Día de fiesta

Autora: Gabriela Ladrón de Guevara de León.


No me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Nunca me ha gustado. Desde niña lo detestaba. Era una de las cosas que más me disgustaban de la criada que me cuidaba. Mi mamá contrató a una sirvienta para que me cuidara, decía cursimente que era mi nana. Claro que no, es mi criada. Sí, se encarga de alimentarme, arreglarme para ir a la escuela y revisar mis tareas, pero es una empleada de la casa. Y ahora, es mi empleada.

No me molesta que ella me cuide, pero tampoco quiero darle un rol que no tiene. Mi mamá me regañaba, por eso aprendí a no decir nada, le digo “Nana” y listo. Pero por dentro sé que era solo una sirvienta. Pero disimulaba para ver contenta a mi mamá. Ahora, afortunadamente, ya puedo hacer y decir lo que me venga en gana.

Mi mamá siempre ha sido bella, muy bella, pero casi nunca la veo. Tiene una vida social muy ocupada y yo lo entiendo. Ser bella es una obligación y yo también tengo que seguirla. Ella es tan perfecta. No puede encargarse de cosas como llevarme a la escuela o alimentarme, ya que es tan hermosa que no la imaginaba en la cocina o a la puerta del colegio. O no me la imagino. Y nunca la imaginaré. No es su ambiente, ella es para lucir.

Mi padre no era tan importante. Era guapo, no podía ser de otra manera para estar al nivel de mi mamá. Pero no tenía gran importancia. Era un empresario y bueno, se encargaba de llevar el dinero a casa y de tener a mi mamá contenta. Para eso servía excelentemente. Y dicen que era muy inteligente, pero ya viste que no tanto como creía.

Obviamente, yo siempre he querido ser como mi mamá, para ser como ella, tengo que seguir sus pasos. No es tan difícil. Debo cuidar mi aspecto, ser buena estudiante, tener muchas amigas y tener una conversación entretenida. Siempre me he parecido a mi mamá, así que bella, ya soy bella, el tener buenas calificaciones nunca ha sido un problema, tampoco las amigas, soy simpática y le doy a la gente justamente lo que busca y como conversadora, bueno, sé de todo y conozco muchos temas, además, hablo con soltura, sin problemas. Y como tú sabes, puedo fingir cariño y apego. ¡Qué asco!

Pero sigamos hablando de mi mamá. Ella es bella y perfecta en todo sentido. Desde que se levanta, se ve hermosa y está de buen humor. Claro, también lo aprendió, como yo. Me imagino que lo aprendió con la vida. Yo tuve la fortuna de tenerla como ejemplo, aprendí al verla. En fin, por eso mi padre estaba loco por ella. Siempre tiene la sonrisa lista al saludarlo, y era muy tierna y cariñosa.

Jamás la he visto despeinada, mal vestida o con el maquillaje corrido. Como te digo, ella es perfecta. Tan alejada de ti. Y bueno, yo quería ser como ella. Obviamente, jamás se me hubiera ocurrido ser como tú. Mi mamá podría haber sido modelo, estoy segura. Y además, tiene tan buen gusto. Toda su ropa es hermosa y combinable. Eso lo he aprendido y tengo mi closet acomodado como el de ella. Es más, algunas de sus cosas ahora están ahí.

Sí, era una vida perfecta, todo estaba en su lugar. Y eso me gustaba. Cada día se embonaba de manera perfecta con el siguiente y con el anterior. Y me sentía segura. Pero llegó el cáncer y mi mamá, poco a poco pasaba más tiempo en cama que siendo encantadora. Perdió su hermoso cabello y adelgazó muchísimo. No puedo decir que me dolía verla así, creo que nada me ha dolido realmente en la vida, pero sentía cómo todo se caía alrededor.

Mi mamá falleció hace dos años. Lo sabes. Pero ella está más viva que tú, más viva que mi padre. Sí, es una ironía de la vida. Recuerdo que más de una vez, la sirvienta me regañó por hablar de ella en presente. Pero ahora puedo hacerlo. Mamá, estás conmigo, sigues bella y encantadora.

Pero mi padre decidió que mi mamá no es tan perfecta. Tan tonto. Empezaron los problemas. Apenas la enterró, empezó a salir con busconas, lagartonas, interesadas. No lo podía creer. Bueno, esperó un año y te llevó a la casa. Cuando te vi, tan ordinaria, tonta, no podía creerlo. Sí, claro, muy estudiada y todo eso. Profesora universitaria. ¡Qué risa! Y sin pizca de gracia. Y tan estúpida. Querías ser mi amiga.

Y todo por la cursilería de que estabas enamorada de mi padre. ¡Qué patética!

Claro, al principio fingí. No me interesaba enemistarme con mi padre, quería que me siguiera dando todo lo que quiero y necesito. Al fin y al cabo, solo tengo doce años, es su obligación, es su deber como mi padre. En fin. Ya no vale la pena.

Y luego se casó contigo, que no vales nada. Y lo peor, me dijo que te tenía que querer y respetar porque eras su esposa y él te amaba. Nunca me ha gustado que me digan qué hacer. Pero teníamos que vivir los tres juntos, con la sirvienta.

Y así, llegó este día de fiesta. Este día en el que puedo decir que estoy satisfecha. No me siento feliz, eso me falta, creo que nunca me he sentido realmente feliz o triste, pero siempre ha podido fingir esas emociones. Pero creo que soy feliz en algún modo extraño. Afortunadamente, la sirvienta no está. No me gusta que ande fisgoneando por aquí.

Y luego este viaje en el automóvil. Tan conveniente. Y el tonto de mi padre insistiendo en que está feliz de que nos llevemos tan bien y que estemos creando lazos tan bellos. ¡Qué asco! Solo de oírlo, se me revolvió el estómago. Por eso maté a mi padre. Pero eso, solo tú lo sabes. Para los demás, soy una hija doliente e inocente. Pero sé que tú cuidarás mi secreto. Al fin y al cabo, también estás muerta.

Tit y Fay

Autora: Laura Mónica Rodríguez Mendoza (LEMON)


Apenas había logrado quedarme dormida cuando sentí mucho frío y dos luces pequeñitas aparecieron sobre mi cabeza.

—¿Entonces, es ella?

Preguntó una de las lucecitas. Yo me desperté llorando de miedo y ya no supe que contestó la otra luz. Mi mamá entró corriendo a mi cuarto muy preocupada, y me dijo que qué me pasaba. Le conté de esas lucecitas que me visitan todas las noches desde hace unos meses. Al principio no les hice caso porque pensé que sólo estaba soñando y además no les entendía nada, pero hoy las escuché clarito y me espanté cuando una de ellas habló de mí. Mi mamá me miró con una cara rara, me dijo muy seria que no dijera mentiras, que no inventara cosas para no ir a la escuela y se salió aventando la puerta. Ya no pude dormir.

Al otro día, en el salón no podía tener los ojos abiertos y la maestra me regañó. Otra vez César me jaló las trenzas y Daniela me quitó la silla cuando me iba a sentar. Todos se rieron cuando me caí al suelo y me gritaron “quiere llorar”, pero ahora no tenía ganas ni fuerzas para llorar. Lo hacían todo el tiempo, siempre me molestaban. A mi mamá ya no le dije nada porque cada vez me creía menos, ni lo de la escuela ni lo de las lucecitas, y ya sólo se la pasaba peleando con mi papá.

Una noche la escuché llorar quedito y la puerta de la entrada se cerró de un golpe. Me asomé por la ventana y esa fue la última vez que vi a mi papá. Mi mamá entró a gritarme que todo era mi culpa, que por mí él se había ido y me sacudió muy fuerte antes de encerrarse en su cuarto. Me aguanté las ganas de gritar y casi me quedo sin aire por las lágrimas, pero me dije que tenía que ser valiente y hablar con las lucecitas.

Estaba tan cansada y casi me quedo dormida esperándolas, pero al fin aparecieron. Las miré bien y parecen haditas. Se llaman Tit y Fay. Les dije que las hadas no existen y se rieron porque no son hadas. Les platiqué lo que pasa en la escuela y con mis papás y ellas me dijeron que me iban a ayudar. Después se pusieron a cantar una canción rara que me dio mucho sueño.

Cuando desperté, no vi a Tit y Fay, pero muy emocionada le platiqué de ellas en el desayuno a mi mamá. Ella me gritó muy feo y me dijo que estoy demente, pero no sé qué es eso. No quiso llevarme a la escuela y le habló a mi tía. Llegué tarde y me tocó en la silla de hasta adelante. Daniela me aventó papelitos con saliva que se me enredaron en el cabello y César me pegó un chicle. La maestra me tuvo que cortar un pedazo y todos se rieron por cómo me veía. Me enojé mucho y les dije de las lucecitas y que ellas los iban a castigar, pero se burlaron de mí aún más. En el recreo me escondí tras la tienda para llorar y las llamé a gritos:

—¡Tit! ¡Fay!

Pero antes de que aparecieran, me oyeron Daniela y César y me empezaron a aventar piedras. Cómo no me podían pegar porque me protegía la pared, él se subió a un árbol para tirarlas desde el techo. Una me pegó en la cabeza y me dolió mucho. Las lucecitas aparecieron y yo agarré una para echársela a César, me quemé la mano. Él se cayó y se abrió la cabeza como una sandía. La sangre se veía chistosa. Yo me reí. El árbol se comenzó a incendiar y el uniforme de Daniela también. Ahora se parecían a las lucecitas pero en grandote. Yo me reí más.

La directora llegó corriendo y se puso a gritar. Una maestra me jaló y me llevó con el doctor de la escuela, pero no sé porque, yo no me sentía mal, ya hasta se me había quitado el dolor por el golpe de la piedra. Me preguntó muchas cosas raras y luego mandó llamar a mi mamá. No sé qué le dijo el doctor, pero cuando salió, se fue sin mí. No me llevaron a mi casa, sino a un edificio muy grandote con muchos cuartos de paredes y techos blancos.

No me gustaba estar ahí. Más doctores me preguntaron por Tit y Fay y yo al principio les contaba todo, pero entonces me hacían tragar unas pastillas amargas, me dolía la cabeza todo el día y tenía mucho sueño… Lo que me puso más triste fue que ya no veía a las lucecitas y me daban muchas ganas de llorar. Una noche, las volví a escuchar:

—Si me vuelves a tocar mocosa, ya verás.

Era Fay, estaba enojada conmigo. Le pedí perdón, pero también le dije que ellas tenían la culpa porque no me habían ayudado como prometieron. Empezaron a dar vueltas muy rápido y se rieron muy feo. Me dio coraje y las quise aplastar con las manos, pero no pude. Con el ruido, vinieron los doctores y cuando les dije que ahí estaban las lucecitas, me amarraron a la cama y me inyectaron. Demente. Volvieron a usa la palabra que dijo mi mamá. Cuando todos se fueron, ellas me explicaron que significa, que es como estar loca. Pero yo no estoy loca…

Ya no le hablé a nadie de Tit y Fay para que no me dieran más pastillas ni me picaran mi bracito. Les dije que lo inventé todo porque estaba triste sin mí papá y que sólo quería regresar a mi casa. Ahora si me creyeron. Creo que los locos son los adultos. Mi mamá me vino a buscar, pero siguió con su cara rara, no me abrazaba ni me besaba, casi no me hablaba tampoco y me dijo que no podía regresar a la escuela y que tenía que tomar muchas medicinas.

Eso me hizo enojar mucho. En la noche, Tit y Fay me visitaron de nuevo, pero yo me tapé con la cobija y no les quise hablar. Comenzaron a decirme cosas feas hasta que ya no me aguanté, me levanté y les contesté igual. Mi mamá entró gritando que me callara y le dije que las viera, que ahí estaban, pero ella no podía verlas y otra vez no me creyó. Entonces me jaló del brazo para aventarme a la cama y darme de nalgadas mientras me regañaba. Yo empecé a llorar muy fuerte y las lucecitas se molestaron mucho y gritaron que ahora seríamos como ellas… Rodearon a mi mamá que me soltó espantada y se comenzó a iluminar. Dejó hasta de hablar. Ellas se rieron. Yo también me reí.

—¿Ves como no estaba diciendo mentiras mamá?

La advertencia del can

Autor: Javier Huaman


Por instinto empezó a correr, atrás iban para capturarlo un grupo de hombres con vestimenta alba, éstos tirando de sus pistolas buscaban paralizarlo, huyendo por su vida, de pronto sintió su respiración más profunda, sus fosas nasales se hinchaban, ¿qué me está pasando? ¿Por qué veo mis manos como patas color marrón? No tuvo tiempo para responder, solo atinó a buscar un lugar donde esconderse, llegó hasta una torre con aire fantasmal, sin francotiradores, donde solo se escuchaban los ecos de almas perdidas que retumbaban en las mazmorras. Allí se quedó.

Sus captores lo exhortaron a rendirse, al no obtener respuesta, lo acorralaron y fueron dispuestos a reducirlo (a pesar de su ferocidad). Decidido a no ser atrapado, saltó sobre las cabezas de los hombres.

Mientras huía, vio gente con deformidades, personas cuya razón se había perdido para siempre, seres con defectos genéticos, y enfermedades extrañas, que al verlo correr, lo siguieron, formando así una manada de entes desdichados, que ansiaban la libertad.

Buscando la salida de aquel valle de lagrimas, cruzaron pasadizos, rompieron puertas, saltaron muros, se arrastraron por la tierra y con llagas de las que brotaban sangre con gusanos, se detuvieron (exhaustos pero no rendidos) frente a un ventanal gigante, y allí vieron en lo que se habían convertido, él se vió como un perro grande, color negro, de ojos rojos y patas marrones, que cuando le daba la espalda al sol, su sombra formaba en el suelo una enorme figura cancerbera. Los demás eran animales de otra especie.

Todos llegaron hasta lo que parecía ser la salida de ese laberinto de penas. Grande fue su sorpresa al ver que un abismo los esperaba, uno de los animales dijo:¡es inútil, rindámonos! Y se aventó. La voz del líder se escuchó como un pistolazo al aire: ¡nos quedaremos a pelear, y moriremos con dignidad! Generando un bramido de guerra en la manada.

Los captores con miedo fueron tras ellos y empezó una batalla infernal, a punta de gritos, aullidos, guarrazos, mordidas, la manada se defendía valerosamente. Eran sus vidas y su libertad la que estaba en juego, ya nada tenían que perder, todos ellos habían llegado y vivido en el infierno, existir se había convertido en un martirio.

Se habían cansado de rogar a la vida por un poco de paz, petición que nunca se escuchó. Heridos por la feroz resistencia de los animales, los captores tuvieron que doblegar esfuerzos y usar una gran carga de energía láser, al verlos que iban cediendo de a pocos, les inyectaron sus jeringas, y finalmente se los llevaron en medio de la resignación de una manada ya soñolienta.

Cuando despertó, se encontraba en un cuarto (que le traía recuerdos) uno de bata blanca le preguntó: ¿Cómo se siente? No supo qué contestar “ya hablará, todavía está bajo los efectos del sedante”, dijo el viejo médico, con la seguridad que le da la experiencia en estos casos.

Desde su cama con una débil voz pidió a la enfermera que le alcance un pequeño espejo, al verse en el, vio un hombre con la cara triste, la mirada sin brillo, la barba crecida y desaliñada, un reflejo de su triste alma. Fue en ese momento cuando alzó un poco el espejo sobre su cabeza y pudo ver que tras la ventana, estaba un perro negro grande de patas marrones y ojos diabólicos, el feroz canino con babas de rabia, le ladró con furia: “¡No te vas a escapar de mi, nunca!”, fue lo que el paciente escuchó.

El gran perro negro se volteó en busca de una nueva presa y se perdió entre la maleza del lúgubre jardín. La almohada del enfermo se empezó a llenar de lágrimas.


En el fondo del lago

Por: Juan Manuel Díaz.


Exhaló resignado. El reclamo de las alumnas continúo a través de la pantalla. Sólo pudo ver cuadros negros con un nombre en letras blancas o fotos de rostros que no conocía en persona.

—Es que esos suspiros me dan a entender que ya estás harto, que no te importa y yo sí quiero aprender— dijo una joven con voz gruesa, al tiempo que sintió la espalda y hombros tensos. “No tengo necesidad de esto” pensó, mientras sus ojos se clavaron en el recuadro iluminado de donde provenía la voz.

—Yo me rompo la madre, me esfuerzo para que no te importe. Dinos qué esperas de nosotros— continuó la chica.

El sol entró por la ventana del comedor. Era una ventana amplia que permitía al parque entrar a su estancia. El sol entró fragmentado por la estancia, la fronda de los árboles interrumpió los haces de luz y convirtió la estancia en un lago salpicados de sombra, verdes y luz. En efecto, a Rogelio le pareció estar sumergido en el fondo de un lago viendo hacia la frontera del agua y el aire; y esos claroscuros eran producto del oleaje del lago. Por un segundo, todo el mundo se quedó en silencio e inmóvil. De nuevo, la voz violenta desgarró la superficie de su lago y con determinación asesina, cortó el agua hasta perforar sus oídos:

—Sabes mucho y me queda claro que nos puedas enseñar muchísimas cosas, pero no te interesa. Nunca dijiste claro qué querías con el trabajo, no lo explicaste y ahora vienes días antes a pedir un trabajo larguísimo. ¿Por qué no nos explicaste qué querías? Luego nos dices que entregues lo que queramos y repruebas a algunos, que según que no era el avance que esperabas. ¡Pero si nos dijiste que entregáramos lo que pudiéramos hacer! Así, sin más, sin ningún tipo de explicación.

—Pensé que ya lo sabían— la voz de Rogelio casi no tocó el aire, fue muy baja para hacerlo y sus palabras cayeron muertas en la mesa. Le pareció escuchar un ruido sordo que terminó por sepultarlas.

—Pues no, no lo sabemos. ¿Cómo puedes esperar que sepamos algo que no nos dices? No leemos la mente.

—Pensé que era de sentido común.

Después de pronunciar las palabras, hubo un silencio que lo regresó al lago de luz fragmentada pero poco a poco, el agua a su alrededor se empantanó. El azul oscuro rematado con tonos esmeraldas se tornó en colores cafés y en grises. Alguien había vertido demasiada tierra en su estanque. No pudo respirar y de nuevo exhaló violentamente. Nadie preguntó qué estaba pasando. En su mente, a las alumnas no les interesaba si moría ahogado.

—Yo también he pensado que hay muchas cosas que son de sentido común pero tu actitud me demuestra lo contrario. Eres muy poco organizado y ni sabes lo que quieres— Terminó por sentenciar la chica de voz gruesa.

Rogelio miró la foto de la chica. Parecía algo baja de estatura y un tanto gorda. No pudo distinguir los rasgos de la joven, pero le parecieron amables a pesar de hablar con un ímpetu violento. Sintió su propia sangre en los dedos. Las uñas habían hecho surcos en los brazos y de ahí la sangre marcó un camino hasta la mesa de madera. “¿Cómo puedo guiarlas si yo mismo quiero desaparecer” Era la pregunta que le atravesaba la conciencia a diario? La fronda de los árboles se movió un poco y una brisa tenue le acarició el rostro.

—Bueno, ya, ¿cuánto les parece justo? ¿Quieren 10? No pasa nada se los pongo y ya, no tengo problema.

—¡No! —respondieron a coro

—Queremos aprender, no que nos regales calificación —dijo una chica con voz clara, su foto mostraba una mirada alegre color azul, nariz respingada y un cabello rubio cenizo. “Si fueran de la edad, seguramente la invitaría a salir, pero me diría que no” pensó seguido de un “Eres un pendejo, nadie querría salir contigo”. Sus uñas apretaron la carne. Un poco más de sangre brotó.

—Nos habían dicho que eras muy bueno y pues… ya lo dudo —continuó la chica rubia y las uñas escarbaron por más sangre.

—Se nota que te gusta dar clases —La de voz gruesa interrumpió— Pero siento que no aprendo nada, solo dejas actividades y no siento que nos guíes. Al menos, a mí me pasa eso.

—Les voy a ser muy sincero —por fin habló Rogelio— desde que empezó la pandemia he tenido muchos problemas. Estoy batallando con un cuadro de depresión. Ha sido muy difícil para mí dar clases. Creo que debería dejarlo y si quieren otro profesor lo entiendo.

Las palabras se mezclaron con la sangre y el agua convertida en lodo. Su lago personal, poco a poco, empezó a adquirir las tonalidades del cielo cuya vista se colaba por las ventanas a cada extremo de la estancia. Una nube cruzó el celeste vació que tanto añoraba. Quiso dejar de sentir y dejarse inundar por un cielo impávido.

La paz no duró mucho cuando una de ellas, no distinguió quien pronunció esas palabras que hirieron su pecho y su mente:

—Mira, lo entiendo, todos la estamos pasando muy difícil. Es horrible tomar clases así, pero todos estamos igual. Reconozco tu esfuerzo, pero —esta vez fue la voz del otro lado de la pantalla quien tomó aire para terminar su sentencia— tienes que recuperarte y trabajar. Yo tengo ansiedad generalizada y sigo haciendo bien las cosas, llevo calificaciones perfectas y si estoy pagando una de las mejores universidades del país, espero educación de calidad y muy buenos profesores, no que no les importe, que no expliquen y asuman que yo lo sepa todo.

—Perdón, a mí me está molestado su actitud de víctima. No tienes porqué victimizarte, mejor arregla lo que causaste. No queremos otro profesor, sino que corrijas y mejores. Es lo único que te estamos pidiendo. Ya estás grande para ponerte como víctima y lamerte las heridas —terminó por pronunciar estas últimas palabras la joven de voz gruesa, al tiempo en que una lágrima marcó un nuevo surco en el rostro de Rogelio. El fondo del lago se oscureció y la lágrima termino por flotar y mezclarse entre el agua que brotaba de su conciencia.

“No estoy hecho para dar en escuelas privadas” pensó Rogelio. “Fue lo mismo el semestre pasado. Estoy muy acostumbrado a las universidades públicas. Poco nivel, pero son trabajadores”.

—Chicas, permítanme, están tocando la puerta.

Sin esperar la respuesta, apagó el micrófono y subió las escaleras de madera. El suelo de su casa era duela, una casa muy vieja de al menos unos sesenta años. Con cada pasó hacía rechinar la madera y en algunos tablones, parecía que se hundirían hasta romperse. Al subir las escaleras, dio vuelta la izquierda y vio su cuarto completamente desordenado. Las cortinas estaban corridas y la copa de los árboles lo saludaron mecidos por la brisa. Todo estaba quieto.

Ahí también, se encontró con un lago de luz y sombras celestes. Caminó hasta el fondo del cuarto y abrió una pequeña puerta del ropero. En el entrepaño de arriba, justo debajo de las cobijas de invierto, encontró una caja negra de piel. La sacó y la puso sobre su escritorio. Abrió el tercer cajón del escritorio y tomó un cofrecito de madera, adentro sólo estaba una pequeña llave plateada. Las ramas de los árboles se movieron y las sombras bailaron sobre las superficies de la habitación. Los cables de luz también se mecieron a la voluntad del naciente verano.

La llave plateada brillo ante los rayos del sol. Su reflejo recorrió libros y paredes hasta descender el suelo y descansar entre las sábanas al pie de la cama. Con un giro, la llave liberó el contenido de la caja de piel negra. Una pistola negra irrumpió y atemorizó a los peluches que fueron regalos de novias pasadas. Era elegante, un revolver con 5 bailas casi doradas. En ese momento, pasó una nube que oscureció el fondo del lago. Dejó de haber luz y todo fue una tenue oscuridad.

Rogelio metió las balas en el barril del revolver, lo cerró y se dirigió a la planta baja. El cuarto continuó en sombra. Los pasos del profesor retumbaron por toda la casa. Por fin, se sentó ante la laptop, prendió el micrófono y el cámara.

—Perdón chicas, estaban tocando, pero ya se fueron. Les pido una disculpa por esta cuestión. Sí, efectivamente he sido mal profesor, no he sabido manejar la pandemia y les he pedido demasiado a ustedes. Debí entenderlas, pero en este momento voy a corregir todo lo que hice mal. Como su profesor tengo que reconocer que fracasé, debí guiarlas, pero no pude hacer eso. Así que mi último acto de cuidado para mí y para ustedes, es despedirme. Lo único que me resta es agradecerles su tiempo y reiterar mi disculpa. No tenían que pasar estas cosas. Adiós.

Rogelio tomó el revolver, se lo metió a la boca, la amartilló. Un ruido sin eco provino del arma y sintió un reconfortante calor que entró por la boca y se desperdigó en todo el cuerpo. Alivio, tranquilidad, silencio. No sintió nada más. El lago se tornó claro, lo último que vio fue la imagen de sangre flotando en el agua adquiriendo tonalidades azules. Su mente estaba en calma. Un grito que no escuchó vino desde uno de los cuadros en la computadora. Después hubo silencio y una a una, las estudiantes se fueron desconectando hasta que no quedó nadie en la videoconferencia. Afuera, la nube al fin decidió moverse y dejó entrar los rayos del sol que inundaron de luz la estancia. La pistola quedó en el suelo en un pequeño estanque carmesí. La cabeza de Rogelio se ladeó después del disparo y los ojos se clavaron en el celeste infinito del cielo.