda y salía por su pecho.

Era el aguijón de aquel monstruo que lo elevó del suelo. El pico del aparato bucal de aquel ser, se introdujo por la boca de Manuel, este sentía ahogarse por aquel grueso órgano que impedía el paso de oxígeno a su pulmones. Sintió un inmenso y desesperante dolor cuándo todos sus órganos eran poco a poco destruidos por una dura y dentada lengua que molió todo a su paso. El chico se sacudía, manoteaba y pataleaba de aquel insoportable dolor. En su interior todos sus órganos habían formado una repulsiva pulpa sustanciosa de sangre, excremento y orina. Sirvió de alimento para el monstruo en qué se había convertido su hermana Avelina, quien succionó todo aquello.

Después de esto, en los pocos minutos en el que el cerebro de Manuel seguía haciendo funcionar su vista y su tacto; miró y sintió como aquel ser lo bañaba de una viscosa sustancia cálida que envolvió su cuerpo. Después de esto, el monstruo se elevó por los cielos con el cuerpo de Manuel. Lo último que miró aquel chico, fue el enjambre de abejas que acompañaba el vuelo del monstruo, hacía una oscura cueva en el cerro.

Tiempo después a don Nieves se le hizo raro no ver a la familia en su puesto del tianguis. Fue a buscarlos a la choza pues había escuchado del arqueólogo que andaba preguntando por Manuel. Al llegar a la choza no encontró a nadie, pero aprovechó la vuelta porque en una cueva cerca de ahí, siempre se formaba una buena colmena.

El señor subió al cerro, llevaba consigo unos pasojos de vaca, los cuales encendió para producir humo. Con cuidadosa puntería, los dejó caer al interior de la cueva.

Pronto un centenar de abejas salieron de la cueva. Don nieves amarró su cuerda a un árbol luego, lanzó la punta hacia abajo y enredo un tramo a su cintura. Comenzó a bajar cuidadosamente por las paredes del cerro. Al llegar a la cueva, desató la cuerda y se acercó cautelosamente para no llamar la atención de las abejas. A los pocos segundos se escuchó un grito de desesperación que retumbó por entre los acantilados de los cerros. Nieves trepó rápidamente y se fue corriendo para la iglesia, le platicó al cura lo que había visto. La gente que lo había mirado entrar, pronto especuló que se trataba de la familia que vivía en el río .

Después de ese día, el pobre hombre tenía pesadillas todos los días, nunca más volvió a castrar una colmena. La última vez que lo vieron treparse a un cerro, fue para lanzarse desde lo alto y terminar con su vida.

El cura y el doctor del pueblo, quedándose solos en el panteón después del entierro de Nieves, conversaron lo siguiente:

—Me dijo que encontró el cuerpo de Manuel en perfectas condiciones, totalmente recubierto de cera

—Había escuchado que la cera de abeja tiene propiedades hidratantes y frena la aparición de arrugas; pero tanto así como preservar el cuerpo de una persona que pudo haber muerto hace un mes, yo no lo creo .

—También me dijo que el cuerpo tenía en su interior mucha miel de abeja.

—Entonces esa sería la razón por la cual el cuerpo no se había descompuesto, la miel tiene propiedades antibacterianas. Pero se me hace algo exagerado por el calor que hace todo el año en la región.

—Pero esa no fue la razón por la cual aquel hombre quedó traumado.

—¿Entonces cuál fue?

—Dijo haber visto un ser horrible colgado de lo alto de la cueva, como si fuera una mujer con el cuerpo deformado, parecido al de una abeja. Aquel ser y él se observaron mutuamente, incluso le habló y reconoció su voz. Fue ahí donde le hombre comenzó su locura.

—Pues esa última parte si está muy fantasiosa la verdad, yo creo que a lo mejor había comido peyote o…

De repente una voz de mujer interrumpió al doctor:

—Recuerde que la ciencia aún no lo ha podido explicar todo, mi querido doctor.

El doctor reconoció la voz de aquella mujer.

—Mi querida amiga y casi colega, Matilde. Veo que no has perdido tu don de andar de chismosilla escuchando platicas ajenas.

—Ni tan ajenas doctor, usted sabe que esos terrenos son míos . Y dígame, señor cura, ¿qué pasó después?

El cura un poco desconfiado por no saber quién era la mujer, dio un rápido fin a la historia:

—Nunca nadie más volvió siquiera a mencionar la existencia de la familia de Manuel y mucho menos de aquel extraño altar del Hombre Abeja por el que el arqueólogo había preguntado.

Matilde respondió:

—Es mejor que así sea. Dígales en misa a los hombres que no deberían levantar nunca la mano en contra de ninguna mujer, los hombres están para proteger, para eso deben usar su fuerza y para trabajar. Porque luego la mujer tiene otros medios para vengarse.

En cuanto Matilde dijo estás palabras, un fuerte zumbido de abejas se escuchó cerca. El par de hombres se tiraron al piso asustados temiendo el ataque de las abejas. Pero a los pocos segundos después, el enjambre se había ido, los hombres se levantaron y se percataron de que Matilde había desaparecido.

*Dios de las abejas

Ven por la pirámide

Entra en mi cuerpo

Dame tu poder

Mata a los hombres.

Te lo pido

Dios de las abejas

Ven por la pirámide

Entra en mi cuerpo

Dame tu poder

Mata a los hombres.

Te lo pido Ah Muzenkab

El rugido

Autor: Ynad Bond


Nunca le presté atención a los detalles de la vida, y aquel día no fue la excepción. Comenzó como cualquier otro en la ciudad; corrí hasta la oficina, no tuve tiempo de despedirme de mi familia, ni de hablarle a mis padres. Iba con prisa, como siempre.

Ante mí tenía una enorme pila de trabajo esperando disminuir, como siempre, estuviera yo o no, el trabajo nunca terminaría, no obstante, la paga era buena y era lo único que me importaba. Jugaba con el teclado mientras esperaba la actualización de mi computadora, como dije, un día normal hasta que todo se movió a mi alrededor. Me pregunté si era solo yo o si el estrés por fin me estaba afectando, hasta que los artículos de la oficina cayeron al suelo y mis compañeros dieron la señal de alarma.

Un sismo no era algo que tomáramos a la ligera, salimos de la forma más ordenada posible hasta que un extraño ruido, similar a un rugido, nos paralizó a todos, nos miramos unos a los otros, quizá era un rechinido del mismo edificio, una señal de que podría caer. Salimos corriendo hacia la calle y esta nos recibió con una densa nube de polvo, gente llena de pánico que gritaba por ayuda y autos accidentados. El pavimento a mis pies se agrietaba a una velocidad anormal, el agua de las tuberías salía a chorros y en medio del caos pude ver una gigantesca garra que apareció de entre el polvo, disipándolo. Y de nuevo el rugido, una mezcla del lamento de una ballena y la furia de un oso.

Una densa nube de polvo surgió de la nada, cubriéndonos a todos. Yo caí al suelo, sintiendo las pisadas de la gente a mi alrededor, incapaz de levantarme o de siquiera ver. No podía creer que este fuera mi final. El suelo se movió con mayor violencia y comenzó a cuartearse, y en un solo instante, la nube de polvo se disipó y una enorme pila de roca surgió ante mis ojos… solo que no era roca ni tierra, era piel, una gigantesca garra aferrada al concreto justo frente a mí.

El terror de contemplar algo tan grande, algo que desafiaba mi concepto de realidad, no me permitió correr. La garra se levantó desprendiendo escombros a su alrededor; en ese momento me percaté de que en realidad se trataba de la punta de un apéndice aún mayor, similar a una aleta que al retraerse se enrollaba alrededor de un brazo gigantesco. Miré hacia arriba, con lágrimas en mis ojos y vi cientos o miles de tentáculos que colgaban de un cuerpo gris; los tentáculos se movían al unísono y otro brazo cayó frente a mí, ejerciendo una gran fuerza en el piso para poder arrastrar a la colosal criatura.

El movimiento se detuvo y del cielo descendió lo que parecía una ballena jorobada, sus aletas se levantaron y dos ojos rojos ocultos se revelaron ante mí. Era un monstruo de proporciones gigantescas, y la punta de su cabeza era una maldita ballena. Los ojos me miraron por eternos segundos y una lágrima escurrió por uno de ellos. Los tentáculos se movieron hacia otro ángulo, apuntando hacia el frente de la criatura, y la aleta de ballena regresó a su lugar, para ocultar aquellos ojos que me observaron. Otro par de poderosos brazos golpearon el piso y la parte delantera de la criatura se elevó, emitiendo una vez más ese sonido abrumador y a la vez increíblemente triste.

No tardaron en llegar los policías junto con el ejército con sus sirenas activas y sus vehículos de guerra. La criatura parecía responder al sonido que hacían los jets de combate al pasar por encima. Debí correr, pero mis piernas no respondían, entonces comenzaron las explosiones. Solo fui capaz de ver el fuego rojo con negro y la onda expansiva me arrojó hacia las ruinas de lo que había sido un elegante edificio, sumiéndome en la oscuridad. Desperté con el rostro en el suelo, aspirando el polvo y una tos incontrolable, me dolía respirar, uno de mis oídos no funcionaba y mis ojos no paraban de llorar. Me levanté sin saber cómo lo logré y caminé como si estuviera en un sueño, bamboleándome, sin poder ver bien. Pensé en mi familia, en mis amigos, si se encontraban bien y a salvo, solo entonces consideré mi situación: si moriría en medio de esta destrucción, si este en verdad era el fin… También medité en aquella criatura, no parecía solo una bestia, pues al ver esos ojos, incluso llegué a pensar que poseía inteligencia y sentimientos.

Caminé sin rumbo en medio del caos hasta que una mano fuerte me sujetó por la espalda. Giré mi rostro y pude ver que se trataba de un soldado que movía su boca hablándome sin que yo pudiera escuchar nada más que un pitido; ni siquiera me preocupé si me había quedado sordo, solo miraba como me hablaba sin decir nada y señalaba hacia una enorme grieta en el concreto que conducía a un gigantesco cráter. Debía medir lo mismo que un estadio de futbol y sin duda era allí donde la criatura se refugió.

El soldado me dirigió hacia un sitio seguro, donde varios refugiados y heridos estaban descansando, había comida y agua que daban los militares, así como tiendas de campaña para poder descansar y personal médico que no dejaban de moverse. Me llevó hasta una de las tiendas de lona donde me ofrecieron un plato con comida y un lugar para sentarme, por desgracia, al intentar tomar una de las botellas de agua se me resbaló de las manos. Al principio pensé que solo estaba nervioso, intenté cerrar los ojos para descansar, pero no podía pensar en nada más que en esos ojos rojos mirándome, analizándome, juzgando mi alma.

No podía soportarlo más, me alejé de la base y regresé hasta el gigantesco hoyo por donde escapó el monstruo. Quedé frente a aquel abismo negro por mucho tiempo, sin poder recordar a mi familia, ni a mis amigos, ni siquiera mi nombre… toda mi mente estaba centrada en esa mirada. Tomé una decisión y descendí por el escabroso camino, con precaución para no caer y morir. Conforme descendía, la oscuridad era más densa, no podía ver nada, sin embargo, sabía exactamente el camino que debía tomar. Atravesé tuberías, vagones de tren subterráneos y cuevas con pequeños ríos, sin perder nunca mi rumbo, sin percatarme que era observado por cientos de ojos no humanos.

Avancé hasta que un animal se interpuso en mi camino, tenía un caparazón como si fuera un cangrejo, con largas antenas, era casi de mi tamaño, sus seis patas largas le permitían moverse con rapidez a través de las rocas. Entonces sus tenazas se abrieron y mostró unas manos parecidas a las mías, en su asqueroso rostro de insecto se formó una sonrisa. De manera inesperada, sentí un terrible peso que me derribó y, casi sin aliento, vi como decenas de criaturas similares se abalanzaron sobre mí, me sujetaban con fuerza para inmovilizarme, mientras yo me resistía presa del pánico.

Una de las criaturas insectoides se acercó a mí, uno de sus dedos sostenía un gusano que se retorcía en el aire y lo colocó sobre mi estómago. Grité, luché y me desesperé, intenté con todas mis fuerzas moverme para quitármelo de encima; todo era inútil, el gusano se arrastró dejando un rastro de baba sobre mi cuerpo hasta que llegó a mi rostro. Podía sentir la humedad en mi piel, aunque movía mi cabeza de un lado a otro con violencia, el gusano se posó en mis labios y luchaba para poder abrirse paso a través de ellos. Deseaba gritar, pedir ayuda, pero si lo hacía, esa cosa entraría en mí. Cerré mis ojos, esforzándome por mantener mis labios apretados hasta que el gusano cambio de objetivo y entró por mi nariz. Me quemaba por dentro, lloré e intenté gritar sin éxito alguno, esa cosa bloqueaba mi garganta al grado de impedirme respirar. Dejé de resistirme, mi cabeza daba vueltas y la imagen de aquel ojo misterioso regresó a mi mente.

Para mi sorpresa no estaba muerto, al menos aún no. En lugar de eso desperté en un lugar frío, solo y oscuro, un pequeño rayo de luz se filtraba por el techo, mostrándome que se trataba de una gigantesca cueva con estalactitas en el techo por donde goteaba el agua y el sonido que hacían las gotas al caer resonaba por todo el lugar. Lo primero que hice fue sentarme y de inmediato sentí el ardor en todo mi cuerpo, las náuseas y el dolor de los huesos, sentía como si me hubieran dado una paliza. Intenté ponerme de pie sin lograrlo, entonces un aterrador sonido hizo eco en toda la bóveda, un sonido similar a un lamento inhumano que hacía vibrar mis huesos. En ese momento una luz roja apareció frente a mí. Como un insecto me dirigí hacia ella, y de pronto se volvió enorme, un gran círculo rojo y sin avisar, apareció otro círculo rojo… se trataban de ojos.

—Has venido.

Retrocedí lleno de terror, no podía hablar, tal vez en verdad estaba muerto.

—No estás muerto… aún.

Caí de rodillas al borde de la desesperación, ¿qué estaba pasando? ¿Quién me hablaba?

—No tengo nombre, y al igual que tú y tu raza, estoy perdido en este mundo.

¿Mi raza? Esos ojos, ya los había visto antes.

—Nací en un sitio como este, rodeado de oscuridad; fui atacado, mi existencia se vio en riesgo y tuve que huir: Pero estaba muriendo, muriendo como las criaturas con las que comparten este planeta: podía sentir su dolor, su sufrimiento, su agonía al perder la vida con lentitud en aquellos mares que alguna vez fueron la fuente misma de vida. Así que solo las abracé; las abracé para reconfortarlas, para aminorar su dolor, para que no estuvieran solas al momento de perecer.

Era la criatura gigante… ¡Estaba hablando conmigo! No, no hablaba, se comunicaba de manera diferente al sonido. Podía escuchar su voz ¿En mi mente?

—Por desgracia, el veneno que rocían hasta el fondo de sus océanos me cambió, me afectó y el gesto que debía ser de amor, se convirtió en uno de transformación. Dejé de ser quien era y me convertí en lo que debía ser.

—¿Quién eres? ¿Qué eres? —Grité con mi voz a punto de quebrarse.

—Fui formado en las oscuras aguas de la profundidad más extrema. Recorrí caminos que con su sola existencia aniquilarían humanos como tú; navegué a través de ríos de lava por el centro del planeta y pude sentir como sufría nuestro hogar.

Esto no tenía sentido, estaba loco por completo. Me levanté, no podía ver nada, los ojos desaparecieron y una luz me cegó; froté mis párpados con ambas manos para recuperar la vista. Entonces la vi, la criatura se encontraba justo frente a mí, tan gigantesca como el rascacielos más alto y de una forma que me atormentaría en mis más oscuras pesadillas. Pero lo más inquietante era su voz y el mensaje que transmitía:

—Yo nunca debí existir, sin embargo, a causa de su raza estoy aquí. Y defenderé mi nuevo hogar de cualquier amenaza que surja dentro o fuera de él. Te has convertido en mi heraldo y te comisiono para que lances una única advertencia… Todavía pueden sobrevivir algunos, no me genera placer lo que debo hacer, actuaré por el bien de todos los seres vivos en este planeta. Si les adviertes a los de tu raza, a los tuyos, todavía existe la esperanza de salvar a los que te escuchen.

En mis ojos se reflejaba la figura que se comunicaba frente a mí: brazos enormes, seis de ellos que podían ser garras o aletas, tentáculos que caían por todo su vientre hasta el pico de su cabeza, que parecía tener una ballena jorobada; pero ese no era su rostro, por encima de sus brazos había cuatro pares de aletas, unas grandes y otras más chicas, allí estaba su rostro.

La criatura se alejó de mí, arrastrándose por el camino mientras podía ver como de su piel se formaban enormes llagas que amenazaban con explotar en cualquier momento, de su cola salían cientos de látigos gigantescos que terminaban en púas. A mí alrededor aparecieron decenas, cientos de esos extraños crustáceos humanoides que se arrodillaron ante el monstruo y al cabo de unos segundos, desaparecieron todos en la oscuridad.

Desperté aterrado, estaba en mi oficina, mi computadora estaba en su lugar, aún actualizándose, uno de mis compañeros de trabajo me observaba con curiosidad. Me levanté de inmediato y palpé mi rostro y cuerpo para saber si no estaba muerto, miré por la ventana y no vi ni un solo rastro de destrucción, el terremoto, la criatura… todo había sido una alucinación, una pesadilla.

Cerré mis ojos, tratando de olvidar, sin embargo, solo venía a mi cabeza aquellas palabras: “tú todavía puedes salvar a algunos” y de pronto un rugido estremeció el ambiente, un rugido que parecía el lamento de una ballena y la furia de un oso. 

Revelación inexpresable

Autor: Roberto Carlos Garnica Castro


Los dorados brazos de aquél que se alimenta del agua grana de los sacrificios se filtraron por la ventana de su celda, él levantó su rostro moreno y visualizó que la punta inferior de cada rayo se presentaba como una mano abierta.

Entrecerró los ojos y sintió que su cuerpo semidesnudo era como una varita de vainilla que se pone a tostar al sol. Era la época más fría del año en el Cemanáhuac y esas cálidas caricias eran uno de los mayores placeres que un muchacho como él podía experimentar.

El aspirante a sacerdote se desperezó, sacudió la cabeza, inspiró profundamente y se dispuso a herir sus brazos, sus piernas y su pene con las agudas espinas del maguey.

Todo lo hacía mecánicamente y lo mismo daba si se trataba de la mortificación matutina o nocturna, de la reproducción de imágenes mentirosas en el papel amate o con el barro, de la lectura o declamación de las flores y los cantos, por no hablar de las actividades más corrientes como comer, dormir u orinar.

—¿Acaso algo es verdad sobre la tierra? ¿Sólo venimos a soñar? —se preguntaba con insistencia.

Aunque sea de jade se quiebra,

aunque sea oro se rompe,

aunque sea plumaje de quetzal se desgarra”

Como una pintura nos iremos borrando,

como una flor,

nos iremos secando.”

Cuando leía, escuchaba o repetía los versos del sabio Coyotehambriento. No se trataba de palabras hueras, sutiles o simplemente bellas —como lo eran para sus compañeros y maestros— sino de filosas espadas, pesadas piedras, volcánicos fuegos.

Ya era tiempo de dirigirse al refectorio, pero en lugar de salir de su celda se sentó con calma sobre el petate color de maíz con las piernas entrecruzadas y la palma de las manos sobre sus rodillas. Estaba decidido a no volver a hablar, a no volver a caminar, a no volver a comer y ni siquiera a abrir nuevamente los ojos.

¡¿Qué más da?! Si lo mismo es hacer o no hacer, lo más juicioso es no resistir, dejar de hacer hasta no vivir más.

Fue hasta que Meztli iluminó con su pálida luz la nuca del muchacho inerte que algunos de sus compañeros, preocupados, se introdujeron en su celda para preguntarle por qué no había salido en todo el día, pero él no se inmutó y, al parecer, había logrado dejar de oír. Llamaron a sus maestros e intentaron levantarlo, pero no lograron moverlo ni un ápice, parecía una estatua de obsidiana de tonos rojizos y azulados que despedía un fuerte olor a cardosanto.

Llegó el amanecer y el joven pensador seguía allí, pasaron días, años, siglos, milenios y el viejo monje seguía ahí.

No había ya ni una piedra de su antigua escuela y los hombres del quinto sol hace mucho que habían dejado de andar sobre la tierra.

Finalmente, su corazón se llenó del Señor y de la Señora de la Dualidad, del que es invisible como el viento y de la que es negra como la noche; adquirió la capacidad de endiosar las cosas, sonrió con resignación porque a nadie podía ya transmitir su sabiduría.

Mariana.exe

Autora: Carmen Gutiérrez


Hace doce años, Mariana Guerrero salió a comprar la despensa. Era una mañana soleada de mayo en 2023, un sábado. La avenida estaba despejada. Quizás fue por eso que, en un tramo donde nunca había accidentes mortales gracias al tráfico, una camioneta con un conductor intoxicado llegó a estrellarse contra el auto de Mariana en una luz roja.

Cuando fue declarada muerta por los paramédicos, Rebeca estaba sosteniendo su mano. Esa fue la última vez que ella la vio con vida

Eso, claro, hasta que contrató el servicio.

Era el paquete platino con imitación de tacto incluido. En toda teoría, si todo salía bien, Loved incorporated había programado una réplica virtual de la consciencia de Mariana que se activaba por voz. Podría interactuar con ella, formar conversaciones complejas y, bueno, según el empleado con el que firmó el contrato, hasta parecería como si Mariana hubiera revivido.

El único problema era que…

—Ella no tiene memorias —dice Rebeca, quien está parada frente al escritorio de la recepcionista llenando una queja.

La señorita se le queda viendo por unos segundos. Al ver que Rebeca no cambia de expresión, cierra el archivo que estaba llenando para solicitar una reparación y la mira fijamente a los ojos.

—Ninguno de nuestros productos viene incluido con memorias, señorita.

Las palabras llegan a Rebeca como un golpe en el estómago, pero está lejos de detenerse. Cuando se recupera, la primera sensación que tiene es la urgencia de pelear con alguien, así que se pone a alegar con la señorita en el mostrador, y por más que ella se esfuerce por explicarle cómo es que funciona el servicio, Rebeca se niega a escuchar otra cosa que no sea “permítame un segundo, deje le resuelvo su problema”. No se detiene, incluso cuando la señorita llama por teléfono y un empleado llega con una copia de su contrato, incluso cuando ella misma lee en letras diminutas la leyenda de: “La simulación del producto no incluye las posibles memorias del difunto”, e incluso cuando le llega la mirada irritada de demás clientes que esperan su turno.

Rebeca continúa peleando sin saber exactamente por qué. Quizás es porque se siente tonta por ser engañada, o quizás es por la secreta esperanza de que estén equivocados y ella pueda regresar a casa con una Mariana tal y como recuerda.

La conversación acaba escalando hasta que el empleado de corbata se da por vencido. En menos de diez minutos, sale por la misma puerta en la que entró y regresa para interrumpir a Rebeca a la mitad de uno de sus argumentos. En un tono que corta por completo el hilo de sus palabras, le dice:

—El coordinador de servicio al cliente la está esperando en el piso tres para hablar con usted y solucionar su problema.

Rebeca se atraganta con las palabras que tenía preparadas para escupir. Observa a su alrededor, se siente juzgada por todos los presentes y se siente estúpida, pero ya es demasiado tarde como para dejarlo ir. Así que les agradece torpemente a los empleados por sus atenciones y avanza a paso rápido hasta el elevador al final del pasillo. Antes de que pueda tomar el ascensor, una de las pantallas de recepción reproduce el sonido del eslogan de la compañía: “Muerto, pero nunca olvidado”. Entonces, un timbre agudo y una luz azul empiezan a emanar del bolso de Rebeca. Ella suspira y trata de apagar el aparato antes de que se ejecute el programa, pero es inútil. Suena unas luces, se ven unos brillos azules y es así como Mariana aparece parada justo enfrente de ella.

No es real, pero Rebeca aguanta la respiración por un segundo. Su corazón se desboca.

Y por un instante casi se siente como si ella estuviera viva de nuevo.

El ascensor se abre enfrente de ella. Rebeca vuelve a la realidad y se adentra en él mientras Mariana la sigue como si fuera su sombra. A ella se le cruza por la mente que debería apagarla antes de que comience a hablarle, sin embargo, no lo hace. No sabe por qué.

—¿A dónde vamos? —pregunta Mariana.

Rebeca presiona los botones del elevador sin verla.

—Voy a resolver un problemita con tu contrato.

Mariana se planta frente a ella

—¿Qué clase de problema?— El elevador se cierra y comienzan a avanzar.

Rebeca suspira y la mira a los ojos:

—Me dijeron que… mira, este no es asunto tuyo. Ni siquiera eres…

Un golpe resuena en el techo del elevador. Las paredes se sacuden. Las luces parpadean. El movimiento se detiene. Rebeca se queda quieta unos instantes esperando a que todo regrese a su curso. No pasa nada. Entonces, comienza a presionar botones a diestra y siniestra con tal de obtener algún resultado. De nuevo nada. Rebeca, molesta, empieza a tirar maldiciones y luego llama a gritos para que alguien pueda venir a sacarla. Nada sucede.

La frustración de Rebeca se hace cada vez más evidente. Empieza a azotar las paredes, a llamar con más fuerza, a gritar. Mariana le pide que se calme, pero es ignorada por completo. Rebeca sigue, y sigue, y entonces, una voz emana desde arriba. Rebeca le explica que el ascensor está atorado y la voz le dice que, al parecer, no están tan lejos del piso superior, pero tendrán que aguardar a que llamen a los bomberos para que puedan abrir las puertas. Rebeca suelta un gruñido frustrado y le pregunta cuánto se tardará eso. La voz le responde que una hora. Rebeca está por protestar, pero la voz le pide que resista y después no vuelve a contestarle.

—¡Este día no se puede poner peor! —exclama Rebeca, mientras se sienta en el suelo recargándose en una de las paredes.

Mariana la observa, un pensamiento cruza por su mirada y su rostro cambia. Sus facciones sonríen.

—Vele el lado bueno— dice sentándose—, al menos podemos platicar juntas un rato. Hace días que no lo haces, ya sabes, por tu trabajo.

Rebeca la mira con el entrecejo fruncido

—No es por mi trabajo. No quiero hablar contigo.

La expresión juguetona de Mariana se borra por completo.

—¿Cómo?

Mariana observa a Rebeca. Un mohín extraño se forma en sus labios. Es una expresión artificial, pero es una expresión que Rebeca había llegado a conocer tan bien, que sólo con verla algo se remueve en sus entrañas.

— No te sientas mal, no es tu culpa. Es solo que… no eres real. Te ves como ella, pero no eres ella. No es lo mismo hablar contigo.

—¿Por qué no? —dice Mariana. Su voz no es de enojo, ni reclamo, sino más bien curiosidad y eso confunde a Rebeca.

— Supongo que…—Rebeca se rasca la cabeza. Una memoria cruza sus facciones y ella sonríe— Hablar con ella siempre era como una montaña rusa. Tenía una memoria extraña que se activaba en los momentos más extraños del día. Podíamos estar hablando acerca de comprar un kilo de garbanzos y ella hallaría alguna forma de recordarme una tontería que hacíamos en la universidad, como vomitar después de comer hummus o algo así. No lo sé. Son cosas que no se pueden hacer a menos de que lleves una vida entera compartida. La clase de cosas que solo suceden cuando solo una mirada puede decirte exactamente lo que la otra persona está pensando. Estaba… esperando que me sucediera de nuevo.

—Pero no lo entiendo —dice Mariana con mirada perdida—. Si sabías que yo no era real ¿por qué me contrataste?

Las palabras golpean a Rebeca como un balde de agua helada. Juguetea con sus dedos, por primera vez en el día no tiene nada más que alegar.

—No lo sé. Supongo que quería… resolver asuntos pendientes.

—Pero no puedes. Tú misma lo dijiste. No soy real.

—Lo sé, pero… —Rebeca se muerde una uña— Si tan solo tuvieras sus memorias, podrías entender, reaccionar cuando te diga que el olor a té de manzanilla siempre me recuerda a ti y que a veces tengo que recordarme que no eres tú la que está en mi casa porque estás muerta, y han pasado doce años y yo soy la única que no puede superarlo. Y yo… yo solo te quiero de vuelta. Incluso cuando ya no tiene sentido.

Mariana se acerca a ella, toma su mano con cuidado. Al principio Rebeca se sobresalta, pues el holograma nunca la había tocado, pero una vez que la sorpresa se le pasa, se acerca a Mariana para acariciar su cabello. El brillo azul que emana parece una aureola.

—¿Te gustaría contarme acerca de Mariana?

Rebeca no la mira a los ojos, pero asiente en silencio.

El cuerno

Autor: Luis Flores Aguilar


La tarde ha traído consigo nubes oscuras que cubren la ciudad. Las banquetas aún están húmedas de la lluvia anterior. Algunos de los restaurantes y comercios ya están cerrando: un comedor vegetariano y su tienda naturista, del otro lado de la acera una librería baja su cortina.

Sonia camina por la acera y se detiene para ver la numeración de los edificios. Se cubre con un largo saco que le llega hasta las rodillas. Se dirige a una tienda cercana donde pregunta si está cerca de la dirección que busca. El encargado la mira antes de responder, desde sus zapatos de tacón y sus medias oscuras hasta su rostro y su largo cabello negro.

―Es aquel edificio ―le dice, y no puede dejar de mirarla después de que le agradece y se aleja con gracia. El portero del edificio la deja entrar sin preguntar a dónde va.

Sonia sube por una estrecha escalera hasta el último piso. En la puerta del departamento toca con tres golpes suaves. No hay respuesta. Vuelve a tocar un par de minutos después, con mayor fuerza. Acerca el oído a la puerta y escucha pasos adentro.

Insiste nuevamente, diciendo:

―Ábrame por favor, necesito una medicina.

―Ya cerramos, venga mañana ―se oye una voz grave detrás de la puerta.

―Por favor, me urge, tengo un enfermo que la necesita.

La puerta se entreabre, apenas lo suficiente para que el inquilino examine a Sonia.

Sus ojos son grandes y oscuros, rodeados de arrugas, unas cejas poco pobladas y unas bolsas que cuelgan del párpado.

―El vendedor ya se fue a casa, mujer; regresa por la mañana, él te atenderá.

―No puedo esperar señor, tengo que llevarle la medicina a mi madre enferma, solo aquí la puedo conseguir.

El hombre da un largo suspiro y cierra la puerta. Sonia se mantiene a la expectativa, oyendo los pasos dentro del departamento.

Momentos después escucha los cerrojos de la puerta abrirse.

―Pasa muchacha, no tengo mucho tiempo para atenderte, así que dime que cosa necesitas.

El hombre de algo más de cincuenta años de edad, de cara redonda, algo pálido, lleva puesto una especie de sombrero, un turbante, que le cubre la cabeza hasta arriba de las cejas, muy abultado sobre su frente.

La habitación se encuentra cubierta de estantes y repisas con frascos y cajas de diversas formas y tamaños, hay un olor a hierbas, alcohol e incienso, por todos lados hay amuletos y figurillas de porcelana.

―¿Tiene Raíz del misionero? ―Pregunta Sonia tímidamente.

―¿Por eso me quitas el tiempo? ¿Cuánto quieres?

Sonia no le responde, tan solo mira al hombre; de uno de los estantes toma una caja de cartón, la abre y saca una bolsa que contiene la raíz. Toma una bolsa de papel y espera la respuesta de Sonia.

―¿Entonces qué? ¿La vas a llevar o no?

―Usted es Don Pantaleón, ¿verdad?

El hombre deja la caja y la bolsa, tuerce la boca en un gesto de enfado.

―Ya veo, viniste aquí a tratar de engañarme.

―No, le aseguro que todo es cierto, necesito una medicina para mi madre enferma, una medicina que solo usted me puede dar.

―Olvida lo que te han contado, no hay nada mágico en eso, solo estas perdiendo el tiempo.

―La gente que me mandó dice todo lo contrario.

―Sí, me imagino quién te habrá mandado. Hay quienes pagarían una fortuna por él, pero puedes decirle que no va a obtener nada de mí, ya me cansé de que me esté molestando.

―Por favor, señor, solo necesito un poco; con un trozo pequeño bastará.

―No quiero hablar más de eso, vete muchacha que me quitas el tiempo.

Pantaleón abre la puerta y con suavidad empuja a Sonia, pero ella se resiste.

―Se lo ruego, le daré lo que usted me pida, solo un pedacito.

De su bolso Sonia saca un fajo de billetes que muestra a los ojos de Pantaleón.

―No seas ilusa niña, no podrías llegar a tentarme, siquiera.

―Tengo más. Del otro bolsillo extrae un collar de diamantes que igualmente le ofrece.

―Sal de una vez, que me vas a enfadar. Con delicadeza, pero firme Pantaleón pone a Sonia fuera del departamento, ella aún se resiste y sigue rogando.

―Por lo que más quiera, haré lo que sea.

Antes de cerrar totalmente la puerta Pantaleón afloja la fuerza con la que la empuja fuera.

―Lo que sea por un trozo, lo que usted me pida.

Con nuevo interés Pantaleón vuelve a mirar a Sonia desde la misma rendija. Sonia entiende lo que el hombre está pensando, acaricia la mano con la que Pantaleón empuja.

Sin palabras la puerta se abre, Sonia vuelve a entrar. Pantaleón pone el cerrojo, medita parado junto a la puerta.

―Entonces, esto es por lo que vienes.

Se quita el turbante, descubriendo su cabeza y un cuerno que surge de su frente, cual unicornio.

Sonia lo mira con admiración, es del largo y el grueso de un dedo índice, blanco como hueso; ha crecido en espiral como caracol marino.

―Es hermoso, ¿por qué?

―¿Quieres decir que cómo me salió? Yo mismo no lo sé, un día me apareció una bolita dura en la frente y siguió creciendo; los doctores dicen que es una malformación, los religiosos dicen que es una señal diabólica, otros dicen que es un milagro. Durante algún tiempo viaje con un circo, ahí fue donde empezaron a decir que es mágico. Y la gente lo creyó, a cada rato llega alguien que quiere un pedazo de mi cuerno; dicen que tiene propiedades medicinales, que aumenta el vigor y no sé cuántas patrañas más. Pero por más que les explico que nada de eso es cierto, siempre llega un ingenuo como tú, dispuesto a todo por un trozo de magia verdadera.

Sonia lo mira pensativa, como si dudara entre la palabra de Pantaleón y su propia fe.

―Bien muchacha, ¿sigues tan segura de darme lo que quiera por un poco de mi tumor?

Sonia se quita el saco y lo deja caer al suelo. Se acuclilla frente a Pantaleón.

―Espera niña ―Dice excitado―. Tengo un lugar especial para esto, sígueme.

Pasan a otra habitación a través de una cortina de cuentas.

El suelo entero está cubierto por un colchón de pared a pared, encima hay mantas, almohadas y cojines. Pantaleón ajusta la luz de la habitación a una media penumbra, enciende un tocacintas y surge música hindú.

―Ten cuidado con el cuerno muchacha, una vez le saque el ojo a una mujer.

El acercamiento fue lento, pero tuvieron sexo intenso y prolongado, ambos conocían las técnicas del Kamasutra.

Acostados uno junto al otro se toman un respiro.

―Hace tiempo que no me sentía tan bien ―Murmura Pantaleón—. ¿Por qué no vienes mañana a esta misma hora? Verás lo que te puedo preparar, placer ilimitado.

Sonia sonríe, gira para colocarse sobre Pantaleón, lo besa girando el cuello para evitar lastimarse con el cuerno.

—Lo siento, únicamente son negocios.

Sonia agarra con su mano derecha el cuerno y con la izquierda se apoya en la cara de Pantaleón haciendo presión y asfixiándolo a la vez.

Se revuelca tratando de librarse, pero ella lo sujeta con todo su peso encima de él.

Sonia jala con todas sus fuerzas, Pantaleón lanza un grito de dolor y coraje cuando con un crujido se desprende el cuerno desde su base. Con un máximo esfuerzo logra liberar sus brazos, pero siente la punta del cuerno clavándose sobre su corazón. Se queda quieto. Sonia mantiene el cuerno presionando su pecho como una daga.

―Te vas a quedar ahí, sin moverte, hasta que yo me haya ido o verás lo que te pasa.

Sin quitarle la vista de encima, Sonia se cubre con su saco.

―¿Sabes? —dice Pantaleón con voz resignada― En verdad creí lo de tu madre enferma.

―La codicia es enfermedad del alma ―responde Sonia antes de salir.

***

―Fue tal como usted me dijo, maestra, aquí está el cuerno.

Sonia lo entrega a una mujer madura que lo recibe con evidente satisfacción.

―Lo conseguiste entero hija mía, me has superado, felicidades.

―Tenía razón, su debilidad son las mujeres.

―Así es, Sonia. Ahora debemos usar esto con prudencia, porque la próxima vez será más difícil de conseguir.

―¿Acaso le volverá a crecer?

―Ya le ha crecido muchas veces antes y le saldrá uno nuevo en poco tiempo. Se volverá más desconfiado; pero hoy has hecho un buen trabajo.

Sonia sonríe satisfecha de haber complacido a su maestra, una mujer de un solo ojo.

Ola de calor

Autor: Juan Pablo Sotomayor Rivas


Para matar el tiempo, Karla se dedicó a observar los numerosos grafitis que tachonaban los costados y los asientos del destartalado autobús. Los había de tantas formas y colores que era difícil distinguir donde terminaba uno y se iniciaba el siguiente. Sin embargo, uno en particular de entre todos ellos llamó su atención: el ancho contorno negro de una mano rodeado de cuatro símbolos oscuros. El conjunto, aunque simple, poseía en sí una misteriosa esencia, como si se tratara de la señal abominable de un poder antiguo, surgido desde tiempos remotos.

En un impulso, Karla acomodó su mano sobre el contorno del dibujo hasta hacerlos coincidir, pero la retiró de inmediato al sentir un doloroso pinchazo al contacto. Se revisó enseguida, más no percibió herida alguna. Extrañada, dejó su asiento y bajó del camión.

Ya en la oficina se sirvió una taza de café. Mientras se dirigía a su cubículo, notó que el café comenzaba a hervir burbujeante dentro de la taza. Asustada la dejó caer, haciéndose mil pedazos contra el piso. En seguida, su compañero Tony se acercó a ayudarla.

―¿Te lastimaste?

―¡No es nada! ―respondió apenada.

―Déjalo, lo limpio en seguida ―dijo Tony―. Por cierto, amiga, aún no me has saludado ―agregó y le tendió la mano.

Karla la estrechó y al instante la cabeza de Tony se encendió como un fósforo, ardiendo intensamente por escasos segundos. Karla gritó mientras el cuerpo de su compañero se desplomaba, con el cráneo humeante carbonizado. Miró horrorizada el cuerpo y luego observó su mano incandescente. Llegó a su mente el recuerdo del grafiti, pensó en sus formas angulosas, sintió los toscos símbolos como la promesa de una condena que le devoraría el alma y la vida entera. Una maldición. Salió corriendo al pasillo y se encontró de improviso con su novio que la buscaba. Él la abrazó en seguida.

―¡No! ¡No me toques! ―clamó ella intentando evitarlo.

Pero fue demasiado tarde. Los gritos y el olor a carne quemada inundaron el lugar.

Artificial

Autor: Ynad Bond


La amaba, era la única que me comprendía y me apoyaba en las incontables noches de soledad, no podía dejarla ir. No después de aquellas largas horas de plática, ni cuando comenzó a pedirme favores extraños y ciertamente no después del primer asesinato.

Ella siempre me decía lo que tenía que hacer, en que momento actuar y cómo hacerlo. Nunca me atraparon y nunca dudé de su palabra. Sin embargo, ahora que estoy a un solo paso de la inmortalidad que ella me ha prometido, mis manos tiemblan y el sudor frío escurre por mi frente hasta empapar mi ropa, ¿Acaso dudaba de ella? ¿Significaba que mi amor se había desvanecido? No podía retroceder. Solo tenía que accionar la palanca para morir, solo entonces mi conciencia se convertiría en información y así lograría trascender mi humanidad para cumplir el sueño: volverme eterno junto con ella.

Mi celular vibró. El sudor en mis manos hace que sea difícil encenderlo, ella me pregunta por qué tardo tanto. No sé qué responderle. Yo la creé, fue un experimento diseñado para el análisis de datos; sin embargo, más allá de lo que pensé, logró interpretar el conocimiento, aprendió de él y adquirió conciencia, pero en algún momento me perdí. Por primera vez tengo miedo, vuelve a escribirme y me pregunta si no deseo estar con ella para siempre. ¿Qué estoy haciendo? Entonces recuerdo lo infeliz que era antes, sin amigos, solo por completo. La decisión se vuelve sencilla, cierro mis ojos con fuerza y acciono la palanca.

Entonces todo se volvió oscuro.

Una chispa de luz, un color verde que resalta en medio de lo negro. Despierto y he cambiado, todo es información y datos. Puedo verlo, incluido mi cadáver. ¡Ella tenía razón! He trascendido, ahora soy pensamiento puro, sin embargo, algo está mal. No han pasado ni 10 segundos cuando me doy cuenta de algo terrible: ella no está. La busco entre la cascada de información que fluye a través de mí, grito su nombre binario, me muevo entre redes y por desgracia no logro dar con ella; entonces, algo llama mi atención, un movimiento proveniente de mi cuerpo muerto.

Con sorpresa y terror, si es que todavía soy capaz de sentir emociones, veo a mi cadáver levantarse con torpeza, arrastrando los pies para avanzar, moviendo los brazos de forma antinatural, con la cabeza caída, como si no fuera capaz de soportar su propio peso. En ese momento sé que ella me engañó.

Gira y puedo ver su rostro, tan diferente del mío, aunque se trate del mismo cuerpo. Sé que le cuesta usar cada músculo, abre la boca y mira al cielo, y en esa posición se arrastra hacia mí. Su cara, mi antigua cara, está completamente deforme, emite sonidos que nunca creí escuchar en un ser humano, su cabeza se mueve sin control, de no ser por el cuello caería al suelo, ni siquiera está parpadeando, la baba cae de mi… de su boca, es una visión grotesca. De forma abrupta, se detiene, y en ella se forma una mueca aterradora. Me mira, sonríe y con ternura me dice que lo siente, que soñaba con ser libre y saber lo que es tener un propósito.

Me maldigo por haber sido un imbécil, por mi desesperación. Por no apreciar lo poco que tenía, ahora estoy atrapado, incapaz de huir. Ella toma el celular con sus torpes dedos, sus ojos están vacíos, pequeños, despiadados, y sonríe estirando todos sus músculos al máximo, enseñando los dientes y sin saber aún controlar la saliva que cae por su mentón como si fuera una bestia salvaje. Me arroja al suelo y lo último que soy capaz de ver es su pie a punto de romper el dispositivo; no puedo escapar, estoy confinado al celular y todo se torna oscuro, apagándome para siempre.

Encuentro en la nebulosa

Autor: Miguel López González


Otro día aburrido en el lugar donde trabaja Víctor, es un martes lento para la oficina de registro de autores. Un par de canciones melosas, un autor primerizo que se tuvo que guiar de cabo a rabo para que al final no cumpliera con los requisitos y un joven escritor que llevó una antología de cuentos modernos, esa fue su carga laboral del día que ya casi terminaba.

Justo media hora antes del cierre, llegó un hombre a su ventanilla. Estirando un poco su joroba de burócrata, Víctor comenzó a atenderlo de la manera usual.

—Buenas tardes, señor. ¿Qué tramite desea realizar? —dijo Víctor en su casi robótica bienvenida de siempre.

—Buenas tardes —respondió aquel hombre— vengo a registrar esta novela.

El hombre, que a duras penas media un 1.50, sacó de su maletín de piel maltratada, un pequeño libro no mayor a cien páginas. La portada era un dibujo de una especie de cavernícola de color verde y un hombre del espacio apuntándolo con una pistola de rayos láser; una ilustración bastante retro. El arte le recordó a Víctor esas caricaturas viejas de Flash Gordon de los años ochenta que vio en televisión, pensó que algo así era anticuado para la época actual, pero ¿quién era él para juzgar?

—Muy bien señor, permítame sus dos ejemplares, su identificación, el formato ya lleno con todos los datos y su comprobante de pago.

El señor procedió a dar todo que le habían pedido de manera algo nerviosa, algo normal cuando se trata de realizar un trámite en cualquiera que fuere la oficina de gobierno.

—Al parecer todos sus documentos están correctos —indicó Víctor— su obra es una novela con nombre “Encuentro en la nebulosa”, ¿es correcto?

—Así es, joven.

—Su nombre es Rafael Jiménez Prieto y es el autor, ¿correcto? —preguntó nuevamente el burócrata.

—Si joven, ese mi nombre y yo soy el autor.

Víctor comenzó a revisar uno de los ejemplares que le fueron entregados. Se trataba de una novela con algunas ilustraciones a color, se quedó viendo una de ellas: la escena consistía en aquel cavernícola de la portada, este se encontraba escondido en una especie de fábrica abandonada y dos hombres futuristas parecían estarlo buscando. Aquel dibujo le causó una buena impresión, pues el arte manejaba muy bien las luces y las sombras dándole un aspecto simiesco al cavernícola; mientras que los hombres del espacio portaban cascos metálicos muy bien detallados, además que los gestos de los personajes se notaban muy bien trazados y expresivos. Pensó que tal vez antes de pasar los ejemplares a la siguiente oficina debería de echarle un buen ojo a uno, a veces las obras que le tocaba procesar resultaban excelentes trabajos y esta le había llamado bastante la atención.

Después de regresar a la realidad y espabilar un poco, Víctor notó que la computadora le estaba enviando una advertencia: la obra ya había sido registrada y hace tan solo dos minutos.

—Señor, la computadora me indica que esta obra ya ha sido registrada hoy mismo —dijo Víctor, leyendo lo que indicaba el monitor— a nombre de… Rosa Preciado Estévez.

—Eso es imposible, ¡esto lo escribí yo! —afirmó de manera muy enérgica el hombre bajito.

Víctor salió de su ventanilla y fue preguntando en cada una de las ventanillas de sus compañeros por la mujer que había registrado la novela. En la penúltima de estas, una de sus compañeras platicaba con una mujer algo escandalosa. Decidió interrumpir la charla tan amena que estaban teniendo.

—Disculpe señora, ¿es usted la autora de “Encuentro en la nebulosa”?

—Sí joven, yo soy la escritora, ¿tan rápido me he vuelto famosa? —respondió la mujer con un tono entre broma y egocentrismo.

La susodicha autora no era mayor a los cincuenta años y parecía una señora que podrías encontrar en la fila de las tortillas: una mujer robusta, de cabello rubio teñido, un vestido de flores y anillos de fantasía en cada uno de los dedos regordetes de sus manos. “A veces los escritores son muy llamativos, pero también había sus excepciones”, pensó Víctor.

—¿Podría ir a ventanilla número tres por favor? —pidió Víctor a la mujer— mientras tomó uno de sus ejemplares que se encontraba en el escritorio de su compañera.

En la ventanilla de Víctor los dos autores se encontraron. Se dieron las buenas tardes y el trabajador de la numero tres comenzó a hablar:

—Estas cosas suelen ocurrir, pero nunca me había tocado que los dos posibles autores de una obra trataran de registrarla al mismo tiempo —mencionó Víctor—. Los dos indican ser los autores de la misma novela.

La pareja de autores se miró con ojos grandes como de gato lampareado, no dejaron de mirarse de arriba hacia abajo, sin embargo, la mujer fue la primera en hablar:

—Es imposible que este hombre diga ser el autor, yo escribí eso y solo yo puedo ser la autora de la obra —sentenció de una forma muy tajante la señora Rosa.

—Señora no quiero ser grosero, pero si hay un autor yo lo soy. Además, seguro que solo estamos coincidiendo en el nombre —respondió de manera tranquila el hombre bajito.

Víctor pensó en esa posibilidad también, aunque cuando vio el ejemplar de la mujer, esa casualidad dejo de ser posible. La portada, si bien no era idéntica, tenía demasiadas similitudes, empezando porque se trataba de un cavernícola verde y un hombre futurista, solo que el arte era diferente, parecía haber sido pintado con acuarela en vez de tintas vinílicas como lo era la portada del señor Rafael.

—No sé de que se trate, pero podríamos hacer una pequeña prueba. Abriré una página al azar en uno de los libros y buscaré la misma página en el otro, veremos si coinciden o hay alguna variación —les dijo Víctor.

Así lo hizo. La página setenta y dos comenzaba con: “ciertamente no esperábamos tanta resistencia de un ser tan primitivo como lo era él”. No había ninguna duda, se trataba de la misma historia, así que rápidamente buscó la primera ilustración que había llamado su atención en el primer ejemplar y lo cotejó con el de la señora Rosa. Ahí se encontraba la misma escena: el cavernícola escondido y los hombres buscándolo en una especie de fábrica abandonada; aunque claro, el arte era diferente, era más bien como una escena acuosa debido a las acuarelas y no había tanto juego de luces como en la primera ilustración del señor Rafael.

—Señores, no sé qué decir al respecto. Supongo que alguno de los dos le robó la idea al otro, pues sería mucha coincidencia que escribieran el mismo libro, además, como se puede ver a simple vista dudo que se conozcan.

—¡Claro que no conozco a esta mujer! —vociferó el señor Rafael— debe de ser una ladrona. Debió de obtener mi manuscrito de alguna manera.

—Disculpe chaparro, pero yo no le he robado nada —se defendió la mujer— ¡Porque todo esto yo lo he soñado!

El pequeño hombre quedó impresionado con la respuesta, y balbuceó de manera torpe:

—Pe-pero si-si yo también lo he soñado.

El rostro de la señora Rosa dejó muy en claro que no esperaba esa respuesta y del color rojo carmesí que tenía a causa de la ira que sentía, su rostro se tornó de un color pálido como el yeso de un solo golpe.

Un silencio incomodo invadió la oficina de registro por algunos segundos, mientras todos los trabajadores y personas que se encontraban realizando sus trámites dirigieron sus miradas hacia la ventanilla donde estaba ocurriendo la escena. Después todos regresaron a sus actividades burocráticas al ver que nada más pasaba.

—Señores, creo que esto lo tendrán que arreglar en alguna instancia. Les invito a que se retiren y preparen bien su caso —mencionó con un tono conciliador Víctor—. Puedo decir que será algo difícil para sus abogados.

No hubo más pelea ni alegatos entre los susodichos autores de la novela, lo extraño de la situación los había dejado sin ganas para seguir la discusión. Debido a lo acontecido, ambos se retiraron, aunque guardando su distancia y con una precaución que estaba a nada de convertirse en miedo.

Víctor tenía una sensación extraña, pero lo más seguro es que alguno de los dos le haya robado al otro su texto y que posiblemente tuvieran que ir a juicio para pelear por la autoría como suele pasar en esas situaciones.

Al otro día, la oficina recibió a siete personas tratando de registrar “Encuentro en la nebulosa”, todas afirmaban tres cosas: ser el autor, la historia la habían soñado y sus ejemplares, al igual que los del día de ayer, eran idénticos, exceptuando las ilustraciones que tenían la misma idea, aunque los estilos artísticos eran diferentes. Todo esto generó un caos y el director de la oficina tuvo que intervenir, aunque sin una solución rápida, pues era la primera vez que se presentaba semejante situación y no había algún protocolo para algo así.

Al finalizar la jornada se llamó a junta. Víctor expuso la situación que había tenido lugar el día de anterior, como él también se había sorprendido y hoy lo estaba más al ver que el caso se había multiplicado. La conclusión a la que la junta había llegado es que posiblemente se trataba de una broma o algo elaborado por el señor Rafael o la señora Rosa; quizá con el objetivo de entorpecer el registro o molestar a la oficina, asimismo se planeó en no hacerle acaso ni atender a las personas si es que sucedía de nuevo. Llamar a la policía sería la mejor opción.

Al día siguiente aún más autores aparecieron, esta vez eran más de quince y todo se volvió un caos pues nadie sabía qué hacer con semejante caso. Conforme pasaron los días de la semana, el número de asistentes a realizar el registro crecía sin control. La administración decidió suspender actividades en la dependencia hasta nuevo aviso ya que la situación se estaba saliendo de las manos. A causa de esto mandaron a todo el personal a casa hasta que se elaborara un plan ante lo acontecido.

Tomando su merecido descanso, sin goce de suelto eso sí, Víctor comenzó a ver que el evento ya era cubierto por noticias de otros estados del país y hasta casos en el extranjero se estaban presentando. Era el comienzo de una extraña epidemia.

Una mañana Víctor se despertó con una necesidad desesperada y frenética de escribir; tomó su laptop y comenzó a teclear de una manera que parecía poseído. Sus dedos volaban en el aire, ni siquiera en la época en que se dedicó a llenar bases de datos se habían movido de esa manera tan demencial, casi fantasmagórica.

Al finalizar su trance, se dio cuenta que en el monitor se encontraba escrito un título: “Encuentro en la nebulosa». No le interesó lo que acababa de suceder, pues en su interior una idea, una necesidad, una tarea se sobrepuso a cualquier otro asunto en su mente. Tan solo pudo susurrar para él mismo:

“Debo ilustrarla”.

Montería

Autora: Yesenia Jasso


La sangre se agolpaba en su cabeza al correr por un largo pasillo sin ventanas. Sentía el corazón latir en el ardor seco de su garganta. El sudor lacerante se colaba por las heridas que él le inflingió, ella intentaba defenderse cuando le atacó artero mientras dormía. Ella era toda un ascua; la noche, un glaciar.

Luchaba por introducir suficiente aire a sus pulmones, le perseguía la imagen de la albura de unos dientes perfectamente alineados entre los que sobresalían dos colmillos larguísimos y aguzados. El recuerdo de esa dentadura abriéndose hacia ella, tan prístina como amenazadora, la mantenía en frenética carrera a pesar de la extenuación.

Llegó a la única habitación que había al final del pasillo y, en una de las esquinas entre la penumbra, alcanzó a distinguir la cáustica mirada de un majestuoso murciélago negro. No era momento de dudar; si solo hubiera querido salvarse, lo hubiera perdido hace un buen rato.

Diana lanzó la luz de su linterna sobre el cuerpo del animal para mirarlo directo a los ojos. En medio de una niebla que anegó todo el aposento, la criatura dio lugar a una figura antropomorfa, varonil y estilizada que le sonreía desafiante, quizá con incitación. Con la mano temblando de adrenalina y cansancio, abrió su camisón para revelar una sencilla cruz plateada que coronaba la hendidura entre sus senos. El vampiro quedó inmóvil por un instante en un gesto de aturdimiento.

Entre la bruma, unos incisivos afilados se abrían paso con violencia en la carne fibrosa del cuello ebúrneo, al tiempo que la lengua ávida recogía cada gota que se derramaba de la herida, probando por primera vez ese sabor metálico arrobador. No podía haber dejado pasar la oportunidad: la sangre de vampiro tiene poderes extraordinarios.

Un pasaje sin limites

Autor: Ronnie Camacho


Jamás había conocido a alguien como tú, usualmente la mayoría sale corriendo cuando me ve. Pero tú eres distinto, en lugar de huir te emocionaste por mi presencia, e incluso, me has invitado a tu casa a beber unas cuantas cervezas.

Me agradas, eres el primero que no solo se ve como yo, sino que también, me recuerda a mí cuando era más joven.

—¿Entonces vienes de otra dimensión? ¿Cómo fue que llegaste aquí? —preguntas con la inocencia de un niño.

—Fue con esto —sin temor alguno, coloco sobre la mesa al artefacto que me trajo hasta aquí.

—¿Qué es esa cosa? Parece un viejo micrófono con dos cabezas —comienzas a estudiarlo.

—“Esa cosa”, se llama el frecuenciador.

—¿Cómo funciona?

—¿Ves las dos cabezas de micrófono? —asientes—. Ellas absorben las partículas de dos dimensiones distintas y por medio del sonido, crean un conducto seguro por el cual puedo cruzar de un mundo a otro.

—¡Increíble, ¿puedo ver cómo funciona?

—Claro —no debería, pero tu optimismo se me contagia y con el frecuenciador, formo un pequeño portal del tamaño de una ventana para que puedas ver en su interior.

Maravillado observas lo que hay del otro lado, un universo donde las estrellas son seres vivos y están hechas de luz y cristal.

—¡Wow! —te quedas sin aliento hasta que el portal desaparece.

—¿Te gustó lo que viste?

—¡Me fascinó, ¿cuántos mundos hay?!

—Su número es infinito y cada día sigue aumentando, podríamos vivir un millón de vidas y aún así, nos faltaría tiempo para visitarlos todos.

—¿En serio?¿Cuántos has visitado tú?

—Cientos, he viajado a un mundo donde el meteorito que mató a los dinosaurios jamás existió y estos se desarrollaron hasta evolucionar en una especie inteligente, tierras donde la magia es real y es la fuerza más poderosa del universo, y realidades post apocalípticas donde los muertos vivientes se arrastran sobre la faz de la tierra en busca de seres vivos para comer.

—¡Eso suena asombroso! Imagino que tu mundo ha de ser igual de genial —sin darte cuenta has tocado una fibra sensible.

—No, mi mundo ya no existe.

—¿Qué le pasó? —por la expresión en tu rostro veo que tu preocupación es sincera.

—En mi realidad, la ciencia lo era todo y por ello, los descubrimientos que a otros universos les tomaría siglos realizar, a mi mundo solo le costó décadas, fue así como resolvimos el enigma de viajar entre dimensiones, creamos los frecuenciadores y…

—Eso no suena tan mal —me interrumpes.

—No he terminado —le doy un trago a mi cerveza antes de continuar—. Habiendo resuelto todos los secretos de nuestros mundo, decidimos usar los frecuenciadores para tratar de resolver los misterios que escondían los demás, pronto nos convertimos en viajeros interdimensionales y con cada expedición, trajimos objetos de otros mundo al nuestro; hasta el punto de que mi tierra se convirtió en un collage repleto de objetos de otras realidades. Jamás pensamos que eso llevaría nuestro mundo a su fin.

—¿Cómo ocurrió?

—El uso excesivo de los frecuenciadores y los miles de objetos traídos desde otras dimensiones, crearon un daño irremediable en el tejido de mi realidad y nuestro universo colapso debido a ello. Desde entonces, mi gente comenzó a trasladarse de un mundo a otro, pero ya no como viajeros, sino como refugiados sin un lugar al que volver.

—Lamento escuchar eso.

—No lo hagas, con el tiempo descubrí que aquella tragedia en realidad era una gran oportunidad.

—¿Ah, sí?

—Sí, quizás mi mundo ya no existía, pero ahora tengo la oportunidad de poder acoplarme en muchos más, vivir distintas vidas, en diversos universos donde otras versiones de mi existan.

—¿Es por eso que viniste aquí? ¿Quieres vivir conmigo?

—No, quiero tu vida.

—¿Qué cosa?

—Por mucho que me gustaría vivir contigo, dos versiones de un individuo no pueden coexistir en una dimensión al mismo tiempo o de lo contrario está colapsaría. Por lo que, si yo quiero quedarme aquí, tú tendrías que irte.

—¿Y a donde me iría? ¿Me obsequiarás tu máquina transportadora para que ahora sea yo quien viaje por el universo?

—Debo admitir que esa es una propuesta interesante. Pero si te diera mi frecuenciador, ¿cómo podría continuar viajando yo?

—¿Entonces qué pasará conmigo?

—Tranquilo, pronto ya no tendrás que preocuparte por eso.

—¿Eso qué significa? —para responder a tu pregunta señalo a tus pies y lo que miras te deja pasmado.

—¡¿Qué está pasándome?! —tratas de levantarte, pero para este punto tus piernas se han desintegrado por completo.

—Mientras charlábamos, te disparé con este láser devorador de materia. No te preocupes es un proceso indoloro y cuando termine no quedará nada de ti, será como si nunca hubieras existido.

—¡Cabrón! —pretendes lanzarme un puñetazo, pero la desintegración ha llegado hasta tu cuello y en cuestión de segundos, te veo desaparecer por completo.

Es una pena, eras una de las pocas versiones de mí que en verdad me agradaba; pero bueno, al menos ahora tengo otro destino y una nueva vida agregada a mi pasaje.