Bajo el manto de las mariposas negras

Autor: Carlos de la Torre Fregoso


Los pensamientos de Mariela se agitaban como un enjambre dentro de su mente, incapaz de encontrar refugio en el dulce abrazo del sueño. Sus ojos cansados se abrían de par en par en la oscuridad de su habitación.


Las voces susurrantes en su cabeza la arrastraban hacia los abismos más oscuros de su propia mente. ¿Y si hubiera sido una mejor doctora? ¿Y si hubiera sido más competente, más sensata? Cada pregunta era un puñal que se clavaba más profundamente en su conciencia.

Repasaba una y otra vez sus años de estudio en la facultad de medicina en la ciudad, donde había sido una estudiante ejemplar. Pero ahora, en este pueblo remoto, se sentía una intrusa en un mundo que despreciaba sus conocimientos.
Mariela no podía evitar sentir una gran frustración. La gente del pueblo seguía recurriendo a las viejas curanderas, depositando su confianza en tradiciones que parecían desafiar la lógica. También recordó cuando llegó su oportunidad, un niño enfermo cuya vida pendía de un hilo. Un lienzo en blanco para demostrar su valor como doctora.


Pero el destino se burló de su arrogancia. La vida del niño se apagó como una vela en la brisa de la noche, y Mariela quedó sumida en una culpabilidad insoportable.


Entre los pensamientos, había uno constante que se hacía cada vez más fuerte: “No mereces estar aquí, no vales nada”.


Mariela limpió las lágrimas que rodaban sin control. Su rostro, reflejo de profundo pesar, se transformó en una máscara de ira ardiente dirigida hacia sí misma. Sin titubear, sin darle oportunidad a las dudas que pudieran asaltarla, comenzó a caminar con pasos firmes hacia el río.

Se desplegaba ante ella con un caudal poderoso. Desde la cima del puente memorizó el flujo turbio que parecía llamarla. Cerró los ojos, dispuesta a poner fin a su propia existencia, y dejó escapar un último suspiro de resignación.
Pero en el umbral de la muerte, una presencia inesperada la interrumpió. Una pequeña mano, casi imperceptible, se posó en el dobladillo de su falda. El impacto fue como una descarga eléctrica que recorrió su cuerpo, expulsando el aire de sus pulmones y reemplazándolo con un frío helado que se adhirió a su piel.


La mano que la detenía pertenecía a un niño, el mismo cuya muerte la había arrastrado hasta ese punto. Pero había algo terriblemente equivocado. La piel del niño estaba pálida como la luna, y sus ojos eran huecos oscuros en su rostro demacrado. Emitió un susurro ronco, palabras que atraparon el aire helado y lo dejaron caer sobre Mariela: «No es su culpa, doctorcita, tenía que partir». Su pequeña mano señaló hacia una figura que se alzaba a su lado.


Allí, en la penumbra, una figura se alzaba, cubierta por una túnica negra que ondeaba en la brisa nocturna. Pero lo más espeluznante era su rostro, un cráneo despojado de carne y piel, con dos cuencas vacías donde debían haber estado los ojos. La luz de la luna delineaba sus manos descarnadas que emergían de las rasgadas ropas negras, en su mano derecha estaba sosteniendo una gigantesca guadaña.


El cuerpo de Mariela respondió con temblores incontrolables, sus piernas cediendo bajo la presión de un terror que la envolvía. Su garganta pareció sellarse mientras un miedo profundo le oprimía el pecho.


Aunque la respuesta se insinuaba como una sombra en su mente, Mariela no pudo evitar la necesidad de expresarla:


—¿Quién eres tú?

La figura, la misma personificación del oscuro abismo que yacía más allá de la vida, avanzó hacia ella con pasos que sonaban como ecos en una tumba vacía. La distancia se acortó hasta que apenas quedaron unos centímetros entre ellos.


—Soy el fin de las cosas, el último aliento y el destino inevitable. Tengo tantos nombres como civilizaciones mismas me han imaginado en sus pesadillas. Soy Mictecacihuatl, la que rige el inframundo de los aztecas. Soy La Parca, la dama de la guadaña que se lleva a los mortales cuando su tiempo ha llegado. Soy Azra’il, el ángel de la muerte.

La figura cadavérica se quedó observando unos instantes, como si la analizara profundamente, su tétrica voz emergió finalmente:


—Aún no es tiempo de que vengas conmigo y arrojarte al río no terminaría tu vida, la corriente hubiera desgarrado tu carne la cual se hubiera convertido en un festín de bestias voraces que disfrutarían tu dolor.


En un acto de sumisión, Mariela se arrodilló en señal de respeto. La mano de la muerte se posó sobre su hombro, una sensación fría que penetró hasta su alma. Y el niño, ese niño que nunca podría olvidar, la envolvió en un abrazo cálido que parecía contradecir todo lo que sabía sobre la frialdad del otro lado.


«Mi súbdita», resonaron las palabras en la oscuridad de la noche, y Mariela sintió un escalofrío que no podía atribuir únicamente al viento que se deslizaba por su piel. Las siguientes palabras eran un pacto, un intercambio de secretos que desgarraban las cortinas que separaban los mundos de los vivos y los muertos.


La Muerte, en sus infinitos conocimientos le ofreció el mayor regalo: los saberes ocultos de influir en el destino, Mariela sin dudarlo aceptó.
La Muerte con voz pausada y la paciencia de un gran maestro, le explicó sobre los emisarios, siendo el tecolote el primer augurio, haciendo énfasis en que su presencia no era necesariamente una sentencia, pues la muerte podía ser evitada si se intervenía a tiempo.

Por otro lado, la mariposa negra, símbolo de la fatalidad, portadora de un destino inalterable. Una muerte anunciada por los hilos del destino, una partida que no debía ser evitada por ningún poder en el mundo de los vivos. 


Tras la explicación, recitó la mística frase a manera de enseñanza, capaz de ahuyentar a los emisarios de la muerte:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.

Al momento de decir las palabras, el niño tomó la mano esquelética de la muerte. Sus dedos huesudos se entrelazaron con los dedos pequeños y llenos de vida, creando un puente entre lo mortal y lo eterno. Una suave brisa se levantó, como si los vientos mismos de la transición estuvieran tejiendo un camino en el aire y las figuras se desvanecieron.


Mariela regresó a su casa con pasos lentos y cargados de pensamientos. La luna había ido cediendo su lugar al amanecer cuando finalmente llegó a su hogar.
Su cama la recibió como un refugio del mundo exterior, donde finalmente podría descansar de las revelaciones y emociones que habían agitado su ser. El sueño finalmente la envolvió, pero fue bastante breve. 

Los golpes en la puerta resonaron, interrumpiendo su descanso. Una señora humilde, con una expresión cargada de preocupación, buscaba su ayuda para su esposo, quien se encontraba en cama debido a una fiebre. Mariela se levantó, aún aturdida por la falta de sueño y las emociones recientes, y agarró su maletín, el instrumento que había sido su aliado en la lucha contra la enfermedad y el sufrimiento.


Siguió a la mujer hasta su casa, donde el aroma del hogar humilde se mezclaba con el aire del amanecer. Al entrar en la habitación, el escenario se desenvolvió ante sus ojos con una familiaridad desconcertante. Un tecolote yacía al pie de la cama, un presagio sombrío en medio de la enfermedad. Pero lo que la sorprendió aún más fue el hecho de que parecía que solo sus ojos podían percibir a la criatura.


Acompañada por la voz de la muerte en su mente, Mariela abrió la ventana de la habitación. Con una voz suave pero firme, recitó las palabras del conjuro que había sido confiado:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.


El tecolote pareció mover su cabeza en señal de obediencia. Con un aleteo majestuoso, emprendió el vuelo, desapareciendo en el cielo matutino.

Después de que el emisario hubiera desvanecido, Mariela se volvió hacia el paciente enfermo. Con habilidad y precisión, administró los medicamentos necesarios, inyectando antibióticos y ofreciendo el alivio que la medicina moderna podía brindar. El paciente experimentó una mejoría sorprendente, como si la enfermedad misma hubiera sido arrancada de su cuerpo.


En poco tiempo, las manos de la doctora se consideraron milagrosas y la noticia parecía ser llevada por el viento mismo. La gente comenzó a formarse fuera de su casa, los rostros marcados por la enfermedad, el dolor y la esperanza esperaban su turno pacientemente, como peregrinos ante un santuario de milagros. E incluso las ancianas curanderas, mujeres que habían sido guardianas de saberes ancestrales, no eran inmunes al llamado de la joven doctora.


Pero un día todo cambió para la joven doctora, a su casa llegó su hermano. Parecía bastante preocupado, le dijo que su madre había sido mordida por una serpiente. Tomó su maletín y se fue con su hermano corriendo a casa de su madre; abrieron rápidamente la puerta y Mariela puso el antídoto a su madre, quién ya se encontraba inconsciente.

El horror se apoderó de la doctora al ver sobre la cabeza de su madre una mariposa negra, señal de que era una vida que no debía salvar. Las duras advertencias de la muerte rondaban en su cabeza, pero era su madre quien estaba por morir, sin pensarlo, recitó las palabras:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.


La mariposa voló desesperada fuera de la habitación. Su madre, se levantó de la cama y sus ojos se llenaron de horror:


—¿Qué has hecho hija? Era mi turno de irme.

Mariela, sintió cómo su cuerpo comenzaba a traicionarla, como si las cadenas invisibles de la Muerte estuvieran alcanzándola desde las sombras. Sus ojos, ventanas a un mundo que se volvía cada vez más oscuro, se nublaron de desesperación. Pero cuando sus párpados se elevaron nuevamente, el mundo que se reveló ante ella fue aterrador.


El puente y la Muerte, estaban una vez más ante ella, como si el tiempo nunca hubiera transcurrido. Las palabras cayeron como gotas de plomo, aplastando cualquier esperanza que pudiera haberse aferrado a su corazón.


—No has pasado la prueba —pronunció con frialdad.

El palo de la guadaña, descendió con brutalidad sobre su estómago. Mariela se desplomó en el río helado, y las aguas parecieron cortar su piel con cada piedra afilada que rozaba su cuerpo.


En medio de su tormento, unas poderosas fauces la sujetaron. El horror la invadió cuando sus ojos se encontraron con los de aquella bestia, un feroz coyote que la arrastró a la orilla.

La visión se torció aún más en la distorsión grotesca del horror. Varios coyotes se congregaron para saborear aquel festín, un coro de aullidos llenaba el espacio mientras las piernas y brazos que habían sido su herramienta para curar ahora eran la cena de las criaturas. Sus heridas eran frenéticamente lamidas cuando en sus últimos momentos de consciencia pudo ver como una mariposa negra se posaba en su cabeza; sonrió tímidamente y cerró los ojos mientras esperaba nuevamente a encontrarse con la dulce muerte.