Gesta para una última canción

Autor: José Gaona.


Araldor, matador de demonios, último heredero de una antigua estirpe de caballeros errantes y la espada más valerosa del reino, estaba muerto. O lo estaría en muy poco tiempo. Aquel era el devastador diagnóstico que había dado su hermano, el hechicero Raslim.

—Todos estos años le he sanado incontables veces, arrebatándoselo a la muerte no pocas de ellas, pero se acabó, Amoryl, tiene la sangre envenenada. Ni la magia más poderosa puede hacer algo en esta ocasión. Este es el precio que se paga tarde o temprano, ¿sabes? El precio de llevar una vida de héroe.

Amoryl contempló el cuerpo tendido sobre el jergón, febril, cubierto de arañazos, contusiones y cardenales. Las palabras del hechicero no eran un consuelo, después de todo se trataba de Araldor, el amor de su vida.

Amoryl lo había conocido siendo apenas una adolecente que servía en el mesón donde cierta noche el campeón pernoctó. Ya por aquel entonces las andanzas de Araldor, que aún no rebasaba ni la veintena de años, estaban ganando fama y renombre. Y ella, una jovencita huérfana, enclenque y de enmarañada cabellera bermeja, se había empecinado en seguirlo.

No por verdadero afecto hacia él (al menos no en un principio), sino porque Amoryl, como toda chiquilla, anhelaba una vida libre, con todos los caminos abiertos, y en Araldor había visto el subterfugio perfecto para conseguir ese sueño. Pero al pasar el tiempo ella no pudo evitar abrir su corazón al hombre que se había convertido en su guía, y él, por su parte, tampoco se había resistido a la atracción que le despertaba aquella joven tozuda y voluntariosa.

Así pues, el amor brotó irrefrenable entre ellos como un renuevo en primavera. Amoryl se había convertido en su inseparable aliada, amiga y consorte. No obstante, en las canciones de los trovadores su nombre apenas y se mencionaba, lo cual resultaba lógico, desde luego, pues el héroe de las gestas era Araldor. Para Amoryl estaba bien, ella no buscaba fama. Se sentía satisfecha con haber escogido aquella vida, dejándose llevar primero por sus sueños y después por su corazón.

Pero el camino que habían recorrido juntos ahora llegaba a un punto sin retorno. Araldor había perdido su última batalla con Hálito de Muerte, uno de los más terribles demonios del Inframundo.

No era una buena noticia para el reino libre de Svanda, pues desde hacía mucho tiempo la Liga de Naciones del Norte veía con codicia las ricas tierras svandianas, y era precisamente por ello que el Consejo de la Liga había acudido a los Señores del Inframundo, quienes satisfechos con los orgiásticos y sangrientos aquelarres ofrendados en su honor, habían aceptado liberar al demonio.

Por tres días y sus noches Araldor agonizó en medio de fiebres y convulsiones. Amoryl no pudo por menos que ofrecerle toda la atención posible, y, aunque el dolor y su propia agonía la atenazaban por dentro, se mostró impasible, aportando la fuerza y el temple que ambos necesitaban en aquella hora tan aciaga.

La mañana del cuarto día lo encontró en el umbral del cobertizo abandonado donde ambos se refugiaban. Parecía que parte de su antigua fuerza le había regresado, pero cuando ella se aproximó y contempló el macilento rostro de su amado, con unas repentinas canas manchando de gris la barba y el ondulante cabello oscuro, supo que aquella inesperada recuperación duraría poco.

—Ninguna historia de héroes debería terminar así —exclamó Araldor con una mirada febril y afligida perdida en el pálido resplandor del amanecer—. Mi destino está sellado, lo sé, pero no puedo irme así, no sería justo. Quisiera darles una última gesta, Amoryl, un último acto heroico para que sea cantado por los trovadores hasta el final de los tiempos.

***

Svanda había caído finalmente. En la plaza de Dareloth, sede del reino, los embajadores de la Liga estaban reunidos para aceptar la rendición del rey y atestiguar su sometimiento. Rostros sombríos observaban impotentes el acto, pues Loethegar era un hombre amado por su pueblo y ningún svandiano habría querido abandonar a su soberano en el momento más ignominioso de su reinado.

De pronto se oyó el golpeteó de unos cascos sobre el adoquinado de la plaza. La multitud se hizo a un lado entre murmullos ante el paso de un jinete. Surgieron entonces expresiones de sorpresa y gritos contenidos, pues no tardaron en reconocer la armadura que portaba el recién llegado, así como el emblema de su escudo: un dragón blanco sobre fondo azabache como el cielo de medianoche. Todos conocían la historia, aquella era la primera bestia a la que Araldor había dado muerte cuando aún era un mozuelo de doce años. ¡Araldor! ¡Araldor aún vivía!

El héroe desmontó y se plantó desafiante ante los embajadores, aunque se le veía más enjuto y frágil bajo la coraza. La visera del yelmo mantenía oculto el rostro, pero muchos ya imaginaban con angustia el aspecto demacrado y ceniciento que el guerrero debía estar escondiendo bajo la placa de metal.

Presas del desconcierto, los embajadores no perdieron tiempo y convocaron al demonio, que se había mantenido oculto entre las sombras.

Un silencio agorero cayó sobre la congregación cuando Hálito de Muerte se mostró. Se decía que Araldor había perdido en su primer encuentro porque no había sido capaz de blandir su espada contra aquella jovencita arrebatadoramente hermosa, de piel perlina y grandes ojos de ámbar bajo una sedosa melena como oro líquido. Usaba un vestido muy bello y elegante, blanco como las nieves del invierno. Lo único avieso en su apariencia eran las garras ponzoñosas que remataban los delicados dedos femeninos.

Cuando Hálito de Muerte atacó, él se limitó a rechazar y esquivar aquellas garras que se movían a la velocidad del relámpago, como si una vez más se sintiera impedido de atacar a la encantadora muchacha, la princesa del Inframundo.

El demonio acometía con una fuerza abrumadora, pero Araldor demostró tener aún la suficiente destreza para eludir y bloquear los bestiales zarpazos. No obstante, el resultado era previsible. Todos sabían que el guerrero sólo estaba alargando su agonía.

Y en efecto, sucedió que tras varios minutos un exhausto y jadeante Araldor cayó al fin de rodillas, el escudo rebotó contra los adoquines en medio de un estruendo metálico, con el otrora deslumbrante dragón casi borrado del todo bajo los profundos arañazos. Más que derrotado, Araldor parecía arrobado ante su contrincante. Hálito se aproximó y le miró, altiva y terrible en su belleza, disfrutando por segunda ocasión su triunfo, consciente de que jamás hombre alguno osaría alzar una mano en su contra.

Por ello no vio la daga que, rápida y certera, se encajó entre sus costillas. Ni tampoco previó, cuando anonadada bajó la mirada, el tajo de la espada que llegó desde un costado.

El campeón se puso en pie, levantó la cabeza cercenada del demonio y la arrojó a los pies de los embajadores, salpicándolos de una sangre negruzca y maloliente. Por un largo instante reinó de nuevo el silencio, la estupefacción marcada en todos los espectadores. Para cuando los vítores atronaron en la plaza, y la guardia de Loethegar se adelantó para someter a los desamparados embajadores de la Liga (tal era su arrogancia y estupidez que sólo se habían procurado la protección del demonio), el caballero ya había montado y dado media vuelta en dirección al puente levadizo, alejándose de la ciudad a todo galope.

***

Se detuvieron a media pendiente de una loma solitaria azotada por el viento.

—Hasta aquí está bien —dijo el caballo entre resoplidos—. Necesito recuperar el aliento.

Amoryl se desprendió el yelmo y dejó que la suave caricia del viento le refrescara el rostro. Su larga cabellera escarlata cayó liberada del nudo y se agitó como un fuego vivo.

—Eso me pasa por usar un hechicero en lugar de una montura verdadera —desmontó y subió a la cresta, donde un único aliso se elevaba viejo y robusto.

A la sombra de las ramas frondosas había un montículo de tierra recién removida. Allí se detuvo la mujer. El semblante sereno, pero un profundo dolor en la mirada. Un momento después clavó la espada a los pies del montículo y depositó el yelmo sobre la empuñadura. Raslim, habiendo recobrado su forma humana, se acercó

—¿Qué harás ahora, Amoryl? Espero no pienses de verdad dedicarte a esto y reemplazar a Araldor. Tú, mejor que nadie, sabes que la vida de un héroe puede ser azarosa y, en ocasiones, muy breve.

—Sólo le dimos a los trovadores la gesta que necesitaban para una canción más —dijo ella con una voz que apenas se elevaba por encima del murmullo—, la última canción de nuestro amado héroe —abandonó por fin su contemplación y se encaminó colina abajo.

—¿Adónde irás entonces?

—De momento a buscar un río, necesito lavarme. Y que ni se te ocurra seguirme, hechicero.

Raslim sonrió y la vio alejarse, resignado a que ella siguiera su propio camino, como había hecho siempre.

Presagio 2

Autora: Alejandra Romano

Esta obra está realizada en acuarela en un formato de 8.5 x 11 pulgadas respondiendo a la conceptualización e inspiración de arte fantástico y simbolismo, la libélula simboliza sabiduría, cambio, transformación y luz. 

Alejandra Romano, es diseñadora gráfica e Ilustradora egresada de Universidad del Tepeyac, participando en eventos como Feria del libro con AMDIilustradores, convención La Mole, exposición Día de muertos, exposición colectiva Homenaje a Leonora Carrington, Leonardo Da Vinci y colaboración para color digital en cómic independiente. 

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BEHANCE

Unicorn


Unicorn

Unicorn (Unicornio)

Materiales: tinta, bolígrafo de gel, gouache, papel (monotipo y pintura). Medidas: 40×30 cm. Año: 2022

Irina Tall (Novikova) es artista gráfica e ilustradora. Se graduó de la Academia Estatal de Culturas Eslavas con una licenciatura en arte y también tiene una licenciatura en diseño.

Tener la razón

Por Mayra Daniel


El tiempo me dará la razón”

Dicen: “el tiempo todo lo cura”; yo no estoy seguro que sea cierto. A veces, desde esta altura, pienso en que he sido poco razonable. Aunque en teoría mis pasos siempre van a un mismo ritmo, sé que los ojos que me miran, lánguidos, a veces están hechos para odiarme.

Pero, ¿acaso tengo yo la culpa? Es cierto, mi propósito es unívoco, no tengo forma de retroceder o ir más rápido: mi camino es claro y mi finalidad, exacta.

Ser el guardián del tiempo no es para nada un tema sencillo, pero tampoco puedo intervenir y hacer que el galán de esa muchachita llegue más rápido o ir más lento para que aquél joven llegue a su cita de trabajo.

Desde aquí veo muchas tragedias: perritos de peluche que se caen a los andenes y hasta uno que otro zafarrancho.

Mis días son tranquilos, hasta eso: van cambiando las publicidades en los carteles, veo nuevos peinados en las señoras y nuevos estilos en el ir y venir de los muchachos.

En todo este tiempo no he curado nada: estoy cierto, pero también he visto muchos encuentros. Parejas que corren uno a los brazos del otro, dedos que se entrelazan, mejillas que se besan.

A veces creo que no sirvo para nada, sí… Es que mis antepasados: un reloj de arena y una clepsidra, poseían éste misticismo de conectar con los elementos, pero yo fui hecho digitalmente, con un montón de cables y foquitos, a veces me siento desconectado.

Sí, he sido desconectado varias veces: una vez incluso me quedé detenido a las 14:20. Lo único que me consolaba, era saber que incluso un reloj de metro detenido tiene la razón dos veces al día.

Mi hermano está del otro lado del andén, hace mucho no lo veo de cerca. Íbamos en la misma caja el día que nos instalaron, pero desde entonces creo que estoy destinado a la soledad.

El tiempo es también una medida solitaria, quizá por eso nos entendemos. No está destinado ser para nadie, a complacer o cuidar. Diría que su vocación, por el contrario, es esa entropía del desgaste y el fallo.

Cuando me arreglaron me llevaron a un taller y quedé sincronizado con el reloj mundial; al menos eso dijo el técnico: “Quedó de diez”.

Acá abajo pasa de todo, cuando llegan los cantantes me gusta: el tiempo y la música se llevan bien. Yo solo cuento, ellos cantan: “Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer… ella se irá para siempre de mí, cuando amanezca otra vez. Reloj, detén tu camino, porque mi vida se acaba, ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada”.

Nunca he visto las estrellas, eso me hubiera gustado. Ser un reloj que pudiera ver el cielo, que se alineara con los cuerpos celestes. Solo los conozco en los carteles de la publicidad en las paredes.

Un día dejé de ver personas: solo se iba a parar por allí el policía, hacía un rondín pequeño y se desaparecía. Debí suponer que ese sería el principio del fin.

“Si un árbol cae en medio del bosque y nadie lo escucha: ¿en verdad cayó?”, si un reloj marca el tiempo en una estación vacía y nadie lo mira, ¿en verdad pasa el tiempo?

Así, suspendido, vi desde el andén contrario como llegaba un técnico a desinstalar a mi hermano y lo sustituía por una televisión que nunca calla su voz. Mis días están contados, concluí.

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El sabueso de Dios

Por: Fernando Covantes


Llámenme Yuri, solo Yuri. Mi apellido no es de importancia. Provengo de la misma Siberia, rescatado de los voraces inviernos por la iglesia occidental. Dejé mi madre patria para apoyar en los juicios contra los eslavos del lado europeo de los montes Urales. La urgencia de tener un aliado de Rusia en los juicios, se debía a que había nacido en el seno de una familia eslava. Tal como se lo imaginan, había traicionado mi herencia familiar por mi propia libertad.

Cada veredicto dado a mis compatriotas me alejaba más de ellos y me convertía en un occidental más. Algunos de los acusados llegaron a reconocerme como uno de los suyos, se dirigían a mí con aire desesperado e imploraban piedad. Vi arder a tantos de mis hermanos y hermanas, incontables cadáveres se apilaron en los bosques y praderas, y los monasterios se llenaron de alaridos por las torturas infringidas. Pero hubo un caso que me pareció de lo más particular, uno que mezcló varios elementos de las historias que mis abuelos solían contarme. Dos nombres cobrarán importancia a partir de ahora: Hegel Volkov y Bela.

Ambos fueron acorralados y capturados en el fondo de un acantilado. Varios pueblerinos los habían señalado como los causantes de la muerte de ovejas y desaparición de infantes; de esto último no se llegó a comprobar nada.

El juicio transcurrió con la normalidad de siempre. El juez Talbot, bendecido por el papa, subió al asiento más elevado y se ponía a escuchar las declaraciones de los testigos. Uno a uno, cada pueblerino vociferaba sus acusaciones. El primero en subir al estrado fue un ovejero.

—Servidor de Dios, esos dos sucios… ¡No!, demonios… Si, eso es… ¡Son demonios! Esos dos demonios atacaron a mi rebaño. Encontré los restos de una docena de mis preciosas ovejas. Solo los que siguen a Satanás son tan atrevidos para hacerle eso a un animal tan indefenso. ¡Exijo justicia! ¡Dios es mi testigo y sabe que es verdad!

—¡Es verdad! —gritó su señora desde la masa de gente aglomerada—. Una vez, en medio de los campos de trigo y papa, yo los miré encimarse una piel de lobo o de oso. Los perdí de vista después de eso, pero al poco rato, aparecieron las ovejas muertas de mi marido. ¡Exigimos que regresen a esos demonios con su amo!

«¡Si!», gritaron los aldeanos.

—¡No se exalten, mis hermanos en Cristo! —dijo el juez agitando su mano derecha—. Bien es sabido que el Señor es misericordioso con los que le siguen. Antes de proceder con el castigo, debemos estar seguros de que no son verdaderos hijos de Dios. ¡El que sigue!

Subió el siguiente. Era el herrero del pueblo.

—He tenido muchos pedidos de armas de plata en días recientes. El cazador Grigory, que en paz descanse, me advirtió que rondaban hombres lobo en la zona y estos debían ser asesinados por la plata bendita de Cristo. ¡Camaradas! Grigory merece ser vengado. El lobo que lo mató no pudo haber sido un animal corriente. ¡Esto fue obra del diablo y está siendo acusado ahora mismo! Justicia para Grigory, ¡he dicho!

El herrero dejó el espacio en pleno vitoreo a su discurso. El siguiente en subir fue la más anciana entre los ancianos.

—Sean hombres lobo o no. Hayan asesinado o no. Estos dos sujetos practican la homosexualidad. Lo que creyó haber visto la señora del ovejero, no fue una transformación en lobo. Ellos estaban tan cercanos como un marido y una mujer solo pueden estar, yo misma los miré desnudos entre el trigo. Ellos no son hijos de Cristo, son engendros del ángel caído, infames herejes— se acercó a la jaula que contenía a los dos acusados y escupió al suelo—. Besen la tierra bajos las plantas de sus pies, pues pronto estarán en el suelo de lava y azufre.

La declaración de la anciana había dado el último clavo al ataúd de los dos acusados. El juez inclinó la cabeza hacia mí; era mi turno de interrogar a los acusados.

—Están bajo acusación de salvajismo, brujería, satanismo y homosexualidad. Hegel Volkov y el gitano Bela. ¿Cómo se declaran a los ojos de Dios?

—Culpable —respondió Bela—, pero solo yo soy culpable.

Hegel miró a su amigo Bela con gran asombro en su semblante.

—Ambos fueron vistos practicando la magia negra y los actos sexuales que Dios repudia. Es imposible que la culpa solo recaiga en ti, gitano.

—Pero es así, mi joven Yuri. ¿Acaso no piensas compadecerte de un compatriota como Hegel? Tú, que provienes del mismo orgullo eslavo que mi amigo, ¿osas darle la espalda por la salvación que te promete un simple juez y no el auténtico Dios?

—¡Calla! Inmundicia del averno. Tus métodos no funcionan en mí —me volví hacia el juez Talbot—. No encuentro arrepentimiento en las palabras del gitano, siervo del Señor. Solo los enviados del diablo podrían ser tan cínicos.

El juez Talbot miró con suma atención al callado Hegel. Pareció interesarse en su actitud taciturna, como si creyera que él resultaría diferente.

—Un momento, Yuri. Quiero escuchar la declaración del eslavo Volkov. Tienes algo que decir, ¿no es así, Hegel?

El semblante del eslavo se iluminó. Su boca se abrió y su mandíbula tembló, pero, a excepción de unos sonidos guturales, no surgieron palabras de su interior.

—¿Qué pasa con este hombre? ¿Es qué no tiene lengua? ¡Revisadlo!

Los guardias separaron a los acusados y me permitieron inspeccionar al eslavo con detenimiento. En sus ojos había una legua de fuego que estaba por extinguirse, su piel estaba estirada por la vejez y dentro su boca solo había un abismo negro.

—Juez Talbot, a este hombre le han cortado la lengua. ¿Quién ha sido y por qué?

Los murmullos entre los asistentes no se dejaron esperar. La búsqueda de aquel ultraje llevó a muchos a sospechar del mismo Bela.

—¡Fue Bela! —dijo un joven leñador—. Es seguro que fue él. Solo un hombre tan desesperado por proteger a su amigo se atrevería a hacer eso. ¡Piénsenlo! ¿No es, si mi memoria no me falla, el pelo bajo la lengua un vestigio de los hombres que se han vuelto lobos? ¡Bela quiere que encontremos inocente a su amigo para que su reinado de terror siga! No lo dejen ganar. En el nombre de Dios, no lo dejen ganar.

—¡No! —gritó Bela—, se equivocan. Yo no corté su lengua —se dirigió a Hegel Volkov—. El hombre que ven aquí es un simple servidor de Dios. Yo soy al que buscan. Escuchen mi historia y todo lo que temen les será aclarado.

El juez Talbot dio permiso a Bela de hablar.

—Hegel Volkov es y siempre ha sido un siervo de Dios. Tal como el juez Talbot aquí mismo. Pero a diferencia del juez, mi amigo fue bendecido directamente por el Creador. ¿Creen ser los únicos soldados de Cristo? Hay muchas formas de servir al Señor, incluso siendo un hombre lobo. Hegel fue transformado en hombre lobo por Dios para luchar contra las hordas de demonios que salen de los agujeros en la tierra y defender sus cultivos y a sus hijos.

La gente comenzó a abuchearlo y le lanzaron piedras para callarlo. El juez Talbot, sin embargo, calmó a los aldeanos e invitó a que terminaran de escuchar el relato.

—Yuri, a cualquiera que ose interrumpir las palabras del gitano Bela, quiero que lo arresten por obstrucción de la justicia divina.

—Así será, siervo de Dios. ¡Ya oyeron, gente! Una interrupción más así y se verán en las mismas aguas negras que los acusados. ¡Callad ahora!

El silencio se me antojó al de un sepulcro. La amenaza de la tortura siempre le funcionaba bien al juez Talbot.

—Gitano Bela. Hazme el favor de continuar con el relato.

En la mirada de Bela había un incendio forestal. Era imposible ocultar el odio que tenía contra el juez Talbot, pero incluso así, él concluyó la historia.

—¡Escuchen bien! Hegel ha defendido este prado y sus bosques contra los verdaderos enemigos: los brujos del infierno. Aquellos que devoran su ganado para ofrecerlo a Satanás, aquellos que andan por la tierra arrojando hechizos y destruyen sus cultivos y hogares. Yo soy uno de esos brujos. Yo soy un enviado de Satanás, arrojado a este mundo para complicarles la existencia. Renuncié a la gracia de Dios hace miles de años y me entregué a su opuesto. He muerto y renacido para venir por ustedes cada vez que mi amo agita mi correa. No es Hegel quien debe ser quemado, el es un sabueso de Dios. Yo, en cambio, pertenezco a la camada del príncipe de las tinieblas. Tiemblen ante mí y los que se me parecen. Liberen a mi enemigo que tanto ha hecho por ustedes.

Los aldeanos se notaron inquietos. El juez Talbot guardo silencio por alrededor de un minuto.

—Ya han escuchado al acusado. El gitano Bela está lejos de la redención. Y Hegel Volkov es un hombre lobo, mas le han cortado la lengua para que no le acusemos. Dinos, Bela, ¿fue esté un intento por salvar la vida de tu amigo? ¿O le has arrancado la lengua para que él no pueda defenderse?

—Ya les dije que no tuve nada que ver. Hegel estaba bien hace unas horas. No sé quién pudo haberle arrancado la lengua.

—Entonces, no queda nada más por decir —el juez se levantó. Se posicionó en el centro de estrado y se dirigió al pueblo—. El gitano Bela será quemado en la hoguera para que su alma sea purificada y enviada al cielo. Hegel no perderá la vida si lo quemamos por su naturaleza de lobo. A él vamos a encadenarlo en un ataúd y a encerrar su existencia por la eternidad.

Bela gritó contra nosotros mientras le brotaba saliva de la boca. Fue alejado de su amigo y puesto en la hoguera. Continuó pidiendo por la vida de Hegel cuando las llamas lo alcanzaron. Su cuerpo se volvió cenizas, mientras el juez Talbot cerraba la biblia, en señal de despedida.

—¡Juez Talbot! El gitano Bela se está transformando en lobo —advirtió uno de los guardias cercanos a la hoguera.

—Saquen las armas y aseguren al Hegel Volkov. No permitiremos que esos lobos escapen con vida.

Los guardias trajeron unas cajas que, hasta entonces, habían estado escondidas bajo el estrado. Al abrirlas, encontramos cuchillos y navajas hechos de plata y estacas de madera.

—Señor, ¿por qué estacas? —pregunté con curiosidad

—Una vez que los matemos con la plata bañada en agua bendita, debemos perforarles el corazón o podrían renacer. Ahora, toma esta ballesta y apunta al corazón de la bestia.

No estaba preparado para la tarea de matar, incluso si fuera a una bestia. Aunque, pensándolo mejor, ya había ayudado a matar a muchos seres inocentes entonces.

—Apunten las armas hacia el fuego, no tarda el surgir el lobo —gritó el juez.

Uno de los guardias rompió la formación y salió corriendo despavorido. En ese preciso instante, el lobo surgió de las llamas y escapó por la brecha dejada por el cobarde. Ya para ese momento, los aldeanos habían huidos a la seguridad de sus hogares, así que solo quedábamos nosotros, los servidores de Dios y los dos lobos.

—¡Maten a Volkov! —ordenó el juez.

El guardia más cercano corrió hacia la jaula de Volkov. Abrió los cerrojos de la jaula y clavó su cuchillo de plata en el corazón del eslavo. Su persona emitió unos alaridos dolosos que me hicieron sangrar los oídos, como si hubiésemos matado algo fuera nuestra comprensión.

—¡Apunten todos a la jaula! El lobo está a punto de volver por el cadáver de su amigo.

El guardia encargado de asesinar al eslavo intentó volver sobre sus pasos, pero fue frenado por un hocico canino que lo tomo de un costado. El juez extendió la orden de ataque contra el lobo, sin importarle la vida del guardia. El lobo usó el cuerpo del guardia para cubrirse de los proyectiles. Al llegar a la jaula, abandonó el cuerpo del guardia y tomó el de su amigo.

—¡De nuevo! Es la oportunidad.

Esta vez los proyectiles dieron en el blanco, aunque el lobo logró huir a los bosques con su premio. Fui forzado a ayudar en la búsqueda del lobo, puesto que las heridas infringidas lo harían detenerse tarde o temprano. El juez Talbot me pidió que yo lo acompañara y el resto de los guardias se separaron en grupos de dos.

Anduvimos en el bosque por alrededor de una hora, cuando de repente escuchamos el crujido de una rama frente a nosotros. De unos pomposos arbustos surgió el lobo Bela, tan herido que no podía mantenerse en pie. El juez Talbot levantó su ballesta y amenazó al lobo.

—Tantos años buscando a un denominado sabueso de Dios y resultó una decepción. Tu amigo, Bela, era la persona que me interesaba, no tú. Por años la iglesia ha estado buscando a estos hombres convertidos en lobo por Dios para preguntarles acerca de su cercanía con Él. Es una lástima que tu brujería haya acabado con la vida de tu amigo, al menos conmigo él habría durado unas semanas más antes de que lo acabáramos. ¡Yuri! ¡Apuntad al corazón del lobo! No quiero que vuelva como un no muerto.

Las ballestas se dispararon y dieron contra el corazón del herido monstruo, pero este no cayó. Desesperado, me escondí tras unos árboles, mientras el juez Talbot me acusaba de cobarde.

—Yo mismo lo enfrentaré. Solo necesito recargar esto una vez más…

Un grito ahogado fue emitido, el cual se desvaneció en segundos. Eché una mirada y vi a Bela mordiendo el cuello del juez. El miedo me volvió incapaz de salir corriendo. Bela soltó al juez cuando el desangramiento era fatal y se dirigió a mí con una voz abismal.

—No voy a matarte, Yuri. No mato |a los que son como mi Volkov.

—¿Qué me vas a hacer?

—Solo vete y déjame. Despista a los guardias y que no me molesten.

—¡Espera! Necesito saber algo —el hombro lobo volteó a verme—. ¿Por qué no moriste ni con la hoguera ni con las ballestas en el corazón? ¿Qué eres?

El lobo miró al cielo y dejó que el viento le desprendiera el manto que traía encima. Una piel de lobo cayó a sus pies y la forma humana de Bela volvió mi vista.

—Soy un brujo. Todo lo que dije en el juicio es verdad, a excepción de lo que pasó con la lengua de mi amigo. Hegel y yo fuimos enemigos jurados, pero pronto hallamos un reflejo similar entre nosotros. Nuestra única diferencia era a quien servíamos. Escapé de las garras de la iglesia porque Hegel, ya muy débil para luchar, cortó su lengua para que yo pudiese usar las cerdas bajo la misma y así crear un manto de piel de lobo temporal. Mañana no quedará evidencia de este manto, así como él y yo. Ahora vete. Debo ir a darle el último adiós a mi amigo.

Vi a Bela desaparecer entre los arbustos. Su silueta me pareció deprimente y desconsoladora, como si el tiempo no hubiera sido suficiente para la relación que llevaba con su amigo. Días después entendí el aura de tristeza que lo rodeaba. La diferencia de amos que existía entre ambos les impediría encontrarse en la eternidad. A partir de ese momento, comencé a cuestionar más las ideas que la iglesia profesaba, así como los siervos que decían haber sido bendecidos por Dios. Muchas de las personas destruidas por esa cacería de brujas terminan siendo olvidadas, pero me parece que esta es una que no debe ser condenada a tal castigo. Quien lea esto, protege este pergamino, pues es prueba de que incluso en los monstruos hay algo de humanidad y, quizás, quienes se vuelven monstruos solo escogieron un bando para sobrevivir en esta vida cruel.

Vino pánico

Autor: Miguel Ángel Almanza Hernández


Lo voy a contar así, aunque nadie me escuche. De todos modos nada más puedo hacer. No fue sencillo, la verdad es que me he equivocado muchas veces, pero esta vez he tocado fondo.

Todo comenzó cuando recibí un paquete. Un amigo que vive en Montreal me mandó un vino, sólo tres botellas, las etiquetas estaban escritas en griego o algo así. Eran tan caras que con una botella se podía pagar un mes de renta.

En ese entonces ya salía con Liz, teníamos sexo casual desde hacía un tiempo y nos veíamos cada quincena o fin de mes. Fue ella a quién se le ocurrió celebrar tardíamente mi cumpleaños con una de las botellas y el mejor acostón del año. No pude resistirme a su ruego. Abrí la botella y comenzamos la juerga.

La primera copa no me supo la gran cosa, francamente tenía un sabor aceitoso, a madera antigua, como de bosque lejano. Cuando me sorprendí pensando en este paisaje comprendí porqué era bueno. Se lo comenté a Liz, pero ella ya había terminado su copa casi en tres tragos. Me preocupé:

—Oye, ten cuidado, eso es vino y del caro. Tómatelo más despacio.

—Es que está bien rico, no manches. Delicioso, sírveme otra.

—Está bien, pero espérame. No te la tomes tan rápido.

Ella me hizo caso a medias, la tomó más despacio pero esta vez fueron seis tragos. Para cuando me di cuenta ella estaba tallando todo su cuerpo en mí, bailaba al son de More than a feeling, mientras el aroma a vino y el perfume de ella saturaban mis sentidos. Me comenzó a desvestir. Cuando terminó conmigo simplemente tomó la mini falda de su vestido desde abajo y se la sacó entera por arriba, quedando en ropa interior, moviéndose como gata en celo. No pude contenerme y comencé a lamerle el cuello, le besé el oído, le introduje mi lengua en su boca para beber de los afluentes eternos del Estigia.

De un momento a otro, el rostro de Liz se transfiguraba. No sé si fuera la embriaguez pero sentí que no estaba con ella, sino con otra persona, otra mujer, también bellísima. Emanaba por sus ojos una furia de deseo y acecho, como bestia hermosa que está presta. Era tan bella que estaba listo para ser devorado.

—Mi señor. Tú serás mi señor, ¿verdad?

Le dije que sí, me besaba apasionada, lamía mi abdomen bajo a intervalos, hasta llegar a los testículos y poner su lengua debajo de ellos. La sensación me estremeció, ella soltó una risa traviesa, se enjugó los labios y siguió con mi pene. Cuando por fin la erección estaba a pleno rigor, ella paseó su labios vaginales por toda la superficie, ida y vuelta, hasta quedar bien húmeda. Al primer contacto del coito creí terminar, pero ella se detuvo, me miró con sus ojos de hechizo y me dijo:

—Es una ofensa a nuestro señor terminar antes que las ninfas. Acuérdate, nosotras vamos primero. No te preocupes, yo te sabré montar.

Y así fue. Cogimos como locos por unas siete horas, hasta que amaneció. La verdad nunca había durado tanto. Al siguiente día cuando le pregunte a qué señor se refería se ofendió.

—No mames. Ahora sí te pasaste de culero, estábamos en copas y no me acuerdo de lo que dices. ¿Dónde está mi ropa? Oye, respóndeme, ¿porqué estoy desnuda?

—Pues ya te dije, ¿que no te acuerdas? Estuvimos bailando allá en la sala, después de la segunda copa de vino nos venimos para acá, y tuvimos el sexo más fantástico.

—No me acuerdo de ni madres, ¿me violaste güey? ¿Sí o no?

—No, claro que no, estabas plenamente consciente. Bailabas más coordinada que yo, incluso me ayudaste a quitarme la ropa, ¿de verdad no te acuerdas?

Liz se me quedó viendo muy seria, pero igual se acordaba de algo, porque ya no me reprochó nada.

—Bueno, nada más te digo si me ves muy peda y te digo que cojamos, te niegas. Ya si yo insisto, pues muy mi pedo.

—No, también sería el mío. Mejor nada, si te vas a poner así.

—¡Cómo así! ¡Estás pendejo! Imagínate despertar encuerado y sin memoria de lo que pasó la noche anterior.

—Está bien, discúlpame. Fue mi error, supongo que ese vino estaba muy fuerte.

Ella se acercó y me abrazó. Así estuvimos un rato, mientras vi la botella de vino vacía sobre la cómoda, pero fuera de las primeras dos copas, yo tampoco recordaba haber bebido tanto.

Cuando ella se fue medité sobre lo que había pasado. Era cierto que durante el sexo ella había cambiado su forma de hablar, pensé que era parte del juego, a lo mejor fue la borrachera y la belleza natural de su cuerpo. Lo que más me intrigó fue no recordar cómo se había acabado el vino, no había manchas, ni derrames en el suelo, sólo las copas con restos del aroma a bosque antiguo.

Esa noche tuve un sueño raro: soñé con un sátiro.

Me encontraba en un bosque, olía a polvo de ruinas y humedad. Había una enorme piedra plana montada sobre otra. Parecía casi una formación natural, aunque si fuera artificial entonces estaba destruida por miles de siglos de lluvia y viento.

Sobre ella había dos seres, esforcé mi mente tratando de entender la escena. El sátiro me miró de reojo, habló en una lengua extraña, me acerqué porque entendí que me llamaba. Observé sus pezuñas negras, eran tan grandes y pesadas como las de un percherón, su pelaje gris se extendía por encima de ellas creciendo en caireles y creando borlas sobre sus ancas y muslos. Su torso estaba desnudo, sus brazos se torneaban musculosos, una línea de vello salía desde el ombligo hasta formar un follaje en el pecho. Sus ojos eran verdes o grises, su cabeza poderosa. Los cabellos abundantes y crespos, sus cuernos enhiestos hacia atrás.

Hizo una mueca de desprecio y volvió a hablar en aquella lengua que no recuerdo. Luego el animal, o mejor dicho, la hembra que parecía una vaca o cerdo enorme que estaba frente a él, se postró para ser penetrada. El sátiro se esculcó la entrepierna y dejó caer un rabo largo que casi tocaba el piso. Me sorprendió por cómo cayó de golpe, tardé un momento en entender qué estaba viendo. Luego Pan, echando a reír, me dijo que aprendiera bien, porque ya era raro que él enseñara a nuestra gente.

Desde ese día no sé lo que me pasó, amanecía con una erección tan rígida que se hacía dolorosa. Comencé a darme alivio diario. Fui al médico, el urólogo me hizo algunos exámenes, me dio medicamentos contra el priapismo y dijo que esperaríamos una semana los resultados. La verdad es que no tenía tanto tiempo, así que antes del fin de semana le rogué a Liz por teléfono volvernos a ver, aunque fuera un poco antes. Se portó un poco suspicaz, pero aceptó, aún así decía que me sentía raro. A la noche en mi departamento, ella me preguntó quién me había regalado el vino.

—Un amigo que vive en Montreal, fue de viaje a Europa y me mandó ese regalo del Viejo Mundo. Decía que lo compró en una subasta.

—Pues tiene una nota, ¿ya la habías leído?

—No, ¿qué dice?

Extendió su brazo y me dio el pedazo de papel doblado, lo leí:

“Con cariño, un regalo del Nuevo Mundo, para el Gran Sátiro”.

—¿Qué es un sátiro?

—Es un ser mitológico, los griegos les llamaban faunos. Es un chiste de cuando éramos jóvenes, porque parecíamos sátiros persiguiendo a las ninfas.

—Y te iba bien, ¿verdad, gran sátiro?

Su sonrisa de oreja a oreja me tenía atrapado. No me creería si lo negaba, pero intenté explicarle:

—Sátiro también se usa para la comedia, se refiere a mi buen humor. De ahí el chiste del fauno y las ninfas.

—Pues no te creo, ándale, ya dame un beso y destapa otra de esas botellas de tu vino mágico. Pero nada más una copa, porque lo que tiene de bueno, lo tiene de fuerte.

—¡Vaya! De menos ahora le tienes respeto.

Me burlé un rato mientras destapaba la botella, sentí el aroma en el corcho.

—Ya apúrate. Sírveme, deja de darte tus toques.

Nos servimos y brindamos por la amistad y el buen sexo.

Al día siguiente, desperté desnudo en la cama, no sabía cómo chingados pasamos de la sala al cuarto. Además Liz se había ido sin despertarme, dejándome una nota:

“No me busques, necesito tiempo a solas”.

Me espanté, por un momento creí que había pasado algo terrible, mi cabeza me dolía como si hubiera tomado demasiado. No salí de la cama ese día, la cruda me la curé en ayunas y con electrolitos. En la noche encontré la botella, vacía otra vez, sin recordar cómo había pasado. Le estuve marcando a Liz, tampoco contestaba mis mensajes, a lo mejor se había enojado conmigo por algo, pero la verdad es que no me acordaba.

Así estuve toda una semana, cachondo y angustiado. La noche del sábado estuvo lloviendo y tocaron a mi puerta. Me asomé por la mirilla y vi a Liz empapada de pies a cabeza. Abrí y antes de poder preguntar, ella se lanzó contra mí. Pensé que me estaba atacando pero metió su lengua en mi boca y me besó tan fuerte que parecía querer arrancármela. Apenas y pude cerrar la puerta.

—Espera, cálmate, ¿qué tienes? No estás normal.

—Sí, estoy mal, y es por tu culpa. Me dejaste así, ahora me cumples o me dejas como estaba.

—Pero no te entiendo, ¿a qué te refieres? ¿Porqué no contestabas mis llamabas? ¿Qué pasó la semana pasada? No lo recuerdo.

—De verdad, ¿no te acuerdas?

—No, ¿qué fue lo que pasó? Me acuerdo que brindamos con el vino, estábamos en la sala, después en la cama. Me pasó como a ti, tengo una laguna. No sé qué pasó.

—Te acuerdas lo que me habías dicho aquella vez, que habíamos tenido el sexo más fantástico de tu vida. Pues esta vez me pasó lo mismo. Después de que te tomaste la primera copa, algo cambio, no estoy segura si fue en ti o fue el vino, pero tus ojos eran todavía más atractivos de lo que son ahora. Te me acercaste tan seductoramente que para cuando rozaste mi cuello con la punta de tus dedos ya estaba toda mojada, no mames, ¿de verdad no te acuerdas?

—No, no me acuerdo, ojalá hubiera estado.

—Pero sí eras tú. Hicimos cosas tan locas, no me hubiera atrevido si no fuera porque estabas tan nítido en la cama, sabías qué hacer y cómo. La verdad es que me espanté porque hice cosas que nunca había hecho, pero pensé que estaba bien porque era contigo, al fin y al cabo había confianza. Pero al otro día traté de pensar bien las cosas, ¿por qué estabas tan cambiado? Cuando pienso más en eso sólo me pongo más y más cachonda, ¿a poco no me crees?

—No, sí te creo, porque creo que ya sé lo que pasó.

—Ah, sí, ¿qué pasó?

—El vino está hechizado. Creo que algo nos poseyó y está en el vino.

—No mames, ya se te cruzaron los cables. El vino está bueno pero no es para tanto, a propósito, ¿todavía te queda?

—Sí, está ahí, la última botella.

—Sí ya la vi. Pues deja me quito la ropa mojada y tú destápate el vino. Te voy a dar una refrescada de memoria que no te la vas a acabar.

Y se metió sonriendo al baño mientras tarareaba una canción infantil, arrojando a su paso prendas mojadas al suelo. Abrí la botella; solo el aroma me embriagaba, era delicioso, el sabor del bosque en mis sentidos, sentía la vid, la tierra mojada, las frutas de los bosques, las maderas viejas y sabias. Escuchaba un canto de ninfa, allá junto a un río, ella se enjuagaba los cabellos mientras su cuerpo desnudo y su piel tersa resplandecían a la luz del sol. Liz abrió la puerta del baño completamente desnuda, yo estaba parado frente a ella sosteniendo una copa de vino.

—Veo que mi señor está por llegar.

Comprendí que ya no era Liz con quién estaba hablando:

—¿Quién es tu señor?

—¿Por qué preguntas, hermoso? Si ya lo conociste, nos viste en la profundidad de los bosques. Nos invitaste a tu mundo cuando bebiste de nuestro vino y entregaste una ofrenda ritual. La aceptamos, date en gracia, mi señor está encarnando en ti. Mírate:

Con la mirada señaló mi erección, estaba a todo lo que daba. Ella se acercó antes de poder reaccionar, tomó la copa de vino de mi mano, al tiempo que con la izquierda me agarró los genitales. Dio un largo trago que se le escurrió por la comisura de los labios como si fuera sangre. Después me besó con el placer del vino en su boca. Con las últimas fuerzas que me quedaban para controlar mi ansia, le pregunté:

—No me has respondido, ¿quién eres tú? ¿Quién es tu señor?

—Hace un tiempo me llamaron Lamia. Aunque a mí no me gustaba ese nombre. Pero ya no importa, hermoso, en unos momentos dejarás tu carne y quedarás atrapado en el limbo. La posesión de mi señor te arrojará de ti para siempre. Agradecemos tu regalo, por eso te vamos a dejar disfrutar un poco más de mí.

Y al decir esto me quitó el cinturón y los pantalones; lo demás, ya sólo lo recuerdo de lejos.

Como ahora, sólo un espíritu mirando un sueño, algo que no le pasó a él, la vida maravillosa de un tipo que se acuesta con todas las mujeres que quiere, y su ninfa, que devora hombres con su sexo en más de un sentido. A él lo siento, no sé cómo explicarlo, en mí y en todos lados, pero a la que veo es a ella.

De vez en cuando me dejan ver y oír. Lamia dice que si me portó bien y no reniego, a lo mejor me dejan salir a jugar con ellos. El día que me dejaron hablar le rogué para que me matara.

—No te podemos matar, los debemos mantener aquí con nosotros, porque si no, tu cuerpo no nos resiste y se enferma. No te preocupes, con el tiempo te la pasarás dormido. Liz te manda saludos, yo le digo que cuando decidas mostrarte más receptivo a tu nueva situación, a lo mejor y jugamos los cuatro más seguido. Porque ella, por cierto, ya aceptó de buen agrado a mi señor. Ahora te falta a ti que termines por entender.

Cuando me di cuenta que todo era una burla, no pude dejar de sentir pánico. ¡Le rogué, lloré, maldije para que me devolvieran mi cuerpo, que nos liberarán tan siquiera con la muerte! Pero no lo hicieron, ni lo harán. Me he equivocado, creí que yo era el Gran Sátiro, pero no entendía la broma. Ahora sus risas resuenan en la prisión de mi vacío.