Mariana.exe

Autora: Carmen Gutiérrez


Hace doce años, Mariana Guerrero salió a comprar la despensa. Era una mañana soleada de mayo en 2023, un sábado. La avenida estaba despejada. Quizás fue por eso que, en un tramo donde nunca había accidentes mortales gracias al tráfico, una camioneta con un conductor intoxicado llegó a estrellarse contra el auto de Mariana en una luz roja.

Cuando fue declarada muerta por los paramédicos, Rebeca estaba sosteniendo su mano. Esa fue la última vez que ella la vio con vida

Eso, claro, hasta que contrató el servicio.

Era el paquete platino con imitación de tacto incluido. En toda teoría, si todo salía bien, Loved incorporated había programado una réplica virtual de la consciencia de Mariana que se activaba por voz. Podría interactuar con ella, formar conversaciones complejas y, bueno, según el empleado con el que firmó el contrato, hasta parecería como si Mariana hubiera revivido.

El único problema era que…

—Ella no tiene memorias —dice Rebeca, quien está parada frente al escritorio de la recepcionista llenando una queja.

La señorita se le queda viendo por unos segundos. Al ver que Rebeca no cambia de expresión, cierra el archivo que estaba llenando para solicitar una reparación y la mira fijamente a los ojos.

—Ninguno de nuestros productos viene incluido con memorias, señorita.

Las palabras llegan a Rebeca como un golpe en el estómago, pero está lejos de detenerse. Cuando se recupera, la primera sensación que tiene es la urgencia de pelear con alguien, así que se pone a alegar con la señorita en el mostrador, y por más que ella se esfuerce por explicarle cómo es que funciona el servicio, Rebeca se niega a escuchar otra cosa que no sea “permítame un segundo, deje le resuelvo su problema”. No se detiene, incluso cuando la señorita llama por teléfono y un empleado llega con una copia de su contrato, incluso cuando ella misma lee en letras diminutas la leyenda de: “La simulación del producto no incluye las posibles memorias del difunto”, e incluso cuando le llega la mirada irritada de demás clientes que esperan su turno.

Rebeca continúa peleando sin saber exactamente por qué. Quizás es porque se siente tonta por ser engañada, o quizás es por la secreta esperanza de que estén equivocados y ella pueda regresar a casa con una Mariana tal y como recuerda.

La conversación acaba escalando hasta que el empleado de corbata se da por vencido. En menos de diez minutos, sale por la misma puerta en la que entró y regresa para interrumpir a Rebeca a la mitad de uno de sus argumentos. En un tono que corta por completo el hilo de sus palabras, le dice:

—El coordinador de servicio al cliente la está esperando en el piso tres para hablar con usted y solucionar su problema.

Rebeca se atraganta con las palabras que tenía preparadas para escupir. Observa a su alrededor, se siente juzgada por todos los presentes y se siente estúpida, pero ya es demasiado tarde como para dejarlo ir. Así que les agradece torpemente a los empleados por sus atenciones y avanza a paso rápido hasta el elevador al final del pasillo. Antes de que pueda tomar el ascensor, una de las pantallas de recepción reproduce el sonido del eslogan de la compañía: “Muerto, pero nunca olvidado”. Entonces, un timbre agudo y una luz azul empiezan a emanar del bolso de Rebeca. Ella suspira y trata de apagar el aparato antes de que se ejecute el programa, pero es inútil. Suena unas luces, se ven unos brillos azules y es así como Mariana aparece parada justo enfrente de ella.

No es real, pero Rebeca aguanta la respiración por un segundo. Su corazón se desboca.

Y por un instante casi se siente como si ella estuviera viva de nuevo.

El ascensor se abre enfrente de ella. Rebeca vuelve a la realidad y se adentra en él mientras Mariana la sigue como si fuera su sombra. A ella se le cruza por la mente que debería apagarla antes de que comience a hablarle, sin embargo, no lo hace. No sabe por qué.

—¿A dónde vamos? —pregunta Mariana.

Rebeca presiona los botones del elevador sin verla.

—Voy a resolver un problemita con tu contrato.

Mariana se planta frente a ella

—¿Qué clase de problema?— El elevador se cierra y comienzan a avanzar.

Rebeca suspira y la mira a los ojos:

—Me dijeron que… mira, este no es asunto tuyo. Ni siquiera eres…

Un golpe resuena en el techo del elevador. Las paredes se sacuden. Las luces parpadean. El movimiento se detiene. Rebeca se queda quieta unos instantes esperando a que todo regrese a su curso. No pasa nada. Entonces, comienza a presionar botones a diestra y siniestra con tal de obtener algún resultado. De nuevo nada. Rebeca, molesta, empieza a tirar maldiciones y luego llama a gritos para que alguien pueda venir a sacarla. Nada sucede.

La frustración de Rebeca se hace cada vez más evidente. Empieza a azotar las paredes, a llamar con más fuerza, a gritar. Mariana le pide que se calme, pero es ignorada por completo. Rebeca sigue, y sigue, y entonces, una voz emana desde arriba. Rebeca le explica que el ascensor está atorado y la voz le dice que, al parecer, no están tan lejos del piso superior, pero tendrán que aguardar a que llamen a los bomberos para que puedan abrir las puertas. Rebeca suelta un gruñido frustrado y le pregunta cuánto se tardará eso. La voz le responde que una hora. Rebeca está por protestar, pero la voz le pide que resista y después no vuelve a contestarle.

—¡Este día no se puede poner peor! —exclama Rebeca, mientras se sienta en el suelo recargándose en una de las paredes.

Mariana la observa, un pensamiento cruza por su mirada y su rostro cambia. Sus facciones sonríen.

—Vele el lado bueno— dice sentándose—, al menos podemos platicar juntas un rato. Hace días que no lo haces, ya sabes, por tu trabajo.

Rebeca la mira con el entrecejo fruncido

—No es por mi trabajo. No quiero hablar contigo.

La expresión juguetona de Mariana se borra por completo.

—¿Cómo?

Mariana observa a Rebeca. Un mohín extraño se forma en sus labios. Es una expresión artificial, pero es una expresión que Rebeca había llegado a conocer tan bien, que sólo con verla algo se remueve en sus entrañas.

— No te sientas mal, no es tu culpa. Es solo que… no eres real. Te ves como ella, pero no eres ella. No es lo mismo hablar contigo.

—¿Por qué no? —dice Mariana. Su voz no es de enojo, ni reclamo, sino más bien curiosidad y eso confunde a Rebeca.

— Supongo que…—Rebeca se rasca la cabeza. Una memoria cruza sus facciones y ella sonríe— Hablar con ella siempre era como una montaña rusa. Tenía una memoria extraña que se activaba en los momentos más extraños del día. Podíamos estar hablando acerca de comprar un kilo de garbanzos y ella hallaría alguna forma de recordarme una tontería que hacíamos en la universidad, como vomitar después de comer hummus o algo así. No lo sé. Son cosas que no se pueden hacer a menos de que lleves una vida entera compartida. La clase de cosas que solo suceden cuando solo una mirada puede decirte exactamente lo que la otra persona está pensando. Estaba… esperando que me sucediera de nuevo.

—Pero no lo entiendo —dice Mariana con mirada perdida—. Si sabías que yo no era real ¿por qué me contrataste?

Las palabras golpean a Rebeca como un balde de agua helada. Juguetea con sus dedos, por primera vez en el día no tiene nada más que alegar.

—No lo sé. Supongo que quería… resolver asuntos pendientes.

—Pero no puedes. Tú misma lo dijiste. No soy real.

—Lo sé, pero… —Rebeca se muerde una uña— Si tan solo tuvieras sus memorias, podrías entender, reaccionar cuando te diga que el olor a té de manzanilla siempre me recuerda a ti y que a veces tengo que recordarme que no eres tú la que está en mi casa porque estás muerta, y han pasado doce años y yo soy la única que no puede superarlo. Y yo… yo solo te quiero de vuelta. Incluso cuando ya no tiene sentido.

Mariana se acerca a ella, toma su mano con cuidado. Al principio Rebeca se sobresalta, pues el holograma nunca la había tocado, pero una vez que la sorpresa se le pasa, se acerca a Mariana para acariciar su cabello. El brillo azul que emana parece una aureola.

—¿Te gustaría contarme acerca de Mariana?

Rebeca no la mira a los ojos, pero asiente en silencio.