Estamos sólos

Autor: Carlos López Ortiz


Hemos estado durante años construyendo, estudiando,desarrollando y explorando este mundo con la esperanza de que un día podamos empezar a colonizar el planeta rojo. Ese día ha llegado.

Chloe Han, presidenta de los Estados Unidos, 2077

Alice recuperó la conciencia, abrió suavemente los ojos y miró a su alrededor con aire aturdido, incapaz de recordar dónde estaba o qué hacía allí. El cielo estrellado se filtraba a través de la ventanilla circular de lo que parecía ser una oficina. En un gesto casi automático, se llevó una mano a la cabeza y gimió. Sintió una fuerte punzada en el cráneo y, bajo el pelo apelmazado con sangre coagulada, notó un chichón.

Permaneció inmóvil, sentada en el piso, mientras aclaraba sus ideas. Trató de evocar quién la había golpeado por detrás haciéndole perder el conocimiento. Los recuerdos le parecían esquivos, le dolía la cabeza y le costaba concentrarse; aun así, hizo acopio de todas sus fuerzas. De golpe, Alice rememoró lo sucedido: no lo oyó acercarse. Estaba completamente desprevenida; fue en ese momento cuando vio moverse algo en el límite de su campo de visión, y distinguió la silueta de Dimitri, el oficial de enlace con la Tierra, cuando le cayó en la cabeza algo duro que la lanzó contra el suelo. Entonces la inconsciencia envolvió su mente.

Humedeció los labios resecos y pudo articular unos sonidos.

—¿Raymond?

No hubo respuesta, sólo silencio. Entonces recordó que hacía un ciclo y medio1 atrás, su pareja Raymond, Syaoran, Philippe y Annegret2 deberían haber vuelto. Habían partido de la base Clipperton3, dos meses4 atrás, en un viaje largo y desesperado en busca de agua en el paraje marciano.

“¿Por qué la United Space no ha enviado las provisiones?”, se preguntó, medio aturdida, con la cabeza apoyada en la pared. “Si tan sólo aquella tormenta no hubiera dañado severamente el equipo de comunicación hace cerca de medio año…”5

Adorado Dimi:

Quiero decirte que todos los días anhelo nuestro reencuentro. Sé que faltan muchos años para que envíen la siguiente nave que vaya a Marte, pero no dejo de extrañarte. Cada noche sueño contigo y con nuestra vida en ese planeta.

Aún me siento mal por haberme enfermado de varicela. Ya sé, ya sé: no soy culpable, pero así me siento.

Cada día estoy orgullosa de ti, mi oficial de enlace. Y cuando veas a las otras parejas juntas, no te desanimes; piensa en mí y relee este correo de amor, para que puedas sentirme a tu lado. Hasta pronto, amor de mi vida.

Alice oyó los gritos desesperados de Mei, seguidos de algunas palabras en ruso que no pudo distinguir. Se irguió; la espalda también le dolía. Hubo un momento en que sufrió un breve mareo, pero recurrió a toda su fuerza de voluntad y consiguió resistirse.

Subió corriendo con todos los sentidos alerta. Al entrar en la habitación de su compañera, descubrió el pequeño cuerpo de Mei tendido en el suelo y encima de ella el corpulento cuerpo de Dimitri, quien con un cuchillo en el cuello, intentaba abusar sexualmente de Mei. Él se volvió a mirar a Alice, apoyada en el arco de la entrada. Soltó en una gran carcajada.

—Capitana, espero no haberla golpeado tan fuerte —dijo con un fuerte acento ruso—. Solo quería neutralizarla, pero qué bueno que te nos unes.

Apartó el cuchillo del cuello de Mei e incorporó su gigantesco cuerpo de uno noventa de altura.

Alice permaneció muy quieta, mirándolo a los ojos.

—A partir de hoy me nombraré ¡rey de Marte! —su rostro empezó a formar un dibujo más errático— Y ustedes me obedecerán en todo lo que deseé.

Dimitri se carcajeó tan fuerte que el ruido resonó por toda la habitación. Se acercó a Alice con el cuchillo en la mano y el brazo extendido. Se aproximó tanto que pudo observar con detenimiento su cara angular, ojos gris olivo y la nariz ligeramente torcida, rota en una pelea. Alice sintió miedo; el corazón se le aceleró por la adrenalina. No era la primera vez que temía perder la vida, como cuando su avión fue derribado en la Segunda Guerra de Venezuela. Debía controlarse. Respiró hondo y confió en su entrenamiento.

Se lanzó encima de aquella masa de músculos. Forcejeó y lo golpeó una y otra vez. Al principio, él la ignoraba y se reía divertido; entonces, ella lo golpeó con la rodilla en la entrepierna. El ruso se dobló y perdió el aliento. Cuando volvió a incorporarse, ya no sostenía el arma en la mano.

Dimitri le tiró un codazo que la alcanzó en el mentón. Alice echó la cabeza hacia atrás, aturdida. Ni siquiera vio el segundo golpe que la derribó al suelo. Estaba desorientada. Dimitri aprovechó para inmovilizarla. Mei, quien seguía en el suelo, tomó el cuchillo y se lo clavó al hombre entre el cuello y la espalda. Un grito ronco, ahogado, brotó de sus labios. Poco a poco, Alice se liberó y corrió hacia Mei. Dimitri extrajo el cuchillo ensangrentado y se derrumbó. No se movía. Yacía en un charco de sangre. Por instinto Alice se acercó a él para tomarle el pulso. Al llegar junto a Dimitri, comprobó que aún respiraba, pero estaba frío.

—Capitana.

No respondió. Alice estaba sumida en sus pensamientos, repasando todo lo que había pasado en las últimas horas.

—Capitana —insistió Mei, con marcado acento chino—. ¿Cuándo llegue la nave con los nuevos colonos, qué les diremos?

—Es… estamos solos. Nadie vendrá.

Ninguna se movió. Se quedaron congeladas, en estado de shock, como si sus cerebros se hubieran estampado en una pared de ladrillos.

Escupiendo sangre y respirando con dificultad, Dimitri pudo decir:

—No me creen, ¿verdad?. La línea con la Tierra funciona. Compruébelo ustedes mismas… Solo que no hay nadie del otro lado.

El ruso se rio y dio su último aliento.

Querido Dimi:

Me da gusto que hayas podido restablecerlas comunicaciones con la Tierra, plyushevyy mishka1.Me tenías con el pendiente de que algo te hubiera pasado. No quiero preocuparte, pero tengo miedo de que note vea durante más años.

Las cosas siguen mal: la visión aislacionista del presidente estadounidense James Brown puede suponer un riesgo para el proyecto de la colonización de Marte.
Brown ha impuesto aranceles a los productos de nuestra madre patria y, en represalia, nuestro presidente Potemkin impuso aranceles a los productos estadounidenses.
Ayer el ejército estadounidense bloqueó el Puente Intercontinental de la Paz, en el estrecho de Bering. Hoy Potemkin envió vehículos blindados y Fuerzas Especiales a la península de Chukotka.
Perdóname: no debería desperdiciar este momento con politiquerías. Pase lo que pase mi corazón estará contigo.
Tatiana

1 Sabiendo que el año en Marte dura 686’9726 días terrestres, el doctor. John Clipperton diseñó un calendario con los mismos 12 meses del calendario gregoriano. Sin embargo, se enfrentó a un problema: cada agrupación de días era en su totalidad de 14 días y la palabra semana viene del latín sertimana formada por “sept” que significa siete, por lo que decidió llamarlo ciclos.

2 El doctor Clipperton propuso que los colonos fueran con sus parejas para formar una comunidad permanente y en constante expansión.

3 En un principio la United Space decidió nombrar a la base Nova Terra, pero un mes antes del lanzamiento el doctor Clipperton murió asesinado en el estacionamiento de un supermercado al defenderse del robo de su carro, por lo que se decidió nombrar la base en su honor.

4 Cuatro meses terrestres.

5 Lo que equivale a 343 días en la Tierra.

1 Osito de peliche.

El espectáculo debe continuar

Autor: Israel Montalvo.


Bobo era ya una leyenda de la farándula, la estrella principal de aquel clásico instantáneo del cine que lo convirtió, de la noche a la mañana en “la leyenda”, fue ahí donde hizo por primera vez el acto que lo volvió en el icono del pornopop, aquel donde, una damisela en apuros (interpretada por una entonces desconocida Maribel Guardia) intentaba escapar de un grupo de violadores seriales y la única forma de eludir a sus perseguidores fue introduciéndose al ano del payaso, en una escena mítica, donde la podre damisela se aventaba desde un trampolín en maroma suicida y caía en las fauces de ese ano que la devoraba de un bocado y la lanzaba de vuelta para que surcara por el horizonte simulando a un Kal-El pletórico, esquivando a esos infames violadores.

“El culo voraz” fue un éxito de taquilla que permaneció meses en cartelera y las regalías por aquella obra le permitieron al payaso realizar su más grande sueño: Su propio circo. En la época en que Bobo materializaba ese sueño los circos ya eran cosa del pasado, muy pocos seguían en vigencia, los cambios de legislación habían hecho difícil su proceder, en primera instancia se había prohibido el uso de animales en vivo, y los fenómenos de circo ya no eran fenómenos, la gente común era tan deforme y extraña como las criaturas de antaño, las damas anoréxicas era algo tan común bastaba ver youtubers que se mataban de hambre en sus canales, sus videos se volvían virales después de cada muerte.

O que decir de las mujeres barbudas, las nuevas tendencias del feminismo eran más peludas y mach@s que cualquier macho troglodita promedio, o los hombre lagarto, en una época en que las personas se operaban para parecer aliens, era muy difícil lograr que la audiencia se impactara como en antaño. Pero Bobo era un romántico, creció rodeado de ese mundo, sus padres payasos lo llevaron a recorrer el país de octubre en sus giras circenses. Si debía adaptarse a estos tiempos para sobrevivir tomaría como ejemplo lo que hicieron con el circo Du Soleil o ese nuevo circo del terror. Él haría un circo temático y la mejor manera de hacerlo era con aquello en que se había convertido en un célebre icono.

Y así fue cómo surgió el circo nudista del gran Bobo, con sus giras an(u)ales recorriendo el país de octubre de cabo a rabo. Ya llevaba siete temporadas exitosas cuando decidió rehabilitar a sus rarezas, Los siameses se habían separado quirúrgicamente para poder dedicarse a sus sueños: Luke quería ser rapero a pesar de su hermano, que era un devoto cristiano, José, estaba harto de la farándula y sólo deseaba dedicarse al señor. Sin contar que Yoyo, el hombre que se podía tragar todo (cristales, animales vivos, cuchillos, etc.) se retiraba ese año y tuvo que despedir a los enanos azules por el escándalo que se armó cuando los encontraron en su camerino con ese pobre san Bernardo.

A la audición que el mismo Bobo y el hindú ario (su asistente personal) supervisaron se presentaron varios prospectos que prometían ser una nueva camada de criaturas como el Travestiestein de Naucalpan quién en vida fue un “Damo” de esquina revivido en sospechosas circunstancias por un chulo que buscaba ampliar el negocio con las nuevas tendencias como la necromancia sexual o el metasadismo. O que decir de los primos Patiño, que con tal de ganarse un poco de reconocimiento en su mediocre existencia, habían imitado el experimento de esa infame película, pagaron a un cirujano para ser unidos y lograr ser un ciempiés humano, incluso se les ocurrió ponerse una prótesis en forma de cola para poder destacar, o Toby Gómez, hijo no reconocido del activista Lolo Gómez, quien aseguraba haber sido violado y embarazado por Venusinos sin escrúpulos.

De hecho, Toby aseguraba que él era un aborto que había tenido su padre en la adolescencia, pero gracias a su origen alienígena, había logrado desarrollarse, Toby era una especie de tumor cancerígeno sin extremidades y con olor nauseabundo, pero era el alma de las fiestas con sus mórbido sentido del humor y los vapores alucinógenos que emitía al embriagarse, “pedos mágicos”, como él lo llamaba.

De entre todos los candidatos había uno que destacaba sobre todos, Yeyé, quién afirmaba ser el “serial killer” de la vieja Babel, algo imposible de averiguar por qué Yeyé no tenía huellas digitales, ni cara, de hecho, no poseía piel, sus músculos y órganos estaba a la intemperie, decía que un demonio que habitaba su espalda se la había comido y el agujero cosido (por él mismo) en su abdomen conducía al escritor de su vida.

A Bobo ninguna de esas historias le importaba, ni les prestaba atención, creía que Yeyé se le había fundido un fusible con eso que podría ser una variante de la lepra o que Toby fuera un tumor alienígena. Lo que a él le importaba era poder llevar a ese sueño romántico de un circo con sus fenómenos desplazándose por todo el país de octubre, y haría el castings final en vivo, en la función estelar de esa noche.

Los Patiño hicieron su debut montados por chimpancés vestidos de traje y sombrero de copa, causando revuelo y ternura, logrando la aprobación del respetable, en cambio, la Travestiestein tuvo una noche nefasta al realizar un estriptis en el trapecio, perdió su miembro, al parecer su chulo no se lo había cosido debidamente en la resurrección, y Toby tuvo una sobredosis de mezcalina antes de salir a escena, los nervios lo carcomían al saber de qué su padre estaría entre la audiencia, ellos carecían de una buena relación y la posibilidad de una reconciliación en vivo lo agobió, tuvo que ser internado de urgencia y ser inducido a un coma para que dejara de emanar sus gases psicodélicos.

Y así, llegó el turno de Yeyé, quién estaba ahí para darles el espectáculo de su vida, y tener una audiencia para su muerte. Fue algo que ideó desde aquella noche en que fue descarnado y no murió. Yeyé era un personaje, una ficción escrita que su única finalidad era entretener con la miseria que era su vida, pero ese agujero en su panza era la entrada para llegar a su escritor, o al menos eso le dijeron los relatos que fueron por él, y que lo usaron como vía para ese encuentro, se cosió el vientre después de que cruzaron e imaginaba que cuando lo abriera encontraría muerto a ese infeliz que lo (d)escribía.

Y ante esa audiencia estaba desconociendo su vientre. Más no cayó un cadáver, sólo había un agüero infinito en donde deberían estar sus entrañas. La gente lo miraba, aburridos y fastidiados de que nada pasara. Fue un momento eterno, Bobo tuvo que ir por él y sacarlo de escenario, fue en ese instante, entre abucheos y rechiflas que una mano se asomó desde el agujero y le mostró el dedo a ese público hambriento. Luego, pasó lo inevitable, el escritor emergió desde esa representación arquetípica de personaje llamada Yeyé, con una goma de borrar, y un bolígrafo en mano. Esta historia no lograba lo que buscaba y Yeyé no era tan interesante como personaje de circo por lo que se disponía a devolverle su piel, la que reescribió sobre su cuerpo, sin decir ni una palabra procedió. Al terminar, se retiró como si nada, se fue caminando y salió del circo a pie, y a su espalda, dejó a un hombre reescrito, ante un público cautivo, incapaz de comprender que ese había sido un acto único que condenaría a Yeyé a ser un hombre mediocre, incapaz de otra noche de circo.

Gesta para una última canción

Autor: José Gaona.


Araldor, matador de demonios, último heredero de una antigua estirpe de caballeros errantes y la espada más valerosa del reino, estaba muerto. O lo estaría en muy poco tiempo. Aquel era el devastador diagnóstico que había dado su hermano, el hechicero Raslim.

—Todos estos años le he sanado incontables veces, arrebatándoselo a la muerte no pocas de ellas, pero se acabó, Amoryl, tiene la sangre envenenada. Ni la magia más poderosa puede hacer algo en esta ocasión. Este es el precio que se paga tarde o temprano, ¿sabes? El precio de llevar una vida de héroe.

Amoryl contempló el cuerpo tendido sobre el jergón, febril, cubierto de arañazos, contusiones y cardenales. Las palabras del hechicero no eran un consuelo, después de todo se trataba de Araldor, el amor de su vida.

Amoryl lo había conocido siendo apenas una adolecente que servía en el mesón donde cierta noche el campeón pernoctó. Ya por aquel entonces las andanzas de Araldor, que aún no rebasaba ni la veintena de años, estaban ganando fama y renombre. Y ella, una jovencita huérfana, enclenque y de enmarañada cabellera bermeja, se había empecinado en seguirlo.

No por verdadero afecto hacia él (al menos no en un principio), sino porque Amoryl, como toda chiquilla, anhelaba una vida libre, con todos los caminos abiertos, y en Araldor había visto el subterfugio perfecto para conseguir ese sueño. Pero al pasar el tiempo ella no pudo evitar abrir su corazón al hombre que se había convertido en su guía, y él, por su parte, tampoco se había resistido a la atracción que le despertaba aquella joven tozuda y voluntariosa.

Así pues, el amor brotó irrefrenable entre ellos como un renuevo en primavera. Amoryl se había convertido en su inseparable aliada, amiga y consorte. No obstante, en las canciones de los trovadores su nombre apenas y se mencionaba, lo cual resultaba lógico, desde luego, pues el héroe de las gestas era Araldor. Para Amoryl estaba bien, ella no buscaba fama. Se sentía satisfecha con haber escogido aquella vida, dejándose llevar primero por sus sueños y después por su corazón.

Pero el camino que habían recorrido juntos ahora llegaba a un punto sin retorno. Araldor había perdido su última batalla con Hálito de Muerte, uno de los más terribles demonios del Inframundo.

No era una buena noticia para el reino libre de Svanda, pues desde hacía mucho tiempo la Liga de Naciones del Norte veía con codicia las ricas tierras svandianas, y era precisamente por ello que el Consejo de la Liga había acudido a los Señores del Inframundo, quienes satisfechos con los orgiásticos y sangrientos aquelarres ofrendados en su honor, habían aceptado liberar al demonio.

Por tres días y sus noches Araldor agonizó en medio de fiebres y convulsiones. Amoryl no pudo por menos que ofrecerle toda la atención posible, y, aunque el dolor y su propia agonía la atenazaban por dentro, se mostró impasible, aportando la fuerza y el temple que ambos necesitaban en aquella hora tan aciaga.

La mañana del cuarto día lo encontró en el umbral del cobertizo abandonado donde ambos se refugiaban. Parecía que parte de su antigua fuerza le había regresado, pero cuando ella se aproximó y contempló el macilento rostro de su amado, con unas repentinas canas manchando de gris la barba y el ondulante cabello oscuro, supo que aquella inesperada recuperación duraría poco.

—Ninguna historia de héroes debería terminar así —exclamó Araldor con una mirada febril y afligida perdida en el pálido resplandor del amanecer—. Mi destino está sellado, lo sé, pero no puedo irme así, no sería justo. Quisiera darles una última gesta, Amoryl, un último acto heroico para que sea cantado por los trovadores hasta el final de los tiempos.

***

Svanda había caído finalmente. En la plaza de Dareloth, sede del reino, los embajadores de la Liga estaban reunidos para aceptar la rendición del rey y atestiguar su sometimiento. Rostros sombríos observaban impotentes el acto, pues Loethegar era un hombre amado por su pueblo y ningún svandiano habría querido abandonar a su soberano en el momento más ignominioso de su reinado.

De pronto se oyó el golpeteó de unos cascos sobre el adoquinado de la plaza. La multitud se hizo a un lado entre murmullos ante el paso de un jinete. Surgieron entonces expresiones de sorpresa y gritos contenidos, pues no tardaron en reconocer la armadura que portaba el recién llegado, así como el emblema de su escudo: un dragón blanco sobre fondo azabache como el cielo de medianoche. Todos conocían la historia, aquella era la primera bestia a la que Araldor había dado muerte cuando aún era un mozuelo de doce años. ¡Araldor! ¡Araldor aún vivía!

El héroe desmontó y se plantó desafiante ante los embajadores, aunque se le veía más enjuto y frágil bajo la coraza. La visera del yelmo mantenía oculto el rostro, pero muchos ya imaginaban con angustia el aspecto demacrado y ceniciento que el guerrero debía estar escondiendo bajo la placa de metal.

Presas del desconcierto, los embajadores no perdieron tiempo y convocaron al demonio, que se había mantenido oculto entre las sombras.

Un silencio agorero cayó sobre la congregación cuando Hálito de Muerte se mostró. Se decía que Araldor había perdido en su primer encuentro porque no había sido capaz de blandir su espada contra aquella jovencita arrebatadoramente hermosa, de piel perlina y grandes ojos de ámbar bajo una sedosa melena como oro líquido. Usaba un vestido muy bello y elegante, blanco como las nieves del invierno. Lo único avieso en su apariencia eran las garras ponzoñosas que remataban los delicados dedos femeninos.

Cuando Hálito de Muerte atacó, él se limitó a rechazar y esquivar aquellas garras que se movían a la velocidad del relámpago, como si una vez más se sintiera impedido de atacar a la encantadora muchacha, la princesa del Inframundo.

El demonio acometía con una fuerza abrumadora, pero Araldor demostró tener aún la suficiente destreza para eludir y bloquear los bestiales zarpazos. No obstante, el resultado era previsible. Todos sabían que el guerrero sólo estaba alargando su agonía.

Y en efecto, sucedió que tras varios minutos un exhausto y jadeante Araldor cayó al fin de rodillas, el escudo rebotó contra los adoquines en medio de un estruendo metálico, con el otrora deslumbrante dragón casi borrado del todo bajo los profundos arañazos. Más que derrotado, Araldor parecía arrobado ante su contrincante. Hálito se aproximó y le miró, altiva y terrible en su belleza, disfrutando por segunda ocasión su triunfo, consciente de que jamás hombre alguno osaría alzar una mano en su contra.

Por ello no vio la daga que, rápida y certera, se encajó entre sus costillas. Ni tampoco previó, cuando anonadada bajó la mirada, el tajo de la espada que llegó desde un costado.

El campeón se puso en pie, levantó la cabeza cercenada del demonio y la arrojó a los pies de los embajadores, salpicándolos de una sangre negruzca y maloliente. Por un largo instante reinó de nuevo el silencio, la estupefacción marcada en todos los espectadores. Para cuando los vítores atronaron en la plaza, y la guardia de Loethegar se adelantó para someter a los desamparados embajadores de la Liga (tal era su arrogancia y estupidez que sólo se habían procurado la protección del demonio), el caballero ya había montado y dado media vuelta en dirección al puente levadizo, alejándose de la ciudad a todo galope.

***

Se detuvieron a media pendiente de una loma solitaria azotada por el viento.

—Hasta aquí está bien —dijo el caballo entre resoplidos—. Necesito recuperar el aliento.

Amoryl se desprendió el yelmo y dejó que la suave caricia del viento le refrescara el rostro. Su larga cabellera escarlata cayó liberada del nudo y se agitó como un fuego vivo.

—Eso me pasa por usar un hechicero en lugar de una montura verdadera —desmontó y subió a la cresta, donde un único aliso se elevaba viejo y robusto.

A la sombra de las ramas frondosas había un montículo de tierra recién removida. Allí se detuvo la mujer. El semblante sereno, pero un profundo dolor en la mirada. Un momento después clavó la espada a los pies del montículo y depositó el yelmo sobre la empuñadura. Raslim, habiendo recobrado su forma humana, se acercó

—¿Qué harás ahora, Amoryl? Espero no pienses de verdad dedicarte a esto y reemplazar a Araldor. Tú, mejor que nadie, sabes que la vida de un héroe puede ser azarosa y, en ocasiones, muy breve.

—Sólo le dimos a los trovadores la gesta que necesitaban para una canción más —dijo ella con una voz que apenas se elevaba por encima del murmullo—, la última canción de nuestro amado héroe —abandonó por fin su contemplación y se encaminó colina abajo.

—¿Adónde irás entonces?

—De momento a buscar un río, necesito lavarme. Y que ni se te ocurra seguirme, hechicero.

Raslim sonrió y la vio alejarse, resignado a que ella siguiera su propio camino, como había hecho siempre.

Volar, sólo volar

Autor: Eduardo Omar Honey Escandón.


Escuchas tu respiración. Una y otra vez. Apagaste la radio, no quieres oír todo lo que se dice desde el centro de control. Has hecho esto decenas de veces. Excepto que nunca aquí, tan lejos de donde naciste. El panel junto a la puerta indica que únicamente queda el oxígeno residual. Compruebas los sensores de tu traje, corres una prueba final para verificar que todo está listo. Activas tu radio:

—Doble revisión. Listo —comunicas con tranquilidad.

—También terminamos: tienes luz verde. Es todo tuyo el EVA.

Tocas el panel para que se abra la compuerta. Frente a ti está Plutón iluminado por un sol tan distante que parece un accidente. Con la voz activas la música que siempre te ha acompañado: el remix del «Bach G minor» hecho por EduTry. Te tomas del marco de la puerta para acuclillarte, cierras los ojos mientras te sumerges en la melodía y te impulsas con las piernas y los brazos para salir

Tu cerebro dice que caes rumbo al planetoide que tienes frente a ti. Sin embargo, estás prácticamente ingrávido. A esta distancia, Plutón no tiene masa suficiente para atraerte con fuerza.

Tampoco estás nervioso por tener no más de dos centímetros de diversas capas de tela, aislantes, metales y otros compuestos entre tu cuerpo y el vacío que te rodea. Sin esa protección, hervirías y te congelarías casi al mismo tiempo.

Estás aquí para tratar de romper tu propio récord, cumplir tu sueño.

El blanco cordón umbilical que te une a la nave se desenrolla lentamente. Esta vez serán sólo cinco kilómetros. Con tu fama y lo que ha costado llegar a este lugar, la Comandante no quiso tener que correr riesgos de más.

Abres los ojos, quieres mirar cómo la superficie se aproxima, aunque el proceso llevará varias horas. En su momento sentirás el tirón del conector cuando se tense. Mientras quieres entregarte a la sensación de caída. Te corriges: no es caída, hoy es momento de volar.

¿Por qué sigues en la cama? —pregunta tu madre cuando entra al cuarto—. ¿Te sientes mal?

No, mamá, no quería despertarme —contestas con tristeza a la par que tu madre se sienta en la cama y te acaricia la sien—. Soñé que estaba en un enorme prado verde iluminado por el sol de mediodía. Estaba feliz, tan feliz que empecé a brincar. Con cada brinco tomaba más impulso y me elevaba más. Seguí brincando y por fin alcancé las nubes. Ya no caí, volé por encima del prado por muchas horas. El viento me pegaba en el rostro, jugaba con mi cabello. Creo que era feliz como nunca lo seré. Quiero volver a sentir esa libertad, esa alegría, quiero regresar allí.

Tu madre te abraza mientras sollozas por el sueño perdido.

La superficie de Plutón cubre todo tu campo visual. Entonces sientes el tirón de tu línea de salvamento y, sin dejar de percibir que sigues descendiendo, tu trayectoria se modifica un poco. La nave por encima de ti te jalará lentamente con el fin de que también adquieras aceleración de forma horizontal.

Se activan pequeños cohetes en el armazón que está a tus espaldas para corregir levemente tu dirección y sentido. La computadora del traje te avisa que todo está en los límites establecidos.

La música sigue sonando.

Llevas meses entrenando con el grupo de paracaidistas. Hoy será tu décima ocasión. Vibra bastante la avioneta en la que vuelan, pero todos están sonrientes. Comparten este momento, tanto el rito previo como el posterior. El piloto indica que ya están a la altura y posición correcta.

El que está junto a la puerta corrediza hace el honor de abrirla. Cuando está listo hace la señal de siempre y se lanza. Uno tras otro salen. Hoy optaste por ser el último. Brincas y el aire resuena en tu derredor. Los demás casi están en posición para formar una flor. Abres los brazos con el fin de frenar tu descenso y miras hacia abajo consciente de la cámara que está unida a tu casco. Ser el último conlleva también la responsabilidad de registrar debidamente las acciones del grupo e individuales.

El líder indica que es momento de separarse. El grupo lo hace así y los paracaídas se abren como si fueran fuegos artificiales en telas de diverso color. Para ti no es suficiente, sólo han sido unos segundos. Aún intentando frenar con brazos y piernas, cruzas el plano donde tus compañeros ya descienden colgados por sus paracaídas.

Apenas pasando el límite de seguridad abres el paracaídas y te deslizas al punto de encuentro. En tierra el líder del grupo está enardecido y va en tu busca. Te regaña, pero no le prestas atención. Te acaba de llegar el mensaje de que has sido aceptado en la Academia del Espacio.

La computadora del traje indica que sigues en la trayectoria esperada. No han sido necesarias otras correcciones. Esta será la última vez que te permitirán hacer algo así. Te has vuelto símbolo de la importancia de conquistar el espacio exterior, aprender a vivir en el vacío e iniciar la expansión a otros planetas y, pronto, a otras estrellas.

Sabes que, a cambio de hacer este viaje, vendrán meses y años donde tendrás que ser entrevistado en múltiples idiomas, acompañar a políticos en sus campañas, asistir a festivales y cenas de gala, hablar ante cientos de miles de niños y adolescentes para que decidan salir de la Tierra, escribir algún libro y, quizás, tener un cameo en una película que honre tu vida y tus hazañas.

Por eso has estado planeando hacer algo único, especial, para esta última ocasión.

—Computadora, corre simulación del plan de apoyo. ¿Es factible?

—Ejecutando.

Mientras esperas el resultado que no te detendrá aunque no sea favorable, abres comunicación de nuevo con la nave. Tal vez sea lo último que escuchen de ti.

Tras años de entrenamiento en tierra, órbita baja y puntos Lagrange adquiriste mucha habilidad para maniobrar en el vacío, eres un genio en el Extravehicular Activity o EVA. Podías usar el equipo mínimo y maniobrar de módulo en módulo en las estaciones espaciales. O portar una de los mechas, robots de control humano, que se unen a los trajes espaciales en las estaciones más avanzadas como Petipa en L5.

Aprendiste a manipular objetos grandes como si fueran pequeños usando las líneas de seguridad para maniobras que pocos podían ejecutar. Todo esto era mucho más satisfactorio que lanzarse en paracaídas.

Pero aún no era suficiente.

Por las noches en tu litera, mientras el demás personal dormía, recordabas aquel sueño y la sensación que te produjo. Sabías que debería haber una forma.

¿Ya miraste las noticias? —te comentó un día uno de tus compañeros del escuadrón de reparación apenas entraste al comedor—. Hay unos tipos allá afuera a punto de hacer un slingshot.

Te fijaste en la pantalla: eran unos corredores de velocidad que iban de lugar en lugar con trayectorias óptimas para la aceleración de honda, el slingshot: caer hacia el planeta de forma tal que se es lanzado a enorme velocidad a otro punto. Ya era una técnica muy vieja en los albores de la conquista del espacio. Pero se estaba convirtiendo en un deporte extremo. No despegaste la mirada de la transmisión mientras sucedía la aproximación a Júpiter y gritaste de emoción cuando esa pequeña nave salió disparada rumbo a Saturno. Entonces se te ocurrió algo.

Durante las semanas siguientes hiciste cálculos y corriste simulaciones en tus tiempos de descanso. Ya con un plan claro y factible lograste convencer a varias personas para que fueran parte de lo que llamaron tu «locura». Modificaron uno de los trajes EVA, consiguieron ser transferidos a una órbita baja y, finalmente, llegó el día en que todos se subieron a un vehículo de transferencia.

Saliste al vacío a varios miles de kilómetros de la superficie terrestre, te arrastraron con el cordón de seguridad y la computadora te soltó en el momento correcto. Saliste proyectado como un bólido que hizo un paso tangencial sobre la Tierra. El mecha añadido a tu traje corrigió la trayectoria y velocidad más de una vez. Miles de kilómetros más adelante te atraparon para volver sanos y salvos.

No pudieron regañarlos. La transmisión en vivo y directo de tu hazaña rompió récords de audiencia y de súbito muchos quisieron entrar a la Academia. Tras varias discusiones, el Alto Mando aceptó tus planes y cada vez fueron por retos mayores: Marte, Venus, varias de las lunas de Júpiter, anillos de Saturno, Ceres y Urano. Era la ventaja del vacío: no había una atmósfera que te frenara.

—Comandante —comentas por la radio—, voy a seguir un plan alterno. Está ya cargado en su computadora. Si todo sale como lo calculé, tendrán que mover un poco la malla de captura.

—¿Cómo? ¿Qué…? —alcanza a decir la Comandante antes de que cortes la comunicación. Das la orden y el armazón de navegación acelera de súbito y baja un poco la trayectoria. Luego, con suavidad, se separa y te suelta. Tú y tu frágil traje sobrevuelan la superficie de Plutón. Como un guiño tuyo, extiendes los brazos al frente.

El futuro no importa. Estás volando con la libertad y la alegría del sueño, tu sueño, aquí, hoy.

Revelación Pleyadiana

Autor: Jorge Millán.


En la tierra no hay cielo, pero hay pedazos de él

Jules Renard

El destino de la Tierra está en manos de unos pocos, pero la fuerza del universo es más poderosa que su sistema programado de control. La humanidad tiene aliados extraterrenos que desconoce, pero que envían señales visibles en el cielo nocturno, sólo es cuestión de saber interpretarlas; las estrellas nos hablan y hay que saberlas escuchar. La constelación de Las Pléyades está conectada con la espiritualidad del hombre, y quienes perciben su vibración y siguen sus señales obtienen como recompensa una revelación que despierta su conciencia. Una vez alcanzada la epifanía cósmica, no hay marcha atrás.

En cierto pueblo de nombre y ubicación desconocidos vive Sensus, un niño perceptivo interesado por la ciencia, específicamente la astronomía, y que dedica sus ratos libres a la observación de los cuerpos celestes que surcan el espacio. En su cumpleaños número diez recibió de regalo por parte de sus padres un telescopio de largo alcance para realizar su pasión con la tecnología apropiada, a la que dedica tiempo después de hacer sus deberes.

Sensus le ha puesto tal empeño al grado de aprenderse nombres de constelaciones y galaxias. También ha aprendido a pronosticar con antelación eventos astronómicos relevantes, como el paso de algún cometa o cuerpo celeste cerca de la Tierra, lluvias de asteroides, explosiones siderales a años luz de distancia, todo con la ayuda de su amado telescopio. El último evento importante que vaticinó fue el avistamiento de una de las lunas de Júpiter, Ganímides, que estuvo en el rango de visión del pueblo en el que vive un domingo en la madrugada, por lo que tuvo que pedir el permiso de sus padres para disfrutar el suceso.

Es así como Sensus vive su infancia, una existencia motivada por las estrellas. Su espíritu astronómico lo impulsa a realizar lecturas sobre misterios galácticos que encuentra fascinantes: la existencia de agujeros negros, estrellas masivas que se convierten en supernovas, fenómenos colosales como brotes de rayos gama o cuásares, por mencionar algunos de ellos. Debido a esta insaciable curiosidad, ha ampliado su percepción de manera progresiva desde temprana edad, tanto que se puede vislumbrar en su futuro la trascendencia científica.

Recientemente atrajo su atención la constelación estelar Taurus, específicamente el cúmulo estelar de Las Pléyades, que puede ser visible desde el tercer planeta del sistema solar con la tecnología adecuada. Al contemplarla, se maravilla con su majestuoso fulgor, un azul nebuloso brillante que destaca de manera imponente dentro de su constelación madre. Su vocación científica le dice que en esta constelación hay vida alienígena, lo que es lógico contemplando las vastas dimensiones de la nebulosa, una diversidad apenas imaginable para el hombre.

En las últimas semanas de sus contemplaciones telescópicas, Sensus ha detectado un comportamiento extraño en el cúmulo estelar, que brilla de forma anormal durante un pequeño lapso, durante el cual su fulgor es parpadeante, como si intentara comunicar algo a través de este patrón. El chico ha intentado descifrar si hay un mensaje oculto cifrado, pero sólo ha sido capaz de armar una sola palabra coherente, esto con la estructura del código morse. La palabra es ‘bosque’.

Sensus ha armado una lista de posibles frases, todas con ‘bosque’ en su sintaxis, pero ninguna con la coherencia suficiente para cumplir un fin comunicativo, por lo que lo único relevante de sus traducciones es la palabra en cuestión. Desde su confirmación, la presencia de este vocablo lo dejó confundido, pues lo ponía en un estado de reflexión profunda, proceso que terminaba en conclusiones rebuscadas o inverosímiles sobre la epístola estelar.

Sobre su proceso reflexivo destacaba un pensamiento en particular, y era la posibilidad de que este extraño parpadeo del cúmulo de astros hubiera sido captado por su telescopio intencionalmente; es decir, que hubiese sido dirigido hacia la ventana de su cuarto en el momento apropiado para que él lo viera.

Con estos pensamientos rondando su cabeza llegó el verano, y con él las vacaciones. Y desde los primeros días que estuvo libre de sus actividades escolares, se embarcó en el proyecto que denominó revelación pleyadiana.

En los menesteres de su investigación se encontraba, cuando sus padres le dieron la noticia de un viaje para ir a acampar en las afueras de la ciudad, una salida en familia para disfrutar las maravillas de la naturaleza. Aunque modificaba la planeación de su proyecto, la recibió con agrado debido al lugar a donde irían a acampar, pues le dijeron que el destino sería el bosque ‘Praula Verdaĵo’ (nombre en esperanto que significa ‘verdor ancestral’), una de las reservas ecosistémicas más fascinantes de la región. Él sabía de la existencia del bosque desde hacía algún tiempo, y había escuchado descripciones grandiosas sobre éste.

Al relacionarlo con el mensaje de Las Pléyades, decidió investigar su significado, pues presentía que el hecho de que sus padres hubieran escogido aquel lugar era más que una simple coincidencia. Le parecía una extraña casualidad que los planes de acampar cerca de un bosque sucedieran fortuitamente los mismos días en que iniciaba su proyecto sobre la misiva extraterrestre, como si ese viaje fuera una señal importante, o incluso una indicación, para esclarecer todo aquel asunto. El chico decidió seguir su instinto y tomarlo como una pista hacia el cumplimiento de su empresa.

Salieron de la casa un sábado a las 9 de la mañana. Desde la perspectiva adulta de quienes iban a bordo del automóvil, no hay mucho que resaltar sobre el recorrido en carretera. Sin embargo, para la mente infantil fue diferente. Trascurrida una hora de viaje, el niño se abstrajo de la compañía de sus padres con una visión anormal en el paisaje a través de la ventana del coche. Moviéndose a la velocidad de éste, a un costado del camino, yacía en pleno vuelo una lechuza, una especie muy poco común en la región, de color blanco inmaculado.

El vuelo del animal era elegante, con un aleteo refinado, al grado de hacer ver el mantener el vuelo a la velocidad del vehículo no representaba ningún esfuerzo para él, suceso que mantuvo a Sensus en un estado de hipnosis profunda, e inconsciente del mesmerismo que el ave ejercía sobre él.

Después de unos segundos de contemplar a la lechuza en pleno vuelo, la vio girar el cuello para posar su mirada en la suya. Incluso pasó algo que creía inverosímil; la escuchó hablar y decirle: “sigue el verdor ancestral…”. La breve oración fue repetida por el ave tres veces, y al escuchar las primeras dos emisiones de la frase, podía jurar que se trataba del animal articulando con el hocico los vocablos, pero en la última repetición apreció con mayor detenimiento, y pudo percatarse de que el verdadero origen del sonido no era el hocico del ave, sino que éste se articulaba en su propia mente. Al tomar conciencia de ello, pensó entonces que el animal se comunicaba telepáticamente con él, pues tenía la certeza de que las palabras provenían de la lechuza, aunque su hocico se mantuviera inmóvil mientras las escuchaba

El chico volvió en sí a causa de un cuestionamiento de su padre, quien le preguntó si traía todas las cosas que le había encargado para el campamento, y fue en ese momento cuando la experiencia sobrenatural finalizó abruptamente. El padre se percató del desconcierto de su hijo por la expresión en su rostro, y no dudo en preguntarle si estaba todo bien, a lo que Sensus respondió:

—Sí papá, todo bien; disculpa, no te escuchaba porque traigo puestos mis audífonos.

—Oh, ya veo. Te preguntaba si ¿trajiste todo lo que acordamos?—dijo el señor, y el muchacho respondió reincorporándose a la dinámica dentro del vehículo.

—Claro, traje todo lo que me encargaste.

Al cabo de dos horas de viaje, llegaron a ‘Praula Verdaĵo’, con una brisa veraniega meneando las copas de los árboles, pajarillos silbando animosamente y el sonido del agua de un riachuelo cercano. Dejaron el coche estacionado al final de un camino de terracería. Se instalaron y acondicionaron el lugar en el que pasarían la noche, una casa de campaña de material impermeable, tensada con varillas y cuerdas amarradas entre los árboles. Una vez armada la tienda, adentro acomodaron todas las cosas que llevaban en su equipaje.

Desde que llegaron al lugar, todo salió como lo habían planeado o incluso mejor, la muestra más clara de ello fue la algarabía con la que disfrutaron su almuerzo, rodeados de vegetación y sonidos de aves silvestres, con el atardecer emanando un resplandor pletórico. Este humor lo mantuvieron hasta el anochecer, con los últimos troncos de la fogata que encendieron crepitando antes de apagarse por completo. La madre fue la primera en meterse a la tienda, y padre e hijo se quedaron un rato más alrededor de la agonizante flama. Como última actividad del día, por iniciativa de Sensus, identificaron constelaciones en el despejado cielo que tenían como techo. Ambos disfrutaron el juego con gran regocijo, sobre todo el padre, quien en esos momentos parecía como si hubiera regresado en el tiempo a su etapa infantil y fuera un niño platicando con otro.

Una vez concluido el juego astronómico, se metieron a la tienda. Debido al cansancio tras un día dinámico, el chico no tardó en conciliar un sueño profundo, y los padres también disfrutaban un sueño apacible gracias a la agradable calma en medio de la naturaleza, con el sonido arrullador del río a la distancia.

De repente, sin saber cuánto tiempo había transcurrido desde que se había quedado dormido, el pequeño astrónomo despertó en plena media noche a causa de un ruido proveniente del exterior de la casa de campaña, algo como un aleteo sigiloso. Una vez despabilado, tomó una linterna de mano que tenía entre sus pertenencias y salió a investigar.

Al hallarse fuera de la tienda, vio que se trataba de la lechuza que le había hablado en la carretera. Al contemplarla con detenimiento, notó en el animal un instinto dócil y, al mismo tiempo, persuasivo hacia él. El ave estaba postrada en la rama de un árbol, mirando fijamente la figura del niño, con un porte altivo y sereno. Sensus percibió esto como un comportamiento que lo invitaba a la acción como un maestro a su alumno en una importante clase. Después de clavar su mirada durante unos segundos en la de él, el ave emprendió el vuelo hacía los adentros del bosque, desapareciendo en la oscuridad de la noche. Acto seguido, el chico recordó la frase que había escuchado telepáticamente (“sigue el verdor ancestral”), así que se internó en la frondosa vegetación que yacía frente a sus ojos como una puerta a otra dimensión.

Durante los primeros metros del recorrido, sintió un intenso miedo recorrer su cuerpo al ser rodeado por la oscuridad del bosque. Desde que podía recordar sufría un temor enfermizo a la noche y a encontrarse en lugares llenos de penumbra, circunstancias en las que su mente comenzaba a generar imágenes y escenas perturbadoras de lo que podría haber a su alrededor y que lo bloqueaban hasta paralizarlo. Sin embargo, a diferencia de veces anteriores a las que había experimentado dicho miedo, en esta ocasión había algo en su interior que lo motivaba a vencerlo, una sensación inconsciente impulsada por algo externo que no sabía definir. Tal energía lo tranquilizaba, ayudándolo a superar su temor, y le brindaba el temple necesario para realizar la caminata a través de la oscuridad.

La serenidad del niño fue notoria al pasar entre raíces y tierra húmeda, iluminado únicamente con la luz de su linterna, en la búsqueda de algo que no sabía con exactitud qué era, pero que sentía sus vibraciones a distancia y lo llamaban para su encuentro. De repente, a lo lejos, en lo recóndito del bosque, apareció algo que brillaba con gran fulgor, una clase de luz verdosa de forma tubular. Al verla, recordó la frase de su amigo de poderes telepáticos y sintió que debía ir hacia ella; por lo que, completamente decidido, caminó con la linterna alumbrando el terreno que pisaba.

Después de avanzar varios metros, llegó al lugar donde se hallaba el halo vertical y distinguió que la fuente provenía del cielo a gran altura, tanto que no alcanzaba a ver qué era lo que la proyectaba en esa parte del bosque. Lo que sí llegaba a él con claridad era un sonido agudo, un eco de energía que aumentaba como acercándose a la superficie. Por fin, pasados unos instantes, apareció algo que Sensus sólo había visto en el cine y en uno que otro sueño: un objeto con el que finalmente aquel mensaje proveniente de Las Pléyades adquiría forma. Se trataba de una nave espacial.

El objeto era ovalado, de una aleación metálica brillante capaz de reflejar cualquier elemento de su entorno, con tubos como motores que despedían energía de plasma. La nave bajaba del cielo manifestándose como la fuente de la luz verdosa que lo había llamado hasta ese punto del bosque. Después de unos segundos de levitar en el aire, la nave descendió al terreno, apagó sus motores y abrió una compuerta que formó una rampa al hacer contacto con el suelo. A los pocos instantes, y con el chico batallando con el temor que sentía, salieron de ella unas siluetas que, para su sorpresa, tenían un aspecto semihumano.

Una vez afuera de la nave, los seres se acercaron. Al apreciarlas con detenimiento, la única referencia que se le vino a la mente para relacionarlos con algo conocido fueron los elfos que había visto en películas, y pensó que no tenía sentido temerles a los elfos, así que se acercó con determinación a su encuentro. Los sujetos eran dos mujeres y un varón que vestían ajustados trajes plateados, todos con una estatura mayor a los dos metros.

—Hola Sensus, nos da gusto por fin conocerte —, escuchó decir a una voz como si proviniera de una de las entidades, pero no estaba seguro de ello porque no vio a alguna de éstas mover los labios.

Pasados unos instantes, recordó el incidente con la lechuza horas atrás, y supuso que el acto comunicativo era de la misma naturaleza. Entendido esto, se enfocó en ser claro con el pensamiento y en aprovechar el tiempo de aquel esperado encuentro.

—Te hemos observado por mucho tiempo y, por la facilidad con la que has descifrado nuestras señales, confirmamos nuestras suposiciones—, dijo la misma voz dentro de su cabeza.

—No ha sido difícil interpretar sus señales. Lo que aún no tengo claro es con qué intención lo han hecho, es decir, ¿por qué me las han enviado especialmente a mí? —respondió el pequeño con su mente.

Después de una breve pausa, los seres le dijeron que de eso se trataba su presencia en la Tierra, explicarle el motivo de hacer contacto con él, así como el trasfondo de todo lo malo que sucedía en el planeta.

—Nuestro interés especial en ti se debe a que eres una semilla estelar, y nuestra intención es ayudarte a explotar todo tu potencial, porque de eso depende la salvación de tu especie.

Su primera reacción al escuchar estas palabras fue de extrañamiento. No entendía cómo información de esa clase podía pasar desapercibida tan fácilmente. Apenas hubo procesado esta información cuando los entes le aclararon que aún faltaban más puntos de la revelación.

—Desde hace miles de años, su planeta ha sido invadido por una raza alienígena de energía negativa, quienes han logrado infiltrarse y ejercer control en los humanos desde las sombras —sentenciaron los entes pleyadianos.

Dijeron que estos se habían dedicado a instaurar la violencia de forma colectiva en civilizaciones del mundo desde hacía varias eras del hombre. No obstante, mencionaron también que una liberación de este control es posible cuando la conciencia del individuo está dispuesta a desprenderse del dominio. Una vez alcanzado el entendimiento por parte del pequeño, los seres pasaron al último punto de la epifanía.

—Esta visita también es para revelarte que eres uno de los elegidos. Así como tú, hay más personas que son semillas estelares, y juntos se encargarán de la salvación de la humanidad.

Así, los entes anunciaron que, a su regreso, el grupo de hombres y mujeres de la misión estaría completo, quienes se encargarían de fundar los cimientos de una nueva civilización en un lugar secreto del universo.

Actualmente, han pasado ya 30 años desde el encuentro entre Sensus y los seres provenientes de Las Pléyades. La vida del ahora científico consagrado ha dado un giro impresionante. Junto al escuadrón de avanzada, han iniciado la construcción de una estación flotante con una ubicación imposible de localizar por alienígenas hostiles para la raza humana. Un asentamiento habitable para semillas estelares terrícolas en el espacio exterior

En esta fase de la operación, la indicación es clara, localizar a las semillas estelares existentes en el mundo y transportarlas sin que los entes negativos sospechen del plan en cuestión. El método para la transportación es similar al empleado con Sensus en ‘Praula Verdaĵo’: se atrae a los sujetos a sitios apartados de las urbes y adentrados en la naturaleza para hacer contacto con ellos. De esta forma, el rescate sigiloso se realiza sin mayor amenaza.

Durante el desarrollo de la misión, la villa flotante se ha convertido en el hogar de humanos que han vencido el dominio alienígena en la Tierra. Los residentes de este asentamiento han abandonado su existencia terrenal para convertirse en una nueva estirpe, seres cósmicos que pueden conectarse a voluntad con la energía de las estrellas, capaces de expandir su mente a placer con el fin de comprender la complejidad del universo. Seres que, llegado el momento, repoblarán el planeta que los concibió como especie y vivirán en armonía con el verdor ancestral que surge desde sus entrañas.

Tit y Fay

Autora: Laura Mónica Rodríguez Mendoza (LEMON)


Apenas había logrado quedarme dormida cuando sentí mucho frío y dos luces pequeñitas aparecieron sobre mi cabeza.

—¿Entonces, es ella?

Preguntó una de las lucecitas. Yo me desperté llorando de miedo y ya no supe que contestó la otra luz. Mi mamá entró corriendo a mi cuarto muy preocupada, y me dijo que qué me pasaba. Le conté de esas lucecitas que me visitan todas las noches desde hace unos meses. Al principio no les hice caso porque pensé que sólo estaba soñando y además no les entendía nada, pero hoy las escuché clarito y me espanté cuando una de ellas habló de mí. Mi mamá me miró con una cara rara, me dijo muy seria que no dijera mentiras, que no inventara cosas para no ir a la escuela y se salió aventando la puerta. Ya no pude dormir.

Al otro día, en el salón no podía tener los ojos abiertos y la maestra me regañó. Otra vez César me jaló las trenzas y Daniela me quitó la silla cuando me iba a sentar. Todos se rieron cuando me caí al suelo y me gritaron “quiere llorar”, pero ahora no tenía ganas ni fuerzas para llorar. Lo hacían todo el tiempo, siempre me molestaban. A mi mamá ya no le dije nada porque cada vez me creía menos, ni lo de la escuela ni lo de las lucecitas, y ya sólo se la pasaba peleando con mi papá.

Una noche la escuché llorar quedito y la puerta de la entrada se cerró de un golpe. Me asomé por la ventana y esa fue la última vez que vi a mi papá. Mi mamá entró a gritarme que todo era mi culpa, que por mí él se había ido y me sacudió muy fuerte antes de encerrarse en su cuarto. Me aguanté las ganas de gritar y casi me quedo sin aire por las lágrimas, pero me dije que tenía que ser valiente y hablar con las lucecitas.

Estaba tan cansada y casi me quedo dormida esperándolas, pero al fin aparecieron. Las miré bien y parecen haditas. Se llaman Tit y Fay. Les dije que las hadas no existen y se rieron porque no son hadas. Les platiqué lo que pasa en la escuela y con mis papás y ellas me dijeron que me iban a ayudar. Después se pusieron a cantar una canción rara que me dio mucho sueño.

Cuando desperté, no vi a Tit y Fay, pero muy emocionada le platiqué de ellas en el desayuno a mi mamá. Ella me gritó muy feo y me dijo que estoy demente, pero no sé qué es eso. No quiso llevarme a la escuela y le habló a mi tía. Llegué tarde y me tocó en la silla de hasta adelante. Daniela me aventó papelitos con saliva que se me enredaron en el cabello y César me pegó un chicle. La maestra me tuvo que cortar un pedazo y todos se rieron por cómo me veía. Me enojé mucho y les dije de las lucecitas y que ellas los iban a castigar, pero se burlaron de mí aún más. En el recreo me escondí tras la tienda para llorar y las llamé a gritos:

—¡Tit! ¡Fay!

Pero antes de que aparecieran, me oyeron Daniela y César y me empezaron a aventar piedras. Cómo no me podían pegar porque me protegía la pared, él se subió a un árbol para tirarlas desde el techo. Una me pegó en la cabeza y me dolió mucho. Las lucecitas aparecieron y yo agarré una para echársela a César, me quemé la mano. Él se cayó y se abrió la cabeza como una sandía. La sangre se veía chistosa. Yo me reí. El árbol se comenzó a incendiar y el uniforme de Daniela también. Ahora se parecían a las lucecitas pero en grandote. Yo me reí más.

La directora llegó corriendo y se puso a gritar. Una maestra me jaló y me llevó con el doctor de la escuela, pero no sé porque, yo no me sentía mal, ya hasta se me había quitado el dolor por el golpe de la piedra. Me preguntó muchas cosas raras y luego mandó llamar a mi mamá. No sé qué le dijo el doctor, pero cuando salió, se fue sin mí. No me llevaron a mi casa, sino a un edificio muy grandote con muchos cuartos de paredes y techos blancos.

No me gustaba estar ahí. Más doctores me preguntaron por Tit y Fay y yo al principio les contaba todo, pero entonces me hacían tragar unas pastillas amargas, me dolía la cabeza todo el día y tenía mucho sueño… Lo que me puso más triste fue que ya no veía a las lucecitas y me daban muchas ganas de llorar. Una noche, las volví a escuchar:

—Si me vuelves a tocar mocosa, ya verás.

Era Fay, estaba enojada conmigo. Le pedí perdón, pero también le dije que ellas tenían la culpa porque no me habían ayudado como prometieron. Empezaron a dar vueltas muy rápido y se rieron muy feo. Me dio coraje y las quise aplastar con las manos, pero no pude. Con el ruido, vinieron los doctores y cuando les dije que ahí estaban las lucecitas, me amarraron a la cama y me inyectaron. Demente. Volvieron a usa la palabra que dijo mi mamá. Cuando todos se fueron, ellas me explicaron que significa, que es como estar loca. Pero yo no estoy loca…

Ya no le hablé a nadie de Tit y Fay para que no me dieran más pastillas ni me picaran mi bracito. Les dije que lo inventé todo porque estaba triste sin mí papá y que sólo quería regresar a mi casa. Ahora si me creyeron. Creo que los locos son los adultos. Mi mamá me vino a buscar, pero siguió con su cara rara, no me abrazaba ni me besaba, casi no me hablaba tampoco y me dijo que no podía regresar a la escuela y que tenía que tomar muchas medicinas.

Eso me hizo enojar mucho. En la noche, Tit y Fay me visitaron de nuevo, pero yo me tapé con la cobija y no les quise hablar. Comenzaron a decirme cosas feas hasta que ya no me aguanté, me levanté y les contesté igual. Mi mamá entró gritando que me callara y le dije que las viera, que ahí estaban, pero ella no podía verlas y otra vez no me creyó. Entonces me jaló del brazo para aventarme a la cama y darme de nalgadas mientras me regañaba. Yo empecé a llorar muy fuerte y las lucecitas se molestaron mucho y gritaron que ahora seríamos como ellas… Rodearon a mi mamá que me soltó espantada y se comenzó a iluminar. Dejó hasta de hablar. Ellas se rieron. Yo también me reí.

—¿Ves como no estaba diciendo mentiras mamá?

Lugares Invisibles

Autora: Adriana Letechipía.


Lo peor es no poder dormir. Desde hace diez días mis párpados son dos membranas traslúcidas, apenas y me protegen de la luz. Los ojos aún se distinguen en mi cuerpo. Dos máculas negras, gelatinosas, difusas. El pigmento de la coroides es lo que se alcanza a ver. La esclera y el iris son casi imperceptibles. No tardaré en perder la vista.

Frente al espejo desato la cinta de mi bata azul. La vesícula, de color verde, se vislumbra debajo de mi piel húmeda y viscosa; se encuentra inmersa, friable, entre lo que alguna vez fue el hígado. Puedo ver como los alimentos que consumo bajan por mi tubo digestivo, es fascinante cómo se mueven dentro de mis intestinos.

El quimo cambia de apariencia hasta salir de mi cuerpo. Observo el reflejo completo de la mujer invisible que siempre fui. La que no quería resaltar o hacer enojar a mamá. La que no se atrevió a invitar a salir a su mejor amiga. La que se sumió en los libros para no lidiar con las personas. La que se escondió en esta casa en medio de la nada.

Supe que algo había cambiado porque el color de mis lunares disminuyó, eran hermosos. Mi cabello se pobló de canas antes de quedarme calva. Mis uñas le siguieron, cayendo de una a una, suaves e inútiles. Los cigarrillos se acabaron, el vino también. Por fin soy del mismo color que mis lágrimas.

Nunca fui protagonista y nunca seré la heroína que necesitó la humanidad. «Vas a desaparecer», me dice mi reflejo. Ya no hay nadie allá afuera, excepto ellos.

Vinieron del cielo, eran la estrella más brillante. Cada día crecían en belleza y letalidad, una amenaza silenciosa en el firmamento. Me imaginaba dándole a Sofía un anillo con un diamante así de radiante. La casa del bosque de Tlalpan era el mejor lugar de la ciudad para observarlos y soñar. ¡Qué tonta!

Oh, sí. Echaron abajo unas cuantas naves y rápidamente fueron reemplazadas por cientos más, se distribuyeron por el planeta. Ni los países más poderosos lograron hacer algo significativo, eran demasiadas. Los que quedaron suspendidos como satélites nos ignoraron, demostrándonos cuan ínfimos éramos para ellos. De aquellas que aterrizaron salieron máquinas semejantes a insectos, mitad animal, mitad circuitos. Bioingeniería le llamamos.

Desde el refugio pude verlos. Mantideos excavadores de cuatro brazos, estercoleros reforzados de cinco metros de alto, isópteros voraces que consumieron lo que encontraron a su paso: animales terrestres, plantas, edificios, cableado, humanos. Aquellos que murieron por comer bombas o tanques de guerra fueron asimilados por sus análogos, logrando adaptaciones asombrosas e invencibles. Tanques fórmicos de cañón de ánima lisa.

Estaban preparando el terreno para vivir de acuerdo con sus necesidades. La técnica que usaron es muy sencilla y es una de las más viejas: consumieron todo a su paso y defecan sustancias que transfiguran el entorno. Los gases que emanan de sus detritos se cuelan por las ventanas, la tubería de agua potable, los túneles y el drenaje. Las lluvias arrastran esos humores a lugares lejanos.

Envenenaron el ambiente. Sus gases tuvieron el efecto del ácido nítrico en nuestros tejidos. Las hojas de los árboles se transparentaron y perdieron la clorofila. Murieron. Los animales sufrieron el mismo destino. Los perros, invisibles, intentan ladrar para defender sus hogares. Las aves no levantan el vuelo, sus alas cristalinas reflejan la luz del sol. Las cigarras y los grillos fueron silenciados, perdieron la dureza de sus exoesqueletos. Los ojos me lagrimean, la voz sale ronca de mi pecho.

Corrí a la casa del bosque buscando evadir los gases tóxicos, ignorando a todas las personas que suplicaron por mi ayuda. No pude ubicar a Sofía. Desapareció, y con ella la humanidad que hubo en mí. Pronto mi refugio quedó a la vista, expuesto por la muerte de los árboles. Yo misma he comenzado ese proceso.

No es tan terrible. La pirámide de Cuicuilco que permaneció por 2300 años al sur de la ciudad, por fin se derrumbó. Las calles dieron paso a un nuevo tipo de maleza. Hay animales dispersos, libres por las calles, solo que no son los nuestros. El silencio ha poblado el planeta. La humanidad se extinguirá hialina.

El color de mis mejillas menguó, justo a tiempo para no ver mi rostro demacrado, para ignorar la flaqueza de mi cuerpo que sucumbe por la falta de sueño. A tiempo para no verme morir.

La advertencia del can

Autor: Javier Huaman


Por instinto empezó a correr, atrás iban para capturarlo un grupo de hombres con vestimenta alba, éstos tirando de sus pistolas buscaban paralizarlo, huyendo por su vida, de pronto sintió su respiración más profunda, sus fosas nasales se hinchaban, ¿qué me está pasando? ¿Por qué veo mis manos como patas color marrón? No tuvo tiempo para responder, solo atinó a buscar un lugar donde esconderse, llegó hasta una torre con aire fantasmal, sin francotiradores, donde solo se escuchaban los ecos de almas perdidas que retumbaban en las mazmorras. Allí se quedó.

Sus captores lo exhortaron a rendirse, al no obtener respuesta, lo acorralaron y fueron dispuestos a reducirlo (a pesar de su ferocidad). Decidido a no ser atrapado, saltó sobre las cabezas de los hombres.

Mientras huía, vio gente con deformidades, personas cuya razón se había perdido para siempre, seres con defectos genéticos, y enfermedades extrañas, que al verlo correr, lo siguieron, formando así una manada de entes desdichados, que ansiaban la libertad.

Buscando la salida de aquel valle de lagrimas, cruzaron pasadizos, rompieron puertas, saltaron muros, se arrastraron por la tierra y con llagas de las que brotaban sangre con gusanos, se detuvieron (exhaustos pero no rendidos) frente a un ventanal gigante, y allí vieron en lo que se habían convertido, él se vió como un perro grande, color negro, de ojos rojos y patas marrones, que cuando le daba la espalda al sol, su sombra formaba en el suelo una enorme figura cancerbera. Los demás eran animales de otra especie.

Todos llegaron hasta lo que parecía ser la salida de ese laberinto de penas. Grande fue su sorpresa al ver que un abismo los esperaba, uno de los animales dijo:¡es inútil, rindámonos! Y se aventó. La voz del líder se escuchó como un pistolazo al aire: ¡nos quedaremos a pelear, y moriremos con dignidad! Generando un bramido de guerra en la manada.

Los captores con miedo fueron tras ellos y empezó una batalla infernal, a punta de gritos, aullidos, guarrazos, mordidas, la manada se defendía valerosamente. Eran sus vidas y su libertad la que estaba en juego, ya nada tenían que perder, todos ellos habían llegado y vivido en el infierno, existir se había convertido en un martirio.

Se habían cansado de rogar a la vida por un poco de paz, petición que nunca se escuchó. Heridos por la feroz resistencia de los animales, los captores tuvieron que doblegar esfuerzos y usar una gran carga de energía láser, al verlos que iban cediendo de a pocos, les inyectaron sus jeringas, y finalmente se los llevaron en medio de la resignación de una manada ya soñolienta.

Cuando despertó, se encontraba en un cuarto (que le traía recuerdos) uno de bata blanca le preguntó: ¿Cómo se siente? No supo qué contestar “ya hablará, todavía está bajo los efectos del sedante”, dijo el viejo médico, con la seguridad que le da la experiencia en estos casos.

Desde su cama con una débil voz pidió a la enfermera que le alcance un pequeño espejo, al verse en el, vio un hombre con la cara triste, la mirada sin brillo, la barba crecida y desaliñada, un reflejo de su triste alma. Fue en ese momento cuando alzó un poco el espejo sobre su cabeza y pudo ver que tras la ventana, estaba un perro negro grande de patas marrones y ojos diabólicos, el feroz canino con babas de rabia, le ladró con furia: “¡No te vas a escapar de mi, nunca!”, fue lo que el paciente escuchó.

El gran perro negro se volteó en busca de una nueva presa y se perdió entre la maleza del lúgubre jardín. La almohada del enfermo se empezó a llenar de lágrimas.


Furia del desierto

Autor: Miguel Ángel Almanza Hernández


Sobre la carretera del lado del Gran desierto de Altar, el ocaso del sol es hermoso. Pero el trailero no se fija porque todavía le restan seis horas de trayecto. Así que metió pata, el tráiler aceleró su marcha más allá de los cien kilómetros por hora.

Pasado un tiempo, se dio cuenta de que los pericazos ya se le estaban pasando, así que decidió pararse a orinar y prepararse un bazuko para el resto de la noche. Después de echar aguas, encendió su porro y respiró profundo.

A medio tanque expulsó todo el humo, escuchó ruido de pasos entre los matorrales. Iluminó con la luz del celular, y vio a una muchachita llorosa con su vestido sucio, raído y manchado de tierra con sangre.

—¿Estás bien?¿Estás herida, m´ija?

Pero la chica no contestó, solo le miraba asustada solllozando. El trailero se regresó a la cabina y le extendió una cobija sobre los hombros. Ya de cerca, notó que la muchacha era hermosísima, parecía extranjera. Seguramente era de la trata y se les había escapado, lo cual es raro. La comenzó a auscultar para buscar algún arma.

—No te asustes, estoy viendo si no te pusieron chip. Ven, súbete, te dejo en la caseta.

La muchacha dudó, permaneció congelada. Él no le dio más tiempo y la cargó en vilo, subiéndola al asiento del copiloto. Luego, encendió las luces y apagó el motor, cerró los seguros, le dijo:

—Oye, y a todo esto, ¿eres una buena mujer o eres de las malas?

La chica solo negó con la cabeza, mientras intentaba abrir la puerta.

—Si te portas bien, te puedo esconder con unos amigos, ya sé que te van a estar buscando y chance hasta una lana me dan por ti. Pero si me haces una buena mamadita, yo feliz y te saco de aquí en chinga, ¿cómo ves? —Y al decirle esto le mostró la pistola fajada en la cintura, sonriendo como por casualidad.

Ella no se resistió cuando le tomó por el cabello castaño, le restregó su pene flácido y pestilente en la suave cara, hasta que logró erectarse. Y así, mientras le ponía la pistola en la cabeza, con la otra mano le mantenía abierta la quijada.

Movía su pelvis lentamente, poco a poco, la chica dejó su pasiva resistencia y comenzó a hacerle una verdadera mamada. Sintió el placer, una oleada de sangre que le subía, luego el sabor a sal y el ansia tremenda. En el punto más álgido ella se detuvo.

—No te pares, ya casi…

Escuchó un chasquido que le recordó a las jicamas, luego sintió un ardor. Ella sonrió mientras asentía, la sangre le escurría de su boca, masticaba y engullía un pedazo de carne. Sus ojos parecían de fuego y sus dientes eran de bestia, con ellos cercenó a dentelladas hienescas toda la carne por la cual le habían dicho que era hombre. El trailero gritó con desesperación y jaló de los cabellos a la furia. Como no pudo quitársela de encima, se resolvió dispararle toda la carga de su pistola.

Cuando el trailero despertó ya era de día. Tenía mucha sed y frio, le dolía la cabeza. Sintió la humedad entre sus piernas. Abrió los ojos, su rostro quedó congelado en un grito silencioso. No pudo distinguir los restos de su pene y los dedos de la mano izquierda destrozados a balazos, se confundían unos con otros, en una gran plasta de sangre.

Tener la razón

Por Mayra Daniel


El tiempo me dará la razón”

Dicen: “el tiempo todo lo cura”; yo no estoy seguro que sea cierto. A veces, desde esta altura, pienso en que he sido poco razonable. Aunque en teoría mis pasos siempre van a un mismo ritmo, sé que los ojos que me miran, lánguidos, a veces están hechos para odiarme.

Pero, ¿acaso tengo yo la culpa? Es cierto, mi propósito es unívoco, no tengo forma de retroceder o ir más rápido: mi camino es claro y mi finalidad, exacta.

Ser el guardián del tiempo no es para nada un tema sencillo, pero tampoco puedo intervenir y hacer que el galán de esa muchachita llegue más rápido o ir más lento para que aquél joven llegue a su cita de trabajo.

Desde aquí veo muchas tragedias: perritos de peluche que se caen a los andenes y hasta uno que otro zafarrancho.

Mis días son tranquilos, hasta eso: van cambiando las publicidades en los carteles, veo nuevos peinados en las señoras y nuevos estilos en el ir y venir de los muchachos.

En todo este tiempo no he curado nada: estoy cierto, pero también he visto muchos encuentros. Parejas que corren uno a los brazos del otro, dedos que se entrelazan, mejillas que se besan.

A veces creo que no sirvo para nada, sí… Es que mis antepasados: un reloj de arena y una clepsidra, poseían éste misticismo de conectar con los elementos, pero yo fui hecho digitalmente, con un montón de cables y foquitos, a veces me siento desconectado.

Sí, he sido desconectado varias veces: una vez incluso me quedé detenido a las 14:20. Lo único que me consolaba, era saber que incluso un reloj de metro detenido tiene la razón dos veces al día.

Mi hermano está del otro lado del andén, hace mucho no lo veo de cerca. Íbamos en la misma caja el día que nos instalaron, pero desde entonces creo que estoy destinado a la soledad.

El tiempo es también una medida solitaria, quizá por eso nos entendemos. No está destinado ser para nadie, a complacer o cuidar. Diría que su vocación, por el contrario, es esa entropía del desgaste y el fallo.

Cuando me arreglaron me llevaron a un taller y quedé sincronizado con el reloj mundial; al menos eso dijo el técnico: “Quedó de diez”.

Acá abajo pasa de todo, cuando llegan los cantantes me gusta: el tiempo y la música se llevan bien. Yo solo cuento, ellos cantan: “Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer… ella se irá para siempre de mí, cuando amanezca otra vez. Reloj, detén tu camino, porque mi vida se acaba, ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada”.

Nunca he visto las estrellas, eso me hubiera gustado. Ser un reloj que pudiera ver el cielo, que se alineara con los cuerpos celestes. Solo los conozco en los carteles de la publicidad en las paredes.

Un día dejé de ver personas: solo se iba a parar por allí el policía, hacía un rondín pequeño y se desaparecía. Debí suponer que ese sería el principio del fin.

“Si un árbol cae en medio del bosque y nadie lo escucha: ¿en verdad cayó?”, si un reloj marca el tiempo en una estación vacía y nadie lo mira, ¿en verdad pasa el tiempo?

Así, suspendido, vi desde el andén contrario como llegaba un técnico a desinstalar a mi hermano y lo sustituía por una televisión que nunca calla su voz. Mis días están contados, concluí.