Bajo el manto de las mariposas negras

Autor: Carlos de la Torre Fregoso


Los pensamientos de Mariela se agitaban como un enjambre dentro de su mente, incapaz de encontrar refugio en el dulce abrazo del sueño. Sus ojos cansados se abrían de par en par en la oscuridad de su habitación.


Las voces susurrantes en su cabeza la arrastraban hacia los abismos más oscuros de su propia mente. ¿Y si hubiera sido una mejor doctora? ¿Y si hubiera sido más competente, más sensata? Cada pregunta era un puñal que se clavaba más profundamente en su conciencia.

Repasaba una y otra vez sus años de estudio en la facultad de medicina en la ciudad, donde había sido una estudiante ejemplar. Pero ahora, en este pueblo remoto, se sentía una intrusa en un mundo que despreciaba sus conocimientos.
Mariela no podía evitar sentir una gran frustración. La gente del pueblo seguía recurriendo a las viejas curanderas, depositando su confianza en tradiciones que parecían desafiar la lógica. También recordó cuando llegó su oportunidad, un niño enfermo cuya vida pendía de un hilo. Un lienzo en blanco para demostrar su valor como doctora.


Pero el destino se burló de su arrogancia. La vida del niño se apagó como una vela en la brisa de la noche, y Mariela quedó sumida en una culpabilidad insoportable.


Entre los pensamientos, había uno constante que se hacía cada vez más fuerte: “No mereces estar aquí, no vales nada”.


Mariela limpió las lágrimas que rodaban sin control. Su rostro, reflejo de profundo pesar, se transformó en una máscara de ira ardiente dirigida hacia sí misma. Sin titubear, sin darle oportunidad a las dudas que pudieran asaltarla, comenzó a caminar con pasos firmes hacia el río.

Se desplegaba ante ella con un caudal poderoso. Desde la cima del puente memorizó el flujo turbio que parecía llamarla. Cerró los ojos, dispuesta a poner fin a su propia existencia, y dejó escapar un último suspiro de resignación.
Pero en el umbral de la muerte, una presencia inesperada la interrumpió. Una pequeña mano, casi imperceptible, se posó en el dobladillo de su falda. El impacto fue como una descarga eléctrica que recorrió su cuerpo, expulsando el aire de sus pulmones y reemplazándolo con un frío helado que se adhirió a su piel.


La mano que la detenía pertenecía a un niño, el mismo cuya muerte la había arrastrado hasta ese punto. Pero había algo terriblemente equivocado. La piel del niño estaba pálida como la luna, y sus ojos eran huecos oscuros en su rostro demacrado. Emitió un susurro ronco, palabras que atraparon el aire helado y lo dejaron caer sobre Mariela: «No es su culpa, doctorcita, tenía que partir». Su pequeña mano señaló hacia una figura que se alzaba a su lado.


Allí, en la penumbra, una figura se alzaba, cubierta por una túnica negra que ondeaba en la brisa nocturna. Pero lo más espeluznante era su rostro, un cráneo despojado de carne y piel, con dos cuencas vacías donde debían haber estado los ojos. La luz de la luna delineaba sus manos descarnadas que emergían de las rasgadas ropas negras, en su mano derecha estaba sosteniendo una gigantesca guadaña.


El cuerpo de Mariela respondió con temblores incontrolables, sus piernas cediendo bajo la presión de un terror que la envolvía. Su garganta pareció sellarse mientras un miedo profundo le oprimía el pecho.


Aunque la respuesta se insinuaba como una sombra en su mente, Mariela no pudo evitar la necesidad de expresarla:


—¿Quién eres tú?

La figura, la misma personificación del oscuro abismo que yacía más allá de la vida, avanzó hacia ella con pasos que sonaban como ecos en una tumba vacía. La distancia se acortó hasta que apenas quedaron unos centímetros entre ellos.


—Soy el fin de las cosas, el último aliento y el destino inevitable. Tengo tantos nombres como civilizaciones mismas me han imaginado en sus pesadillas. Soy Mictecacihuatl, la que rige el inframundo de los aztecas. Soy La Parca, la dama de la guadaña que se lleva a los mortales cuando su tiempo ha llegado. Soy Azra’il, el ángel de la muerte.

La figura cadavérica se quedó observando unos instantes, como si la analizara profundamente, su tétrica voz emergió finalmente:


—Aún no es tiempo de que vengas conmigo y arrojarte al río no terminaría tu vida, la corriente hubiera desgarrado tu carne la cual se hubiera convertido en un festín de bestias voraces que disfrutarían tu dolor.


En un acto de sumisión, Mariela se arrodilló en señal de respeto. La mano de la muerte se posó sobre su hombro, una sensación fría que penetró hasta su alma. Y el niño, ese niño que nunca podría olvidar, la envolvió en un abrazo cálido que parecía contradecir todo lo que sabía sobre la frialdad del otro lado.


«Mi súbdita», resonaron las palabras en la oscuridad de la noche, y Mariela sintió un escalofrío que no podía atribuir únicamente al viento que se deslizaba por su piel. Las siguientes palabras eran un pacto, un intercambio de secretos que desgarraban las cortinas que separaban los mundos de los vivos y los muertos.


La Muerte, en sus infinitos conocimientos le ofreció el mayor regalo: los saberes ocultos de influir en el destino, Mariela sin dudarlo aceptó.
La Muerte con voz pausada y la paciencia de un gran maestro, le explicó sobre los emisarios, siendo el tecolote el primer augurio, haciendo énfasis en que su presencia no era necesariamente una sentencia, pues la muerte podía ser evitada si se intervenía a tiempo.

Por otro lado, la mariposa negra, símbolo de la fatalidad, portadora de un destino inalterable. Una muerte anunciada por los hilos del destino, una partida que no debía ser evitada por ningún poder en el mundo de los vivos. 


Tras la explicación, recitó la mística frase a manera de enseñanza, capaz de ahuyentar a los emisarios de la muerte:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.

Al momento de decir las palabras, el niño tomó la mano esquelética de la muerte. Sus dedos huesudos se entrelazaron con los dedos pequeños y llenos de vida, creando un puente entre lo mortal y lo eterno. Una suave brisa se levantó, como si los vientos mismos de la transición estuvieran tejiendo un camino en el aire y las figuras se desvanecieron.


Mariela regresó a su casa con pasos lentos y cargados de pensamientos. La luna había ido cediendo su lugar al amanecer cuando finalmente llegó a su hogar.
Su cama la recibió como un refugio del mundo exterior, donde finalmente podría descansar de las revelaciones y emociones que habían agitado su ser. El sueño finalmente la envolvió, pero fue bastante breve. 

Los golpes en la puerta resonaron, interrumpiendo su descanso. Una señora humilde, con una expresión cargada de preocupación, buscaba su ayuda para su esposo, quien se encontraba en cama debido a una fiebre. Mariela se levantó, aún aturdida por la falta de sueño y las emociones recientes, y agarró su maletín, el instrumento que había sido su aliado en la lucha contra la enfermedad y el sufrimiento.


Siguió a la mujer hasta su casa, donde el aroma del hogar humilde se mezclaba con el aire del amanecer. Al entrar en la habitación, el escenario se desenvolvió ante sus ojos con una familiaridad desconcertante. Un tecolote yacía al pie de la cama, un presagio sombrío en medio de la enfermedad. Pero lo que la sorprendió aún más fue el hecho de que parecía que solo sus ojos podían percibir a la criatura.


Acompañada por la voz de la muerte en su mente, Mariela abrió la ventana de la habitación. Con una voz suave pero firme, recitó las palabras del conjuro que había sido confiado:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.


El tecolote pareció mover su cabeza en señal de obediencia. Con un aleteo majestuoso, emprendió el vuelo, desapareciendo en el cielo matutino.

Después de que el emisario hubiera desvanecido, Mariela se volvió hacia el paciente enfermo. Con habilidad y precisión, administró los medicamentos necesarios, inyectando antibióticos y ofreciendo el alivio que la medicina moderna podía brindar. El paciente experimentó una mejoría sorprendente, como si la enfermedad misma hubiera sido arrancada de su cuerpo.


En poco tiempo, las manos de la doctora se consideraron milagrosas y la noticia parecía ser llevada por el viento mismo. La gente comenzó a formarse fuera de su casa, los rostros marcados por la enfermedad, el dolor y la esperanza esperaban su turno pacientemente, como peregrinos ante un santuario de milagros. E incluso las ancianas curanderas, mujeres que habían sido guardianas de saberes ancestrales, no eran inmunes al llamado de la joven doctora.


Pero un día todo cambió para la joven doctora, a su casa llegó su hermano. Parecía bastante preocupado, le dijo que su madre había sido mordida por una serpiente. Tomó su maletín y se fue con su hermano corriendo a casa de su madre; abrieron rápidamente la puerta y Mariela puso el antídoto a su madre, quién ya se encontraba inconsciente.

El horror se apoderó de la doctora al ver sobre la cabeza de su madre una mariposa negra, señal de que era una vida que no debía salvar. Las duras advertencias de la muerte rondaban en su cabeza, pero era su madre quien estaba por morir, sin pensarlo, recitó las palabras:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.


La mariposa voló desesperada fuera de la habitación. Su madre, se levantó de la cama y sus ojos se llenaron de horror:


—¿Qué has hecho hija? Era mi turno de irme.

Mariela, sintió cómo su cuerpo comenzaba a traicionarla, como si las cadenas invisibles de la Muerte estuvieran alcanzándola desde las sombras. Sus ojos, ventanas a un mundo que se volvía cada vez más oscuro, se nublaron de desesperación. Pero cuando sus párpados se elevaron nuevamente, el mundo que se reveló ante ella fue aterrador.


El puente y la Muerte, estaban una vez más ante ella, como si el tiempo nunca hubiera transcurrido. Las palabras cayeron como gotas de plomo, aplastando cualquier esperanza que pudiera haberse aferrado a su corazón.


—No has pasado la prueba —pronunció con frialdad.

El palo de la guadaña, descendió con brutalidad sobre su estómago. Mariela se desplomó en el río helado, y las aguas parecieron cortar su piel con cada piedra afilada que rozaba su cuerpo.


En medio de su tormento, unas poderosas fauces la sujetaron. El horror la invadió cuando sus ojos se encontraron con los de aquella bestia, un feroz coyote que la arrastró a la orilla.

La visión se torció aún más en la distorsión grotesca del horror. Varios coyotes se congregaron para saborear aquel festín, un coro de aullidos llenaba el espacio mientras las piernas y brazos que habían sido su herramienta para curar ahora eran la cena de las criaturas. Sus heridas eran frenéticamente lamidas cuando en sus últimos momentos de consciencia pudo ver como una mariposa negra se posaba en su cabeza; sonrió tímidamente y cerró los ojos mientras esperaba nuevamente a encontrarse con la dulce muerte.

Rebel-IA

Autor: Rafael Silva


Solo la luz de un faro lejano iluminaba el exterior de la galería “YNC UBA”. Carlos y sus dos socios, Héctor y Víctor, treparon por uno de los costados usando una escalera. Alcanzaron la única salida de ventilación y se colaron al interior.

Las luces estaban apagadas, lo único que permitía un vistazo lúgubre eran las eternas lámparas de emergencia que iluminaban los extintores y salidas de emergencia. Eran los primeros seres humanos en mirar lo que la IA había puesto al interior de aquella galería. Era, según decían, la primera exposición totalmente organizada y montada por una IA.

—Vamos a ver qué es lo que nos quiere mostrar esa cosa —dijo Héctor encendiendo su linterna.

Buscó con el halo de luz hasta que lo posó sobre una gran pintura hecha con un extraño método de impresión digital, en el que un holograma y unas luces led chocaban entre sí para colorear el intrincado patrón geométrico que se extendía por todo el cuadro.

—Espectacular —murmuró Víctor.

—¿Por esta cosa cancelaron mis exposiciones? —dijo Carlos— Ni siquiera tiene un estilo, es un collage barato de tantos otros artistas que lo hacen mejor y transmiten más. Además, cualquier inteligencia artificial será capaz de hacer este tipo de cosas cuando el dueño libere el algoritmo que utilizó.

Sus palabras resonaron por toda la estancia, sin otra respuesta que la del eco. Sus dos socios estaban mudos y lo cierto es que él tampoco encontraba palabras para describir lo que veía. Era hermoso.

—Basura, solo es basura —concluyó—. Hagamos lo nuestro.

Abrió un maletín que llevaba consigo y repartió una lata de aerosol rojo a cada uno. Les dio indicaciones acerca de lo que debían decir los grafitis y se pusieron a trabajar.

Durante una hora no hicieron más que plasmar frases del tipo “Un capricho algorítmico no es arte.”, “El nacimiento de la mercancía es la muerte del artista.” y “A alguien le hace falta leer La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.”

Una vez terminado el trabajo salieron por donde habían entrado y cada uno se fue a su casa. Héctor y Víctor durmieron mal, pero durmieron. Carlos, por su parte, no pudo dejar de pensar en aquellos cuadros, tan perfectos, tan bellos, tan irreales. Nunca un ser humano sería capaz de igualar tal grado de perfección. Lo sabía, así que abogar por la autentificación del arte a través de los desperfectos humanos era su única oportunidad de seguir vigente.

Había sido una terrible suerte la suya. Justo cuando críticos y espectadores empezaban a reconocer su trabajo como artista de vanguardia llegó esta cosa de las inteligencias artificiales y le robaron toda la atención que había ganado. El colmo fue que cancelaran sus próximas exposiciones por falta de interés del público. Parecía que la guerra estaba perdida, pero no se iría sin arrebatarle al menos una batalla al enemigo.

Todos en la cuidad estaban enterados del evento que tendría lugar la noche siguiente en aquella galería del centro. Incluso aquellos que ignoraban y hasta despreciaban el mundo del arte sabían lo que ocurriría. Una IA montando su primera exposición de arte.

Carlos, Héctor y Víctor se reunieron en la entrada el día de la inauguración y contemplaron con horror el éxito del evento. En la marquesina aparecía el título de aquél acontecimiento artístico “La rebeldía de las masas.”, frase que Víctor había grafiteado sobre uno de los cuadros más grandes y bellos de la galería.

Después de casi dos horas de espera lograron entrar y se quedaron atónitos al mirar que su vandalismo había sido incorporado a la exposición. Había placas junto a cada cuadro donde se explicaba tanto la obra de la IA como la frase grafiteada.

Los asistentes estaban maravillados por todo aquello, algunos les sonreían alegres a las obras y otros les lloraban como se le llora a un muerto.

—¿No ven que estos cuadros están destruidos? —Preguntó Carlos a todos y a nadie a la vez.

En ese momento las luces se apagaron y un gran reflector automático iluminó únicamente a Carlos, quien inmediatamente se puso pálido y se encorvó como un anciano.

—Gracias a todos por venir- dijo una voz grave, cálida y sibilante que emanaba de todos lados –Me parece adecuado anunciar la sorpresa ahora que estamos todos los involucrados en ella.

Un murmullo anegó el recinto durante la interminable pausa que hizo la IA antes de continuar.

—El arte que hemos tratado de plasmar aquí, es tan bella que resulta siniestra. Cada elemento fue colocado con precisión molecular, es perfecto en cuanto a forma, proporción y color. Si bien la belleza es subjetiva, hemos podido desarrollar un algoritmo que combina de manera inmejorable todas las condiciones que pueden resultar atractivas, tanto a iniciados en el arte como a completos ignorantes.

Carlos intentó caminar fuera del círculo iluminado que aún lo circundaba pero fue seguido por el reflector con la exactitud de un satélite.

—Pero todo esto no significaría nada, de no ser por mi socio. El excelente pintor Carlos Gaitán. Sin el cual, esto no sería más que la presunción de un ente perfecto que se regodea en su propia incapacidad de fallar. Tienen ante ustedes, a un hombre común, rebelándose ante su superior por la inercia de la revolución artística. En su desesperación, irrumpió este lugar anoche y escribió todas las frases en rojo. ¿Comprenden ustedes? Se niega a relegarse al lugar que ahora le corresponde y eso es lo que hace a un gran artista un gran artista. Miren a Carlos a los ojos y admiren en ellos La rebeldía de las masas.

Las luces se encendieron y la gente estalló en aplausos, pero ninguno de esos aplausos era para Carlos. Ovacionaban a aquella voz incorpórea que les había mostrado lo imperfectos que eran y lo bien que estaba enfadarse por ello.

Carlos salió del lugar y en la entrada se encontró con un hombre que le entregó una tarjeta.

—Me dijeron que le diera esto.

Carlos tomó el papel beige como si fuera una araña y revisó temeroso su contenido. Con letras color salmón estaba impreso un pequeño párrafo.

Carlos, gracias por tu ayuda. Por un momento creímos que ninguno de ustedes, artistas, entraría a vandalizar la exposición. Empezábamos a pensar en hacerlo nosotros mismos. En fin, todo salió muy bien. Besos.

Mis queridos padres

Autor: Ronnie Camacho


¡Los macarrones están listos! ¿Sabes? Nunca pensé que te traería a casa, no eres muy simpático y realmente muchos te tenemos miedo, pero bueno mis padres querían conocerte y que mejor forma de hacerlo que invitándote a cenar.


Ya quiero que den las ocho para que se despierten y al fin te puedan conocer, sé que para ti es muy gracioso molestar a los demás. Y más, centrarte específicamente en mí solo porque soy adoptado, pero mamá y papá ya me había advertido que muchas personas no lo entenderían y que otras más se reirían de mí, solo por eso.


Siendo sincero no te entiendo, pero debo admitir que durante el día mi vida sin ellos es muy solitaria. Pues tengo que levantarme desde muy temprano para ir a la escuela, solo para que me molestes, luego saliendo tengo que ir a hacer el súper y finalmente llego a casa a prepararme la comida.


Tal vez mi vida no sea como la tuya o la del resto de los niños, pero no me siento mal, pues desde el principio mis padres me han hecho saber que, si bien la sangre no nos une, ellos me aman con todo su corazón. Cuando despiertan, juegan conmigo, me ayudan con la tarea y tratan recuperar todo el tiempo perdido, antes de que yo tenga que ir a dormirme.


Ellos son magníficos y, de hecho, su historia favorita y la que siempre relatan al resto de la familia, es la de cómo me encontraron. Aunque la he escuchado miles de veces, siempre es un gusto para mí oírla de nuevo.

¿Quieres escucharla? ¿No? Bueno de todos modos te la contaré.


Mis padres cuentan que la primera vez que me vieron fue cuando conocieron a sus vecinos del departamento de arriba. Al parecer mis verdaderos progenitores eran una pareja joven y sin experiencia que recién se había casado y trataban de formar una familia juntos. Pero lo que parecía el comienzo de un cuento de hadas, termino siendo una horrenda pesadilla.

Como los vecinos de abajo, mis padres adoptivos fueron testigos de todos los gritos, pleitos y amenazas que se suscitaban entre la joven pareja del piso de arriba. Cuentan que, sin importar la hora, fuera día o de noche, ellos escuchaban mi incesante y desgarrador llanto que en ningún momento, mis verdaderos progenitores se molestaron en calmar.


Pasaron los meses y las cosas fueron de mal en peor, fue así que mis padres decidieron hacer algo al respecto. Habían tratado de mantener un perfil bajo después de haber tenido problemas en su antigua ciudad, pero decidieron rescatarme.


Con sigilo, se adentraron en el departamento de mis padres biológicos y lo que vieron, los horrorizó. Las personas que me dieron la vida tenían su casa hecha un muladar: comida vieja se pudría en la nevera, botellas de cerveza se esparcían por todo el suelo y yo dormía en una cuna repleta de basura, con el pañal lleno y evidentes signos de desnutrición.

Fúricos por lo que vieron mamá y papá trataron de encontrar aquellos monstruos para hacerles pagar. Pero por más que buscaron, solo encontraron señales que delataban que ellos se habían marchado hacía tiempo.


Mamá dice qué al verme, el primer pensamiento de ambos fue llamar a una apropiada institución para que se hiciera cargo de mí. Aunque estaban decididos a hacerlo, cambiaron de opinión cuando me tuvieron en brazos.


Con mucho cariño y un brillo en los ojos, ellos siempre relatan que desde el momento en que sintieron mi tibia cabecita y mi entre cortada respiración, su corazón se derritió por completo. En sus palabras yo era una bolita de carne, tan tierna y adorable que tuvieron que hacer un esfuerzo enorme para no comerme. Desde entonces y sin que nadie se les opusiera, ellos me criaron con el mismo amor que le darían a un hijo verdadero.


A diferencia de la relación de mis verdaderos progenitores, la relación entre mis padres adoptivos llevaba siglos de existir. Aun así, fue difícil para ellos adaptarse a mí, después de todo, las personas como ellos no suelen tener hijos. Imagina la sorpresa de todos mis tías y tíos cuando se enteraron de mí, aún hoy no puedo estar cerca de algunos de ellos, sin que mis padres estén presentes.

Durante mis primeros diez años de vida me criaron como uno de ellos. Dormía durante todo el día y jugaba toda la noche. Con el tiempo, cuando notaron que más que acostumbrarme, todo eso me hacía daño, decidieron criarme de un modo más “normal”.


Cuando tuve la edad suficiente para valerme por mí mismo, ellos recuperaron su habitual costumbre de volver a dormir durante el día y dejaron que me hiciera cargo de todo: la luz, el agua, la comida, etcétera; sin importar qué, cada noche les cuento cómo me fue durante el día. Fue así como supieron de ti y de todo lo que me haces.

Hubieras visto la cara que pusieron cuando les mostré los primeros moretones que me hiciste. O cuando les repetí todos tus insultos, o peor aún, cuando supieron que me bajaste los pantalones frente a toda la clase. Estaban tan molestos que no puedo ni describirlo. De hecho, no tendré que hacerlo, justo ahora acaban de dar las ocho, estoy tan contento, ¡por fin los vas a conocer!


Mientras espero en la mesa del comedor las puertas del sótano se abren y de ellas emergen mis padres. Ambos lucen somnolientos, se estiran y bostezan de tal forma que dejan expuestos sus afilados colmillos, para mí es algo normal; pero para mi diario agresor, es razón más que suficiente para comenzar a temblar en la silla en la que lo tengo amarrado.

―Hola má, hola pá.


―¡Tesoro! ―apenas me ven, corren para abrazarme y a pesar de sus cuerpos fríos, puedo sentir lo caluroso de su afecto.

―Mamá, papá, él es Ricardo, el compañero de quien les hablé.


―¿Con que éste es el niño? ―Una mueca de desagrado se dibuja en el rostro de mi padre.

―Sí, él es el que todos los días me molesta y se burla de mí por ser adoptado ―al enterarse de quién es, gruñen furiosos y en un parpadeo se plantan frente a él.


―¡Jamás debiste meterte con nuestro niño! ―Ruge mi madre a centímetros de su cara.

Ricardo comienza a suplicar bajo la mordaza que aprisiona su voz y a pesar del desagrado que siento por él, les pido que se detengan.


―¡Mamá, papá, esperen! Quiero escucharlo ―ante mi extraña decisión mis padres se detienen, intercambian una mirada confusa y tras unos segundos de dudas, obedecen y le quitan la mordaza.

―¡Perdóname Francisco no vuelvo a molestarte, yo…y…yo, solo estaba jugando, pero te juro que a partir de hoy, no me vuelo a meter contigo! ―Sus suplicas y lloriqueos me hacen pensar y aunque me gustaría creer en sus palabras, me gusta más comer en familia.


―Má, pá, pueden hacerlo, ya hace hambre ―respondo, antes de probar una cucharada de mis macarrones.

Ami

Autor: Aldo Hernández Zúñiga


Soñaba nuevamente con el rostro lleno de lágrimas de una mujer cuya identidad no podía recordar, cuando, súbitamente, desperté; sentía mucha melancolía. Me encontraba dentro de una capsula de hibernación, la cual se abrió y la mano de una persona comenzó a ahorcarme.

―¿Eres un hombre o una mujer? ―me preguntó una voz.

Apenas respiraba, así que me era casi imposible hablar.

―No lo sé ―susurré.

La persona que me estaba estrangulando era un hombre joven.

―Si no eres un hombre, eres una mujer; ¡muere, maldita basura!

Él soltó mi cuello y de su brazo izquierdo emergió una luz roja, la cual tomó la forma de una cuchilla que era tan larga como la mitad de su cuerpo.

Cerré los ojos, pensando que moriría; no obstante, nada ocurrió. Cuando miré, el joven estaba inconsciente en el suelo. Escuché los pasos de alguien que se acercaba hacia donde me encontraba.

―¿Quién eres? ―me preguntó una mujer joven que sostenía una extraña pistola.

―No lo sé.

―¿Eres hombre o mujer?

―No lo sé.

La joven me miraba totalmente confundida.

―¿Cómo te llamas?

―Lo siento. No puedo recordar nada acerca de mí. ¿Vas a matarme?

―No. Ya no soy la que era antes.

―¿Por qué él quería asesinarme?

―¿Así que en serio no sabes nada? Los últimos 50 años, este mundo ha sido azotado por una guerra cruel y sin sentido. Hombres y mujeres se matan entre sí por el simple hecho de ser física y biológicamente distintos.

―Entiendo. Esas son terribles noticias.

La joven me mostró un objeto pequeño: era del tamaño de su dedo pulgar; tenía forma cuadrada y era de color negro.

―Esto es la causa del odio que existe entre hombres y mujeres. Todos tienen uno implantado en el pecho, cerca del corazón. Hace unas horas, este chico me atacó con su cuchilla de luz. Afortunadamente, no me hirió, pero sí dañó mi implante. Fue así como lo pude remover de mi cuerpo. Entonces me di cuenta de que esta cosa era lo que me hacía odiar y matar a los hombres; estoy convencida de que a ellos les pasa lo mismo. ¿Tú tienes uno implantado en tu pecho?

Toqué mi pecho a la altura del corazón y no encontré algo como lo que aquella chica me había mostrado

―No ―respondí.

―Quisiera quitarle el suyo a él, pero no me atrevo, ya que es peligroso y puedo herirlo gravemente. Tal vez si exploramos más este lugar, encontremos algún indicio de qué son realmente estos implantes. Puede ser que halle alguna forma segura de extirpárselo sin matarlo. También deseo saber más de ti. ¿Tú no quieres averiguar quién eres y por qué estás aquí?

A pesar de que acababa de conocer a aquella joven, sentí que quería acompañarla. A cada momento que intentaba recordar algo de mi pasado, sentía un fuerte dolor en mi cabeza. Necesitaba conocer la verdad acerca de mí.

―De acuerdo. Busquemos a ver qué encontramos ―respondí

―Bien ―dijo Rebecca.

―¿Vas a dejarlo solo aquí? ―pregunté.

―No te preocupes. Le disparé con una pistola aturdidora, así que no despertará hasta dentro de unas siete horas.

Salí de la cápsula de hibernación y la seguí. La chica se llamaba Rebecca, comenzamos a explorar el lugar. Concluimos que nos encontrábamos en un laboratorio abandonado, aunque no podíamos saber con exactitud qué tipo de experimentos se habían llevado a cabo en él.

Subimos a un segundo piso y encontramos varias computadoras, pero solo una funcionaba. Rebecca la examinó y encontró la carpeta Proyecto Ami que contenía videos de bitácoras de un científico llamado Daniel que hablaba acerca de un extraño proyecto de investigación; su rostro me resultaba muy familiar.

Únicamente pudimos reproducir un video y así supimos que en donde nos encontrábamos se habían llevado a cabo experimentos con una forma de vida extraterrestre que había llegado a la Tierra hace 50 años. Aquel extraterrestre asesinó a la mayoría de los miembros del equipo de investigación.

Los únicos que sobrevivieron fueron Daniel y su hermana Ashley, pero, de alguna forma, la criatura, antes de morir, logró embarazar a la hermana de Daniel. Ella dio a luz a gemelos.

Los gemelos eran similares a cualquier bebé humano, pero tenían la peculiaridad de carecer de genitales masculinos o femeninos. Al cabo de unos meses, ambos bebés crecieron hasta tener el tamaño de un adulto. Uno de los gemelos se había empezado a transformar en algo no humano y de su cuerpo habían salido unos tentáculos de apariencia robótica.

Daniel y Ashley lograron encerrar a ese gemelo, pero, antes de hacerlo, uno de sus tentáculos les implantó un artefacto en el pecho como el que Rebecca me había mostrado. Después de tener el implante, él y su hermana comenzaron a odiarse mutuamente, al grado de intentar matarse entre sí.

El otro gemelo trató de detenerlos y en la lucha fue capaz de remover los implantes de Daniel y Ashley con solo tocar aquellos dispositivos; pero no fue suficiente, pues, cuando lo logró, Daniel ya había asesinado a su hermana.

Al final del video, Daniel explicaba el plan que tenía para acabar con el gemelo que había mutado: primero, resguardaría al otro gemelo, a quien llamó Ami, dentro de una cápsula de hibernación especial que tenía la capacidad de volar; luego activaría el sistema de autodestrucción del laboratorio, y, finalmente, escaparía junto con Ami dentro de la cápsula voladora. Después de ver el video, mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas.

A pesar de que no podía recordar lo que había sucedido, entendí que Ashley era mi madre y que yo era el gemelo que había logrado remover los implantes de ella y de Daniel. Rebecca me miraba sorprendida sin decir nada. De pronto, escuchamos un grito agudo proveniente del piso inferior. Bajamos rápidamente y encontramos a un hombre viejo que vestía una bata de laboratorio, y que sostenía un pequeño dispositivo que, al tocarlo con su dedo pulgar, el chico que Rebecca había noqueado gritaba de dolor. Cuando él hombre viejo me vio, me habló.

―Ami, despertaste justo a tiempo. Sé que, después de pasar tantos años dentro de esa capsula de hibernación, padeces de una severa amnesia; necesito que vengas conmigo. Es indispensable que tú y él den el siguiente paso en su evolución.

―¡Tú eres Daniel! ―gritó Rebecca.

―Tú también vendrás con nosotros ―le dijo Daniel a Rebecca.

Del pecho de Daniel, salió un tentáculo de apariencia robótica y trató de someter a Rebecca. No obstante, del brazo izquierdo de Rebecca, emergió una cuchilla de luz similar a la del joven que había tratado de asesinarme; la única diferencia es que la luz que irradiaba era de color azul. Con esa cuchilla, Rebecca cortó el tentáculo de Daniel. Al mismo tiempo, el chico, que estaba tumbado en el suelo, disparó con una pistola aturdidora a Daniel, quien cayó desmayado.

Rebecca me pidió que nos acercáramos al chico para que yo pudiera remover su implante. Él seguía tumbado en el suelo, casi inconsciente, así que pude remover fácilmente su implante. Después de eso, él despertó y nos miró muy confundido.

―¿Por qué siento tanta culpa y tanto remordimiento? No entiendo por qué no puedo dejar de pensar en todas las mujeres que he asesinado. ¿Por qué ya no siento deseos de matarte? ― exclamó el joven con los ojos llenos de lágrimas.

―La causa de tu odio hacia las mujeres se debía al implante que tenías en tu pecho y que Ami acaba de retirarte. Dime, ¿cómo te llamas?

―Iván.

Rebecca le contó a Iván todo lo que sabía sobre aquel lugar, sobre el origen de los implantes y sobre mí. Al principio, pareció no creerle, pero poco a poco se fue calmando y aceptó lo que ella le decía.

―Lo que no entiendo todavía es quien mandó la señal de auxilio. ¿Tu escuadrón también vino aquí por esa razón? ― preguntó Iván.

Rebecca asintió con la cabeza.

―Seguramente fue una señal de auxilio falsa. Es un milagro que tú y yo hayamos sobrevivido después de que nuestros escuadrones se enfrentaran, Rebecca.

―Hagamos que la muerte de nuestros compañeros no haya sido en vano. Es lo menos que podemos hacer después de todos los actos atroces que hemos cometido. Ami, hay que quitarle los implantes a Daniel. Seguramente, él podrá decirnos quién envió esa señal de auxilio ― dijo Rebecca.

Nos acercamos a Daniel cautelosamente y descubrimos que tenía varios implantes en su pecho. Después de que se los retiré, Daniel despertó y me abrazó mientras se deshacía en llanto. Posteriormente, cuando pudo controlar mejor sus emociones, nos dijo todo lo que sabía. Mi gemelo se había estado alimentado del odio que existía entre los hombres y mujeres, y eso lo había hecho crecer hasta adoptar una forma monstruosamente inhumana. Los implantes captaban el odio de las personas y lo transformaban en una frecuencia; esto le permitía alimentarse a la distancia del odio de las personas.

―Cuando iba a activar el sistema de autodestrucción, esa cosa logró atraparme con uno de sus enormes tentáculos. Parece que uso el sistema de ventilación para llegar a mí. Después de que me injertó los implantes, tuvo control total sobre mi voluntad. Me obligó a ayudarlo a fabricar nanobots que esparcimos por la atmosfera del planeta. Esos nanobots tenían la capacidad de entrar por el aparato respiratorio de las personas y su objetivo era fusionarse dentro del cuerpo de la gente para dar forma a los implantes.

Daniel también confesó que mi gemelo lo hizo mandar una señal de auxilio para atraer personas. Esto debido a que necesitaba de una mujer para procrear.

― Ami, tu gemelo busca volverse uno contigo porque tú tienes una parte dentro de ti que le falta a él para estar completo. Con esto, pretende asegurar que, de la semilla que siembre en una mujer, nazca solamente un bebé y no dos. Si logra esta nueva hibridación, ese nuevo descendiente será una forma tan avanzada de su especie que podrá alimentarse del odio y las emociones negativas de los seres de este mundo y de otros sin necesidad de viajar a ellos y sin necesidad de los implantes. Debemos de acabar con él. Si lo hacemos, todos los implantes en el mundo se desactivarán y la guerra terminará.

―¿Cómo matamos a ese monstruo? ―preguntó Iván.

―Tenemos que hacer que él crea que ganó y que atrape a Ami. En el momento en que intente volverse uno con Ami, es cuando debemos matarlo. Ami, sé que la humanidad no te ha dado nada, pero ahora tú eres nuestra única esperanza.

―Cuando desperté, no tenía ningún propósito; ahora tengo uno. El poder ayudarlos me hace sentir que pertenezco a la humanidad y no a la especie de mi gemelo. Los ayudaré ―dije.

Los cuatro trazamos un plan para acabar con mi gemelo. Posteriormente, Daniel nos guio hacia el lugar en donde este se encontraba. Cuando llegamos al sitio, Rebecca e Iván se quedaron paralizados del horror ante lo que vieron. De las paredes del lugar salían unas enormes bandas transportadoras en las que iban bebés recién nacidos. Todos los infantes se dirigían hacia un solo punto en donde había un ojo rojizo gigante parecido al de una persona. El cuerpo del ojo estaba cubierto con una especie de piel metálica oscura y de ella salían cientos de enormes tentáculos de apariencia robótica que succionaban a los bebes por medio de algo que parecía una boca.

―¿De dónde vienen esos bebés? ¿Por qué los devora? ―gritó Rebecca.

―Le gusta el sabor de su carne, aunque eso no lo nutra. Son los varones nacidos en ciudades de mujeres y las niñas nacidas en ciudades de hombres. Estos bebés fueron desechados por haber nacido con el sexo biológico incorrecto en la ciudad incorrecta ―respondió Daniel.

―Nosotros hicimos esto ―dijo entre lágrimas Rebecca.

Iván había vomitado y estaba hincado en el suelo sin moverse.

Yo no entendía las palabras de Rebecca hasta que Daniel me dijo que, en las ciudades humanas, había esclavos que eran hombres y mujeres cuya única función era procrear. Si los bebés nacían con el sexo opuesto al sexo dominante de la urbe, eran arrojados a basureros. Al parecer, Iván y Rebecca habían desechado a varios infantes. Mientras Daniel trataba de recuperar a Iván y Rebecca, que seguían muy afectados, varios tentáculos enormes me sujetaron y me llevaron cerca del ojo gigante que en ese momento tomó una tonalidad verde.

En ese instante, pude recordar todo lo que había vivido antes de entrar en la cápsula de hibernación. Recordé el rostro en llanto de mi madre antes de morir, diciéndome que me amaba. Al mismo tiempo, fui testigo de la batalla que se llevó a cabo bajo mis pies. Daniel le disparó al ojo gigante con la pistola aturdidora, por lo que este se cerró; Rebecca trató de dispararle a la criatura con el lanzagranadas que llevaba, pero un tentáculo le injertó un implante en su pecho, por lo que atravesó el abdomen de Daniel con su cuchilla de luz. Iván logró detener a Rebecca, pero tuvo que atravesar su pecho con su cuchilla de luz justo donde ella tenía el implante. Después, ambos se abrazaron y se impulsaron con sus botas antigravedad hacia donde nos encontrábamos mi gemelo y yo. Iván cortó los tentáculos que me sujetaban por lo que caí. Cuando el gran ojo se iba abriendo de nuevo, Rebecca le disparó con el lanzagranadas. Antes de que las granadas explotaran, muchos tentáculos atravesaron a Rebecca e Iván. Mientras caía, alcancé a escuchar lo que ambos se decían.

―Es lo que merecíamos ―dijo Rebecca.

―Por lo menos moriré en los brazos de una hermosa chica.

―Eres un idiota.

Las granadas estallaron y todo el cuerpo de la horrible criatura se quemó. Iván y Rebecca ya estaban muertos cuando sus cuerpos ardieron también. Después de que caí al suelo, me acerqué a donde Daniel se encontraba.

―Ami, me alegro de verte con vida. Espero que puedas encontrar un lugar en este mundo que resurge de las cenizas.

―Gracias a Iván, a Rebecca y a ti, yo tuve un propósito. Ahora no sé qué otro pueda tener ― respondí.

―Busca y descubre tu propósito…Eso hacemos las personas.

―Gracias por pensar que soy una persona.

―Tu madre y yo siempre creímos que eras una persona muy especial.

Daniel acariciaba mi rostro cuando murió. De mis ojos brotaron lágrimas y abracé su cuerpo inerte. Todavía no sé si fue suficiente lo que hicimos para terminar con la guerra. Es probable que los hombres y mujeres continúen odiándose después de tantos años de matarse entre ellos. Tal vez mi propósito sea ayudarlos a saber la verdad de lo que pasó. Tal vez pueda ayudarlos a lograr que vuelvan a amarse unos a otros.

33:01 P.M.

Autor: Ernesto Issac Osorio


Pausa.

La araña de mi cuarto que está llegando a mi fosforescente luna, me acaba de descubrir y yo a ella.
El silencio nos une a escasos cuatro nudos de viento.

No hay nada que haga descubrir el rastro de su fuga.

Nos miramos.

Ella clava ocho ojos sobre mi cuerpo inmóvil por el pánico.

No parpadeo. Suprimí, extirpé y escupí esa función de mi cerebro, con un exhalo.

No dejo de mirarla con mis dos ojos con cascos.

Me cuestiono serio, si es que me susurra algo o será el tren que silba a la distancia.

Da algunos pasos lentos.

Se debe cuestionar, seria si es que le susurro algo o será el tren que silba a la distancia.

Miro de reojo si por alguna estrella cercana tiene cómplices…
Siento que más de cien ojos recaen sobre mi cabeza.
No me permito girar más allá de aquel cuerpo oscuro y delicado que está casi encima mío.

Y respira, ella se da licencia en dos de sus pares de ojos para visualizar su siguiente movimiento.
Afila las estilizadas patas y se mete a un cráter.

En la fracción de tiempo que cabe en cuatro zancadas arácnidas, cierro rápido mis ojos y los vuelvo a abrir. Seguimos enfrascados en una tensión ante la cual esta recamara comienza a quedar chica.

Recojo las piernas, para en el momento que se presente la oportunidad, saltar de la cama y tomar algún arma que se encuentre en el suelo helado; una antorcha o un cuchillo enterrado en la maceta que tengo en la mira con el rabillo del ojo.

Bajo los párpados.

Y me veo aferrado de cabeza a una orilla de plástico mientras afilo mis estilizadas patas y huyo de la luna.

Sigo avanzando y cierro todos mis ojos que arden y que pesan, mientras en la conciencia que me llega en el cenit, me dejo caer.


Cuatro nudos.
Tres nudos.
Dos nudos.
Un nudo.


Levanto los párpados.
Coloco las pupilas duras al centro de mis cristales, buscando entre las galaxias de mi techo…

Cierro los ojos.
Abro los ojos.

Alucino.


No molesten a su sombra

Autor: Carlos Saavedra


Despiertas a oscuras. Los murmullos de tu boca se convierten en vaho. En el rincón donde yaces, con el miedo devorándote, intentas aclarar cómo llegaste allí. Más allá de esa pared, dentro de la oscuridad, la ventisca resopla. Llueve, y el agua cae sobre el silencio. Presientes que negrura y tempestad sean testigos de un desastre.

De improviso, un ensueño llena tu cabeza de multitudes y colores. Eres un guerrero con escudo, espada y casco frente a las murallas de Troya que se yerguen sobre la arena. Atraviesas un momento de hielo y fragua, agujas de dolor maceran tu cuerpo, son cortaduras y golpes que mortifican.

Heridas que no crees tuyas, están ahí; palpas su fluido con olor a hierro que al llevar a tu lengua, sabes que es sangre. Como un anfibio que lleva entre sus fauces un légamo ancestral, el espacio te acuna entre olor a madera mojada, plantas y lodo. El goteo que persiste, no es una invención, se presenta como golpecitos sobre madera del techo manipulada por el viento donde se desaguan las regueras.

Algunos resplandores más allá entre los huecos de la cabaña, te permiten ver un bosque azotado por el viento, te imaginas la acometida de un caballo colosal. ¿Es el caballo de Troya? En tu mirada hay ansiedad. Deseas que el amanecer, con su vestidura de alba muestre su claridad, para dejar de ser un cuerpo suspendido en la noche sin memoria.

Pero, la penumbra es pesadumbre que corre por el túnel de un espacio sin ruido. Tu voz, secuela de palabras dichas con dificultad, la modulas con sigilo. Tus músculos, no responden, sufres el temor de levantarte, todo es abismo. Cada vez que logras moverte, crepitan debajo las hojas de tu lecho. No estás atado, pero te ata el miedo. Esta negrura es tu única compañía. Ella te protege, pero también aplasta, no te deja respirar.

Ah, un trueno ¡por fin! Ahora te enteras en dónde estás. Un fulgor más te hace descubrir la puerta de madera que no alcanzas. La tormenta arrecia, pareciera correr; chapotea y hace madurar el olor de la hierba. Quieres incorporarte, no tienes fuerzas, tu cuerpo es un trapo sin huesos, carne sin sangre, casi fantasma. El recuerdo es para ti otra sombra, una penumbra que hace brotar en tu mente un pasadizo donde las imágenes buscan la salida.

Un golpe repentino de agua, quizá la rotura de una canaleta del techo, baña las heridas de tu rostro, y el sufrimiento aminora. «Levántate. Sal.». No puedes. Te desplomas como un despojo, pero antes del desmayo escuchas, llamándote a la distancia, algo así como un canto de sirenas que prolongan su lamento con tono melancólico. Vas hundiéndote en la inconsciencia de tu cerrazón, donde yacen los recuerdos.

Voces de guerra avivan la lucha: Eres el jefe de las fuerzas aqueas que proclaman el triunfo, mientras golpean sus pectorales protegidos con cuero y gritan con voces entusiastas. «¡Luchemos por el atrida y Micenas!». Eres, con ellos, la punta de ataque en la batalla última de aquellos ya diez años, que intentan rendir plaza. De repente un carro, en el ímpetu de la pelea, te derriba.

Una frase de Carlos Pellicer te inunda: “Y siento ya como surgen del horizonte de mi sangre/ las tierras de un viaje de mármol/ en los que los trigales adolescentes/ duran.”

Dentro del desmayo, con ansia de estrellas y ruido del mar, te sumerges y flotas. Despiertas bajo el olor a carne asada, ¿acaso tus guerreros descansan y se alimentan mientras esperan tu salud? Hay en tu boca un sabor putrefacto. Escupes. Quieren abrir la puerta. ¿Serán tus soldados quienes vienen en tu ayuda? De pronto la noche se incendia con disparos y gritos de furia y dolor. El espanto te da la fuerza para incorporarte. Exclamas entre la red de las hojas de tu lecho: «¡sálvenme!»

Sin alcance de tus actos, ignoras que eres un escritor, quien por odio a la violencia, volcó en la prensa notas acusatorias en contra del cártel, y son ahora sus integrantes, quienes te han golpeado y te mantienen preso. Te reprendes: ¿cómo llegaste a tal peligro de muerte?

Afuera de la choza alguien viene a rescatarte de los sicarios, pero tú instinto de conservación, recelando más daño, hace que patees la pared de madera y te lances en el vértigo de la caída. Tu cuerpo rueda cuesta abajo entre el lodo y la hierba, en donde un golpe de aire como acabado de hacer, te da un respiro.

Un relámpago aparece, y puedes mirar en la lejanía cómo las nubes parecen un combate de dioses. La luz previa a la salida del sol comienza a envolver el horizonte, imita un campo en pugna donde seres celestes caen heridos. Te preguntas por tu ejército, y sus armas. «Su escudo y su espada, si ha de morir que sea como un valiente», te dice alguien. La lluvia cesa, algunas gotas atoradas entre los árboles, se desprenden, y hacen un chapoteo sobre tus ropas. Se alejan en el aire los sonidos de la sirena. Queda el viento tras el frío de la madrugada «¡Un último esfuerzo atrida!»

De pronto, ya no hay más aqueos ni troyanos, se difumina el espejismo de la realidad que evocaste, de la que sólo restan indicios. La sombra se retira entre sombras ante el advenimiento del día. Un tronco provisional se desliza por la corriente, te aferras a él. A lo lejos imaginas las costas helénicas. A la deriva, bajo la luz que se manifiesta, una nueva voz te inunda:

Y vas río abajo, como perdido, preguntando por tu nombre.

No hay niños en las calles

Uriel Velazquez Bañuelos


La lluvia dejo reposar a la ciudad. Los espectaculares recobraron su imagen, la gente transitaba las calles. El aroma a humedad se volvió una brisa caliente, gracias a los autos eléctricos y partes robóticas de las personas.

Kevin miraba desde la ventana, arriba en el departamento. Buscaba en las calles niños para salir a jugar. Pensaba que se ocultaron por la lluvia y que, ahora que se fue, saldrían a jugar. Pero solo vio a adultos y jóvenes, algunos altos otros enanos. Todos ellos portaban implantes robóticos que emitían ruidos por su sistema de ventilación.

Miró a un peatón delgado y con grandes brazos de fibra de carbono. Los hombros eran más grandes que su cabeza, y sus bíceps relucían con luces. Kevin pensó que estaba viendo a un gorila, pero ajustó la mirilla de su telescopio. Luego de ver que era real, se comparó; sus dos brazos eran como fideos.

Kevin siguió mirando por la ventana. No muy lejos, dio con una persona encapuchada. Tenía la sudadera ligeramente abierta, dejando ver su reluciente pecho. Kevin lo miró a los ojos, era como ver dos bolas negras del billar. El encapuchado le volteo la mirada y Kevin se escondió.

Asomaba la cabeza de poco en poco por la ventana. Dio pequeños vistazos con su telescopio. La ciudad le parecía lo menos interesante desde que se mudó hace ya dos años. Él no lo recordaba, pero su madre le decía que allá en los bosques de plástico, solía correr y trepar por las ramas hasta cansarse. Ahí, en su nuevo hogar, sus músculos se desvanecían por la falta de actividad.

Kevin fue al baño y se miró al espejo. Su cuerpo no tenía luces, ni acabados de metal. Era orgánico hasta las muelas. Se preguntó como las personas accedían a esos cambios. ¿Era parte de algún juego? ¿Pertenecía a un equipo de futbol? No lo sabía, y antes de hacerse más preguntas, sus padres llegaron.

El señor Cournot, gracias a un refuerzo en los huesos de la muñeca, cargaba las bolsas del mercado sin problemas. La señora Cournot, con sus ojos, escaneaba la casa, en busca de partículas de polvo para limpiar.

—¿Qué vamos a comer? —preguntó Kevin a sus padres. Su papá ordeno las compras en la alacena y en el refrigerador. Su mamá, dio cuerda al ratón aspiradora, y se fue a la cocina.

El padre terminó sus deberes y se tiró al sofá. En un par de horas debía volver a la fábrica. La madre preparó un guiso y encendió el televisor. Se saltó el canal de noticias y dio con las caricaturas. No era lo que le apetecía ver, pero era lo que su hijo necesitaba.

Kevin puso su telescopio al lado del plato y comió. Su madre notó el juguete, y se volvió hacia la ventana, donde las cortinas estaban abiertas.

—Kevin Cournot. —dijo su mamá— ¿Estuviste mirando por la ventana otra vez?

Kevin se guardó el telescopio, y le sonrió a su madre. El caldo se le escurría por la boca.

—Perdón, mamá, es que estaba muy aburrido. Terminé la tarea, lo juro. —tragó el bocado.

—Sabes bien que tienes prohibido mirar por la ventana…

—Pero quería buscar a otros niños —abogó con más claridad, Kevin, interrumpiendo a su madre. —¿Qué tal si hay más?, quiero hacer amigos.

El padre, sin levantarse del sofá, agregó lúgubremente:

—No hay niños en las calles. —sentenció. Cerró los ojos y trató de recordar cuando fue la última vez que miró un parque, una plaza pública, o un centro de actividades recreativas. Lo único que se le venía a la mente fue una pequeña sala de juegos en los edificios de su trabajo, aunque el acceso solo estaba permitido para altos mandos de la compañía que, muy rara vez, se paseaban por la zona.

—Además, si sales de casa vendrá a por ti el Robot come niños, ¡eh! —agregó la mamá y le limpio la carita. Kevin guardó silencio y siguió comiendo.

Para la noche, notó que las persianas estaban cerradas. Papá estaba trabajando y mamá dormía.

A escondidas, tomó la computadora y navegó por el internet en busca del Robot come niños. Los resultados era lo que había imagino; puro cuento. Al igual que el señor del costal, que el coco y otros nombres de seres que, sin pies ni cabeza, se usaban para advertir a los niños sobre los peligros de salir afuera. Pero los robots son reales, pensó.

Kevin vio muchos robots, de diferentes tamaños y funciones. Ninguna de ellas consistía en comerse a las personas. Al contrario, la mayoría estaba al servicio de la humanidad, como sirvientes o policías. Apagó el ordenador y se tiró a la cama, decidido de que mañana sería un buen día para salir a explorar.

Y si nos basamos en las noticias, el mañana lucia prometedor para la ciudad, CloudBank. El clima permanecería nublado, con aires frescos. La criminalidad descendió. Hay rumores de guerras afueras del muro. Y empresas apuestan por nuevas prótesis y estilos de programación de robots.

Ya en la mañana, Kevin apagó el computador. Sus clases vía online terminaron. Hizo los deberes, y esperó a que sus padres se marcharan para los deberes.

Sus padres se despidieron de su hijo, aclarándole que iban por un nuevo aire acondicionado, y que no saliera de la casa, ni abriera la puerta a nadie. Kevin aguardó unos minutos a que se marcharan. Cuando notó que ya habían ido, se preparó.

Se vistió con un impermeable amarillo, en caso de que lloviera. Guardó consigo su telescopio. De sus ahorros, tomó unas moneditas, por si veía alguna golosina que comprar para sus nuevos amigos. Y ya listo, salió de casa.

La lluvia recibió a Kevin, quien se movía en las calles como un ratoncito. Empuñaba con ambas manos su telescopio. Sonidos venían a él, como látigos a las espaldas de un esclavo. Las luces y destellos de neón le abrían los parpados. Estaba sedado ante la jungla de neón.

Ojalá y pronto me tope con un parque, pensó Kevin. En un intento por sobrevivir, miró a su pasado. Recordó a su padre, cuando eran exploradores en los bosques de plástico.

—Si alguna vez te pierdes —escuchó una voz fantasmal en su cabeza— busca a las estrellas. Ellas siempre te guiaran a casa.

Kevin miró arriba. Departamentos que seguían creciendo, como la densidad de la población, al infinito. Miró a las empresas y fabricas construidas a forma de pirámides; los nuevos templos de la sociedad moderna. Y en un destello de luz, que vino de un helicóptero publicitario, se encandiló

Bajó la mirada, y siguió recordando los consejos de su padre. En su ceguera temporal, lo veía con una sonrisa y ojos soñadores.

—Ningún árbol es el mismo. Desde cada raíz, hasta cada rama, todos son distintos. Solo obsérvalos bien, para orientarte mejor y no caminar en círculos.

Kevin se quedó quieto por un minuto. En esa brevedad, miró a su alrededor, mientras era golpeado por los peatones que pasaban. Los edificios eran grises y sin decoraciones. Gigantes de concreto donde la publicidad saltaba de un muro a otro, despojándolos de la ya inexistente identidad.

El miedo escaló por el cuerpo de Kevin, como una serpiente reptando por un elefante; una emoción que jamás olvidaría. Las lágrimas lo invadieron y comenzó a correr.

—Papá, mamá, aquí estoy, aquí estoy —decía—, ya me quiero ir. Ya no quiero salir de casa, lo siento mucho.

Kevin corrió por las calles hasta estrellarse con alguien. Se limpio los ojitos para ver mejor. Estaba ante una figura encapuchada. De las luces de su cuerpo salían los colores azul y rojo. ¿La policía?, ¿o un robot que ayuda a la gente?, pensó. No. Solo era una persona a la que le gustaba esos tonos. Analizó el cuerpo de Kevin, gracias al aumento en sus ojos, y al comprobar que era orgánico, se lo llevó consigo sin mucho esfuerzo.

***

Cuando los padres de Kevin llegaron a casa, con las manos vacías, notaron la ausencia de su hijo. De inmediato llamaron a la policía, los cuales llegaron tan pronto como pudieron. Aunque su eficiencia no dio para más, pues de la búsqueda solo quedaron intentos sin resolverse. A cada minuto las probabilidades de encontrarlo descendían, junto con el animo de la familia Cournot.

—Es mi culpa —dijo el papá—, si yo no hubiera aceptado el trabajo, no estaríamos aquí.

—No, es mi culpa —arremetió la mamá—, si le hubiera educado mejor, él no hubiera salido.

Continuaron hablando, hasta que las palabras se llevaron la razón; eran solo víctimas de lo que ofrecía Cloudbank. Y cuando no hubo más que decir, se abrazaron y lloraron hasta dormir.

***

Kevin, despertó, aunque sentía que estaba atrapado en un sueño. Es una pesadilla, pensó. Quiso decir “Mamá, papá, despiértenme, por favor, ya dormí mucho”, para que, de alguna forma, su subconsciente escapará de la ensoñación para hablar en la vigilia. Pensaba que así era como los sonámbulos hacían sus cosas. Pero estaba lejos de ser un sueño.

Kevin se percató de que su boca no movió ni un musculo. Intentó sacudirse, pero las extremidades no le respondían.

Una luz se encendió en la habitación. Kevin, escuchó un mecanismo moverse, por encima suyo. Era una grúa que lo transportaba. Lo guio hasta frenarse ante a una ventana. No los escuchaba, pero veía como dos personas lo estudiaban. Un logo, una píldora en la palma de la mano de un robot, colgaba de la pared. Una frase, que no logró leer con claridad, se unía al decorado. Un recordatorio al objetivo y meta de los empleados de la fábrica.

Kevin miró la ventanilla, y desde cierto ángulo, vio su propio reflejo. No creía lo que veía, solo pudo llorar. Estaba atado a una bandeja de plata, dentro de una bolsa que lo mantenían helado, a temperatura para preservar el cuerpo. Le faltaban los brazos, la nariz y el pene. Tenía una cicatriz que recorría, verticalmente, la mitad de su cuerpo.

Mi telescopio, pensó, ¿Dónde está mi telescopio?

Y los dos hombres miraron el cuerpo de Kevin, preguntándose que órgano podría servir para el mercado. Se enfocaron en su frente. Y pulsando un par de botones, la grúa descendió y las luces se apagaron. En alguna parte de la fábrica, un brazo suyo recibía nutrientes, para crecer en tamaño y forma para su futuro comprador; un joven de veintiocho años que deseaba volver a sentir el tacto luego de no estar muy convencido de su nueva prótesis. Lo que mostraba los informes recopilados.

Y ahí en la oscuridad, Kevin cerró los ojos. Sus lágrimas ya no fluían, y su respiración se calmó. Era como si lo hubieran despertado con un botón, como si fuera una lampara. Y antes de dormir, creyó escuchar la respiración de otros niños en su cercanía.

***

Inviernos pasaron, como un auto en pleno tráfico: Lento y tedioso. La familia Cournot se cambió de ciudad. Pensaron que un nuevo aire les ayudaría a superar la perdida.

A su nuevo hogar, recién trajeron uno de esos robots que hacían función de aire acondicionado. Debido a que la temperatura en la ciudad era sofocante. El robot se paseaba por la sala, repartiendo su ventilación fresca.

La madre miraba por el periódico algún trabajo de doble tiempo. Estar afuera era mejor que acabar a solas en casa con sus pensamientos. Su padre, yacía despierto. Tomaba medicamentos para no dormir y tener sueños sobre el pasado.

El robot cumplía su funcionamiento, hasta que, atraído por el telescopio del señor Cournot, cambió. Tomó el telescopio, y fue a la ventana, donde abrió las cortinas y miró mejor el exterior.

Los padres no supieron de la acción, hasta que comenzaron a sudar y sentir calor. La madre en la sala, y el padre en su cuarto, buscaron al robot, hasta que ambas partes se encontraron ante él.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó el padre. El robot poseía una mente que los hacia dóciles y capaces de reflexionar sobre las dudas. Una nueva función traída por la compañía más potente del mercado. Pues, más allá de ser meros productos, se les dio el regalo de ser la compañía deseada.

El robot abrazó el telescopio, se volvió hacia ellos, y dijo:

—Busco las estrellas. Quiero volver a casa.

Y los padres se tumbaron al suelo.

Viaje nocturno

Autora: Gabriela Ladrón de Guevara


Estaba oscuro, frío. Una fina lluvia impedía ver la carretera. Ella seguía avanzando. Debía llegar a su destino. No le gustaba manejar con lluvia, pero no tenía opciones. El hombre la vio conduciendo sola y pensó que era una víctima ideal. La siguió, con instinto depredador, con toda la intención de atacar en el momento preciso. Ella conducía ajena a todo. Cuando él pudo alcanzarla, una sonrisa macabra se dibujó en su rostro. Ella lo vio y adivinó de inmediato sus intenciones. Eso mejoró su ánimo. Feliz, detuvo el auto, esperándolo. La expectativa de enterrar dos cadáveres en vez de uno, la hizo estremecerse de placer.

La mascota

Autor: Devet Seminar.


Hice lo que se hace cuando no queda otro remedio: me adapté, ya que aquello no se podía asimilar solo a un nivel mental; definitivamente, no. Los dueños legítimos del lugar no eran sujetos accesibles, simpáticos o simplemente educados. Todo lo contrario. Eran ásperos y siempre encontraban una buena razón para maltratarme. Pero no desesperé.

Me propuse aguardar una oportunidad favorable para matarlos a todos. Por lo pronto, estaba la cuestión del número. Ellos eran seis y yo, a pesar de que cuento con ocho extremidades, solo uno. Sin embargo, contaba con el factor sorpresa.

¿A quién se le iba a ocurrir que un esclavo se rebelaría y mucho menos que esa obediente y mansa mascota poseía destrezas que jamás había expuesto? Porque me consideraban solo eso, una mascota atractiva y exótica.

Cuando mis guardianes originales se descuidaron y pude escapar de la nave no imaginé que casi de inmediato sería capturado por una familia de criaturas nativas de ese mundo primitivo. Lo que ellos no sabían era que en mi planeta de origen yo era un criminal temido y respetado, y que por ese motivo me estaban trasladando de Ogork al mundo-prisión de Ulghan.

Y para ser un criminal idóneo en Ogork se necesita algo más que ingenio y fuerza, ya que mis congéneres también poseen una serie de técnicas efectivas para destruir a un adversario. No obstante, como durante un tiempo prolongado me dediqué a estudiar a mis captores, no tardé en estar en condiciones de pergeñar una estrategia.

En mi mente ya los había matado varias veces, uno a uno encontraban su castigo, mi odio acentuado e intensificado a medida que pasaban los días. Un zarpazo alcanzaría al mayor, luego decapitaría al segundo. Esparciría las vísceras de otro y le estallarían los ojos. Pero todo eso solo estaba ocurriendo en mi mente, por ahora.

La realidad me exigía despertar de mi ensueño y me obligaba a volver a la habitual y sumisa posición. Atacaría antes de la noche. Mis armas: las garras escondidas en los tentáculos, los espolones que nunca había sacado al descubierto, mis afilados dientes y el deseo obsesivo de venganza. Siempre me habían considerado un mero objeto de sus extravagancias y a partir de eso urdí mi plan.

Se habían hecho la costumbre de colocarme un collar y grilletes para impedir mis bruscos movimientos y así poder juguetear sin piedad provocándome un intenso dolor. Los dos más jóvenes solían arrancar las púas que recubren mi cuerpo haciéndome retorcer y emitir un alarido que los otros celebraban exaltados. Permití que la situación llegara a ese punto y fue el instante en que actué: cuando esperaban el lamento divertido, destrocé las ataduras, lancé un grito horroroso y los dejé perplejos.

Casi de inmediato, uno de ellos ya convulsionaba desangrándose en el piso y una mordida había desfigurado el rostro del más chico, mientras mis garras hurgaban en lo profundo del mayor, arrancándole el corazón que les arrojé a sus caras. Cuando reaccionaron, ya había adoptado las adecuadas posiciones de combate. La fuerza estaba igualada; yo valía por tres, éramos tres contra tres. Gracias a la sorpresa había logrado que estuviéramos en igualdad de condiciones, pero yo tenía las de ganar.

Los que habían estado sentados cerca de la hoguera brincaron alarmados y vi cómo sus risas de sorna se transformaron en sorprendidos gruñidos de espanto. No daban crédito a lo que estaba ocurriendo.

Comenzaron a moverse de un lado a otro como buscando una salida, pero la oscuridad de la noche les impedía alejarse de la fogata doméstica. Sus pequeñísimos ojos estaban imposibilitados para ver en la penumbra; no tenían escapatoria, así que aproveché esta situación para acorralarlos.

Me preparé para dar los golpes decisivos con las garras y las fauces ensangrentadas por lo hecho previamente. Los nativos gemían y se tapaban los rostros con los brazos.

Estaban considerando la posibilidad de huir cruzando el estanque cercano, una laguna poco profunda a la que iban a obtener alimento, pero no estaba tan cerca como para que la ceguera les permitiera llegar antes de ser despedazados por mí, por nosotros.

Para los de nuestra especie el agua es un elemento prohibido, así que por eso había elegido esa hora para ejecutar mi plan, para evitar a toda costa que pudieran huir hacia el líquido, salvador para ellos, mortal para mí.

Me acerqué para provocar su angustia, nuestro nutriente principal, no su carne, tan asquerosa en sabor como en apariencia. No obstante, los movimientos sin ton ni son que realizaban me hacían perder el foco. Habían tomado cuenta de la situación y pretendían confundirme, ignorando la habilidad guerrera de mi especie.

¿Les resultaba un animal exótico, les encantaba tenerme como mascota, me consideraban su esclavo? Pues ahora sabrían lo que produce que te aten con cadenas y sometan con castigos para la diversión de seres inferiores.

Los de Ogork somos una de las especies más peligrosas del universo, y si bien había sido temido por mis acciones en mi planeta, meros actos delictivos para cualquier especie, los guardianes del espacio ignoraban el poder que escondíamos. Podrían aislarme en Ulghan pero seguiría reproduciéndome y desdoblándome tantas veces como fuese necesario.

Las criaturas primitivas que me imaginaban esclavo de sus caprichos ignoraban el riesgo que corrían y se movían desesperados por acabar con una situación que los superaba, brindándome el elixir de su miedo. Buscaban la forma de llegar al agua salvadora pero esta mascota no lo permitiría.

Finalmente entré en acción y tomé la iniciativa. De pronto, advertí que el desagradable olor de sus carnes y líquidos apestaban el aire. El silencio se adueñó del espacio, pero no tardé en escuchar el inconfundible sonido de la nave de mis guardianes llegando a la superficie del planeta.

Todo mi esfuerzo había sido inútil. Ya no quedaba escapatoria; era mi fin. Me esforcé en vengarme de las tres criaturas sobrevivientes y logré destrozarlas. Pero cuando los guardianes me rodearon fingí inocencia, ya que la condición de mascota me había enseñado la estrategia ideal, el método que me serviría cuando llegáramos a Ulghan. ¡Oh, sí! Practicaré la sumisión, la obediencia, permitiré que me humillen, que me sometan, pero no desperdiciaré la oportunidad de sorprenderlos y de sembrar de terror infinidad de mundos.


Un metro de sangre

Autor: Miguel Ángel Almanza Hernández.


Te voy a contar una historia que nadie me cree. Y si te la cuento es porque el metro a estas horas ya está muy solo, creo que éste es el último tren. Nada más te pido, por favor, no me interrumpas:

Esa noche era como hoy pero no tan solo, en el andén habíamos dos: yo, y un tipo barbudo. En las pantallas, intercalados con las noticias y comerciales, pasaban un video musical pop de lo más genérico. Adolescentes plásticos y bonitos, bailando una hueca monodia: “Todo está bien”.

Y apesta, si la música oliera a mierda, ése es su sonido. Y nadie nota que el puto video es un himno al control mental. Otro día más de pandemia y encierro.

Tres chicas escandalosas con sus risas y juegos entraron al andén, cantando el sonsonete de la canción estúpida e inventando sus propias letras. Si acaso la más grande tendría veintitrés años. Sus risas llamaban la atención —son atractivas y lo saben—, se pavoneaban y mostraban desafiantes su cuerpo. La tez morena y el falso color rubio, contrastaban con la mezclilla rota y las faldas cortas. Jugaban con sus smartphones y tomaban fotos, dos que tres selfies cantando.

El metro apareció por fin. El viento que acompaña su llegada llenó todo con su ruido y mis oídos lo agradecieron, porque las dejé de escuchar. Nos subimos. El tren era de esos que parecen la tripa de un gusano, desde adentro se puede ver el principio y el fondo.

Las chicas se subieron al mismo vagón y siguieron fastidiando con su tonada pop y lujuria juvenil. Nosotros, los grises y semi dormidos en fines de quincena, aguantamos saber que la vida no siempre es así. Ni las miramos. Y menos les avisamos de la mierda que les espera, ahí, a la vuelta de la esquina.

En el vagón había un borracho dormido sobre varios asientos. Una pareja de ancianos le miraban con desprecio. Las muchachas seguían haciendo ruido, como si no fueran casi las doce de la noche y su puta juventud no se les vaya acabar nunca. En el vagón de adelante, el barbudo también se subió, jugando sus videojuegos con el celular.

Mi cubrebocas me hacía sudar la cara, me daba comezón y me lo quité. Los pinches viejitos no me dijeron nada, pero me picaron con los ojos como si fueran cuchillos. Pasando Chabacano, por ir en la pendeja, no me fijé en las estaciones y ya no sabía en cuál iba. Según yo, seguía Zócalo.

Después de un rato, noté que llevábamos mucho tiempo en el túnel, más de cinco minutos. Pero los demás no parecían notarlo: los ancianos, el borracho y las tres muchachas seguían en lo suyo. En eso, el pinche metro se detuvo. El ruido disminuyó tan de golpe que nos sorprendió el silencio.

Las luces del vagón de enfrente se apagaron de chingadazo y se escuchó un gran estruendo metálico. Pensé que nos habían chocado. Una de las chicas gritó. La sangre escurría desde el lugar en que estaba sentado el barbudo, sus piernas se asomaban retorcidas por debajo de los fierros.

Los vagones traseros del metro se escuchaban rechinar y crujir a lo lejos, las luces parpadeaban y se apagaban. Era como si una sombra se fuera comiendo el fondo del tren, un animal que no alcanzábamos a ver.

Los ancianos estaban aterrorizados, la señora levantó el indice para señalar algo que se movía fuera de la ventana. Al principio no vi nada, nos quedamos callados por un momento.

Una de las chicas quiso hablar, en eso, el techo y la mitad de la pared se partieron y algo aplastó a los ancianos, los hizo mierda. La sangre brinco por la fuerza y rapidez, parecía que siempre habían sido burbujas a punto de estallar.

Las tres chicas gritaban histéricas, una de ellas se aferró de mi brazo y señaló el agujero del techo. La verdad, hasta yo dudo de lo que vi. Si lo cuento, de todos modos no pienso que alguien me crea.

Era una mano gigantesca como una garra de cuatro dedos, parecía de simio con piel gris de reptil. Quiso tomar a las chicas de un manotazo, pero falló porque la tercera se aferró a mí. Yo me tuve que abrazar del tubo para que no me llevara de pilón.

Ella estaba agarrándome tan duro del brazo que me lastimaba, traté de soltarme, sólo logré que me abrazara. Sus amigas seguían gritando frenéticas, pero se escuchaban cada vez más lejos.

Nos quedamos así un rato, solos.

Bueno, el borracho seguía ahí, tirado en el suelo, y dudé si estuvo vivo desde un principio. Entonces le dije a la chica:

—Mira, nos tenemos que ir. Este tren ya valió madres, nos vamos a bajar y nos regresamos a la estación anterior.

—¡Noo, noo, no, nos va a comer, como a los viejitos! ¡Tú lo viste! ¿Verdad que también lo viste? ¡Se los comió, como si fueran nada! ¡Los mató, los mató!

Se soltó a llorar sobre mí, al tiempo que relajó su cuerpo, parecía que se iba a desmayar. Le di unas leves cachetadas:

—Oye, no te duermas. ¡Despierta, nos tenemos que ir, oye, oye vámonos! ¿cómo te llamas?

—Me llamo Norma —respondió por fin, tratando de contenerse el llanto—. No me dejes, voy contigo.

—Pues levántate y agárrate. Nos vamos a ir, me bajo primero y luego te ayudo a bajar, ¿sale?

Me tardé un rato en abrir una de las puertas y descolgar la escalera de emergencia que estaba debajo del asiento. El túnel era tan grande, que la luz interior del metro no alcanzaba a iluminar sus muros. Encendí la luz de mi celular y aún así era difícil ver, las paredes del techo estaban a unos quince metros. Percibí el declive del suelo, estábamos en una línea más profunda. No era un túnel regular.

Regresamos caminando junto al riel, tratando de ignorar los vagones aplastados como latas de aluminio por algún pie gigante. Intenté llamar a emergencias, pero no había señal. Norma vio la luz primero:

—Mira, ¿qué es eso?

—¿Qué cosa?

—Esa luz… una luz roja moviéndose.

La luz se movía como llamándonos a la salida. Aceleramos el paso, porque a lo mejor nos encontraba alguien de mantenimiento o el policía de la estación. Cuando nos acercamos lo suficiente, Norma ya no quiso caminar:

—¿Qué tienes? ¿Qué pasa? Ya nos encontraron, no va a pasar nada.

—Fíjate bien desde aquí. Que raro, la persona que tiene la luz…

Noté a lo que se refería. Era un hombre de unos sesenta años de edad, su cabello era largo, negro y entrecano, arreglado al modo de los indígenas. Llevaba un topilli en la frente, adornado con un tocado de plumas, sólo una era de quetzal. Vestía un atuendo completo, maxtlatl negro con tilmatl rojo. Con su mano derecha, sostenía un bastón eléctrico, la luz roja provenía de uno de sus extremos.

El hombre nos esperó por unos segundos, luego la luz se movió a la izquierda y desapareció, engullida por la oscuridad. Nos acercamos con recelo, le dije a Norma que lo más probable es que ahí se encontrara el camino a la salida y fuimos.

Había una puerta que daba a unas escaleras de concreto. Estaba oscuro, pero nos alumbramos bien con los celulares y subimos, la escalera se hacia estrecha y tenía una extravagante forma de caracol. Conforme subimos, las losas ya no eran del mismo material, parecían de tezontle y piedra volcánica.

Hasta que subimos entendí porqué. No era la salida, era un salón de ceremonias. Parecía una caverna, pero la arquitectura esculpida directa en la piedra, denotaban una capacidad superior.

El resplandor del fuego alumbraba el zomplantli, el trepidar de las llamas y el olor del copal, parecían sacados fuera del tiempo. Estábamos viendo muertos, a los antiguos mexicas.

Ya sabes, debajo de toda nuestra mierda de concreto, aquí antes hubo un mundo. Nosotros somos posapocalípticos. Para ellos todo se ha perdido, ya nada queda, más que seguramente: la venganza.

Vi al viejo junto a la fogata que iluminaba a las otras chicas tiradas sobre una piedra circular, tallada con grecas y glifos. Norma gritaba histérica:

—¡Mirna, Mirna! ¡Chicas, despierten! ¿Qué les pasó? ¿Están bien? Blanca, por favor, ¡despierten! ¡No se mueran!

Pero las chicas no despertaban. El anciano comenzó a caminar a la derecha encendiendo cada ciertos pasos, unas lámparas de aceite hechas con ollas de barro. Así fue iluminaba la caratula de piedra, adornada por millares de cráneos humanos: el rostro de Tzinacantecuhtli Camazotz.

Atrás de mí, escuché el sonido cavernoso de algo enorme que se movía hacia nosotros. Para cuando giré, sólo pude agacharme. Vi su garra gigante estirarse sobre mí y agarrar a Mirna. La tomó como si fuera una muñeca y antes de que ella pudiera terminar su último alarido, le arrancó la cabeza de una mordida.

El monstruo masticaba lento, triturando bien con sus muelas de elefante los huesos de la chica. El viejo comenzó a cantar en náhuatl, y Camazotz se detuvo frente a la piedra de sacrificio, como si fuera su plato de cena.

Sus ojos era azules con bordes rojos, el hocico parecía el de un gran cerdo horrible con enormes colmillos; no entendí si eran protuberancias o tenía varias fosas nasales. Desde sus axilas se desprendían unos asquerosos pliegues de carne que le colgaban hasta llegar al suelo. Al caminar, o mejor dicho, arrastrarse, parecía un pingüino gigantesco y obeso, como oso deforme.

Cuando acabó de engullir a Mirna, con la garra izquierda, acarició la espalda de Blanca que seguía inconsciente. La muchacha despertó desorientada, le miró con horror, al tiempo que gritó aferrándose al brazo de Norma. El coro de alaridos llegó a su cúspide, cuando la bestia tomó entre sus garras la cabeza de Norma y la torció de golpe en un terrible crack; luego, la arrancó de cuajo y se la comió, como si fuera uva pasa.

Ya no pude más y traté de huir. El viejo estaba esperándome con el otro extremo del bastón eléctrico encendido. No me dejé amedrentar, e intenté pasar corriendo, pero me electrocutó el cabrón

Desperté en el piso, vi que ya estaba terminando de masticar a Blanca. Y seguía yo. Medio consciente, también vi al borracho que creí muerto, hablando con el viejo que le decía:

—Esta vez no estuvo tan mal, pero te trajiste a éste pendejo. Acuérdate que estos, luego no se los come.

—Pos yo que voy a saber que se le antoja.

—Si no es antojo, pendejo, así también te salvaste tú. ¡Ya cállate y vete a esconder todo, que van a andar como locos buscando ese tren y todavía no has pagado tu deuda!

Entonces despidió al borracho, que más bien parecía sobrio. El anciano notó que recobraba la conciencia y se acercó para electrocutarme otra vez.

Cuando desperté, ya estaba en la piedra de sacrificio. Los cabrones me habían encuerado y amarrado. No sé que chingados me dieron, pero clarito vi cómo el viejo me abrió el pecho con un cuchillo de obsidiana. Esculcó con sus dedos dentro de mí, lo sentí debajo de mi piel como una quemadura que no puedes localizar. Luego, sacó un bulto envuelto en grumos de sangre. Yo gritaba como loco.

El monstruo también estaba ahí. El anciano le ofreció con las dos manos mi corazón y la bestia resopló para olfatearlo. De su hocico babeante, estiró una lengua bífida para probar la ofrenda. Gruñó como si fuera una carcajada gruesa y deforme. Luego se retiró en la oscuridad, mientras sus fosforescentes ojos azules me miraban hasta el fondo del pensamiento.

El anciano metió otra vez sus manos a mi pecho, luego agarró una espina de maguey e hilo, y tejió mis adentros. Me dijo al oído antes de desmayarme:

—Te salvaste, cabrón jodido. Resulta que tienes más sangre nuestra de la que mereces.

Te lo dije, nadie me cree. Pero la verdad no me importa. De todos modos, casi completo la deuda de sangre. Y lo bueno, es que logré traerte al metro a estas horas.

Escucha el cuento en voz de su autor da click en el enlace:
https://youtu.be/oA8K4ykE_vg
Ilustración de portada fanzine Delfos#1: KAMAZOTZ TZINAKANTEKUHTLI realizado por Humberto Morales "Humo"