Tener la razón

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Por Mayra Daniel


El tiempo me dará la razón”

Dicen: “el tiempo todo lo cura”; yo no estoy seguro que sea cierto. A veces, desde esta altura, pienso en que he sido poco razonable. Aunque en teoría mis pasos siempre van a un mismo ritmo, sé que los ojos que me miran, lánguidos, a veces están hechos para odiarme.

Pero, ¿acaso tengo yo la culpa? Es cierto, mi propósito es unívoco, no tengo forma de retroceder o ir más rápido: mi camino es claro y mi finalidad, exacta.

Ser el guardián del tiempo no es para nada un tema sencillo, pero tampoco puedo intervenir y hacer que el galán de esa muchachita llegue más rápido o ir más lento para que aquél joven llegue a su cita de trabajo.

Desde aquí veo muchas tragedias: perritos de peluche que se caen a los andenes y hasta uno que otro zafarrancho.

Mis días son tranquilos, hasta eso: van cambiando las publicidades en los carteles, veo nuevos peinados en las señoras y nuevos estilos en el ir y venir de los muchachos.

En todo este tiempo no he curado nada: estoy cierto, pero también he visto muchos encuentros. Parejas que corren uno a los brazos del otro, dedos que se entrelazan, mejillas que se besan.

A veces creo que no sirvo para nada, sí… Es que mis antepasados: un reloj de arena y una clepsidra, poseían éste misticismo de conectar con los elementos, pero yo fui hecho digitalmente, con un montón de cables y foquitos, a veces me siento desconectado.

Sí, he sido desconectado varias veces: una vez incluso me quedé detenido a las 14:20. Lo único que me consolaba, era saber que incluso un reloj de metro detenido tiene la razón dos veces al día.

Mi hermano está del otro lado del andén, hace mucho no lo veo de cerca. Íbamos en la misma caja el día que nos instalaron, pero desde entonces creo que estoy destinado a la soledad.

El tiempo es también una medida solitaria, quizá por eso nos entendemos. No está destinado ser para nadie, a complacer o cuidar. Diría que su vocación, por el contrario, es esa entropía del desgaste y el fallo.

Cuando me arreglaron me llevaron a un taller y quedé sincronizado con el reloj mundial; al menos eso dijo el técnico: “Quedó de diez”.

Acá abajo pasa de todo, cuando llegan los cantantes me gusta: el tiempo y la música se llevan bien. Yo solo cuento, ellos cantan: “Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer… ella se irá para siempre de mí, cuando amanezca otra vez. Reloj, detén tu camino, porque mi vida se acaba, ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada”.

Nunca he visto las estrellas, eso me hubiera gustado. Ser un reloj que pudiera ver el cielo, que se alineara con los cuerpos celestes. Solo los conozco en los carteles de la publicidad en las paredes.

Un día dejé de ver personas: solo se iba a parar por allí el policía, hacía un rondín pequeño y se desaparecía. Debí suponer que ese sería el principio del fin.

“Si un árbol cae en medio del bosque y nadie lo escucha: ¿en verdad cayó?”, si un reloj marca el tiempo en una estación vacía y nadie lo mira, ¿en verdad pasa el tiempo?

Así, suspendido, vi desde el andén contrario como llegaba un técnico a desinstalar a mi hermano y lo sustituía por una televisión que nunca calla su voz. Mis días están contados, concluí.

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