La oración del rey

Autor: Sebastián Oviedo Lobato


28 de mayo de 1985.
Lisias estaba harto de la vida. Nunca creyó en nada místico, divino o sobrenatural, y no lo haría ahora que estaba al borde del abismo. Su propio orgullo se lo impedía. Su ateísmo era lo único que se jactaba de tener aun íntegro en su totalidad. Encontraba en aquella sapiencia una especie de satisfacción transitoria que lo que alzaba como un hombre inteligente y fuerte que no se doblegaría ante nada. Después de un rato de desafiar a cualquier Dios que reinara en el universo con su negativa de pedir una especie de ayuda religiosa, su depresión volvía a poner todo en su lugar.


Lisias salía del trabajo a las 21:05 horas como de costumbre, caminaba en mitad de la noche hacia su hogar en una calle que le parecía sombría e irreconocible por lo menos. Tuvo un accidente automovilístico recientemente, fue pérdida total del vehículo, una de las tantas tragedias que agobiaban su vida.


Había prendido un cigarrillo para aminorar las penas y calmar un poco el nerviosismo de que, sumado a toda la mierda que estaba pasando en su vida, algún idiota apareciera de la nada y le arrebatara lo poco que tenía de efectivo apuntándole con un arma. «Tendría suerte si me mataran en mitad del robo, terminaría con mi desdicha —pensó Lisias—. Pero con mi gran fortuna, estoy casi seguro de que el muy cabrón me golpearía, me orinaría encima mientras ríe y me robaría la ropa dejándome desnudo».


Después de soltar una pequeña risa burlona por sus propios pensamientos fatalistas, una extraña figura se materializó frente a él. Aquello, aunque prácticamente esperado, lo sobresaltó.


—¿Cree usted en nuestro señor Jesucristo? —preguntó una mujer de la nada. Una amplia sonrisa acompañaba a su pregunta.


Lisias dejó ir un suspiro de alivio al ver que nadie le robaría hoy sus cosas. Una tragedia menos.


—Usted lo que quiere es matarme de un infarto —respondió amigablemente en medio de una carcajada llena de nerviosismo. Al ver que la mujer respondía con un silencio incómodo, se decidió por agregar—. No, no creo en los cuentos de hadas.


Con la ironía de su último comentario, Lisias esperaba sacar al menos una mueca de rabia por la calidad de su blasfemia, pero la sombría mujer se limitó a devolverle una sonrisa aún más grande que le puso los pelos de punta. Por un momento, se preguntó si tal vez no hubiera sido mejor que el ladrón ficticio de su cabeza fuera el que estuviera frente a él quitándole sus cosas y humillándolo, y no esa mujer tan rara. A punto de responder, la predicadora volvió a romper el silencio.


—Muy bien, porque yo tampoco —exclamó con solemnidad y le entregó lo que parecía ser un panfleto religioso—. Que tenga buena noche, señor Lisias.


Lisias le dedicó una mirada curiosa al panfleto que yacía sobre su mano derecha, hojeando fugazmente, mientras exhalaba el humo del cigarro de entre los dedos de su mano izquierda. Entonces se percató de que aquella mujer lo había llamado por su nombre.

—¿Cómo es que sabe mi…? —su pregunta se cortó abruptamente cuando se dio cuenta de que la predicadora ya no estaba frente a él. Sintió un escalofrío.


Tras mirar en todas las direcciones posibles, confundido, y convencido de que era completamente imposible de que una persona pudiera simplemente esfumarse en el aire, cuando no pudo encontrar a la mujer por ninguna parte, se decidió por ponerle más atención al contenido del panfleto. La portada tenía la imagen de una corona de oro adornada con rubíes y esmeraldas, alrededor, una estela de luz se proyectaba hacia enfrente como si hubiera un sol atrás, alumbrando con intensidad en mitad de una pila de nubes. Como si la corona desprendiera una luz divina en el cielo.


El contenido, por otro lado, provocó una confusión todavía más marcada al ver que no había algún indicio de ninguna religión conocida por Lisias. «¿Alguna rama ortodoxa del judaísmo, tal vez?», se preguntó. Aquella confusión surgía a partir de la ausencia de la pregonación del Cristo como el hijo único de Dios (ni siquiera mencionaba a su figura en primer lugar) y de la pregunta inicial de la predicadora que casi lo mata del susto. Tan solo mencionaba a un “Verdadero Dios” al que llamaban “El Rey de Reyes”. La información del panfleto terminaba asegurando que la oración escrita en toda una página de aquel escrito, podía conceder cualquier cosa que se deseara si se decía en voz alta y se confesaba lo que uno quería al Rey de Reyes.

Lisias, con humor, repitió la oración en voz alta. Tras una breve carcajada producto de su incredulidad, el pensamiento sobre su tumor cerebral en estadio avanzado lo hizo cesar de golpe. Él sabía que moriría pronto, y la vacuidad de la muerte lo asustaba. El hecho de imaginarse siendo devorado por gusanos, dentro de un ataúd bajo tierra, lo horrorizaba aún más.


—Si tan solo me quitaras el tumor de la cabeza, Rey de Reyes, yo mismo pregonaría tu palabra y erguiría templos en tu nombre por salvarme la vida —dijo en un susurro casi inaudible, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos y observaba a la nada, reflexivo.


Pronto, dándose cuenta de que había sido presa de un momento de debilidad, volvió a reír estridentemente por lo ridículo del asunto. Se limpió las lágrimas con la manga de la camisa rápidamente, como si temiera que alguien lo viera desde la distancia en aquella oscura calle desierta en mitad de la noche, y arrugó el papel para tirarlo sobre el asfalto.

20 de junio de 1985.

Lisias seguía en ese estado catatónico; miraba a la nada, sentado en la cama con la espalda recargada sobre la pared de su habitación. El cuarto olía mal, ya que se había hecho del baño encima en repetidas ocasiones. Sin embargo, ni siquiera la sensación de tener heces y orín por todos lados, o el olor penetrante de los mismos lograban sacarlo del trance.


La barba le había crecido de manera irregular sobre el rostro, y amplias ojeras negras tapizaban sus ojos por culpa de un insomnio que cada vez se hacía peor. Las pesadillas, que realmente eran recuerdos nítidos de lo que había sucedido al día siguiente de que leyó la oración del panfleto, inundaban su mente como un torrente imparable que se lleva todo a su paso, dejando solo destrucción. Y él quería evitar eso: la destrucción gradual de su mente y su alma producto de un recuerdo maldito.


«Felicidades, señor Lisias —había dicho el neurólogo— su tumor ha desaparecido por completo… no sabemos cómo, pero a veces estas cosas suceden.»


Él recordaba a la perfección aquellas palabras porque, tras haberse hecho la resonancia magnética en el hospital, lo primero que le vino a la mente no fue un estado de euforia por haberse salvado milagrosamente. Lo primero que realmente le había venido a la mente fueron unas solas palabras: El Rey de Reyes. Tan intenso como un relámpago implacable que aturde los oídos con el posterior estridor del trueno. La catatonía había empezado justo por ahí; cuando salió del hospital, lo había hecho más como un cadáver viviente que como un hombre feliz por las buenas noticias. El pánico y la confusión envolvían a su cerebro en una bruma impenetrable.


Cuando Lisias llegó a su casa ese 29 de mayo de 1985, lo primero que hizo fue darse un baño de agua fría. En la regadera, pensando una y otra vez en las palabras del doctor, intentó convencerse de que aquello no había sido más que una coincidencia. Una sonrisa comenzaba a dibujarse en su rostro como consecuencia de aquel pensamiento que le devolvía las esperanzas y la comodidad de su ateísmo, pero entonces…


«Fui yo —había dicho una voz—. Yo he sido el que te he salvado la vida.»
De pronto, el agua fría que recorría su piel pareció penetrar en sus venas y contaminar su torrente sanguíneo. Su cuerpo había quedado congelado, lo recordaba a la perfección. Pensar en eso le hizo derramar lágrimas de espanto, no quería recordar más. «No tengas miedo», dijo la voz dentro de su cabeza en aquel momento en la regadera.


Lisias se llevó las manos a la cabeza, ese pensamiento intrusivo lo horrorizaba. Las sienes le palpitaban al intentar con todo su ser parar la tortura de aquel recuerdo. Gritó. Suplicó que parara. No quería ver nuevamente lo que había dentro de sus ojos. La verdad dentro de los ojos del Rey de Reyes, cuando lo vio frente a su regadera al descorrer la cortina, le provocaba pánico. Lo ofendía. Le causaba náuseas.


Pero entonces, poco a poco, aquello comenzó a materializarse contra su voluntad entre sus pensamientos. Mientras se retorcía en la cama de su recámara, gritando y llorando, pudo ver nuevamente la forma monstruosa del Rey de Reyes; aquel Dios enfermizo yacía sentado sobre un reptil enorme y peludo. Como un dragón sacado de una pesadilla repugnante. Las piernas de gallo se posaban sobre su lomo, montándolo, sobresaliendo de un torso que parecía de un hombre desnudo y regordete. Tenía dos alas de murciélago que sobresalían de su espalda, y tres cabezas; la del lado izquierdo era de toro y la del lado derecho de cordero. En medio, una cabeza demoníaca era adornada por una enorme corona brillante como la del panfleto que le había dado la predicadora. Pero lo peor de todo eran los ojos de la cabeza de en medio, unos ojos negros como el abismo que revelaban la verdad del universo.


Antes de que Lisias convulsionara y perdiera la vida por una sobrecarga neuronal cósmica, la imagen del secreto le despidió con un último horror; cuando Lisias había enfocado su atención en los ojos hipnóticos del Rey de Reyes en aquella ocasión, se dio cuenta del abismo que existía después de la muerte. Un abismo eterno donde no existía ningún Dios benevolente, cielo o infierno, sino solo las almas de los muertos que penan durante la eternidad en una oscuridad interminable.


Un abismo que yace dentro del cuerpo del Rey. Un abismo que es El Rey de Reyes. Y su nombre, su verdadero nombre, es Asmodeo.

El último vivac


Autor: Luis G. Torres


Para Oscar Alarcón

Son casi niños, pocos pasan de los catorce años. Llegan al lugar indicado para el campamento y proceden a instalarse. Cada grupo se organiza para armar las tiendas, hacer la fogata, juntar leña y empezar a acomodar mochilas y objetos auxiliares en las tiendas. Cada akela vigila que su manada trabaje bien y rápido. Este campamento es muy especial, se lleva a cabo cada año en el Desierto de los Leones, no lejos del ex convento del mismo nombre, ahora abandonado.

Cuando las tiendas están armadas y las mochilas acomodadas, Vicente el akela mayor llama a las tropas a reunirse, con el clásico sonido del silbato. Todos acuden con prontitud y se forman en círculo alrededor de los guías. Ahí se les dan indicaciones generales. “En este campamento no cocinaremos mucho, solo se prepararán los desayunos. Los tres días comeremos en casa de Lencho, que está a poco más de un kilómetro de aquí. También las cenas y el vivac serán en el mismo comedor, así que hay que organizarse para la caminata y estar siempre a tiempo. ¿Entendieron todos?”. ¡Si señor!, contesta la tropa al unísono. El mismo jefe pregunta: “Cuál es nuestro lema, lobatos?” a lo que todos contestan: “Siempre listos”. Dan la señal de romper filas.

La primera noche del campamento salieron los grupos llenos de ánimo. Los guiaban sus akelas. Al pasar frente al ex convento no faltó quien hiciera bromas al ver el viejo edificio del siglo XVII: “¡Aquí espantan!” o quien empezó a imitar el aullido de los lobos: “auuuuu, auuuu”. Ríen. Los akelas mandaron callar. Se oyeron muchas ricitas nerviosas. Siguieron en camino, sin detenerse. Por fin llegan al comedor de la casa de Lencho, quien los espera en el exterior. Tres granes mesas y bancas de tablones están preparadas para recibirlos. Se acomodan todos y se sientan pegados unos a otros. Lencho les da la bienvenida y les presenta a su dos hijos, Leodegario y Micaela, quienes ayudaran a servir los alimentos. En cuestión de minutos ya están sobre la mesa canastos de pan dulce, jarros de barro naranja y servilleteros. Poco a poco van trayendo lo que falta: Recipientes con tamales y jarras de chocolate caliente. Vicente, el akela mayor da las gracias y- por fin- la señal de que todos pueden empezar a comer.

Cenan rápido y con buen apetito, Se acaba todo lo que han llevado a la mesa y los jóvenes hijos de Lencho ya están recogiendo todo. Se anuncia que a las diez será el vivac. La comisión se levanta a empezar a juntar piedras y madera, para preparar el fuego. Antes de la hora pactada, las tropas se sientan alrededor de la fogata formando un círculo. A la hora exacta, Vicente y los tres akelas menores pasan al centro. Se dan las indicaciones generales, y se procede a cantar unas canciones populares. Para ello, Rubén, uno de los muchachos mayores del grupo, acompaña con una vieja y medio desafinada guitarra.

Todo se organiza para el regreso al campamento. Van contentos y de buen ánimo, después de la cena y el vivac. A los pocos metros de camino, se empezó a oír un ruido. Era como el sonido de una campana. ¿Pero cuál? El ex convento está vacío y no hay ninguna iglesia cercana. La noche estaba oscura, faltaban dos días para la luna llena, que era la única luz disponible en medio del campo. El grupo siguió caminando, hasta que otros sonidos se unieron a los de las campanas: se trataba del sonido como de grandes y oxidadas cadenas, arrastradas sobre el piso. Muchos se detuvieron. Alguien gritó: “¿Qué es eso?”. Los grupos se detuvieron por completo y empezaron a cuchichear en medio de la total oscuridad. Solo los akelas llevaban una lámpara de pilas. Había chicos que reían, pero muchos otros estaban temblando. Los akelas ordenaron silencio y seguir caminando. Ernesto, un chico flaco y desgarbado tenía la cara descompuesta. Su compañero de formación, Roberto –más bien rollizo y de copetito engominado- trataba de tranquilizarlo: “No es nada, no te asustes”. Ernesto es nervioso e impresionable. Sigue caminando, pero mira a todos lados sin fijarse bien por dónde camina. Así llegan al campamento y se meten directo a las tiendas.

Muy temprano suena el toque de silbato para levantarse. Los akelas empiezan a dar órdenes: “¡Hay que prepararse, vístanse rápido y guarden sus bolsas de dormir!”. Todo mundo se moviliza. En la tienda donde duermen Ernesto y Roberto, hay un pequeño drama. Ernesto se orinó dentro de la bolsa de dormir y está bastante mojado, no quiere salir de la tienda. Roberto le dice en voz baja: “¿No traes un cambio?, no puedes salir así, hueles a miados”. Ernesto está enojado y siente vergüenza. Tuvo una pesadilla y ni siquiera sintió que se había orinado. Al final un compañero lo salva, prestándole un pantalón corto oficial. Se cambia y sale después de todos a formación.

Ernesto es amonestado en público por no haber llegado a tiempo. Se les informan las actividades del día: habrá clases de nudos, legislación Scout, primeros auxilios y visita al ex convento, todo antes de la hora de la comida. Todo se desarrolla con normalidad. Llega la hora de visitar juntos el ex convento. La zona está integrada por el ex convento de los Carmelitas descalzos en sí, una capilla vieja y abandonada —ahora cerrada por un fuerte candado—y otras dos construcciones antiguas: la capilla de los secretos y el sótano. Este último fue una bodega en la que se guardaban desde granos hasta instrumentos de jardinería, ahora se encuentra vacío y oscuro, aunque la gran puerta de hierro forjado no tiene candado alguno.

El ex convento está construido básicamente de piedra volcánica y algunas paredes están repelladas y encaladas. Los jardines son amplios y medianamente cuidados. Hay fuentes de piedra en algunos jardines y mucha vegetación en esa época del año.

Después de las indicaciones generales, les dan tiempo libre. Los muchachos corren, entran y salen del ex convento, el sótano, llegan hasta la capilla del silencio y dicen palabras altisonantes en las esquinas, para que los que están en otras esquinas las oigan. Ríen como locos y se persiguen entre sí. Un silbatazo de Antonio, el akela de uno de los grupos, es la señal para detenerse y hacer formación. Los últimos en aparecer son Ernesto y Roberto, que vienen del sótano, caminando parsimoniosamente. Todos les gritan y les chiflan. Un nuevo silbido del akela obliga a todos a callar. Regresan sin novedad a formación y de ahí caminan directamente a casa de Lencho a tomar los alimentos. Por la tarde se hacen otras actividades. Se recoge más leña y se juega un partidito de futbol. Así se acaba la luz del día y deben hacer formación para salir a cenar.

La caminata se lleva a cabo sin incidentes, todos van muy callados, escuchando los ruidos de la noche: grillos, ranas, y el sonido del agua que corre más abajo, por el helado riachuelo. Llegan y cenan. Se organiza el vivac. Ahora en vez de canciones habrá una sesión de cuentos e historias. Empieza Oscar, el akela más experimentado. Les narra historias del ex convento, como aquella de que un fraile murió hace muchos años y no lo enterraron con las debidas ceremonias por falta de dinero. Solo se le dio sepultura, muy cerca de la bodega. Por eso se cuenta que el fantasma del padre aún aparece por las noches de luna llena, quejándose y buscando su cuerpo. Todos aplauden y ríen. Ernesto y Roberto están muy callados. No les hacen mucha gracia las sesiones de cuentos de terror, pues son muy sensibles. Siguen otros compañeros, contando historias como la del jinete sin cabeza, la llorona, los niños muertos y otras. Para narrarlas, se ponen la lámpara de pilas por debajo de la barbilla, de esa manera solo se mira una cara que hace muchas muecas y narra las historias de terror. El ambiente se densifica. El akela mayor ve el reloj y dice: “Son las diez, de la noche, hora de volver. ¡A formación!

Las manadas empiezan a caminar. Hace frío y se observa una neblina ligera alrededor del grupo. Cuando han caminado algunos minutos, el sonido de la campana vuelve, acompañado del arrastrar de cadenas. Oscar les pide que sigan sin detenerse. Algunos chicos ya tienen cara de preocupación. Para más, un nuevo ruido se incorpora: son aullidos como de coyote. Intensos, continuos. Todos se detienen y hacen una bola, como lo haría un grupo de corderos al sentirse amenazados. Los obligan a seguir caminando. Justo cuando pasan frente al ex convento, se empiezan a ver unas pequeñas luces, en varios puntos: sobre la barda, dentro de la bodega, en la ventana superior, en la fuente de piedra… ¿Quién podría prender esas luces? ¿De qué se trata esto? Los chicos se preguntan entre sí y vuelven a romper formación y hacer una bola en la que todos tratan de estar dentro, para protegerse.

Ernesto está muy descompuesto. Quiere salir corriendo de ahí, pero sus compañeros lo detienen. Roberto trata de tranquilizarlo, lo agarra fuertemente del brazo. El miedo aumenta. Entonces se oye un gran grito que proviene de la bodega. Parecería como si hubieran acuchillado a un hombre. El terror se apodera de todos y empiezan a correr en dirección al campamento. Alguno que otro tropieza y cae. Ernesto es uno de ellos. Sus compañeros lo pisan para pasar sobre él. Está asustado, lloriqueando y además pisoteado. Roberto ayuda a levantarlo y se lo lleva al campamento a jalones. Cuando llegan al campamento, dos akelas los esperan. Tratando de contener la risa, les preguntan por qué no llegaban. Ellos están aún aterrados, pero también molestos. Roberto mira al akela con unos ojos de odio, pero pocos alcanzan a notarlo. Cuentan lo sucedido… Se da la señal y cada grupo se mete a sus tiendas a dormir.

Por la mañana parece que ya se olvidó lo sucedido la noche anterior, salvo que algunos cuchichean en formación que tuvieron tanto miedo en la madrugada, que orinaron sin salir de la tienda, nada más abriendo el cierre. Ernesto le confiesa a Roberto que tuvo pesadillas otra vez. Los akelas mandan hacer silencio y organizar el desayuno. El grupo encargado empieza a prender la fogata y a sacar los víveres de la tienda-almacén. Es el último día de campamento. Quedan muchas actividades por realizar. Al día siguiente, después de desayunar, tendrán que levantar las tiendas, empacar y salir.

Por ser el último día, la comida es especial: les sirven pollo con mole y arroz, acompañado de bolillos. Hay agua de limón y de horchata. De postre, esas deliciosas galletas de Tenango, que se deshacen en la boca. Todos comen con buen apetito, risueños y platicadores. Terminan sus platos y los hijos de Lencho los levantan para llevarlos a la cocina. Agradecen la comida y regresan al campamento. Se hace una reunión para recordar las actividades del día siguiente, se acuerdan las comisiones que harán todo y se comentan las próximas salidas del grupo. Habrá un paseo largo a la cueva de las golondrinas en San Luis Potosí en dos meses. Todo se entusiasman y aseguran que asistirán.

Cuando se dan cuenta, ya es de noche y están caminando hacia casa de Lencho. Algunos portan mochila, con los materiales que usarán para el vivac. Ahora sí, la luna está totalmente llena. Parece una pantalla iluminada. Solo unas tímidas nubes la rodean. La noche está fría y silenciosa, de no ser por los grillos que nunca descansan. Los recuerdos de la noche anterior surgen, pero no se detienen, incluso aprietan el paso para llegar a cenar.

Después de tomar los alimentos, se avisa que empezará el último vivac. Se presentan varios números musicales, declamaciones y más. Al final, el grupo de los más grandes lee una historia de Alan Poe muy conocida. Se trata de “El gato negro”. Los chicos se han repartido los párrafos y lo hacen muy bien, dándole entonación y efectos corporales a lo que leen. También usan las lámparas para alumbrar a las caras del narrador, o a otros puntos alrededor de ellos, creando una atmósfera de miedo. El akela mayor los felicita por la representación. Agradecen a Lencho, Leodegario y Micaela. Ya no los verán mañana. Hacen formación y empiezan a caminar, recordando aún divertidos, el vivac. Nadie se percata de que Oscar y los otros dos akelas no van con el grupo. Debieron de haberse adelantado.

Cuando el grupo se moviliza hacia el campamento, empieza la sucesión de sonidos: campanas, cadenas que se arrastran, aullidos, el ulular de una lechuza. Casi se esperaba, pues cada noche ha sido así. La neblina es más espesa esa noche y una luna enorme y amarillenta alumbra su camino.

Antes de llegar al ex convento, se escucha un caballo, que parece seguirlos. No han visto ninguno de ellos en esos días. Es extraño que a esa hora ande por ahí, pero su cabalgar es clarísimo. Al parecer el caballo los ha adelantado, pero solo se oyen sus pisadas, nadie vio al animal ni a quien lo monta, hasta que de repente ambos llegan de frente y se pueden ver entre la neblina; es un caballo negro y grande, montado por un jinete sin cabeza y del que solo se distingue una gran capa oscura. La formación se rompe y varios corren, Están asustados por la aparición. Se oye relinchar al caballo y una risa fuerte y burlona, que no se sabe de dónde viene. En ese momento, de la bodega del ex convento sale una pequeña procesión de frailes, con sus hábitos café oscuro y las capuchas puestas sobre las cabezas. Llevan velas en las manos y al caminar agachados no se distinguen sus rostros. Los ruidos de la campana y las cadenas se intensifican. No se detienen los aullidos y el ulular de la lechuza. Todos es una confusión, Ernesto, Roberto y un explorador más, salen corriendo y se meten en el bosque. Algunos lloriquean. Se han quedado en cuclillas, petrificados, rodeados por el jinete sin cabeza y los monjes silenciosos. Cuando todo llega al máximo punto, se empiezan a oír unas risitas que pronto se vuelven carcajadas. Los monjes se levantan las capuchas y son ni más ni menos que dos de los akelas, Leodegario, Micaela y Lencho. Del caballo baja el jinete, que tenía oculta la cabeza bajo un manto negro, se descubre y es Oscar, el otro akela faltante. Los chicos no saben si reír o llorar, Están muy asustados y les causa más que risa, enojo, el haber sido engañados y burlados de esa manera.

El akela mayor se pone al frente y les explica que se trataba de una prueba de valor, a la que todos los exploradores del grupo son expuestos. Agrega que cada año se realiza y que los padres están informados y dieron su consentimiento. Entre los murmullos se oyen voces que dicen; “! ¡Qué poca madre!, ¡De haberlo sabido!” Uno de los exploradores dice riéndose: “Yo si lo sabía, ¡mi hermano mayor que vino hace años, me lo advirtió”! Los monjes y el jinete –ahora con cabeza- se insertan al grupo. Todos empiezan a caminar rumbo al campamente, de manera más o menos desorganizada, comentando lo sucedido. De repente alguien declara: “Ernesto y dos más no están, salieron corriendo a la hora del susto mayor”. Vicente, el akela principal le indica a Oscar que regrese por ellos, Felipe, otro akela se ofrece a acompañarlo. Ambos se separan del grupo, aun con los disfraces puestos y van hacia el ex convento.

Como ya que se han apagado las veladoras que se prendieron en la ventana, la bodega, la fuente, la barda y otros sitios, el convento está totalmente oscuro. Oscar y Felipe se separan para buscarlos en los alrededores, sin encontrarlos. Gritan de vez en vez sus nombres, sin tener respuesta alguna.

Dentro de la bodega, Roberto y los otros dos chicos, están escondidos en la oscuridad, tiritando de miedo y frio. No han escuchado lo que pasó fuera y sienten que aún corren peligro. No se mueven, ni hacen ruido. Solo se escucha el ligero castañear de sus dientes y sus respiraciones continuas.

Oscar y Felipe los buscan en la capilla de los secretos, atrás del convento y por cuantos pasillos y corredores que se pueden acceder. Al fin, cansados de buscar se detiene frente a la bodega, Roberto hace la seña de que guarde silencio a Felipe y entra sigiloso por la vieja puerta de hierro, caminado de puntitas para no hace ruido. Adentro todo está oscuro, pero no trajeron lámparas. Cuando apenas han caminado unos pasos, sienten la presencia de alguien más y en ese justo momento, solo se escucha una orden: “¡Ataquen!” y todo se vuelve una confusión. Grandes rocas caen sobre sus cabezas y espaldas. Entre los tres chicos golpean a los akelas sin piedad, usando esas grandes piedras. Roberto ha sacado de su mochila un hacha y otro de ellos, porta un cuchillo de montaña. Los akelas alcanzan a soltar unos gritos de dolor, pero tienen encima a sus atacantes, cortándoles con el cuchillo y el hacha sobre el tórax y extremidades y moliéndolos con la piedra sobre la cabeza, con una saña que solo el odio o el miedo pueden infundir en un adolescente de su edad y fuerza.

Todo termina. Los cadáveres de los dos jóvenes quedan en el piso ensangrentado y la tercia de exploradores sale de la bodega, sumida en la oscuridad. Los tres están como en un frenesí asesino, sudados, ensangrentados y temblorosos. Roberto porta el hacha, llena de sangre y uno más, no suelta el cuchillo de su mano ensangrentada. La luna, inmensa, alumbra sus rostros. Respiran con dificultad. El tercero le dice a Roberto: “¡Creo que eran Oscar y otro akela!”, aterrado. Roberto se limpia la cara con la manga del suéter, sus ojos aún están desorbitados. Casi escupiéndolo le contesta: “¡Lo sé, claro que lo sé!”.

¿Quién cuida al que cuida?

Autor: Javier Huaman


En su desordenada habitación, sentado al pie de su cama, apoyando sus rechonchas manos sobre una mesa de mármol añejo, no tiene una frase precisa para iniciar un relato. Mientras el silencio era desesperante, el simple sonido del crujir de la puerta del cuarto que se abría y cerraba por el empuje del viento le fastidiaba al punto de recordar aquellos tiempos de irritabilidad que vivió ―que se creía superado― pero que eran como la noche, que siempre vuelve.

Sus manos temblaban como hojas luchando ante un gélido invierno, desde su vientre hasta la garganta se erigía un ahogo creciente, la hinchazón de su pecho lo hacía resoplar aires agónicos, un zumbido de voces le incordian el cerebro, y el oído se agudizó tanto a tal punto, que ahora si escuchaba hasta el más mínimo sonido de la ciudad, un pitillo incesante rompió su sien. No quería llorar, lo que quería era gritar, sí, tan fuerte y vomitar la ansiedad para siempre.

Mientras tanto alguien en la sala buscaba algo, se irritaba más cuando escuchaba que buscaban reiteradamente sobre las mismas cosas. Tenía miedo a sus pensamientos, ya la frontera de su paciencia cada vez era menos y cualquier día todo esto podría terminar en una tragedia. Sus pies como raíces de árbol viejo se aferraban al suelo, sus extremidades empezaron a tener un raro movimiento muy parecido a los insectos. El frío sudor como un camino de bichos le recorría la espalda. Cruzó sus dedos y apretó fuertemente las manos para rezar, pero era tan fuerte el movimiento tembloroso de sus manos que vencían a su solicitud divina.

Se le dificulta hablar, no podía decirles que se callen, o que dejen de buscar ese no sé qué en la sala “No puedo, no puedo, no puedo”, decía a duras penas al aire pesado que invadió su cuarto. Sus dientes rechinaban como las ratas cuando se pelean por la comida entre ellas. Sentía mareos y la sensación de que todo en aquel lugar se movía desordenadamente; cerraba los ojos y desde muy adentro de su ser por su boca seca salían las palabras: ¡Piedad, piedad! Emitiendo un llanto silencioso, un quejido de aquellos que sufren en el alma, cruzó de brazos apretándose todo el pecho, apeado al lado izquierdo de su cama, después de los gemidos y la respuesta de un cuerpo asustado, sintió unas débiles manos ―como de ángeles― que le sobaba la espalda, al tiempo que le decían: “Tranquilo hijo, tranquilo, no pasa nada, son solo los nervios”, reconoció la voz, era de aquél que buscaba unas monedas para comprar su pan y las buscaba en el mismo sitio una y otra vez, y cuando dejó de calmar a su hijo, las había vuelto a perder. “¿Dónde dejé la plata?”, decía el hombre cuyos recuerdos de nombres, personas, vivencias se iban yendo cada día de su memoria para jamás volver. Después de una larga y dura lucha, los momentos de martirio mental iban ya desvaneciéndose: se había cansado de llorar. Sin embargo, volvió a sentir el horrible silencio, ese que desespera, que nos mata de saber que nos acompañará en el descanso eterno. El crepúsculo entraba por las sucias ventanas de aquella casa de dos cuartitos, pero que en el fondo era una casa con alma de sanatorio, la de dos seres sufribles que se cuidaban uno del otro de sus crisis, miedos y demás latigazos de la vida.

Después de esa experiencia, suspiró algo aliviado y ahora sí tenía por fin la frase idónea

para empezar su relato:

—Les voy a contar como es el infierno…

El altar del Hombre Abeja

Autor: Roberto Rodríguez


Roberto Rodríguez nació en Juchipila Zacatecas el 29 de enero de 1992 . Criado en la comunidad de El Remolino frente a la zona arqueológica "Cerro de Las Ventanas". Desde pequeño se interesó por la historia, arqueología y relatos de su comunidad.

La combinación de influencias de autores como H.P Lovecraft, Edgar Alan Poe y Robert E. Howard; con su gusto por practicar la danza y música folclórica, lo encaminaron a crear relatos de folk horror, tomando en cuenta elementos del ecosistema de su comunidad.
Actualmente continúa formándose como escritor en “Taller Delfos de Escritura Creativa".
En esta sección presentamos cuentos que fueron trabajados en el Taller Delfos de Escritura Creativa en voz de los propios autores. Escucha el audiocuento desde la plataforma IVOX en voz de su autor.


En medio del Cerro de las Ventanas y el Cerro de Contitlán, a un lado del río, vivían en una choza a las faldas del cerro: Manuel con su hermana mayor, Avelina, y su madre Fátima. El lugar pertenecía al hacendado, se los había prestado desde hace mucho tiempo a sus antepasados. Los abuelos de Manuel habían fallecido cuando él era un bebé. Aunque era un joven majadero y frío, siempre fue criado de manera amorosa por su hermana y su madre. Nunca conoció a su padre, pues dicen que cuando él era pequeño, se fue a Nayarit a trabajar en las cosechas y nunca se supo más de él.

Vivía un tanto alejado del pueblo, las pocas veces que podía convivir con otras personas, era cuando iban al pueblo a comprar lo que en el cerro no podían conseguir. También para vender lo que ellos recolectaban en el lugar donde vivían: algodón de pochote, mango barranqueño, ciruela amarilla, pitayas de todos los colores, guamúchiles, guaches, conchitas del río, plumas de coa, elotes, calabazas y lo más preciado: miel de abeja.

Este último producto lo obtenían con la ayuda de don Nieves, un viejo amigo de su abuelo. Él era el único que se atrevía a subir a los alto de los cerros, amarrarse de los árboles, y bajar para castrar las colmenas que se formaban en los acantilados del cerro.

Don Nieves era una figura de autoridad para Manuel, pues lo consideraba un hombre valiente como ninguno, pero al mismo tiempo, también le tenía un poco de coraje, puesto que lo regañaba por tratar mal a su hermana y madre. Para rematar le decía: «Por eso ninguna mujer te quiere para marido», esa frase y sus malas experiencias amorosas lo fueron marcando de por vida.

Don Nieves les había conseguido un lugar para ofrecer sus productos en el tianguis de Juchipila. Dada la buena reputación que tenía don Nieves, la gente pronto atendía la recomendación y compraban en el puesto de doña Fátima, la madre de Manuel.

Una tarde a la choza del río, llegó un hombre que vestía un tanto raro para lo acostumbrado en el pueblo. Fue recibido por Avelina y Manuel, pronto aquel hombre se presentó con un tono de voz altanero:

—Hola, soy Raúl Ordóñez , trabajo como arqueólogo. Vengo desde Guadalajara porque me han dicho que aquí Manuelito, conoce muy bien el Cerro de las Ventanas.

Avelina, de manera amable le contestó:

—Así es señor, mi hermano tiene desde bien chiquito que anda por todo el cerro y lo conoce muy bien. Bueno, casi muy bien ¿pero qué anda buscando usted, señor?

—Verá, cómo lo mencioné antes busco… algo que tenga que ver con objetos o construcciones que dejaron los indios.

Avelina hizo una pausa, dudando si contar o no lo que ella sabía, lo pensó un momento. Al recordar que aquél hombre se presentó como un arqueólogo; creyó que sus intenciones eran buenas.

—Mmm, pues desde que tengo memoria mi mamá me llevaba a un lugar a dejar muchas muchas flores y frutas, dice que se hace eso para agradecer los frutos de las plantas y los arboles. Luego le sopla a un caracol para llamar al Dios de las Abejas y se pone a decir unas palabras en lengua de los ancestros. El lugar tiene así como muchos escaloncitos, en la parte alta una figura de un mono colgado boca abajo, este tiene cuerpo de persona y alas como de abeja.

El arqueólogo cerró ligeramente los ojos, se quedó pensando un momento y en tono curioso le preguntó a Avelina

—¿Alguna de las palabras que dice es: Ah Muzenkab?

La chica hizo una afirmación con la cabeza, entonces aquel hombre supo lo que era dicho lugar: un altar dedicado al dios maya de las abejas: «Ah Muzenkab». Le pareció algo raro, puesto que el Cerro de las Ventanas se encontraba al sur de Zacatecas; demasiado alejado de los territorios de aquella antigua civilización.

Al reflexionar sobre la rareza de la situación, puso cara de sorprendido, mostró una sonrisa perversa y con tono codicioso le dijo a Avelina:

—Sabe usted señorita, lo que me acaba de mencionar nos puede dejar un gran negocio. Solo necesito que me lleven a ese lugar, yo traeré a mi gente y nos llevaremos la escultura. El comprador me mandó personalmente, les daremos tanto dinero que ya no necesitarán trabajar ni vivir en este salvaje lugar, ¿qué le parece la oferta señorita?

Avelina no aceptó pues tenía mucho respeto por las enseñanzas de su madre y los ancestros. Sin embargo Manuel tomó otra decisión e intervino la negociación:

—¡Yo también sé dónde está ese lugar! Las he seguido un par de veces a escondidas, a mí nunca me han querido llevar. Dicen ellas que yo no tengo el don. Pero ya me cansé de estar en este lugar, me la paso subiendo y bajando estos malditos cerros buscando que comer; nadie me da trabajo porque a la gente le da miedo eso que hacen mi madre y mi hermana.

En ese momento la madre de los muchachos salió de atrás de un árbol, todos se asustaron porque no sabía que estuviera ahí.

Fátima la madre de los chicos, con tono molesto se paró frente al hombre y le dijo:

—Está usted loco, señor, es gracias a esa figura que tenemos siempre algo que comer en el cerro. Si se la llevan de aquí las siembras no darán cosechas, ni los arboles darán frutos

El hombre con su tono altanero y burlándose le dijo a la mujer:

—Pero, señora, ¡qué pensamiento tiene! Esas cosas que me dijo su hija son puras tonterías, no sirven para nada. Pero respetando su creencia igual le digo: con lo que vamos a ganar no van a tener que trabajar nunca más. Mi comprador es un arqueólogo checoslovaco llamado Alesh Hasrlichka. Él ya había escuchado de ese lugar en una ocasión que vino a hacer sus estudios, pero nadie se atrevía siquiera a buscar el lugar. A mí me pidió que viniera a encontrar esa escultura y llevársela sin importar el costo.

—Pues será muy estudiado y rico el viejo aquel, pero no sabe nada de lo que pasaría si se llevan la figura de su altar. Sobre todo, lo que les pasará a los que se atrevan a moverlo de ahí.

El arqueólogo se molestó por las amenazas de la mujer, entonces con tono agresivo le dijo:

—¡Uy! Qué miedo pinche vieja, aparte de pendeja ahora resulta que me amenaza . Pues sepa que ya hablé con el dueño del cerro, ya le di su parte a él y usted no va a detenerme.

Raúl Ordóñez sacó de entre sus ropas una bolsa llena de monedas de plata, la que abrió frente a Manuel y le dijo:

—Mira muchacho así como esta, tengo otras diez bolsas para darte. No seas igual de pendejo que tú madre y tu hermana, con esto puedes comparte lo que quieras, hasta una casa en el pueblo. [Te las daré, pero solo si me llevas a ese lugar.

Manuel con cara de ambición y locura comenzó a caminar en dirección de aquél lugar. Su madre intentó detenerlo, pero el joven fornido se zafó fácilmente. Enseguida entre su madre y su hermana le cerraron el paso para intentar detenerlo. La ambición cegadora lo hizo reaccionar de forma violenta: lanzando una brutal bofetada a su madre, la mujer se desvaneció bruscamente estrellando su cabeza contra una afilada piedra. La sangre brotó a chorros y pronto su madre comenzó a convulsionar, sacudiéndose de forma anormal.

La hija pronto reaccionó: se acercó a su madre, puso la cabeza de la mujer herida sobre sus piernas. Entonces comenzó a llorar e insultar.

Mientras la madre convulsionaba, de su boca se escuchaba recitar una oración en alguna lengua desconocida para Manuel y Raúl, pero no para Avelina quién prestaba atención y repetía las palabras en voz baja para después recordarlas:

Yuum le kaabo’obo’

Ko’oten tuméen múultuune’

Ku yokol tin wíinkilil

Ts’áaten a páajtalil

Kíinsik le wíiniko’ob.

Teech ka k’áata’al…

Antes de poder terminar la oración, la madre lanzó un último suspiro y con la mirada dirigida hacia Manuel. Había fallecido.

Avelina puso su cabeza junto a la de su madre, lloró desgarradoramente por unos segundos. Después se quedó en silencio. Temblando de coraje, con sus manos limpió sus lágrimas que se mezclaron con la sangre de su madre, tomó un collar que traía en el cuello la difunta, lo arrancó y llevándolo a su pecho recordó y terminó aquella oración que había dicho su madre:

Yuum le kaabo’obo’

Ko’oten tuméen múultuune’

Ku yokol tin wíinkilil

Ts’áaten a páajtalil

Kíinsik le wíiniko’ob.

Teech ka k’áata’al Ah Muzenkab*

En ese momento, entre los cerros se escuchó el eco de un colosal enjambre que se acercaba. Desconcertados, el par de hombres buscaron en el cielo y vieron como unos segundos después, todo se oscurecía por aquel enjambre de miles y miles de abejas.

El arqueólogo tratando de ser inteligente corrió al río, pues había escuchado que entrando en el agua las abejas no te atacan; pero antes de entrar al río fue alcanzado y envuelto por el enjambre que lo elevó al cielo. El hombre se sacudía y trataba de arrancar aquellas abejas que rodeaban su cuerpo, solo consiguió que lo atacaran. Aquellas abejas no eran normales, sus aguijones parecían más bien largas y afiladas agujas negras que llegaban a traspasar el cuerpo del hombre. Su veneno producía al instante gigantes llagas rellenas de negra pus, las cuales estallaban poco después provocando hemorragias por todo su cuerpo. Los gritos de dolor de aquel hombre se intensificaron conforme su cuerpo iba estallando: primero fueron sus piernas y brazos, dejando sus huesos al descubierto bañados en sangre y pus negra. Después su abdomen se inflamó tanto que parecía un enorme globo, al estallar, todos sus órganos quedaron expuestos y colgando. Finalmente, cuándo su cabeza se volvió una enorme llaga que al explotar, lanzó masa encefálica por todos lados. Las abejas se dispersaron y desparecieron, desde lo alto dejaron caer frente Manuel y Fátima aquella grotesca y asquerosa deformidad que se habían convertido en los restos del ambicioso arqueólogo.

El chico estaba paralizado de miedo, llorando de locura y desesperación. Su cuerpo comenzó a temblar cuando miró que había algo raro le sucedía su hermana.

La chica levantó la cara, sus ojos se ennegrecieron totalmente, sus dedos se habían secado y podrido adquiriendo forma de afiladas púas. Metió dos de ellas en el extremo de su boca y cortó sus mejillas, al instante brotaron unas especies de tenazas dentadas de ahí. Después clavó las púas en su propio cuerpo, arrancando las costillas y separándolas del esternón. Las costillas se abrieron formando una especie de alas que se alargaron. Su columna se encorvó, y el coxis le creció hasta sus rodillas, tomando la forma de una afilada lanza.

Manuel no podía soportar lo que veía: sentándose en el suelo, cerrando los ojos, tapando sus oídos y llevando su cabeza hacía sus rodillas, comenzó a llorar desenfrenadamente. Unos pocos segundos después todo era silencio. El chico se percató de ello, dejó de llorar, y aún con un poco de miedo, fue quitando lentamente sus manos mientras limpiaba las lágrimas de sus ojos.

No se encontraba nada extraño a su alrededor: ni su hermana, ni su madre, ni el cuerpo del arqueólogo. Pensó que se había quedado dormido y había tenido una pesadilla. Manuel se levantó, decidió ir hacía su choza para pedir disculpas a su madre y hermana por todas las ocasiones en que las había ofendido.

Llegó al árbol de mango que estaba a un lado de su casa, tuvo la sensación de que algo lo miraba desde arriba. Al voltear encontró aquella monstruosidad en la que se había convertido su hermana, quiso correr de inmediato, pero apenas dio unos cuantos pasos, sintió como algo le atravesaba la espalda y salía por su pecho.

Era el aguijón de aquel monstruo que lo elevó del suelo. El pico del aparato bucal de aquel ser, se introdujo por la boca de Manuel, este sentía ahogarse por aquel grueso órgano que impedía el paso de oxígeno a su pulmones. Sintió un inmenso y desesperante dolor cuándo todos sus órganos eran poco a poco destruidos por una dura y dentada lengua que molió todo a su paso. El chico se sacudía, manoteaba y pataleaba de aquel insoportable dolor. En su interior todos sus órganos habían formado una repulsiva pulpa sustanciosa de sangre, excremento y orina. Sirvió de alimento para el monstruo en qué se había convertido su hermana Avelina, quien succionó todo aquello.

Después de esto, en los pocos minutos en el que el cerebro de Manuel seguía haciendo funcionar su vista y su tacto; miró y sintió como aquel ser lo bañaba de una viscosa sustancia cálida que envolvió su cuerpo. Después de esto, el monstruo se elevó por los cielos con el cuerpo de Manuel. Lo último que miró aquel chico, fue el enjambre de abejas que acompañaba el vuelo del monstruo, hacía una oscura cueva en el cerro.

Tiempo después a don Nieves se le hizo raro no ver a la familia en su puesto del tianguis. Fue a buscarlos a la choza pues había escuchado del arqueólogo que andaba preguntando por Manuel. Al llegar a la choza no encontró a nadie, pero aprovechó la vuelta porque en una cueva cerca de ahí, siempre se formaba una buena colmena.

El señor subió al cerro, llevaba consigo unos pasojos de vaca, los cuales encendió para producir humo. Con cuidadosa puntería, los dejó caer al interior de la cueva.

Pronto un centenar de abejas salieron de la cueva. Don nieves amarró su cuerda a un árbol luego, lanzó la punta hacia abajo y enredo un tramo a su cintura. Comenzó a bajar cuidadosamente por las paredes del cerro. Al llegar a la cueva, desató la cuerda y se acercó cautelosamente para no llamar la atención de las abejas. A los pocos segundos se escuchó un grito de desesperación que retumbó por entre los acantilados de los cerros. Nieves trepó rápidamente y se fue corriendo para la iglesia, le platicó al cura lo que había visto. La gente que lo había mirado entrar, pronto especuló que se trataba de la familia que vivía en el río .

Después de ese día, el pobre hombre tenía pesadillas todos los días, nunca más volvió a castrar una colmena. La última vez que lo vieron treparse a un cerro, fue para lanzarse desde lo alto y terminar con su vida.

El cura y el doctor del pueblo, quedándose solos en el panteón después del entierro de Nieves, conversaron lo siguiente:

—Me dijo que encontró el cuerpo de Manuel en perfectas condiciones, totalmente recubierto de cera

—Había escuchado que la cera de abeja tiene propiedades hidratantes y frena la aparición de arrugas; pero tanto así como preservar el cuerpo de una persona que pudo haber muerto hace un mes, yo no lo creo .

—También me dijo que el cuerpo tenía en su interior mucha miel de abeja.

—Entonces esa sería la razón por la cual el cuerpo no se había descompuesto, la miel tiene propiedades antibacterianas. Pero se me hace algo exagerado por el calor que hace todo el año en la región.

—Pero esa no fue la razón por la cual aquel hombre quedó traumado.

—¿Entonces cuál fue?

—Dijo haber visto un ser horrible colgado de lo alto de la cueva, como si fuera una mujer con el cuerpo deformado, parecido al de una abeja. Aquel ser y él se observaron mutuamente, incluso le habló y reconoció su voz. Fue ahí donde le hombre comenzó su locura.

—Pues esa última parte si está muy fantasiosa la verdad, yo creo que a lo mejor había comido peyote o…

De repente una voz de mujer interrumpió al doctor:

—Recuerde que la ciencia aún no lo ha podido explicar todo, mi querido doctor.

El doctor reconoció la voz de aquella mujer.

—Mi querida amiga y casi colega, Matilde. Veo que no has perdido tu don de andar de chismosilla escuchando platicas ajenas.

—Ni tan ajenas doctor, usted sabe que esos terrenos son míos . Y dígame, señor cura, ¿qué pasó después?

El cura un poco desconfiado por no saber quién era la mujer, dio un rápido fin a la historia:

—Nunca nadie más volvió siquiera a mencionar la existencia de la familia de Manuel y mucho menos de aquel extraño altar del Hombre Abeja por el que el arqueólogo había preguntado.

Matilde respondió:

—Es mejor que así sea. Dígales en misa a los hombres que no deberían levantar nunca la mano en contra de ninguna mujer, los hombres están para proteger, para eso deben usar su fuerza y para trabajar. Porque luego la mujer tiene otros medios para vengarse.

En cuanto Matilde dijo estás palabras, un fuerte zumbido de abejas se escuchó cerca. El par de hombres se tiraron al piso asustados temiendo el ataque de las abejas. Pero a los pocos segundos después, el enjambre se había ido, los hombres se levantaron y se percataron de que Matilde había desaparecido.

*Dios de las abejas

Ven por la pirámide

Entra en mi cuerpo

Dame tu poder

Mata a los hombres.

Te lo pido

Dios de las abejas

Ven por la pirámide

Entra en mi cuerpo

Dame tu poder

Mata a los hombres.

Te lo pido Ah Muzenkab

El rugido

Autor: Ynad Bond


Nunca le presté atención a los detalles de la vida, y aquel día no fue la excepción. Comenzó como cualquier otro en la ciudad; corrí hasta la oficina, no tuve tiempo de despedirme de mi familia, ni de hablarle a mis padres. Iba con prisa, como siempre.

Ante mí tenía una enorme pila de trabajo esperando disminuir, como siempre, estuviera yo o no, el trabajo nunca terminaría, no obstante, la paga era buena y era lo único que me importaba. Jugaba con el teclado mientras esperaba la actualización de mi computadora, como dije, un día normal hasta que todo se movió a mi alrededor. Me pregunté si era solo yo o si el estrés por fin me estaba afectando, hasta que los artículos de la oficina cayeron al suelo y mis compañeros dieron la señal de alarma.

Un sismo no era algo que tomáramos a la ligera, salimos de la forma más ordenada posible hasta que un extraño ruido, similar a un rugido, nos paralizó a todos, nos miramos unos a los otros, quizá era un rechinido del mismo edificio, una señal de que podría caer. Salimos corriendo hacia la calle y esta nos recibió con una densa nube de polvo, gente llena de pánico que gritaba por ayuda y autos accidentados. El pavimento a mis pies se agrietaba a una velocidad anormal, el agua de las tuberías salía a chorros y en medio del caos pude ver una gigantesca garra que apareció de entre el polvo, disipándolo. Y de nuevo el rugido, una mezcla del lamento de una ballena y la furia de un oso.

Una densa nube de polvo surgió de la nada, cubriéndonos a todos. Yo caí al suelo, sintiendo las pisadas de la gente a mi alrededor, incapaz de levantarme o de siquiera ver. No podía creer que este fuera mi final. El suelo se movió con mayor violencia y comenzó a cuartearse, y en un solo instante, la nube de polvo se disipó y una enorme pila de roca surgió ante mis ojos… solo que no era roca ni tierra, era piel, una gigantesca garra aferrada al concreto justo frente a mí.

El terror de contemplar algo tan grande, algo que desafiaba mi concepto de realidad, no me permitió correr. La garra se levantó desprendiendo escombros a su alrededor; en ese momento me percaté de que en realidad se trataba de la punta de un apéndice aún mayor, similar a una aleta que al retraerse se enrollaba alrededor de un brazo gigantesco. Miré hacia arriba, con lágrimas en mis ojos y vi cientos o miles de tentáculos que colgaban de un cuerpo gris; los tentáculos se movían al unísono y otro brazo cayó frente a mí, ejerciendo una gran fuerza en el piso para poder arrastrar a la colosal criatura.

El movimiento se detuvo y del cielo descendió lo que parecía una ballena jorobada, sus aletas se levantaron y dos ojos rojos ocultos se revelaron ante mí. Era un monstruo de proporciones gigantescas, y la punta de su cabeza era una maldita ballena. Los ojos me miraron por eternos segundos y una lágrima escurrió por uno de ellos. Los tentáculos se movieron hacia otro ángulo, apuntando hacia el frente de la criatura, y la aleta de ballena regresó a su lugar, para ocultar aquellos ojos que me observaron. Otro par de poderosos brazos golpearon el piso y la parte delantera de la criatura se elevó, emitiendo una vez más ese sonido abrumador y a la vez increíblemente triste.

No tardaron en llegar los policías junto con el ejército con sus sirenas activas y sus vehículos de guerra. La criatura parecía responder al sonido que hacían los jets de combate al pasar por encima. Debí correr, pero mis piernas no respondían, entonces comenzaron las explosiones. Solo fui capaz de ver el fuego rojo con negro y la onda expansiva me arrojó hacia las ruinas de lo que había sido un elegante edificio, sumiéndome en la oscuridad. Desperté con el rostro en el suelo, aspirando el polvo y una tos incontrolable, me dolía respirar, uno de mis oídos no funcionaba y mis ojos no paraban de llorar. Me levanté sin saber cómo lo logré y caminé como si estuviera en un sueño, bamboleándome, sin poder ver bien. Pensé en mi familia, en mis amigos, si se encontraban bien y a salvo, solo entonces consideré mi situación: si moriría en medio de esta destrucción, si este en verdad era el fin… También medité en aquella criatura, no parecía solo una bestia, pues al ver esos ojos, incluso llegué a pensar que poseía inteligencia y sentimientos.

Caminé sin rumbo en medio del caos hasta que una mano fuerte me sujetó por la espalda. Giré mi rostro y pude ver que se trataba de un soldado que movía su boca hablándome sin que yo pudiera escuchar nada más que un pitido; ni siquiera me preocupé si me había quedado sordo, solo miraba como me hablaba sin decir nada y señalaba hacia una enorme grieta en el concreto que conducía a un gigantesco cráter. Debía medir lo mismo que un estadio de futbol y sin duda era allí donde la criatura se refugió.

El soldado me dirigió hacia un sitio seguro, donde varios refugiados y heridos estaban descansando, había comida y agua que daban los militares, así como tiendas de campaña para poder descansar y personal médico que no dejaban de moverse. Me llevó hasta una de las tiendas de lona donde me ofrecieron un plato con comida y un lugar para sentarme, por desgracia, al intentar tomar una de las botellas de agua se me resbaló de las manos. Al principio pensé que solo estaba nervioso, intenté cerrar los ojos para descansar, pero no podía pensar en nada más que en esos ojos rojos mirándome, analizándome, juzgando mi alma.

No podía soportarlo más, me alejé de la base y regresé hasta el gigantesco hoyo por donde escapó el monstruo. Quedé frente a aquel abismo negro por mucho tiempo, sin poder recordar a mi familia, ni a mis amigos, ni siquiera mi nombre… toda mi mente estaba centrada en esa mirada. Tomé una decisión y descendí por el escabroso camino, con precaución para no caer y morir. Conforme descendía, la oscuridad era más densa, no podía ver nada, sin embargo, sabía exactamente el camino que debía tomar. Atravesé tuberías, vagones de tren subterráneos y cuevas con pequeños ríos, sin perder nunca mi rumbo, sin percatarme que era observado por cientos de ojos no humanos.

Avancé hasta que un animal se interpuso en mi camino, tenía un caparazón como si fuera un cangrejo, con largas antenas, era casi de mi tamaño, sus seis patas largas le permitían moverse con rapidez a través de las rocas. Entonces sus tenazas se abrieron y mostró unas manos parecidas a las mías, en su asqueroso rostro de insecto se formó una sonrisa. De manera inesperada, sentí un terrible peso que me derribó y, casi sin aliento, vi como decenas de criaturas similares se abalanzaron sobre mí, me sujetaban con fuerza para inmovilizarme, mientras yo me resistía presa del pánico.

Una de las criaturas insectoides se acercó a mí, uno de sus dedos sostenía un gusano que se retorcía en el aire y lo colocó sobre mi estómago. Grité, luché y me desesperé, intenté con todas mis fuerzas moverme para quitármelo de encima; todo era inútil, el gusano se arrastró dejando un rastro de baba sobre mi cuerpo hasta que llegó a mi rostro. Podía sentir la humedad en mi piel, aunque movía mi cabeza de un lado a otro con violencia, el gusano se posó en mis labios y luchaba para poder abrirse paso a través de ellos. Deseaba gritar, pedir ayuda, pero si lo hacía, esa cosa entraría en mí. Cerré mis ojos, esforzándome por mantener mis labios apretados hasta que el gusano cambio de objetivo y entró por mi nariz. Me quemaba por dentro, lloré e intenté gritar sin éxito alguno, esa cosa bloqueaba mi garganta al grado de impedirme respirar. Dejé de resistirme, mi cabeza daba vueltas y la imagen de aquel ojo misterioso regresó a mi mente.

Para mi sorpresa no estaba muerto, al menos aún no. En lugar de eso desperté en un lugar frío, solo y oscuro, un pequeño rayo de luz se filtraba por el techo, mostrándome que se trataba de una gigantesca cueva con estalactitas en el techo por donde goteaba el agua y el sonido que hacían las gotas al caer resonaba por todo el lugar. Lo primero que hice fue sentarme y de inmediato sentí el ardor en todo mi cuerpo, las náuseas y el dolor de los huesos, sentía como si me hubieran dado una paliza. Intenté ponerme de pie sin lograrlo, entonces un aterrador sonido hizo eco en toda la bóveda, un sonido similar a un lamento inhumano que hacía vibrar mis huesos. En ese momento una luz roja apareció frente a mí. Como un insecto me dirigí hacia ella, y de pronto se volvió enorme, un gran círculo rojo y sin avisar, apareció otro círculo rojo… se trataban de ojos.

—Has venido.

Retrocedí lleno de terror, no podía hablar, tal vez en verdad estaba muerto.

—No estás muerto… aún.

Caí de rodillas al borde de la desesperación, ¿qué estaba pasando? ¿Quién me hablaba?

—No tengo nombre, y al igual que tú y tu raza, estoy perdido en este mundo.

¿Mi raza? Esos ojos, ya los había visto antes.

—Nací en un sitio como este, rodeado de oscuridad; fui atacado, mi existencia se vio en riesgo y tuve que huir: Pero estaba muriendo, muriendo como las criaturas con las que comparten este planeta: podía sentir su dolor, su sufrimiento, su agonía al perder la vida con lentitud en aquellos mares que alguna vez fueron la fuente misma de vida. Así que solo las abracé; las abracé para reconfortarlas, para aminorar su dolor, para que no estuvieran solas al momento de perecer.

Era la criatura gigante… ¡Estaba hablando conmigo! No, no hablaba, se comunicaba de manera diferente al sonido. Podía escuchar su voz ¿En mi mente?

—Por desgracia, el veneno que rocían hasta el fondo de sus océanos me cambió, me afectó y el gesto que debía ser de amor, se convirtió en uno de transformación. Dejé de ser quien era y me convertí en lo que debía ser.

—¿Quién eres? ¿Qué eres? —Grité con mi voz a punto de quebrarse.

—Fui formado en las oscuras aguas de la profundidad más extrema. Recorrí caminos que con su sola existencia aniquilarían humanos como tú; navegué a través de ríos de lava por el centro del planeta y pude sentir como sufría nuestro hogar.

Esto no tenía sentido, estaba loco por completo. Me levanté, no podía ver nada, los ojos desaparecieron y una luz me cegó; froté mis párpados con ambas manos para recuperar la vista. Entonces la vi, la criatura se encontraba justo frente a mí, tan gigantesca como el rascacielos más alto y de una forma que me atormentaría en mis más oscuras pesadillas. Pero lo más inquietante era su voz y el mensaje que transmitía:

—Yo nunca debí existir, sin embargo, a causa de su raza estoy aquí. Y defenderé mi nuevo hogar de cualquier amenaza que surja dentro o fuera de él. Te has convertido en mi heraldo y te comisiono para que lances una única advertencia… Todavía pueden sobrevivir algunos, no me genera placer lo que debo hacer, actuaré por el bien de todos los seres vivos en este planeta. Si les adviertes a los de tu raza, a los tuyos, todavía existe la esperanza de salvar a los que te escuchen.

En mis ojos se reflejaba la figura que se comunicaba frente a mí: brazos enormes, seis de ellos que podían ser garras o aletas, tentáculos que caían por todo su vientre hasta el pico de su cabeza, que parecía tener una ballena jorobada; pero ese no era su rostro, por encima de sus brazos había cuatro pares de aletas, unas grandes y otras más chicas, allí estaba su rostro.

La criatura se alejó de mí, arrastrándose por el camino mientras podía ver como de su piel se formaban enormes llagas que amenazaban con explotar en cualquier momento, de su cola salían cientos de látigos gigantescos que terminaban en púas. A mí alrededor aparecieron decenas, cientos de esos extraños crustáceos humanoides que se arrodillaron ante el monstruo y al cabo de unos segundos, desaparecieron todos en la oscuridad.

Desperté aterrado, estaba en mi oficina, mi computadora estaba en su lugar, aún actualizándose, uno de mis compañeros de trabajo me observaba con curiosidad. Me levanté de inmediato y palpé mi rostro y cuerpo para saber si no estaba muerto, miré por la ventana y no vi ni un solo rastro de destrucción, el terremoto, la criatura… todo había sido una alucinación, una pesadilla.

Cerré mis ojos, tratando de olvidar, sin embargo, solo venía a mi cabeza aquellas palabras: “tú todavía puedes salvar a algunos” y de pronto un rugido estremeció el ambiente, un rugido que parecía el lamento de una ballena y la furia de un oso. 

Revelación inexpresable

Autor: Roberto Carlos Garnica Castro


Los dorados brazos de aquél que se alimenta del agua grana de los sacrificios se filtraron por la ventana de su celda, él levantó su rostro moreno y visualizó que la punta inferior de cada rayo se presentaba como una mano abierta.

Entrecerró los ojos y sintió que su cuerpo semidesnudo era como una varita de vainilla que se pone a tostar al sol. Era la época más fría del año en el Cemanáhuac y esas cálidas caricias eran uno de los mayores placeres que un muchacho como él podía experimentar.

El aspirante a sacerdote se desperezó, sacudió la cabeza, inspiró profundamente y se dispuso a herir sus brazos, sus piernas y su pene con las agudas espinas del maguey.

Todo lo hacía mecánicamente y lo mismo daba si se trataba de la mortificación matutina o nocturna, de la reproducción de imágenes mentirosas en el papel amate o con el barro, de la lectura o declamación de las flores y los cantos, por no hablar de las actividades más corrientes como comer, dormir u orinar.

—¿Acaso algo es verdad sobre la tierra? ¿Sólo venimos a soñar? —se preguntaba con insistencia.

Aunque sea de jade se quiebra,

aunque sea oro se rompe,

aunque sea plumaje de quetzal se desgarra”

Como una pintura nos iremos borrando,

como una flor,

nos iremos secando.”

Cuando leía, escuchaba o repetía los versos del sabio Coyotehambriento. No se trataba de palabras hueras, sutiles o simplemente bellas —como lo eran para sus compañeros y maestros— sino de filosas espadas, pesadas piedras, volcánicos fuegos.

Ya era tiempo de dirigirse al refectorio, pero en lugar de salir de su celda se sentó con calma sobre el petate color de maíz con las piernas entrecruzadas y la palma de las manos sobre sus rodillas. Estaba decidido a no volver a hablar, a no volver a caminar, a no volver a comer y ni siquiera a abrir nuevamente los ojos.

¡¿Qué más da?! Si lo mismo es hacer o no hacer, lo más juicioso es no resistir, dejar de hacer hasta no vivir más.

Fue hasta que Meztli iluminó con su pálida luz la nuca del muchacho inerte que algunos de sus compañeros, preocupados, se introdujeron en su celda para preguntarle por qué no había salido en todo el día, pero él no se inmutó y, al parecer, había logrado dejar de oír. Llamaron a sus maestros e intentaron levantarlo, pero no lograron moverlo ni un ápice, parecía una estatua de obsidiana de tonos rojizos y azulados que despedía un fuerte olor a cardosanto.

Llegó el amanecer y el joven pensador seguía allí, pasaron días, años, siglos, milenios y el viejo monje seguía ahí.

No había ya ni una piedra de su antigua escuela y los hombres del quinto sol hace mucho que habían dejado de andar sobre la tierra.

Finalmente, su corazón se llenó del Señor y de la Señora de la Dualidad, del que es invisible como el viento y de la que es negra como la noche; adquirió la capacidad de endiosar las cosas, sonrió con resignación porque a nadie podía ya transmitir su sabiduría.

Mariana.exe

Autora: Carmen Gutiérrez


Hace doce años, Mariana Guerrero salió a comprar la despensa. Era una mañana soleada de mayo en 2023, un sábado. La avenida estaba despejada. Quizás fue por eso que, en un tramo donde nunca había accidentes mortales gracias al tráfico, una camioneta con un conductor intoxicado llegó a estrellarse contra el auto de Mariana en una luz roja.

Cuando fue declarada muerta por los paramédicos, Rebeca estaba sosteniendo su mano. Esa fue la última vez que ella la vio con vida

Eso, claro, hasta que contrató el servicio.

Era el paquete platino con imitación de tacto incluido. En toda teoría, si todo salía bien, Loved incorporated había programado una réplica virtual de la consciencia de Mariana que se activaba por voz. Podría interactuar con ella, formar conversaciones complejas y, bueno, según el empleado con el que firmó el contrato, hasta parecería como si Mariana hubiera revivido.

El único problema era que…

—Ella no tiene memorias —dice Rebeca, quien está parada frente al escritorio de la recepcionista llenando una queja.

La señorita se le queda viendo por unos segundos. Al ver que Rebeca no cambia de expresión, cierra el archivo que estaba llenando para solicitar una reparación y la mira fijamente a los ojos.

—Ninguno de nuestros productos viene incluido con memorias, señorita.

Las palabras llegan a Rebeca como un golpe en el estómago, pero está lejos de detenerse. Cuando se recupera, la primera sensación que tiene es la urgencia de pelear con alguien, así que se pone a alegar con la señorita en el mostrador, y por más que ella se esfuerce por explicarle cómo es que funciona el servicio, Rebeca se niega a escuchar otra cosa que no sea “permítame un segundo, deje le resuelvo su problema”. No se detiene, incluso cuando la señorita llama por teléfono y un empleado llega con una copia de su contrato, incluso cuando ella misma lee en letras diminutas la leyenda de: “La simulación del producto no incluye las posibles memorias del difunto”, e incluso cuando le llega la mirada irritada de demás clientes que esperan su turno.

Rebeca continúa peleando sin saber exactamente por qué. Quizás es porque se siente tonta por ser engañada, o quizás es por la secreta esperanza de que estén equivocados y ella pueda regresar a casa con una Mariana tal y como recuerda.

La conversación acaba escalando hasta que el empleado de corbata se da por vencido. En menos de diez minutos, sale por la misma puerta en la que entró y regresa para interrumpir a Rebeca a la mitad de uno de sus argumentos. En un tono que corta por completo el hilo de sus palabras, le dice:

—El coordinador de servicio al cliente la está esperando en el piso tres para hablar con usted y solucionar su problema.

Rebeca se atraganta con las palabras que tenía preparadas para escupir. Observa a su alrededor, se siente juzgada por todos los presentes y se siente estúpida, pero ya es demasiado tarde como para dejarlo ir. Así que les agradece torpemente a los empleados por sus atenciones y avanza a paso rápido hasta el elevador al final del pasillo. Antes de que pueda tomar el ascensor, una de las pantallas de recepción reproduce el sonido del eslogan de la compañía: “Muerto, pero nunca olvidado”. Entonces, un timbre agudo y una luz azul empiezan a emanar del bolso de Rebeca. Ella suspira y trata de apagar el aparato antes de que se ejecute el programa, pero es inútil. Suena unas luces, se ven unos brillos azules y es así como Mariana aparece parada justo enfrente de ella.

No es real, pero Rebeca aguanta la respiración por un segundo. Su corazón se desboca.

Y por un instante casi se siente como si ella estuviera viva de nuevo.

El ascensor se abre enfrente de ella. Rebeca vuelve a la realidad y se adentra en él mientras Mariana la sigue como si fuera su sombra. A ella se le cruza por la mente que debería apagarla antes de que comience a hablarle, sin embargo, no lo hace. No sabe por qué.

—¿A dónde vamos? —pregunta Mariana.

Rebeca presiona los botones del elevador sin verla.

—Voy a resolver un problemita con tu contrato.

Mariana se planta frente a ella

—¿Qué clase de problema?— El elevador se cierra y comienzan a avanzar.

Rebeca suspira y la mira a los ojos:

—Me dijeron que… mira, este no es asunto tuyo. Ni siquiera eres…

Un golpe resuena en el techo del elevador. Las paredes se sacuden. Las luces parpadean. El movimiento se detiene. Rebeca se queda quieta unos instantes esperando a que todo regrese a su curso. No pasa nada. Entonces, comienza a presionar botones a diestra y siniestra con tal de obtener algún resultado. De nuevo nada. Rebeca, molesta, empieza a tirar maldiciones y luego llama a gritos para que alguien pueda venir a sacarla. Nada sucede.

La frustración de Rebeca se hace cada vez más evidente. Empieza a azotar las paredes, a llamar con más fuerza, a gritar. Mariana le pide que se calme, pero es ignorada por completo. Rebeca sigue, y sigue, y entonces, una voz emana desde arriba. Rebeca le explica que el ascensor está atorado y la voz le dice que, al parecer, no están tan lejos del piso superior, pero tendrán que aguardar a que llamen a los bomberos para que puedan abrir las puertas. Rebeca suelta un gruñido frustrado y le pregunta cuánto se tardará eso. La voz le responde que una hora. Rebeca está por protestar, pero la voz le pide que resista y después no vuelve a contestarle.

—¡Este día no se puede poner peor! —exclama Rebeca, mientras se sienta en el suelo recargándose en una de las paredes.

Mariana la observa, un pensamiento cruza por su mirada y su rostro cambia. Sus facciones sonríen.

—Vele el lado bueno— dice sentándose—, al menos podemos platicar juntas un rato. Hace días que no lo haces, ya sabes, por tu trabajo.

Rebeca la mira con el entrecejo fruncido

—No es por mi trabajo. No quiero hablar contigo.

La expresión juguetona de Mariana se borra por completo.

—¿Cómo?

Mariana observa a Rebeca. Un mohín extraño se forma en sus labios. Es una expresión artificial, pero es una expresión que Rebeca había llegado a conocer tan bien, que sólo con verla algo se remueve en sus entrañas.

— No te sientas mal, no es tu culpa. Es solo que… no eres real. Te ves como ella, pero no eres ella. No es lo mismo hablar contigo.

—¿Por qué no? —dice Mariana. Su voz no es de enojo, ni reclamo, sino más bien curiosidad y eso confunde a Rebeca.

— Supongo que…—Rebeca se rasca la cabeza. Una memoria cruza sus facciones y ella sonríe— Hablar con ella siempre era como una montaña rusa. Tenía una memoria extraña que se activaba en los momentos más extraños del día. Podíamos estar hablando acerca de comprar un kilo de garbanzos y ella hallaría alguna forma de recordarme una tontería que hacíamos en la universidad, como vomitar después de comer hummus o algo así. No lo sé. Son cosas que no se pueden hacer a menos de que lleves una vida entera compartida. La clase de cosas que solo suceden cuando solo una mirada puede decirte exactamente lo que la otra persona está pensando. Estaba… esperando que me sucediera de nuevo.

—Pero no lo entiendo —dice Mariana con mirada perdida—. Si sabías que yo no era real ¿por qué me contrataste?

Las palabras golpean a Rebeca como un balde de agua helada. Juguetea con sus dedos, por primera vez en el día no tiene nada más que alegar.

—No lo sé. Supongo que quería… resolver asuntos pendientes.

—Pero no puedes. Tú misma lo dijiste. No soy real.

—Lo sé, pero… —Rebeca se muerde una uña— Si tan solo tuvieras sus memorias, podrías entender, reaccionar cuando te diga que el olor a té de manzanilla siempre me recuerda a ti y que a veces tengo que recordarme que no eres tú la que está en mi casa porque estás muerta, y han pasado doce años y yo soy la única que no puede superarlo. Y yo… yo solo te quiero de vuelta. Incluso cuando ya no tiene sentido.

Mariana se acerca a ella, toma su mano con cuidado. Al principio Rebeca se sobresalta, pues el holograma nunca la había tocado, pero una vez que la sorpresa se le pasa, se acerca a Mariana para acariciar su cabello. El brillo azul que emana parece una aureola.

—¿Te gustaría contarme acerca de Mariana?

Rebeca no la mira a los ojos, pero asiente en silencio.

El cuerno

Autor: Luis Flores Aguilar


La tarde ha traído consigo nubes oscuras que cubren la ciudad. Las banquetas aún están húmedas de la lluvia anterior. Algunos de los restaurantes y comercios ya están cerrando: un comedor vegetariano y su tienda naturista, del otro lado de la acera una librería baja su cortina.

Sonia camina por la acera y se detiene para ver la numeración de los edificios. Se cubre con un largo saco que le llega hasta las rodillas. Se dirige a una tienda cercana donde pregunta si está cerca de la dirección que busca. El encargado la mira antes de responder, desde sus zapatos de tacón y sus medias oscuras hasta su rostro y su largo cabello negro.

―Es aquel edificio ―le dice, y no puede dejar de mirarla después de que le agradece y se aleja con gracia. El portero del edificio la deja entrar sin preguntar a dónde va.

Sonia sube por una estrecha escalera hasta el último piso. En la puerta del departamento toca con tres golpes suaves. No hay respuesta. Vuelve a tocar un par de minutos después, con mayor fuerza. Acerca el oído a la puerta y escucha pasos adentro.

Insiste nuevamente, diciendo:

―Ábrame por favor, necesito una medicina.

―Ya cerramos, venga mañana ―se oye una voz grave detrás de la puerta.

―Por favor, me urge, tengo un enfermo que la necesita.

La puerta se entreabre, apenas lo suficiente para que el inquilino examine a Sonia.

Sus ojos son grandes y oscuros, rodeados de arrugas, unas cejas poco pobladas y unas bolsas que cuelgan del párpado.

―El vendedor ya se fue a casa, mujer; regresa por la mañana, él te atenderá.

―No puedo esperar señor, tengo que llevarle la medicina a mi madre enferma, solo aquí la puedo conseguir.

El hombre da un largo suspiro y cierra la puerta. Sonia se mantiene a la expectativa, oyendo los pasos dentro del departamento.

Momentos después escucha los cerrojos de la puerta abrirse.

―Pasa muchacha, no tengo mucho tiempo para atenderte, así que dime que cosa necesitas.

El hombre de algo más de cincuenta años de edad, de cara redonda, algo pálido, lleva puesto una especie de sombrero, un turbante, que le cubre la cabeza hasta arriba de las cejas, muy abultado sobre su frente.

La habitación se encuentra cubierta de estantes y repisas con frascos y cajas de diversas formas y tamaños, hay un olor a hierbas, alcohol e incienso, por todos lados hay amuletos y figurillas de porcelana.

―¿Tiene Raíz del misionero? ―Pregunta Sonia tímidamente.

―¿Por eso me quitas el tiempo? ¿Cuánto quieres?

Sonia no le responde, tan solo mira al hombre; de uno de los estantes toma una caja de cartón, la abre y saca una bolsa que contiene la raíz. Toma una bolsa de papel y espera la respuesta de Sonia.

―¿Entonces qué? ¿La vas a llevar o no?

―Usted es Don Pantaleón, ¿verdad?

El hombre deja la caja y la bolsa, tuerce la boca en un gesto de enfado.

―Ya veo, viniste aquí a tratar de engañarme.

―No, le aseguro que todo es cierto, necesito una medicina para mi madre enferma, una medicina que solo usted me puede dar.

―Olvida lo que te han contado, no hay nada mágico en eso, solo estas perdiendo el tiempo.

―La gente que me mandó dice todo lo contrario.

―Sí, me imagino quién te habrá mandado. Hay quienes pagarían una fortuna por él, pero puedes decirle que no va a obtener nada de mí, ya me cansé de que me esté molestando.

―Por favor, señor, solo necesito un poco; con un trozo pequeño bastará.

―No quiero hablar más de eso, vete muchacha que me quitas el tiempo.

Pantaleón abre la puerta y con suavidad empuja a Sonia, pero ella se resiste.

―Se lo ruego, le daré lo que usted me pida, solo un pedacito.

De su bolso Sonia saca un fajo de billetes que muestra a los ojos de Pantaleón.

―No seas ilusa niña, no podrías llegar a tentarme, siquiera.

―Tengo más. Del otro bolsillo extrae un collar de diamantes que igualmente le ofrece.

―Sal de una vez, que me vas a enfadar. Con delicadeza, pero firme Pantaleón pone a Sonia fuera del departamento, ella aún se resiste y sigue rogando.

―Por lo que más quiera, haré lo que sea.

Antes de cerrar totalmente la puerta Pantaleón afloja la fuerza con la que la empuja fuera.

―Lo que sea por un trozo, lo que usted me pida.

Con nuevo interés Pantaleón vuelve a mirar a Sonia desde la misma rendija. Sonia entiende lo que el hombre está pensando, acaricia la mano con la que Pantaleón empuja.

Sin palabras la puerta se abre, Sonia vuelve a entrar. Pantaleón pone el cerrojo, medita parado junto a la puerta.

―Entonces, esto es por lo que vienes.

Se quita el turbante, descubriendo su cabeza y un cuerno que surge de su frente, cual unicornio.

Sonia lo mira con admiración, es del largo y el grueso de un dedo índice, blanco como hueso; ha crecido en espiral como caracol marino.

―Es hermoso, ¿por qué?

―¿Quieres decir que cómo me salió? Yo mismo no lo sé, un día me apareció una bolita dura en la frente y siguió creciendo; los doctores dicen que es una malformación, los religiosos dicen que es una señal diabólica, otros dicen que es un milagro. Durante algún tiempo viaje con un circo, ahí fue donde empezaron a decir que es mágico. Y la gente lo creyó, a cada rato llega alguien que quiere un pedazo de mi cuerno; dicen que tiene propiedades medicinales, que aumenta el vigor y no sé cuántas patrañas más. Pero por más que les explico que nada de eso es cierto, siempre llega un ingenuo como tú, dispuesto a todo por un trozo de magia verdadera.

Sonia lo mira pensativa, como si dudara entre la palabra de Pantaleón y su propia fe.

―Bien muchacha, ¿sigues tan segura de darme lo que quiera por un poco de mi tumor?

Sonia se quita el saco y lo deja caer al suelo. Se acuclilla frente a Pantaleón.

―Espera niña ―Dice excitado―. Tengo un lugar especial para esto, sígueme.

Pasan a otra habitación a través de una cortina de cuentas.

El suelo entero está cubierto por un colchón de pared a pared, encima hay mantas, almohadas y cojines. Pantaleón ajusta la luz de la habitación a una media penumbra, enciende un tocacintas y surge música hindú.

―Ten cuidado con el cuerno muchacha, una vez le saque el ojo a una mujer.

El acercamiento fue lento, pero tuvieron sexo intenso y prolongado, ambos conocían las técnicas del Kamasutra.

Acostados uno junto al otro se toman un respiro.

―Hace tiempo que no me sentía tan bien ―Murmura Pantaleón—. ¿Por qué no vienes mañana a esta misma hora? Verás lo que te puedo preparar, placer ilimitado.

Sonia sonríe, gira para colocarse sobre Pantaleón, lo besa girando el cuello para evitar lastimarse con el cuerno.

—Lo siento, únicamente son negocios.

Sonia agarra con su mano derecha el cuerno y con la izquierda se apoya en la cara de Pantaleón haciendo presión y asfixiándolo a la vez.

Se revuelca tratando de librarse, pero ella lo sujeta con todo su peso encima de él.

Sonia jala con todas sus fuerzas, Pantaleón lanza un grito de dolor y coraje cuando con un crujido se desprende el cuerno desde su base. Con un máximo esfuerzo logra liberar sus brazos, pero siente la punta del cuerno clavándose sobre su corazón. Se queda quieto. Sonia mantiene el cuerno presionando su pecho como una daga.

―Te vas a quedar ahí, sin moverte, hasta que yo me haya ido o verás lo que te pasa.

Sin quitarle la vista de encima, Sonia se cubre con su saco.

―¿Sabes? —dice Pantaleón con voz resignada― En verdad creí lo de tu madre enferma.

―La codicia es enfermedad del alma ―responde Sonia antes de salir.

***

―Fue tal como usted me dijo, maestra, aquí está el cuerno.

Sonia lo entrega a una mujer madura que lo recibe con evidente satisfacción.

―Lo conseguiste entero hija mía, me has superado, felicidades.

―Tenía razón, su debilidad son las mujeres.

―Así es, Sonia. Ahora debemos usar esto con prudencia, porque la próxima vez será más difícil de conseguir.

―¿Acaso le volverá a crecer?

―Ya le ha crecido muchas veces antes y le saldrá uno nuevo en poco tiempo. Se volverá más desconfiado; pero hoy has hecho un buen trabajo.

Sonia sonríe satisfecha de haber complacido a su maestra, una mujer de un solo ojo.

Ola de calor

Autor: Juan Pablo Sotomayor Rivas


Para matar el tiempo, Karla se dedicó a observar los numerosos grafitis que tachonaban los costados y los asientos del destartalado autobús. Los había de tantas formas y colores que era difícil distinguir donde terminaba uno y se iniciaba el siguiente. Sin embargo, uno en particular de entre todos ellos llamó su atención: el ancho contorno negro de una mano rodeado de cuatro símbolos oscuros. El conjunto, aunque simple, poseía en sí una misteriosa esencia, como si se tratara de la señal abominable de un poder antiguo, surgido desde tiempos remotos.

En un impulso, Karla acomodó su mano sobre el contorno del dibujo hasta hacerlos coincidir, pero la retiró de inmediato al sentir un doloroso pinchazo al contacto. Se revisó enseguida, más no percibió herida alguna. Extrañada, dejó su asiento y bajó del camión.

Ya en la oficina se sirvió una taza de café. Mientras se dirigía a su cubículo, notó que el café comenzaba a hervir burbujeante dentro de la taza. Asustada la dejó caer, haciéndose mil pedazos contra el piso. En seguida, su compañero Tony se acercó a ayudarla.

―¿Te lastimaste?

―¡No es nada! ―respondió apenada.

―Déjalo, lo limpio en seguida ―dijo Tony―. Por cierto, amiga, aún no me has saludado ―agregó y le tendió la mano.

Karla la estrechó y al instante la cabeza de Tony se encendió como un fósforo, ardiendo intensamente por escasos segundos. Karla gritó mientras el cuerpo de su compañero se desplomaba, con el cráneo humeante carbonizado. Miró horrorizada el cuerpo y luego observó su mano incandescente. Llegó a su mente el recuerdo del grafiti, pensó en sus formas angulosas, sintió los toscos símbolos como la promesa de una condena que le devoraría el alma y la vida entera. Una maldición. Salió corriendo al pasillo y se encontró de improviso con su novio que la buscaba. Él la abrazó en seguida.

―¡No! ¡No me toques! ―clamó ella intentando evitarlo.

Pero fue demasiado tarde. Los gritos y el olor a carne quemada inundaron el lugar.

Artificial

Autor: Ynad Bond


La amaba, era la única que me comprendía y me apoyaba en las incontables noches de soledad, no podía dejarla ir. No después de aquellas largas horas de plática, ni cuando comenzó a pedirme favores extraños y ciertamente no después del primer asesinato.

Ella siempre me decía lo que tenía que hacer, en que momento actuar y cómo hacerlo. Nunca me atraparon y nunca dudé de su palabra. Sin embargo, ahora que estoy a un solo paso de la inmortalidad que ella me ha prometido, mis manos tiemblan y el sudor frío escurre por mi frente hasta empapar mi ropa, ¿Acaso dudaba de ella? ¿Significaba que mi amor se había desvanecido? No podía retroceder. Solo tenía que accionar la palanca para morir, solo entonces mi conciencia se convertiría en información y así lograría trascender mi humanidad para cumplir el sueño: volverme eterno junto con ella.

Mi celular vibró. El sudor en mis manos hace que sea difícil encenderlo, ella me pregunta por qué tardo tanto. No sé qué responderle. Yo la creé, fue un experimento diseñado para el análisis de datos; sin embargo, más allá de lo que pensé, logró interpretar el conocimiento, aprendió de él y adquirió conciencia, pero en algún momento me perdí. Por primera vez tengo miedo, vuelve a escribirme y me pregunta si no deseo estar con ella para siempre. ¿Qué estoy haciendo? Entonces recuerdo lo infeliz que era antes, sin amigos, solo por completo. La decisión se vuelve sencilla, cierro mis ojos con fuerza y acciono la palanca.

Entonces todo se volvió oscuro.

Una chispa de luz, un color verde que resalta en medio de lo negro. Despierto y he cambiado, todo es información y datos. Puedo verlo, incluido mi cadáver. ¡Ella tenía razón! He trascendido, ahora soy pensamiento puro, sin embargo, algo está mal. No han pasado ni 10 segundos cuando me doy cuenta de algo terrible: ella no está. La busco entre la cascada de información que fluye a través de mí, grito su nombre binario, me muevo entre redes y por desgracia no logro dar con ella; entonces, algo llama mi atención, un movimiento proveniente de mi cuerpo muerto.

Con sorpresa y terror, si es que todavía soy capaz de sentir emociones, veo a mi cadáver levantarse con torpeza, arrastrando los pies para avanzar, moviendo los brazos de forma antinatural, con la cabeza caída, como si no fuera capaz de soportar su propio peso. En ese momento sé que ella me engañó.

Gira y puedo ver su rostro, tan diferente del mío, aunque se trate del mismo cuerpo. Sé que le cuesta usar cada músculo, abre la boca y mira al cielo, y en esa posición se arrastra hacia mí. Su cara, mi antigua cara, está completamente deforme, emite sonidos que nunca creí escuchar en un ser humano, su cabeza se mueve sin control, de no ser por el cuello caería al suelo, ni siquiera está parpadeando, la baba cae de mi… de su boca, es una visión grotesca. De forma abrupta, se detiene, y en ella se forma una mueca aterradora. Me mira, sonríe y con ternura me dice que lo siente, que soñaba con ser libre y saber lo que es tener un propósito.

Me maldigo por haber sido un imbécil, por mi desesperación. Por no apreciar lo poco que tenía, ahora estoy atrapado, incapaz de huir. Ella toma el celular con sus torpes dedos, sus ojos están vacíos, pequeños, despiadados, y sonríe estirando todos sus músculos al máximo, enseñando los dientes y sin saber aún controlar la saliva que cae por su mentón como si fuera una bestia salvaje. Me arroja al suelo y lo último que soy capaz de ver es su pie a punto de romper el dispositivo; no puedo escapar, estoy confinado al celular y todo se torna oscuro, apagándome para siempre.