Lugares Invisibles

Autora: Adriana Letechipía.


Lo peor es no poder dormir. Desde hace diez días mis párpados son dos membranas traslúcidas, apenas y me protegen de la luz. Los ojos aún se distinguen en mi cuerpo. Dos máculas negras, gelatinosas, difusas. El pigmento de la coroides es lo que se alcanza a ver. La esclera y el iris son casi imperceptibles. No tardaré en perder la vista.

Frente al espejo desato la cinta de mi bata azul. La vesícula, de color verde, se vislumbra debajo de mi piel húmeda y viscosa; se encuentra inmersa, friable, entre lo que alguna vez fue el hígado. Puedo ver como los alimentos que consumo bajan por mi tubo digestivo, es fascinante cómo se mueven dentro de mis intestinos.

El quimo cambia de apariencia hasta salir de mi cuerpo. Observo el reflejo completo de la mujer invisible que siempre fui. La que no quería resaltar o hacer enojar a mamá. La que no se atrevió a invitar a salir a su mejor amiga. La que se sumió en los libros para no lidiar con las personas. La que se escondió en esta casa en medio de la nada.

Supe que algo había cambiado porque el color de mis lunares disminuyó, eran hermosos. Mi cabello se pobló de canas antes de quedarme calva. Mis uñas le siguieron, cayendo de una a una, suaves e inútiles. Los cigarrillos se acabaron, el vino también. Por fin soy del mismo color que mis lágrimas.

Nunca fui protagonista y nunca seré la heroína que necesitó la humanidad. «Vas a desaparecer», me dice mi reflejo. Ya no hay nadie allá afuera, excepto ellos.

Vinieron del cielo, eran la estrella más brillante. Cada día crecían en belleza y letalidad, una amenaza silenciosa en el firmamento. Me imaginaba dándole a Sofía un anillo con un diamante así de radiante. La casa del bosque de Tlalpan era el mejor lugar de la ciudad para observarlos y soñar. ¡Qué tonta!

Oh, sí. Echaron abajo unas cuantas naves y rápidamente fueron reemplazadas por cientos más, se distribuyeron por el planeta. Ni los países más poderosos lograron hacer algo significativo, eran demasiadas. Los que quedaron suspendidos como satélites nos ignoraron, demostrándonos cuan ínfimos éramos para ellos. De aquellas que aterrizaron salieron máquinas semejantes a insectos, mitad animal, mitad circuitos. Bioingeniería le llamamos.

Desde el refugio pude verlos. Mantideos excavadores de cuatro brazos, estercoleros reforzados de cinco metros de alto, isópteros voraces que consumieron lo que encontraron a su paso: animales terrestres, plantas, edificios, cableado, humanos. Aquellos que murieron por comer bombas o tanques de guerra fueron asimilados por sus análogos, logrando adaptaciones asombrosas e invencibles. Tanques fórmicos de cañón de ánima lisa.

Estaban preparando el terreno para vivir de acuerdo con sus necesidades. La técnica que usaron es muy sencilla y es una de las más viejas: consumieron todo a su paso y defecan sustancias que transfiguran el entorno. Los gases que emanan de sus detritos se cuelan por las ventanas, la tubería de agua potable, los túneles y el drenaje. Las lluvias arrastran esos humores a lugares lejanos.

Envenenaron el ambiente. Sus gases tuvieron el efecto del ácido nítrico en nuestros tejidos. Las hojas de los árboles se transparentaron y perdieron la clorofila. Murieron. Los animales sufrieron el mismo destino. Los perros, invisibles, intentan ladrar para defender sus hogares. Las aves no levantan el vuelo, sus alas cristalinas reflejan la luz del sol. Las cigarras y los grillos fueron silenciados, perdieron la dureza de sus exoesqueletos. Los ojos me lagrimean, la voz sale ronca de mi pecho.

Corrí a la casa del bosque buscando evadir los gases tóxicos, ignorando a todas las personas que suplicaron por mi ayuda. No pude ubicar a Sofía. Desapareció, y con ella la humanidad que hubo en mí. Pronto mi refugio quedó a la vista, expuesto por la muerte de los árboles. Yo misma he comenzado ese proceso.

No es tan terrible. La pirámide de Cuicuilco que permaneció por 2300 años al sur de la ciudad, por fin se derrumbó. Las calles dieron paso a un nuevo tipo de maleza. Hay animales dispersos, libres por las calles, solo que no son los nuestros. El silencio ha poblado el planeta. La humanidad se extinguirá hialina.

El color de mis mejillas menguó, justo a tiempo para no ver mi rostro demacrado, para ignorar la flaqueza de mi cuerpo que sucumbe por la falta de sueño. A tiempo para no verme morir.