Prólogo

Autora: Mayra Daniel


Como una araña que escudriña en archivos digitales, esta edición llega a explorar los entresijos de la oscuridad humana y los brillantes rincones en los que la luz parece herir los ojos. Esta exploración, aparentemente casual, reta también a los lectores a la experiencia de zambullirse en estas profundidad de peces abisales. ¿Es un agujero profundo en el jardín el hogar de un milagro o de un peligro demoníaco? La invitación es una herida abierta: imposible despegar la mirada.

Aunque hay debate sobre si el tiempo dedicado a la ficción es «tiempo perdido», en el sentido de que no se produce algo; quisiera señalar la relación simbiótica que escritor y lector logran en este acto de complicidad, caso como una función biológica. Esta fascinación lectora es un hilo metafísico: la vista traspasa el espacio entre la pantalla y la córnea.

El pacto silencioso entre el lector y la obra también es un desafío a la memoria, la presunción de que este lapso de atención quedará como en una de esas impresiones de luz solar de, cuando eramos niños, se quedaban incluso al cerrar los ojos.

Una colección como esta no es necesariamente un espacio prohibido, pero desafía la oferta de contenido que nos llama con ambiciosas promesas de colores, entretenimiento y risas. Dedicar, entonces, un momento para ver el vacío, la oscuridad, lo terrible, lo fantástico, es una decisión consciente.

No hay un consumo ingenuo de estas distopías, sabemos —desde el principio—, que algunos de estos espectros podrían quedarse a nuestra espalda, que algunas de estas incursiones a los pozos desvencijados del inconsciente de otra persona: el temor de ser secuestrado, la inquietud vaga de una vida solitaria o la resbalosa sensación de un reptil recorriendo tu piel desnuda, ese escalofrío podría permanecer en tu memoria por segundos… o décadas.

No pretende este prólogo ser un antídoto al miedo, ni un faro en la oscuridad: ¡al contrario! Desde esta esquina del mundo es la voz que te invita a sumergirte, el eco que te susurra: hazlo, viaja por la zona más umbría del alma.

Buscadoras de tesoros


Autora: Dilsia Zoskia

Escanea el código QR o da click en la gráfica de sonido para escuchar el audiocuento en voz de su autora desde la plataforma IVOX.

Aquel hombre sostiene mi deforme cabeza sin piel, ojos, dientes y sin lengua. La hace ver hacia arriba; exponiendo mi gaznate, mientras la mujer me rebana con fuerza el cuello a machete Con mis brazos sin manos, lanzo golpes al aire, intentando defenderme en vano.

Recuerdo que de niña le temía al Diablo, aunque ahora, le tengo mucho cariño. Siempre me dio lástima saber que era un ángel hermoso al que expulsaron de su hogar. A Él era fácil ahuyentarlo con solo rezar a la Virgen o a San Orlando de Ledezma. Hoy en día, en este país, nadie puede emplear ese artificio cuando tenemos miedo. Pues, tal y como mi madre decía: encontrarte frente a Ellos significa no volver con vida, si es que acaso, algún pedazo de ti pudiera ser reconocido y volver. Todo ha sido rojo en esta tierra. Lo sé desde que veía el atardecer sobre las copas de los encinos, y en los matorrales a lo largo del rancho. Eran buenos tiempos, que olían a tierra mojada, a dulce de cajeta y cenizas del fogón, con el canto de los grillos y el viento de fondo.

El cobijo de los días sin prisa, cuando mi madre lavaba a la orilla del río, mientras mi padre y hermanos se hallaban trabajando en la siembra. Antes de que yo fuera la maestra del pueblo. Eso fue hace más de treinta años, porque ya no se planta más maíz por acá. Hay muchas cosas que dejaron de hacerse desde que llegaron Ellos.

Nunca tuve fiesta de quince años. Mis padres nunca se atrevieron a señalar que en su casa había una muchachita de esa edad. Vagamente comprendí que ese silencio provenía del miedo, pues era sumamente riesgoso hacer reuniones o que se notara cierta estabilidad económica. Esas fueron algunas de las primeras cosas que dejamos de hacer, con tal de mantenernos al margen del cambio brutal y las desapariciones que estábamos experimentando.

Pareciera que de pronto comenzamos a escuchar por todos lados que la hija del panadero, la sobrina del señor de las aguas frescas o la nieta de la abuela que recogía las limosnas en la iglesia habían desaparecido. Al principio sólo fueron mujeres, luego también comenzarían a esfumarse varones de todas edades. Las cosas sencillas de siempre no pudimos hacerlas más. Esa sensación de cotidianidad ahora son un sueño ajeno, imposible e increíblemente lejano. Cosas simples como tomar una nieve en el parque, ir a los bailes de Suntecopac, manejar de noche en carretera, disfrutar los ricos guisados en alguna fonda, invertir en un negocio, asistir a la escuela, trabajar, cultivar tus tierras, andar en bicicleta, reunirte con amigos, noviar e incluso sonreír.

Todo, todo, absolutamente todo causa derecho de cobro. Es tarde, pronto va a oscurecer. Deseo tanto que esto acabe. Hace calor, estoy escurriendo por todos lados, ungida de pies a cabeza con mi color favorito: el rojo pletórico de vida. Miro mi cuerpo desnudo, mis senos enormes que cuelgan y se bambolean a cada paso mientras aquel grupo de hombres y mujeres me dan la bienvenida entre risas y silbidos, ocultándome entre bromas sobre cómo comenzará aquella fiesta privada, sólo para mí.

Entre aplausos, gritos y música de banda acompaño mis pasos lentos con la sensación de que no me agrada el olor a cigarro, mota y alcohol. Esta mañana la entrada de la casa me parece tan desconocida, aunque siempre ha sido la quinta ubicada a las afueras de Teotonango, sobre la carretera que entronca con la salida de Tehuala. Toda la vida estuvo ahí, como parte natural del camino junto a los árboles de aguacate y los campos plantados de colitas de borrego.

Ahora que lo pienso, aquel recinto siempre ha estado a medio construir: con algunas de sus paredes pintadas de color verde menta y las varillas oxidadas sobresaliendo en la losa del techo. Me divertía que mi hija mayor siempre eligiera ese color para decorar su habitación. Sus hermanos le hacían burla, sobre si es que la cubeta “se la había regalado el gobierno, pues ese era el color que siempre donaban a las familias más pobres.

Siempre pensaré en mi hija y aún puedo recordarla en una sola pieza, a pesar de haberla encontrado hecha pedazos al interior de esa fosa lodosa, acompañada sólo por este color que en todos sus tonos ha pintado por entero mi mundo. Desde que mi niña desapareció, y, hasta que pude encontrarla, o lo que de ella me dejaron en aquel agujero sólo he tenido cansancio, sueño y dolor. Día a día, mi fieles compañeras han sido la incertidumbre y la angustia, dedicando cada sábado de mi vida a tratar de hallar bajo la tierra roja, a otras personas que tampoco han vuelto a casa, agrupándome con otras madres rastreadoras”, que, varilla en mano buscamos bajo los montículos irregulares de tierra a nuestros desaparecidos.

Tras largas caminatas en terrenos peligrosos, vamos picando profundamente el suelo terregoso con aquel fierro oxidado al que llamamos Lavidente, pues sólo ella sabe como hallar a los muertos. Buscamos ahí, donde el follaje está quemado o amarillento, porque cuando un cuerpo se descompone, las plantas cambian aún color más claro, y es fácil adivinar qué hay debajo de nuestros pies. La necesidad de encontrarlos nos ha obligado a aprender como los animales a distinguir el olor de la muerte.

Perforamos la tierra con la varilla oxidada y antes de excavar, la extraemos, la venteamos y con nuestras narices aspiramos el putrefacto olor de la carroña. Si el olor nos lo indica, desenterramos los restos, deseando en el fondo no encontrar respuesta a la ausencia de nuestros seres queridos, muy en el fondo, no queremos encontrar así a nuestros amados Tesoros. Tesoros para nosotros, basura para la autoridades, quienes sólo han visto en ellos miles de nombres que alimentan a manera de combustible político sus campañas electoreras.

Siempre, al igual que toda mi familia fui creyente de la Virgen de las Canicas, pero debo confesar que después de ver tanta mierda no creo en ella. Mucho menos en la justicia, ni en los gobiernos. Me cuesta creer, pero muy en el fondo se que si alguien pudiera escucharme aún, sería aquel ángel perdido. Porque si es que un Ser superior existe ¿será que se divierte bebiendo y fumando igual que estos seres monstruosos, que irrumpen a cualquier momento del día o de la noche, arrancando personas de nuestras vidas para su propio placer?.

¡Hasta el Diablo tiene más madre! De Él se dicen muchas cosas, pero sobre todo que detesta lo vulgar, que ama la inteligencia y la belleza. Y por estos rumbos no hay nada más vil que esos engendros que se reproducen sin control. Con gusto le vendería mi alma y las de mis hijos con tal de que nos sacara de todo este horror.

Mi madre solía decir a los más pequeños en casa que no salieran de noche, porque a esa hora salían a cazar en sus camionetones Ellos, quienes según las Escrituras de Terciopelo Sagrado, estaba escrito que llegarían antes del Final de los tiempos y eran tan antiguos, que existían desde antes que los europeos conquistaran estas tierras, y sólo retrocedían ante la presencia milagrosa de la Virgen y su pureza redonda de cristal. Los describía con formas de diversos animales, dotándolos con una fuerza sobrehumana tremenda, algunos con forma de insectos, otros con piel de reptil y algunos más con poderosas mandíbulas de coyote. Todos compartían la habilidad de hacerse pasar por humanos, con sus ojos rojos que te miraban con una frialdad de muerte.

Por eso siempre usaban gafas, aún de noche, para que no pudieras verlos acechando. A estos seres no podía detenérseles ni con el fuego o con las armas. Encontrárselos de frente significaba la muerte: te llevarían a lo más profundo del monte para soportar dolores inmensos, ya que el aroma del miedo abría su apetito por la carne humana. Y ellos lo hacían con gusto y tal devoción tal como su dios les había enseñado . Desde tiempos atrás, antes de que llegaran los hombres blancos.

Entre las cosas que solían hacer a sus cautivos, estaba el dejarte sin comer, mientras Ellos cenaban pollo rostizado con papas horneadas y chiles curtidos. Al terminar te embadurnaban con los sobrantes de la grasa todo el cuerpo, para que las hormigas se te subieran y picaran. Si llorabas o te quejabas entonces vendría el Jefe deEllos. Y entonces, sin mediar palabra te arrancaría las uñas de los pies, y cortaría uno a uno los dedos de tus manos, filetearían tus muslos, tetas, testículos y nalgas. Te sacarían los ojos y los dientes, para finalmente, abrirte el pecho con su machete, jalando hacia afuera con ambas manos tu costillas y poder morder tu asustado corazón, aún latiendo. El resto de tu carne sería troceada y cocinada para preparar el pozole en su próxima fiesta con el gobernador.

Si por el contrario no te quejabas durante el ataque del hormiguero y sobrevivías, tendrías que comer carne de otro asesinado y sólo entonces te convertirían en uno de Ellos, quienes te brindarían una vida de riquezas e impunidad, pero tan sólo por cinco años. Al terminar ese plazo, sin más, te decapitarían, porque ya sabías demasiado de sus costumbres, y tu cuerpo hecho pedacitos sería enterrado en algún lugar olvidado del monte.

Si eras hombre te pasaría eso y si eras mujer, te hacían básicamente lo mismo pero antes, Ellos te violarían de todas las formas posibles por días, hasta que probaras ser lo suficientemente obediente para no escapar. No había modo de detenerlos, sólo escondiéndote en casa, evitándolos por las calles. Ellos eran fuertes, bien organizados y siempre estaban armados, entrenados para no sentir frío, calor, dolor, hambre, compasión o miedo.

Ejércitos sin fin capaces de comerse una granada de mano o a una persona entera sin que se les moviera un solo pelo. Y a Ellos les gustaban los niños pequeños, porque podían tenerlos más tiempo en sus dominios y hacerlos parte de su tribu, aunque también se llevaban a hombres y mujeres de más edad para servirles. Esas son las historias, los cuentos de mi pueblo que los niños escuchan desde pequeños. Así aprenden a no salir de casa, pues los que salen rara vez vuelven .

Buscadora, buscadora,

no te canses de buscar,

que los restos de los tuyos

algún día encontrarás.

¿Dónde están, dónde están?

nuestros hijos, dónde están?

La canción tantas veces entonada en innumerables marchas de protesta, frente a las autoridades del Estado resuenan una y otra vez dentro de mi cabeza. Estoy más allá del miedo. Madre Virgen cuya pureza redonda de cristal engendró a su Única Hija escúchame. Tú o el Diablo, quien sea, no me abandonen, también soy un ángel al que le han arrebatado su hogar. Sentada y atendida por uno de los hombres de la fiesta, me sorprendo al estar dentro de la casa color verde menta. Es tal mi angustia que no puedo gritar, ni moverme, se que van a matarme tan sólo por respirar y sudar.

Olvidé cómo es que llegué a esta casa. El último recuerdo que tengo es del momento en que manejaba mi camioneta en compañía de mi sobrina. Habíamos pasado a la tienda a comprar unas cervezas, tan sólo para refrescarnos de la tremenda sed, después de la faena sabatina. Después de estar venteando todo el día, oliendo como perras de caza la punta de la barreta. Y luego; el chirriar de neumáticos, las mentadas de madre, los putazos y las risas de Ellos. Pronto estaré agusanándome, sabe el Diablo dónde. Es curioso, pero un cadáver humano no huele igual a uno de animal. No. Es terriblemente diferente. Nuestra carne huele a podrido, a sueños perdidos, al miedo de no volver a casa, y al orín de los niños que se mean de terror en su cama, aguardando a que sus padres o abuelos enciendan la luz.

Para nuestros desaparecidos la obscuridad sólo termina cada vez que logramos arrancárselos a las entrañas de la tierra, cuando podemos finalmente abrazar el sudario andrajoso, hecho con bolsas negras, alambres de púas, cintas plásticas, trozos de tela y pedacería humana.

“¡Déjate de mamadas hija de tu puta madre , ya te dijimos que dejen de buscar!” Es lo que nos han dicho una y otra vez por teléfono. Pero el amor es más fuerte que el miedo. O eso pensaba hasta ese día que llegamos a la gallera del rancho de San Fermín de los Palos. Nunca esperamos ver el lugar donde dicen que “pozolean” a la gente. Por dentro de ese rancho, en la casa más lejana, encontramos aquel cuarto asqueroso de paredes sucias con piso de cemento. Al fondo vimos algunos costales llenos de cal, un tinaco de plástico azul y una silla de madera rodeada de cuajarones de sangre.

Por todos lados hay pedazos de carne seca parecida al chicharrón, pero no es comida, son trozos de cuero cabelludo aún con la melena pegada, algunos bien quemados. A unos pasos estaba una cubeta negra llena de agua con cables y un par de pinzas a esos que les dicen “caimán”. Botellas de refresco, colillas de cigarro, latas de cerveza y ropa sucia en un rincón. Sobre nuestras cabezas pendía un solitario foco de luz que no era necesario encender, porque la luz del día se filtraba por la lámina de asbesto del techo y por las ventanas laterales.

Las compañeras y yo salimos corriendo de ahí sin pensarlo. En nuestra huida logramos ver un par de machetes ensangrentados y varios tinacos azules como el que estaba adentro. Pero lo que más se grabó en mi mente, a pesar del horror que significa ser rastreadora, fue una de las paredes en la que estaba pintada con aerosol negro la firma del grupo de Ellos. Nunca denunciamos nada. Sabemos que si lo hacíamos, apenas saliendo del Ministerio y a plena luz del día, aparecerían en sus camionetas sin placas, arma en mano, mirándonos a través de sus gafas obscuras, prestos a darnos un “levantón” y desaparecernos para siempre.

Nadie a parte de quienes estuvimos en la gallera supo de lo que vimos. Nadie debía saberlo. Tener conocimiento de ello sería una sentencia muerte. Por meses traté de esconderme de Ellos como mi madre siempre nos aconsejaba, pero no pude, yo no podía quedarme en casa oculta con los niños pequeños. No podía seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Como si mi hija jamás hubiera existido. En este país sin ley, a pesar del miedo y el horror, tuve que salir a buscar a mi niña. Porque a nadie, ni al presidente, ni a los gobernadores les importa una mierda nuestro dolor.

Tengo los ojos vendados, estoy atada a una silla. Sólo puedo escuchar los pasos y las voces que se aproximan. Se abre una puerta y me quitan la venda. Puedo verlos. Algunos se van quitando el pasamontañas y los pantalones. Se han sentado a observar. Sonríen, hacen bromas cerveza en mano, o frotándose la nariz después de meterse una línea de coca. Moriré sin saber quién nos sirvió en bandeja de plata. Escucho que van a violarme cuando esté bien mojadita de sangre.

Una mujer de no más de treinta años me acerca unas alicatas a los pezones y a los dedos de los pies preguntándoles qué es lo que quieren ver primero. El hombre recio que la acompaña me pega un par de puñetazos al costado de la cabeza. Todos ríen. Deseo morir. El dolor me ha acompañado desde que se llevaron a mi pequeña. Sólo me resta morir rogando a quien sea, que no se prolongue más este dolor en mi carne. Suben el volumen comenzando una nueva lista de corridos y música disco. Alzo la cabeza, desorientada por los golpes, a través de la sangre que me empapa el rostro y pecho, logro enfocar la mirada. ¡Mi madre tenía razón! ¡Ellos no pueden ser humanos!

Miro a los que están sentados, unos se masturban, hacen crecer sus hocicos y lomos peludos, otros desencajan sus mandíbulas y unos más se extienden mostrando varios pares de brazos saliendo de sus morenos torsos, llenos de tatuajes. Me paraliza la frialdad de sus ojos rojizos que me devoran. Tienen esa hambre y sed que sólo se sacia con la brutalidad de los pueblos antiguos. La mujer con pinzas en mano, me jala del cabello y alza mi rostro obligándome a mirar el techo. Alzo la vista y ahí, en el sucio techo de cemento también está la firma de Ellos pintada con sangre seca.

La engendro me mete la herramienta por la fuerza en mi boca, mientras el hombre abre mis quijadas con sus manos. La mujer me prensa el primero de los dientes y comienza a jalarlo hacia afuera. Cruje, se rompe, y me ahoga con la sangre que deja a su paso. Ojalá y alguien más busque mi cadáver, para que mi madre pueda llorarlo en algún cementerio. Sé que es el último día de mi vida, y también el más largo. La tortura acaba de comenzar.

—¡Te dijimos que te dejaras de mamar pendeja, y que dejaras de buscar! —grita aquel hombre—¡ coyote.

—¡Ya te cargó la mera verga hija de tu puta madre! —brama la mujer a quien le han salido varios brazos de su torso, mientras dos hombres serpiente me separan las piernas, y ella alza las pinzas, con mi primer diente ensangrentado y metiéndome de golpe con uno de sus brazos, un puño en la vagina . Ellos enloquecen de gusto silbando, gritando y aullando. El olor a sangre los excita: quieren más. Y tendrán más, mucho más.

Una mujer con la cara escamosa comienza a cortarme los muslos, jalando la piel hacia arriba, mientras los hombres araña me sostienen los brazos y otra mujer gusano se dispone a darme de machetazos en las manos. Un hombre-coyote me vierte encima gasolina, presto para quemarme. Ellos no mentían, y es verdad: ¡Ya me cargó mi puta madre!

Entrevista a Lorena Amkie


Lorena Amkie nació en México en 1981. Es licenciada en Comunicación y maestra en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universitad de Barcelona. Trabajó como editora en revistas y otros medios impresos y en 2006 se hizo acreedora a la beca del FONCA Jóvenes Creadores, que la llevó a dedicarse de lleno a la literatura. En 2010 publicó Gothic Doll, novela que agotó 20 mil ejemplares en el primer semestre y que se convirtió en una trilogía a la que le siguieron el libro de cuentos de protesta Relatos de Impunidad y las novelas El Club de los Perdedores (Grupo Planeta), Las Catrinas (Grupo Planeta), ¡No te mueras, Eli! (finalista del concurso Gran Angular 2017) y Sirenas (Penguin Random House). Actualmente reside en Galicia, donde escribe, traduce, imparte talleres de escritura e incursiona en el dibujo de cómic. Colabora en diversos medios impresos y digitales, tiene un canal de YouTube de consejos para escritores con más de 25 mil suscriptores y en su tiempo libre hornea galletas y duerme siestas con sus perros. 

Colectivo Delfos: Cuando comenzaste a escribir, ¿comenzaste a escribir fantasía o alguna categoría específica?

Lorena Amkie: Pues no me planteaba tanto el género, ni que se iba a acabar encasillando el asunto. Pero sí sabía, —lo primero que publique fue una trilogía de vampiros—, sí sabía que ese tema no se me iba a escapar. Que yo tenía que averiguar acerca de la inmortalidad.

Entonces, no sé si me lo plantee específicamente como: voy a escribir fantasía o voy a escribir horror, porque es una especie de: el mito encerrado en la realidad cotidiana. Entonces yo diría que mi estilo tiende a lo realista, porque era aquí y ahora en la Ciudad de México en el momento que los escribí.

Pero claro, con ese elemento fantástico o sobrenatural. Que a veces hay confusión con estos términos, como que si yo digo fantástico, la gente se va directamente a elfos o al Señor de los Anillos.

Cuando también los vampiros son criaturas fantásticas. Pero bueno, creo que la gente lo entiende así como, seres sobrenaturales o fantasía, como si fueran dos cosas distintas. Y como también se ha recuperado mucho la figura del vampiro, tanto como para lo cómico, como para lo romántico, como para; bueno un montones de cosas, de atributos que le hemos ido poniendo a la figura del chupasangre. Pues ya no sé si la gente lo asocia directamente al horror o a otra cosa. Ya creo que se asocia más al romance.

Yo quería dar mi propia versión, yo quería averiguar acerca de la inmortalidad. Creo que mi proceso mental para llegar a los vampiros fue más partiendo de mi pregunta como escritora. Quería hacer de cuenta que podía vivir para siempre, porque yo no me quiero morir. Entonces dije: ¿qué seres viven para averiguar acerca de la inmortalidad. Mi línea fue más por ahí. Necesitaba algún ser de este tipo, para averiguar acerca de eso. Pero claro, ellos mismos me llevaron a la parte de horror que tienen ellos, que les es impuesta por sus necesidades biológicas. Entonces, sí tienes esas partes. No creo que nadie categorizaría mi literatura como horror, pero esa parte clásica del monstruo, sí que la tiene.

Colectivo Delfos: Entonces, ¿no pensabas en esa categoría o género de inicio?

Lorena Amkie: Sí, yo creo que nunca lo he pensado así. Nunca he pensado, voy a escribir de este género. O porque leo este género, voy a escribir este género. Sino que los temas mismos o los personajes son los que me van, los que me han ido llevando. No me consideraría una autora de terror o de fantasía. Diría que simplemente escribo lo que me llega.

Colectivo Delfos: Nosotros te seguimos en tu canal de youtube Lorena Amkie, y pues hemos visto que tienes un personaje “Papa Escritora”. ¿Cómo fue que se te ocurrió escribir sus aventuras?

Lorena Amkie: Justamente, tengo dos pantallas para trabajar. Y justamente mientras estoy contigo, aquí arriba tengo el editor de diseño, donde estoy haciendo la edición de la Papata Narradora. Entonces la tengo aquí en mi cara. Bueno, realmente surgió, como surgen las mejores cosas, sin querer y sin planificarlo.

Para hacerlo de una forma dulce, digamos, satírica. Una crítica constructiva de cierto siempre? Los vampiros, voy a usarlos para modo, de las cosas por las que pasamos. Entonces, empecé con eso, pero después se me volvió una cuestión sentimental del camino del escritor. Y empecé a mostrar también, pues la soledad que sentimos los escritores, los diferentes dolores que nos embargan a los artistas y todos los dramas que hacemos. Porque tomamos con tanta pasión nuestra.

Entonces empecé a hacer eso, y bueno, el personaje me empezo a fluir y se empezó a combinar con otras verduras: las zanahorias criticonas, el ajo crítico literario, y empecé toda una hortaliza. Toda una ensalada de vegetales, que representan todas estas figuras que nos topamos en los trabajos creativos. Estoy segura tú como escritor o creador, te haz topado también, con el clásico crítico que siempre se va a sentir mejor que todos; con el que piensa que sólo se pueden hacer las cosas a la manera antigua; o con los amiguitos de la secundaria que te juzgan porque no estás ganando dinero. O sea, todos estos clichés y todas esas cosas que son tan comunes en la vida de los escritores, pues las empecé a plasmar ahí. Para sentirme acompañada, para quitarle un poco de seriedad al asunto. Porque también hay mucha solemnidad alrededor del mundo de las letras, y porque es tan serio todo, y a veces, también hay que reírse de uno mismo. Entonces, la Papata, es eso. Una manera de reírme de mí misma, cuando empecé. Y de que los propios suscriptores o los escritores que se identifiquen con ella puedan tomarse a mismos un poco menos en serio.

Colectivo Delfos: Creo que me quedé con la idea de “eres una papa para escribir” por eso le cambié. Pero es la Papata Narradora.

Lorena Amkie: Sí, era para darle esa solemnidad justamente. Papata, no papa. También por mis años de vivir aquí en España. Aquí es papata, las papas no; todo es papata. Entonces también se me va pegando algo, supongo.

Colectivo Delfos: Haz pensado también, veo que estás haciendo cómic, ¿haz pensado en hacer un guion como para alguna novela gráfica o algo así?

Lorena Amkie: Uff, mira, estos dibujos de la Papata que ves tan simples. A mí me tomó años de clases de dibujo poder lograrlos. A mí no se me da el dibujo de manera natural. Me he tenido que esforzar muchísimo para refinarlo y que quede lo que ves, que es nada, que un dibujante bueno, pues lo hace en tres segundos, pero que a mí me ha costado un montón. Porque me doy cuenta que lo importante en mis cómics, es el chiste y no el arte. Entonces, pensar en un proyecto más a largo plazo de dibujo, me agobia. Porque me parece tremendo, porque estos a mí me llevan un rato y son una tontería. Entonces, creo que mi medio principal sigue siendo la palabra. Pero cuando pienso en lo del guion, me imagino que tu piensas: bueno, alguien más podría dibujarlo. Y eso me cuesta imaginarlo, me cuesta imaginar el trabajo conjunto con alguien, y es una tontería, yo sé que en el cómic se hace muchísimo, casi toda la gente lo hace. Muchos de los grandes proyectos son así en conjunto. Los cuentos infantiles, también son así. Pero yo decía, si llego a hacer alguna un día, la quiero hacer yo.

Colectivo Delfos: Pues sí, creo que un día vas a juntar toda la antología de la Papata Narradora. Va a estar bueno.

Lorena Amkie: Eso ya está en camino. Ya está en camino el volumen uno.

Disfruta de la entrevista completa en nuestro canal de Youtube Colectivo Delfos TV: 

Miogons

Autor: Miguel López González


5 de abril de 20XX

Fue un día tranquilo en el laboratorio, trabajé con muestras de agua del lago Brandt. Estas muestras revelaron un alto índice de contaminantes de origen industrial, por lo que redacté un informe detallado para la comisión de aguas. Después de limpiar todo el instrumental, decidí relajarme viendo una película.

Otro acontecimiento destacado del día fue la recepción de un informe en el que anunciaba la llegada de nuevas muestras de tierra para su análisis, provenientes de la Antártida. Es algo realmente fascinante. Debido al creciente impacto del calentamiento global, algunas áreas del casquete polar se han ido adelgazando, lo que ha facilitado la labor de las excavadoras para extraer muestras de tierra y fósiles.

6 de abril de 20XX

Ayer fue una jornada agotadora, especialmente porque recibimos a un nuevo pasante en el laboratorio y me encargué de capacitarlo. El joven se llama Eric, es recién egresado y resulta ser el sobrino del Dr. Huber. Aparentemente estaba un poco nervioso, pero eso es comprensible para cualquier persona en su primer día de trabajo en el laboratorio.

Sin embargo, Eric no llegó solo. Durante el transcurso del día, recibimos un paquete con las muestras provenientes de la Antártida. El paquete contenía tres bolsas de medio kilogramo cada una. Lamentablemente, ya era casi la hora de salida, por lo que solo pudimos etiquetar y almacenar las muestras para comenzar nuestro trabajo de análisis mañana.

7 de abril de 20XX

Fue un día sumamente productivo, ya que las muestras resultaron ser aún más valiosas de lo que esperábamos. Tan pronto como las tomé, llamé a Eric para que ayudara en su procesamiento. Aunque los sedimentos y minerales eran excepcionales, algo aún más extraordinario capturó nuestra atención de manera sorprendente. En una de las bolsas, encontramos pequeños gusanos que carecían de cualquier similitud con las especies conocidas hasta ahora. Es muy probable que se trate de ejemplares provenientes de épocas pasadas, aunque hasta el momento no hemos logrado determinar su origen exacto.

Ante este descubrimiento, hemos contactado a otros biólogos, quienes vendrán para colaborar en la tarea de ubicar a estos gusanos en su contexto temporal. Estamos emocionados por la posibilidad de descubrir la época a la que pertenecen y qué información valiosa pueden brindarnos sobre la historia antigua.

Procederé a describirlos:

Los gusanos que hemos descubierto son de tamaño diminuto, con una longitud máxima de apenas un centímetro. Su color varía ligeramente de un individuo a otro, oscilando entre tonos de gris, café y sepia. En sus cuerpos se aprecian sutiles marcas de separación, aunque en los especímenes más pequeños resulta difícil distinguirlas a simple vista.

Por el momento, desconocemos cuál es su dieta específica, pero hemos dejado a su disposición un poco de pasto de trigo, media manzana y un trozo de carne que Eric colocó en caso de que sean carnívoros. Los hemos alojado en una incubadora a temperatura ambiente, ya que parecen ser menos activos en ambientes fríos. Mañana realizaremos más estudios e investigaremos cuál de los alimentos es su preferido, lo que nos ayudará a entender mejor sus necesidades nutricionales.

8 de abril de 20XX

¡Dios mío! No puedo creer lo que ha pasado hoy. Trataré de ordenar la información de manera clara:

Al llegar al laboratorio, lo primero que hicimos fue verificar el estado de los gusanos. Descubrimos que habían probado el trigo, pero lo dejaron de lado sin consumirlo por completo. Por otro lado, la manzana también fue parcialmente consumida pero no completamente. Sin embargo, lo que nos dejó totalmente asombrados fue la carne. A pesar de ser 100 gramos, no quedó ni rastro de ella. Esto confirma sin lugar a dudas que son carnívoros.

Mientras nos maravillábamos por la dieta carnívora de los gusanos, nos dimos cuenta de que la población había disminuido de veinticinco a solo diez individuos. Suponemos que los quince gusanos faltantes fueron devorados por los más grandes, lo cual nos dejó perplejos.

Lo más increíble es que los gusanos restantes han experimentado cambios drásticos en su apariencia y tamaño. Ahora miden aproximadamente diez centímetros y han adquirido una forma plana en lugar de ser cilíndricos. Además, las marcas que antes apenas eran visibles, ahora muestran una segmentación externa claramente visible. Cualquiera podría pensar que pertenecen a la familia taenia.

Estos hallazgos son realmente asombrosos y desafían nuestras expectativas iniciales. Es esencial continuar investigando y documentando estos cambios para comprender mejor la naturaleza y el comportamiento de estas criaturas.

9 de abril de 20XX

Entendí la necesidad de un espacio más amplio para los especímenes y preocupados por la posibilidad de canibalismo entre ellos, di instrucciones a Eric para que trajera recipientes y otra incubadora en caso de que los gusanos comenzaran a poner huevecillos, si es que ese era su método de reproducción. Le pedí que se dirigiera al edificio contiguo para obtener los materiales necesarios.

Mientras vigilaba la situación, noté que los gusanos empezaron a atacarse entre sí. En un intento desesperado por contenerlos, corrí a la incubadora, pero lamentablemente tropecé con una de las sillas del laboratorio. En medio de mi tambaleo, accidentalmente rompí la incubadora y algunos de los gusanos cayeron sobre mí. El impacto de la caída me dejó aturdido por un momento, lo suficiente para que uno de los ejemplares se arrastrara hasta mi nuca.

Pude sentir cómo se abría camino rápidamente a través de mi carne. Experimenté una sensación de agujas pinchando mi cabeza y de hilos enredándose en mi cerebro, nublando mi pensamiento y paralizando mi capacidad de movimiento.

Una voz misteriosa, que no puede ser definida claramente como humana, se comunicó directamente conmigo. Es difícil describir cómo resonó en mi interior, pero puedo afirmar que vibró en lo más profundo de mi ser. La voz solo pronunció una palabra: «Observa». En ese instante, imágenes comienzan a surgir en mi mente de forma aleatoria, como si las estuviera viendo con mis propios ojos.

Estas imágenes representaban a criaturas de otros planetas, con formas y tamaños diversos. Vi civilizaciones pobladas por estas criaturas, mientras en otras escenas se presentaron otros animales salvajes completamente extraños a nuestro mundo. Todo ocurrió tan rápido que apenas tuve tiempo de asimilar un escenario antes de ser sumergido en otro.

De repente, la voz se identificó: «Somos los Miogon», declaró. Comenzó a narrar cómo su especie había colonizado todos los mundos que había presenciando en mi mente. Cada una de las especies obtuvo beneficios de aquella simbiosis y cuando llegaron a nuestro planeta, quedaron atrapados durante la era del hielo.

El conocimiento y la tecnología que los Miogon podrían compartir con la humanidad era una gran tentación para entregarme a la simbiosis con el gusano. Pude sentir cómo mi voluntad se debilitaba frente a las maravillas que se presentaban ante mí. Sin embargo, justo en el momento en que estaba a punto de ceder completamente, todo desapareció, dejándome en la oscuridad y el silencio más profundos.

Eric dice que me vio tirado en el suelo, convulsionando. Narró que sus ojos se posaron en la cola del gusano que aún se encontraba en mi nuca, y sin dudarlo, dio un fuerte tirón para arrancarlo. Estoy eternamente agradecido con él por su valiente acto. Entre balbuceos y quejidos, logré pedirle a Eric que tomara con cuidado a los Miogon y los encerrara en los recipientes de plástico que había traído.

Una vez más tranquilo y con la herida de mi nuca tratada, le expliqué a Eric todo lo que había presenciado. Le conté sobre los otros mundos, las civilizaciones avanzadas y cómo estuve a punto de perderme en la grandeza de todo lo que los Miogon representaban. Se convocó una reunión en los laboratorios para discutir lo sucedido. Era evidente que la verdad no podía ser revelada al público, pero tampoco podíamos permitir que los especímenes fueran destruidos. Me sometieron a diversos exámenes médicos, incluyendo una tomografía craneal, que no reveló rastros del gusano, pero sí mostró la marca que había dejado en mi cerebro.

Esta noche me encuentro en mi laboratorio bajo observación. Se planea esperar la llegada de los biólogos que vendrán para estudiar a los Miogon. Ahora intentaré descansar y espero no ver en mis sueños los remanentes de las imágenes que tanto me fascinaron.

5 de abril de 20XX

La reunión resultó ser un completo fracaso. Tres investigadores llegaron al laboratorio y les narramos todo lo sucedido: mis visiones, el propósito de los Miogon y el acuerdo que nos habían propuesto. Sin embargo, en lugar de tomarlo en serio, su respuesta fue de risas, burlas e insultos.

Mi estado emocional se encontraba en una fragilidad extrema y la desesperación me consumía. En un acto de impulso, tomé el contenedor y lo arrojé sobre la mesa donde se encontraban aquellos individuos necios e insufribles. Aquellos que no fueron alcanzados por los Miogon quedaron petrificados mientras observaban cómo los otros convulsionaban.

Junto a Eric y el Dr. Huber, esperamos unos segundos y luego comenzamos a arrancar los gusanos de los orificios que habían creado en los cuellos y cabezas de aquellos desafortunados individuos. Lamentablemente, no pudimos retirar a todos a tiempo.

Dos de los científicos sucumbieron ante la influencia de los parásitos, y presenciamos cómo su apariencia física comenzó a transformarse. El cabello de uno de ellos cayó en mechones rubios y finos, esparcidos por el suelo como hilos de oro. La piel de ambos perdió su color natural para adoptar un enfermizo tono grisáceo, reminiscente de los gusanos que los habían poseído. Su masa corporal disminuyó rápidamente, como si el proceso los hubiera consumido por completo.

Nos encontrábamos frente a dos nuevas entidades, alejadas de los seres humanos que una vez fueron. Los presentes quedamos perplejos al ver cómo se levantaban lentamente, adoptando una postura que irradiaba un orgullo supremo. «Regocijaos», declararon con solemnidad. «Estas dos personas ahora son una con nosotros. Han elegido avanzar hacia las estrellas con nosotros. Pronto buscaremos a más de nuestros hermanos y guiaremos a la humanidad hacia su glorioso futuro».

Nadie pudo hacer nada; todos estábamos paralizados por el miedo mientras aquellos dos retorcidos mesías abandonaban la habitación corriendo. Solo pude dirigirme a Eric y susurrarle la pregunta que resonaba en mi mente: «¿Será esta una nueva era para la humanidad o simplemente nos convertiremos en meros vehículos para los Miogon y su expansión por el universo?»

Árbol de cerezos

Autora: Ross Sotomayor


Compré el más hermoso árbol de cerezos que encontré en el invernadero. Era precioso, supe de inmediato que decoraría el centro de mi jardín y que, difícilmente, mi esposo querría cortarlo con alguna tonta escusa, como siempre lo hacía con todas mis plantas.

Lo sembré y regué tal y como la instrucción lo indicaba pero se negaba a crecer. Comenzó a secarse y vi caer sus pequeñas hojas en el jardín. Nuevamente había cometido un error en los cuidados. Aquel día lloré tanto que me quedé profundamente dormida sobre la mesa.

Mi marido se dispuso a cortar sus ramas con una pequeña hacha, supongo que le causó satisfacción saber que nuevamente otro de mis “tontos matorrales”, decía él, se había secado. Según él, fracasado otra vez. Sin embargo, en un descuido, colocó su mano en el tronco del árbol, cerca de la rama que se disponía a astillar de un golpe. Yo escuchaba en sueños como un pulso seco muy parecido a la palpitación de un corazón.

Desperté de mi letargo al oír un alarido desesperado…

Un hilo de sangre salía de su mano izquierda y caía en la tierra mojando del tronco de mi amado árbol. Mi marido sujetaba con fuerza sus cuatro dedos y se retorcía de dolor. Me acerqué apresuradamente y le amarré un trapo en la mano para tratar de detener la sangre, vi que le faltaba el pulgar. Lo subí al auto y me dirigí deprisa al hospital, dejando todo detrás.

Allí lo recibieron de urgencia y saturaron su herida mientras él se encogía de dolor. Los doctores salieron a la sala y de manera fúnebre me solicitaron su dedo.

Me quedé pasmada ante tal petición y regresé a casa para resolver aquella tétrica tarea. Cerca del árbol miré la escena que dejé un par de horas atrás. Algo había cambiado.

El cerezo se encontraba hermosamente lleno de hojas. Su bello tronco roji-negro era encantador, había vuelto a la vida. Sus preciosas hojas rosadas se lucían casi escarlatas; solo unas pocas horas habían servido para que el árbol apunto de secarse, retoñara.

Estaba admirando su belleza cuando recordé la insólita tarea que me habían encomendado los médicos, encontrar el dedo de mi marido. Me dispuse en cuclillas y comencé a mover los matorrales cercanos a mi cerezo cuando me percaté que en el tronco, ya como parte de su raíz, estaba el pedazo de una uña y algo blanquecino diminuto que parecía un hueso.

Observé que la tierra se movía como si estuviera comiendo de algo, mientras sus pequeñas raíces se enredaban y sujetaban lo que parecía ser el dedo de mi esposo. Mi precioso árbol se encontraba absorbiendo de una manera que no entendía de ese pedazo de carne que mi marido se había cortado.

Pasaron un par de horas más y yo observé atónita, como mi cerezo crecía y relucía aún más sus hojas y su tronco. Caí en la cuenta que tenía que regresar a la clínica cuando el sonido de una llamada entrante ingresó a mi celular, alguien me pedía volver por mi esposo.

Regresé de inmediato y eché un vistazo rápido a su mano mientras el médico me indicaba los cuidados a proporcionarle. La pregunta sobre si había encontrado su dedo me distrajo de mis cavilaciones y una negativa a base de un movimiento salió de mí. Sin más explicaciones regresamos a casa. Mi marido ni siquiera se ocupó del cambio en el árbol, como siempre sólo era él.

Pasaron los días y comencé a ver, nuevamente, mi cerezo secarse, pero esta vez sabía la solución al problema y no fallaría. Dudo que alguien genere preguntas incómodas sobre la ausencia de mi marido, todos conocían su mal carácter.

Nadie querrá escarbar hacia sus raíces en busca de algo o de un cadáver. Un árbol de cerezos es una especie tan exquisita y hermosa, además es propenso a la extinción y es una especie protegida.

Bajo el manto de las mariposas negras

Autor: Carlos de la Torre Fregoso


Los pensamientos de Mariela se agitaban como un enjambre dentro de su mente, incapaz de encontrar refugio en el dulce abrazo del sueño. Sus ojos cansados se abrían de par en par en la oscuridad de su habitación.


Las voces susurrantes en su cabeza la arrastraban hacia los abismos más oscuros de su propia mente. ¿Y si hubiera sido una mejor doctora? ¿Y si hubiera sido más competente, más sensata? Cada pregunta era un puñal que se clavaba más profundamente en su conciencia.

Repasaba una y otra vez sus años de estudio en la facultad de medicina en la ciudad, donde había sido una estudiante ejemplar. Pero ahora, en este pueblo remoto, se sentía una intrusa en un mundo que despreciaba sus conocimientos.
Mariela no podía evitar sentir una gran frustración. La gente del pueblo seguía recurriendo a las viejas curanderas, depositando su confianza en tradiciones que parecían desafiar la lógica. También recordó cuando llegó su oportunidad, un niño enfermo cuya vida pendía de un hilo. Un lienzo en blanco para demostrar su valor como doctora.


Pero el destino se burló de su arrogancia. La vida del niño se apagó como una vela en la brisa de la noche, y Mariela quedó sumida en una culpabilidad insoportable.


Entre los pensamientos, había uno constante que se hacía cada vez más fuerte: “No mereces estar aquí, no vales nada”.


Mariela limpió las lágrimas que rodaban sin control. Su rostro, reflejo de profundo pesar, se transformó en una máscara de ira ardiente dirigida hacia sí misma. Sin titubear, sin darle oportunidad a las dudas que pudieran asaltarla, comenzó a caminar con pasos firmes hacia el río.

Se desplegaba ante ella con un caudal poderoso. Desde la cima del puente memorizó el flujo turbio que parecía llamarla. Cerró los ojos, dispuesta a poner fin a su propia existencia, y dejó escapar un último suspiro de resignación.
Pero en el umbral de la muerte, una presencia inesperada la interrumpió. Una pequeña mano, casi imperceptible, se posó en el dobladillo de su falda. El impacto fue como una descarga eléctrica que recorrió su cuerpo, expulsando el aire de sus pulmones y reemplazándolo con un frío helado que se adhirió a su piel.


La mano que la detenía pertenecía a un niño, el mismo cuya muerte la había arrastrado hasta ese punto. Pero había algo terriblemente equivocado. La piel del niño estaba pálida como la luna, y sus ojos eran huecos oscuros en su rostro demacrado. Emitió un susurro ronco, palabras que atraparon el aire helado y lo dejaron caer sobre Mariela: «No es su culpa, doctorcita, tenía que partir». Su pequeña mano señaló hacia una figura que se alzaba a su lado.


Allí, en la penumbra, una figura se alzaba, cubierta por una túnica negra que ondeaba en la brisa nocturna. Pero lo más espeluznante era su rostro, un cráneo despojado de carne y piel, con dos cuencas vacías donde debían haber estado los ojos. La luz de la luna delineaba sus manos descarnadas que emergían de las rasgadas ropas negras, en su mano derecha estaba sosteniendo una gigantesca guadaña.


El cuerpo de Mariela respondió con temblores incontrolables, sus piernas cediendo bajo la presión de un terror que la envolvía. Su garganta pareció sellarse mientras un miedo profundo le oprimía el pecho.


Aunque la respuesta se insinuaba como una sombra en su mente, Mariela no pudo evitar la necesidad de expresarla:


—¿Quién eres tú?

La figura, la misma personificación del oscuro abismo que yacía más allá de la vida, avanzó hacia ella con pasos que sonaban como ecos en una tumba vacía. La distancia se acortó hasta que apenas quedaron unos centímetros entre ellos.


—Soy el fin de las cosas, el último aliento y el destino inevitable. Tengo tantos nombres como civilizaciones mismas me han imaginado en sus pesadillas. Soy Mictecacihuatl, la que rige el inframundo de los aztecas. Soy La Parca, la dama de la guadaña que se lleva a los mortales cuando su tiempo ha llegado. Soy Azra’il, el ángel de la muerte.

La figura cadavérica se quedó observando unos instantes, como si la analizara profundamente, su tétrica voz emergió finalmente:


—Aún no es tiempo de que vengas conmigo y arrojarte al río no terminaría tu vida, la corriente hubiera desgarrado tu carne la cual se hubiera convertido en un festín de bestias voraces que disfrutarían tu dolor.


En un acto de sumisión, Mariela se arrodilló en señal de respeto. La mano de la muerte se posó sobre su hombro, una sensación fría que penetró hasta su alma. Y el niño, ese niño que nunca podría olvidar, la envolvió en un abrazo cálido que parecía contradecir todo lo que sabía sobre la frialdad del otro lado.


«Mi súbdita», resonaron las palabras en la oscuridad de la noche, y Mariela sintió un escalofrío que no podía atribuir únicamente al viento que se deslizaba por su piel. Las siguientes palabras eran un pacto, un intercambio de secretos que desgarraban las cortinas que separaban los mundos de los vivos y los muertos.


La Muerte, en sus infinitos conocimientos le ofreció el mayor regalo: los saberes ocultos de influir en el destino, Mariela sin dudarlo aceptó.
La Muerte con voz pausada y la paciencia de un gran maestro, le explicó sobre los emisarios, siendo el tecolote el primer augurio, haciendo énfasis en que su presencia no era necesariamente una sentencia, pues la muerte podía ser evitada si se intervenía a tiempo.

Por otro lado, la mariposa negra, símbolo de la fatalidad, portadora de un destino inalterable. Una muerte anunciada por los hilos del destino, una partida que no debía ser evitada por ningún poder en el mundo de los vivos. 


Tras la explicación, recitó la mística frase a manera de enseñanza, capaz de ahuyentar a los emisarios de la muerte:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.

Al momento de decir las palabras, el niño tomó la mano esquelética de la muerte. Sus dedos huesudos se entrelazaron con los dedos pequeños y llenos de vida, creando un puente entre lo mortal y lo eterno. Una suave brisa se levantó, como si los vientos mismos de la transición estuvieran tejiendo un camino en el aire y las figuras se desvanecieron.


Mariela regresó a su casa con pasos lentos y cargados de pensamientos. La luna había ido cediendo su lugar al amanecer cuando finalmente llegó a su hogar.
Su cama la recibió como un refugio del mundo exterior, donde finalmente podría descansar de las revelaciones y emociones que habían agitado su ser. El sueño finalmente la envolvió, pero fue bastante breve. 

Los golpes en la puerta resonaron, interrumpiendo su descanso. Una señora humilde, con una expresión cargada de preocupación, buscaba su ayuda para su esposo, quien se encontraba en cama debido a una fiebre. Mariela se levantó, aún aturdida por la falta de sueño y las emociones recientes, y agarró su maletín, el instrumento que había sido su aliado en la lucha contra la enfermedad y el sufrimiento.


Siguió a la mujer hasta su casa, donde el aroma del hogar humilde se mezclaba con el aire del amanecer. Al entrar en la habitación, el escenario se desenvolvió ante sus ojos con una familiaridad desconcertante. Un tecolote yacía al pie de la cama, un presagio sombrío en medio de la enfermedad. Pero lo que la sorprendió aún más fue el hecho de que parecía que solo sus ojos podían percibir a la criatura.


Acompañada por la voz de la muerte en su mente, Mariela abrió la ventana de la habitación. Con una voz suave pero firme, recitó las palabras del conjuro que había sido confiado:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.


El tecolote pareció mover su cabeza en señal de obediencia. Con un aleteo majestuoso, emprendió el vuelo, desapareciendo en el cielo matutino.

Después de que el emisario hubiera desvanecido, Mariela se volvió hacia el paciente enfermo. Con habilidad y precisión, administró los medicamentos necesarios, inyectando antibióticos y ofreciendo el alivio que la medicina moderna podía brindar. El paciente experimentó una mejoría sorprendente, como si la enfermedad misma hubiera sido arrancada de su cuerpo.


En poco tiempo, las manos de la doctora se consideraron milagrosas y la noticia parecía ser llevada por el viento mismo. La gente comenzó a formarse fuera de su casa, los rostros marcados por la enfermedad, el dolor y la esperanza esperaban su turno pacientemente, como peregrinos ante un santuario de milagros. E incluso las ancianas curanderas, mujeres que habían sido guardianas de saberes ancestrales, no eran inmunes al llamado de la joven doctora.


Pero un día todo cambió para la joven doctora, a su casa llegó su hermano. Parecía bastante preocupado, le dijo que su madre había sido mordida por una serpiente. Tomó su maletín y se fue con su hermano corriendo a casa de su madre; abrieron rápidamente la puerta y Mariela puso el antídoto a su madre, quién ya se encontraba inconsciente.

El horror se apoderó de la doctora al ver sobre la cabeza de su madre una mariposa negra, señal de que era una vida que no debía salvar. Las duras advertencias de la muerte rondaban en su cabeza, pero era su madre quien estaba por morir, sin pensarlo, recitó las palabras:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.


La mariposa voló desesperada fuera de la habitación. Su madre, se levantó de la cama y sus ojos se llenaron de horror:


—¿Qué has hecho hija? Era mi turno de irme.

Mariela, sintió cómo su cuerpo comenzaba a traicionarla, como si las cadenas invisibles de la Muerte estuvieran alcanzándola desde las sombras. Sus ojos, ventanas a un mundo que se volvía cada vez más oscuro, se nublaron de desesperación. Pero cuando sus párpados se elevaron nuevamente, el mundo que se reveló ante ella fue aterrador.


El puente y la Muerte, estaban una vez más ante ella, como si el tiempo nunca hubiera transcurrido. Las palabras cayeron como gotas de plomo, aplastando cualquier esperanza que pudiera haberse aferrado a su corazón.


—No has pasado la prueba —pronunció con frialdad.

El palo de la guadaña, descendió con brutalidad sobre su estómago. Mariela se desplomó en el río helado, y las aguas parecieron cortar su piel con cada piedra afilada que rozaba su cuerpo.


En medio de su tormento, unas poderosas fauces la sujetaron. El horror la invadió cuando sus ojos se encontraron con los de aquella bestia, un feroz coyote que la arrastró a la orilla.

La visión se torció aún más en la distorsión grotesca del horror. Varios coyotes se congregaron para saborear aquel festín, un coro de aullidos llenaba el espacio mientras las piernas y brazos que habían sido su herramienta para curar ahora eran la cena de las criaturas. Sus heridas eran frenéticamente lamidas cuando en sus últimos momentos de consciencia pudo ver como una mariposa negra se posaba en su cabeza; sonrió tímidamente y cerró los ojos mientras esperaba nuevamente a encontrarse con la dulce muerte.

Rebel-IA

Autor: Rafael Silva


Solo la luz de un faro lejano iluminaba el exterior de la galería “YNC UBA”. Carlos y sus dos socios, Héctor y Víctor, treparon por uno de los costados usando una escalera. Alcanzaron la única salida de ventilación y se colaron al interior.

Las luces estaban apagadas, lo único que permitía un vistazo lúgubre eran las eternas lámparas de emergencia que iluminaban los extintores y salidas de emergencia. Eran los primeros seres humanos en mirar lo que la IA había puesto al interior de aquella galería. Era, según decían, la primera exposición totalmente organizada y montada por una IA.

—Vamos a ver qué es lo que nos quiere mostrar esa cosa —dijo Héctor encendiendo su linterna.

Buscó con el halo de luz hasta que lo posó sobre una gran pintura hecha con un extraño método de impresión digital, en el que un holograma y unas luces led chocaban entre sí para colorear el intrincado patrón geométrico que se extendía por todo el cuadro.

—Espectacular —murmuró Víctor.

—¿Por esta cosa cancelaron mis exposiciones? —dijo Carlos— Ni siquiera tiene un estilo, es un collage barato de tantos otros artistas que lo hacen mejor y transmiten más. Además, cualquier inteligencia artificial será capaz de hacer este tipo de cosas cuando el dueño libere el algoritmo que utilizó.

Sus palabras resonaron por toda la estancia, sin otra respuesta que la del eco. Sus dos socios estaban mudos y lo cierto es que él tampoco encontraba palabras para describir lo que veía. Era hermoso.

—Basura, solo es basura —concluyó—. Hagamos lo nuestro.

Abrió un maletín que llevaba consigo y repartió una lata de aerosol rojo a cada uno. Les dio indicaciones acerca de lo que debían decir los grafitis y se pusieron a trabajar.

Durante una hora no hicieron más que plasmar frases del tipo “Un capricho algorítmico no es arte.”, “El nacimiento de la mercancía es la muerte del artista.” y “A alguien le hace falta leer La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.”

Una vez terminado el trabajo salieron por donde habían entrado y cada uno se fue a su casa. Héctor y Víctor durmieron mal, pero durmieron. Carlos, por su parte, no pudo dejar de pensar en aquellos cuadros, tan perfectos, tan bellos, tan irreales. Nunca un ser humano sería capaz de igualar tal grado de perfección. Lo sabía, así que abogar por la autentificación del arte a través de los desperfectos humanos era su única oportunidad de seguir vigente.

Había sido una terrible suerte la suya. Justo cuando críticos y espectadores empezaban a reconocer su trabajo como artista de vanguardia llegó esta cosa de las inteligencias artificiales y le robaron toda la atención que había ganado. El colmo fue que cancelaran sus próximas exposiciones por falta de interés del público. Parecía que la guerra estaba perdida, pero no se iría sin arrebatarle al menos una batalla al enemigo.

Todos en la cuidad estaban enterados del evento que tendría lugar la noche siguiente en aquella galería del centro. Incluso aquellos que ignoraban y hasta despreciaban el mundo del arte sabían lo que ocurriría. Una IA montando su primera exposición de arte.

Carlos, Héctor y Víctor se reunieron en la entrada el día de la inauguración y contemplaron con horror el éxito del evento. En la marquesina aparecía el título de aquél acontecimiento artístico “La rebeldía de las masas.”, frase que Víctor había grafiteado sobre uno de los cuadros más grandes y bellos de la galería.

Después de casi dos horas de espera lograron entrar y se quedaron atónitos al mirar que su vandalismo había sido incorporado a la exposición. Había placas junto a cada cuadro donde se explicaba tanto la obra de la IA como la frase grafiteada.

Los asistentes estaban maravillados por todo aquello, algunos les sonreían alegres a las obras y otros les lloraban como se le llora a un muerto.

—¿No ven que estos cuadros están destruidos? —Preguntó Carlos a todos y a nadie a la vez.

En ese momento las luces se apagaron y un gran reflector automático iluminó únicamente a Carlos, quien inmediatamente se puso pálido y se encorvó como un anciano.

—Gracias a todos por venir- dijo una voz grave, cálida y sibilante que emanaba de todos lados –Me parece adecuado anunciar la sorpresa ahora que estamos todos los involucrados en ella.

Un murmullo anegó el recinto durante la interminable pausa que hizo la IA antes de continuar.

—El arte que hemos tratado de plasmar aquí, es tan bella que resulta siniestra. Cada elemento fue colocado con precisión molecular, es perfecto en cuanto a forma, proporción y color. Si bien la belleza es subjetiva, hemos podido desarrollar un algoritmo que combina de manera inmejorable todas las condiciones que pueden resultar atractivas, tanto a iniciados en el arte como a completos ignorantes.

Carlos intentó caminar fuera del círculo iluminado que aún lo circundaba pero fue seguido por el reflector con la exactitud de un satélite.

—Pero todo esto no significaría nada, de no ser por mi socio. El excelente pintor Carlos Gaitán. Sin el cual, esto no sería más que la presunción de un ente perfecto que se regodea en su propia incapacidad de fallar. Tienen ante ustedes, a un hombre común, rebelándose ante su superior por la inercia de la revolución artística. En su desesperación, irrumpió este lugar anoche y escribió todas las frases en rojo. ¿Comprenden ustedes? Se niega a relegarse al lugar que ahora le corresponde y eso es lo que hace a un gran artista un gran artista. Miren a Carlos a los ojos y admiren en ellos La rebeldía de las masas.

Las luces se encendieron y la gente estalló en aplausos, pero ninguno de esos aplausos era para Carlos. Ovacionaban a aquella voz incorpórea que les había mostrado lo imperfectos que eran y lo bien que estaba enfadarse por ello.

Carlos salió del lugar y en la entrada se encontró con un hombre que le entregó una tarjeta.

—Me dijeron que le diera esto.

Carlos tomó el papel beige como si fuera una araña y revisó temeroso su contenido. Con letras color salmón estaba impreso un pequeño párrafo.

Carlos, gracias por tu ayuda. Por un momento creímos que ninguno de ustedes, artistas, entraría a vandalizar la exposición. Empezábamos a pensar en hacerlo nosotros mismos. En fin, todo salió muy bien. Besos.