El altar del Hombre Abeja

Autor: Roberto Rodríguez


Roberto Rodríguez nació en Juchipila Zacatecas el 29 de enero de 1992 . Criado en la comunidad de El Remolino frente a la zona arqueológica "Cerro de Las Ventanas". Desde pequeño se interesó por la historia, arqueología y relatos de su comunidad.

La combinación de influencias de autores como H.P Lovecraft, Edgar Alan Poe y Robert E. Howard; con su gusto por practicar la danza y música folclórica, lo encaminaron a crear relatos de folk horror, tomando en cuenta elementos del ecosistema de su comunidad.
Actualmente continúa formándose como escritor en “Taller Delfos de Escritura Creativa".
En esta sección presentamos cuentos que fueron trabajados en el Taller Delfos de Escritura Creativa en voz de los propios autores. Escucha el audiocuento desde la plataforma IVOX en voz de su autor.


En medio del Cerro de las Ventanas y el Cerro de Contitlán, a un lado del río, vivían en una choza a las faldas del cerro: Manuel con su hermana mayor, Avelina, y su madre Fátima. El lugar pertenecía al hacendado, se los había prestado desde hace mucho tiempo a sus antepasados. Los abuelos de Manuel habían fallecido cuando él era un bebé. Aunque era un joven majadero y frío, siempre fue criado de manera amorosa por su hermana y su madre. Nunca conoció a su padre, pues dicen que cuando él era pequeño, se fue a Nayarit a trabajar en las cosechas y nunca se supo más de él.

Vivía un tanto alejado del pueblo, las pocas veces que podía convivir con otras personas, era cuando iban al pueblo a comprar lo que en el cerro no podían conseguir. También para vender lo que ellos recolectaban en el lugar donde vivían: algodón de pochote, mango barranqueño, ciruela amarilla, pitayas de todos los colores, guamúchiles, guaches, conchitas del río, plumas de coa, elotes, calabazas y lo más preciado: miel de abeja.

Este último producto lo obtenían con la ayuda de don Nieves, un viejo amigo de su abuelo. Él era el único que se atrevía a subir a los alto de los cerros, amarrarse de los árboles, y bajar para castrar las colmenas que se formaban en los acantilados del cerro.

Don Nieves era una figura de autoridad para Manuel, pues lo consideraba un hombre valiente como ninguno, pero al mismo tiempo, también le tenía un poco de coraje, puesto que lo regañaba por tratar mal a su hermana y madre. Para rematar le decía: «Por eso ninguna mujer te quiere para marido», esa frase y sus malas experiencias amorosas lo fueron marcando de por vida.

Don Nieves les había conseguido un lugar para ofrecer sus productos en el tianguis de Juchipila. Dada la buena reputación que tenía don Nieves, la gente pronto atendía la recomendación y compraban en el puesto de doña Fátima, la madre de Manuel.

Una tarde a la choza del río, llegó un hombre que vestía un tanto raro para lo acostumbrado en el pueblo. Fue recibido por Avelina y Manuel, pronto aquel hombre se presentó con un tono de voz altanero:

—Hola, soy Raúl Ordóñez , trabajo como arqueólogo. Vengo desde Guadalajara porque me han dicho que aquí Manuelito, conoce muy bien el Cerro de las Ventanas.

Avelina, de manera amable le contestó:

—Así es señor, mi hermano tiene desde bien chiquito que anda por todo el cerro y lo conoce muy bien. Bueno, casi muy bien ¿pero qué anda buscando usted, señor?

—Verá, cómo lo mencioné antes busco… algo que tenga que ver con objetos o construcciones que dejaron los indios.

Avelina hizo una pausa, dudando si contar o no lo que ella sabía, lo pensó un momento. Al recordar que aquél hombre se presentó como un arqueólogo; creyó que sus intenciones eran buenas.

—Mmm, pues desde que tengo memoria mi mamá me llevaba a un lugar a dejar muchas muchas flores y frutas, dice que se hace eso para agradecer los frutos de las plantas y los arboles. Luego le sopla a un caracol para llamar al Dios de las Abejas y se pone a decir unas palabras en lengua de los ancestros. El lugar tiene así como muchos escaloncitos, en la parte alta una figura de un mono colgado boca abajo, este tiene cuerpo de persona y alas como de abeja.

El arqueólogo cerró ligeramente los ojos, se quedó pensando un momento y en tono curioso le preguntó a Avelina

—¿Alguna de las palabras que dice es: Ah Muzenkab?

La chica hizo una afirmación con la cabeza, entonces aquel hombre supo lo que era dicho lugar: un altar dedicado al dios maya de las abejas: «Ah Muzenkab». Le pareció algo raro, puesto que el Cerro de las Ventanas se encontraba al sur de Zacatecas; demasiado alejado de los territorios de aquella antigua civilización.

Al reflexionar sobre la rareza de la situación, puso cara de sorprendido, mostró una sonrisa perversa y con tono codicioso le dijo a Avelina:

—Sabe usted señorita, lo que me acaba de mencionar nos puede dejar un gran negocio. Solo necesito que me lleven a ese lugar, yo traeré a mi gente y nos llevaremos la escultura. El comprador me mandó personalmente, les daremos tanto dinero que ya no necesitarán trabajar ni vivir en este salvaje lugar, ¿qué le parece la oferta señorita?

Avelina no aceptó pues tenía mucho respeto por las enseñanzas de su madre y los ancestros. Sin embargo Manuel tomó otra decisión e intervino la negociación:

—¡Yo también sé dónde está ese lugar! Las he seguido un par de veces a escondidas, a mí nunca me han querido llevar. Dicen ellas que yo no tengo el don. Pero ya me cansé de estar en este lugar, me la paso subiendo y bajando estos malditos cerros buscando que comer; nadie me da trabajo porque a la gente le da miedo eso que hacen mi madre y mi hermana.

En ese momento la madre de los muchachos salió de atrás de un árbol, todos se asustaron porque no sabía que estuviera ahí.

Fátima la madre de los chicos, con tono molesto se paró frente al hombre y le dijo:

—Está usted loco, señor, es gracias a esa figura que tenemos siempre algo que comer en el cerro. Si se la llevan de aquí las siembras no darán cosechas, ni los arboles darán frutos

El hombre con su tono altanero y burlándose le dijo a la mujer:

—Pero, señora, ¡qué pensamiento tiene! Esas cosas que me dijo su hija son puras tonterías, no sirven para nada. Pero respetando su creencia igual le digo: con lo que vamos a ganar no van a tener que trabajar nunca más. Mi comprador es un arqueólogo checoslovaco llamado Alesh Hasrlichka. Él ya había escuchado de ese lugar en una ocasión que vino a hacer sus estudios, pero nadie se atrevía siquiera a buscar el lugar. A mí me pidió que viniera a encontrar esa escultura y llevársela sin importar el costo.

—Pues será muy estudiado y rico el viejo aquel, pero no sabe nada de lo que pasaría si se llevan la figura de su altar. Sobre todo, lo que les pasará a los que se atrevan a moverlo de ahí.

El arqueólogo se molestó por las amenazas de la mujer, entonces con tono agresivo le dijo:

—¡Uy! Qué miedo pinche vieja, aparte de pendeja ahora resulta que me amenaza . Pues sepa que ya hablé con el dueño del cerro, ya le di su parte a él y usted no va a detenerme.

Raúl Ordóñez sacó de entre sus ropas una bolsa llena de monedas de plata, la que abrió frente a Manuel y le dijo:

—Mira muchacho así como esta, tengo otras diez bolsas para darte. No seas igual de pendejo que tú madre y tu hermana, con esto puedes comparte lo que quieras, hasta una casa en el pueblo. [Te las daré, pero solo si me llevas a ese lugar.

Manuel con cara de ambición y locura comenzó a caminar en dirección de aquél lugar. Su madre intentó detenerlo, pero el joven fornido se zafó fácilmente. Enseguida entre su madre y su hermana le cerraron el paso para intentar detenerlo. La ambición cegadora lo hizo reaccionar de forma violenta: lanzando una brutal bofetada a su madre, la mujer se desvaneció bruscamente estrellando su cabeza contra una afilada piedra. La sangre brotó a chorros y pronto su madre comenzó a convulsionar, sacudiéndose de forma anormal.

La hija pronto reaccionó: se acercó a su madre, puso la cabeza de la mujer herida sobre sus piernas. Entonces comenzó a llorar e insultar.

Mientras la madre convulsionaba, de su boca se escuchaba recitar una oración en alguna lengua desconocida para Manuel y Raúl, pero no para Avelina quién prestaba atención y repetía las palabras en voz baja para después recordarlas:

Yuum le kaabo’obo’

Ko’oten tuméen múultuune’

Ku yokol tin wíinkilil

Ts’áaten a páajtalil

Kíinsik le wíiniko’ob.

Teech ka k’áata’al…

Antes de poder terminar la oración, la madre lanzó un último suspiro y con la mirada dirigida hacia Manuel. Había fallecido.

Avelina puso su cabeza junto a la de su madre, lloró desgarradoramente por unos segundos. Después se quedó en silencio. Temblando de coraje, con sus manos limpió sus lágrimas que se mezclaron con la sangre de su madre, tomó un collar que traía en el cuello la difunta, lo arrancó y llevándolo a su pecho recordó y terminó aquella oración que había dicho su madre:

Yuum le kaabo’obo’

Ko’oten tuméen múultuune’

Ku yokol tin wíinkilil

Ts’áaten a páajtalil

Kíinsik le wíiniko’ob.

Teech ka k’áata’al Ah Muzenkab*

En ese momento, entre los cerros se escuchó el eco de un colosal enjambre que se acercaba. Desconcertados, el par de hombres buscaron en el cielo y vieron como unos segundos después, todo se oscurecía por aquel enjambre de miles y miles de abejas.

El arqueólogo tratando de ser inteligente corrió al río, pues había escuchado que entrando en el agua las abejas no te atacan; pero antes de entrar al río fue alcanzado y envuelto por el enjambre que lo elevó al cielo. El hombre se sacudía y trataba de arrancar aquellas abejas que rodeaban su cuerpo, solo consiguió que lo atacaran. Aquellas abejas no eran normales, sus aguijones parecían más bien largas y afiladas agujas negras que llegaban a traspasar el cuerpo del hombre. Su veneno producía al instante gigantes llagas rellenas de negra pus, las cuales estallaban poco después provocando hemorragias por todo su cuerpo. Los gritos de dolor de aquel hombre se intensificaron conforme su cuerpo iba estallando: primero fueron sus piernas y brazos, dejando sus huesos al descubierto bañados en sangre y pus negra. Después su abdomen se inflamó tanto que parecía un enorme globo, al estallar, todos sus órganos quedaron expuestos y colgando. Finalmente, cuándo su cabeza se volvió una enorme llaga que al explotar, lanzó masa encefálica por todos lados. Las abejas se dispersaron y desparecieron, desde lo alto dejaron caer frente Manuel y Fátima aquella grotesca y asquerosa deformidad que se habían convertido en los restos del ambicioso arqueólogo.

El chico estaba paralizado de miedo, llorando de locura y desesperación. Su cuerpo comenzó a temblar cuando miró que había algo raro le sucedía su hermana.

La chica levantó la cara, sus ojos se ennegrecieron totalmente, sus dedos se habían secado y podrido adquiriendo forma de afiladas púas. Metió dos de ellas en el extremo de su boca y cortó sus mejillas, al instante brotaron unas especies de tenazas dentadas de ahí. Después clavó las púas en su propio cuerpo, arrancando las costillas y separándolas del esternón. Las costillas se abrieron formando una especie de alas que se alargaron. Su columna se encorvó, y el coxis le creció hasta sus rodillas, tomando la forma de una afilada lanza.

Manuel no podía soportar lo que veía: sentándose en el suelo, cerrando los ojos, tapando sus oídos y llevando su cabeza hacía sus rodillas, comenzó a llorar desenfrenadamente. Unos pocos segundos después todo era silencio. El chico se percató de ello, dejó de llorar, y aún con un poco de miedo, fue quitando lentamente sus manos mientras limpiaba las lágrimas de sus ojos.

No se encontraba nada extraño a su alrededor: ni su hermana, ni su madre, ni el cuerpo del arqueólogo. Pensó que se había quedado dormido y había tenido una pesadilla. Manuel se levantó, decidió ir hacía su choza para pedir disculpas a su madre y hermana por todas las ocasiones en que las había ofendido.

Llegó al árbol de mango que estaba a un lado de su casa, tuvo la sensación de que algo lo miraba desde arriba. Al voltear encontró aquella monstruosidad en la que se había convertido su hermana, quiso correr de inmediato, pero apenas dio unos cuantos pasos, sintió como algo le atravesaba la espalda y salía por su pecho.

Era el aguijón de aquel monstruo que lo elevó del suelo. El pico del aparato bucal de aquel ser, se introdujo por la boca de Manuel, este sentía ahogarse por aquel grueso órgano que impedía el paso de oxígeno a su pulmones. Sintió un inmenso y desesperante dolor cuándo todos sus órganos eran poco a poco destruidos por una dura y dentada lengua que molió todo a su paso. El chico se sacudía, manoteaba y pataleaba de aquel insoportable dolor. En su interior todos sus órganos habían formado una repulsiva pulpa sustanciosa de sangre, excremento y orina. Sirvió de alimento para el monstruo en qué se había convertido su hermana Avelina, quien succionó todo aquello.

Después de esto, en los pocos minutos en el que el cerebro de Manuel seguía haciendo funcionar su vista y su tacto; miró y sintió como aquel ser lo bañaba de una viscosa sustancia cálida que envolvió su cuerpo. Después de esto, el monstruo se elevó por los cielos con el cuerpo de Manuel. Lo último que miró aquel chico, fue el enjambre de abejas que acompañaba el vuelo del monstruo, hacía una oscura cueva en el cerro.

Tiempo después a don Nieves se le hizo raro no ver a la familia en su puesto del tianguis. Fue a buscarlos a la choza pues había escuchado del arqueólogo que andaba preguntando por Manuel. Al llegar a la choza no encontró a nadie, pero aprovechó la vuelta porque en una cueva cerca de ahí, siempre se formaba una buena colmena.

El señor subió al cerro, llevaba consigo unos pasojos de vaca, los cuales encendió para producir humo. Con cuidadosa puntería, los dejó caer al interior de la cueva.

Pronto un centenar de abejas salieron de la cueva. Don nieves amarró su cuerda a un árbol luego, lanzó la punta hacia abajo y enredo un tramo a su cintura. Comenzó a bajar cuidadosamente por las paredes del cerro. Al llegar a la cueva, desató la cuerda y se acercó cautelosamente para no llamar la atención de las abejas. A los pocos segundos se escuchó un grito de desesperación que retumbó por entre los acantilados de los cerros. Nieves trepó rápidamente y se fue corriendo para la iglesia, le platicó al cura lo que había visto. La gente que lo había mirado entrar, pronto especuló que se trataba de la familia que vivía en el río .

Después de ese día, el pobre hombre tenía pesadillas todos los días, nunca más volvió a castrar una colmena. La última vez que lo vieron treparse a un cerro, fue para lanzarse desde lo alto y terminar con su vida.

El cura y el doctor del pueblo, quedándose solos en el panteón después del entierro de Nieves, conversaron lo siguiente:

—Me dijo que encontró el cuerpo de Manuel en perfectas condiciones, totalmente recubierto de cera

—Había escuchado que la cera de abeja tiene propiedades hidratantes y frena la aparición de arrugas; pero tanto así como preservar el cuerpo de una persona que pudo haber muerto hace un mes, yo no lo creo .

—También me dijo que el cuerpo tenía en su interior mucha miel de abeja.

—Entonces esa sería la razón por la cual el cuerpo no se había descompuesto, la miel tiene propiedades antibacterianas. Pero se me hace algo exagerado por el calor que hace todo el año en la región.

—Pero esa no fue la razón por la cual aquel hombre quedó traumado.

—¿Entonces cuál fue?

—Dijo haber visto un ser horrible colgado de lo alto de la cueva, como si fuera una mujer con el cuerpo deformado, parecido al de una abeja. Aquel ser y él se observaron mutuamente, incluso le habló y reconoció su voz. Fue ahí donde le hombre comenzó su locura.

—Pues esa última parte si está muy fantasiosa la verdad, yo creo que a lo mejor había comido peyote o…

De repente una voz de mujer interrumpió al doctor:

—Recuerde que la ciencia aún no lo ha podido explicar todo, mi querido doctor.

El doctor reconoció la voz de aquella mujer.

—Mi querida amiga y casi colega, Matilde. Veo que no has perdido tu don de andar de chismosilla escuchando platicas ajenas.

—Ni tan ajenas doctor, usted sabe que esos terrenos son míos . Y dígame, señor cura, ¿qué pasó después?

El cura un poco desconfiado por no saber quién era la mujer, dio un rápido fin a la historia:

—Nunca nadie más volvió siquiera a mencionar la existencia de la familia de Manuel y mucho menos de aquel extraño altar del Hombre Abeja por el que el arqueólogo había preguntado.

Matilde respondió:

—Es mejor que así sea. Dígales en misa a los hombres que no deberían levantar nunca la mano en contra de ninguna mujer, los hombres están para proteger, para eso deben usar su fuerza y para trabajar. Porque luego la mujer tiene otros medios para vengarse.

En cuanto Matilde dijo estás palabras, un fuerte zumbido de abejas se escuchó cerca. El par de hombres se tiraron al piso asustados temiendo el ataque de las abejas. Pero a los pocos segundos después, el enjambre se había ido, los hombres se levantaron y se percataron de que Matilde había desaparecido.

*Dios de las abejas

Ven por la pirámide

Entra en mi cuerpo

Dame tu poder

Mata a los hombres.

Te lo pido

Dios de las abejas

Ven por la pirámide

Entra en mi cuerpo

Dame tu poder

Mata a los hombres.

Te lo pido Ah Muzenkab

Ola de calor

Autor: Juan Pablo Sotomayor Rivas


Para matar el tiempo, Karla se dedicó a observar los numerosos grafitis que tachonaban los costados y los asientos del destartalado autobús. Los había de tantas formas y colores que era difícil distinguir donde terminaba uno y se iniciaba el siguiente. Sin embargo, uno en particular de entre todos ellos llamó su atención: el ancho contorno negro de una mano rodeado de cuatro símbolos oscuros. El conjunto, aunque simple, poseía en sí una misteriosa esencia, como si se tratara de la señal abominable de un poder antiguo, surgido desde tiempos remotos.

En un impulso, Karla acomodó su mano sobre el contorno del dibujo hasta hacerlos coincidir, pero la retiró de inmediato al sentir un doloroso pinchazo al contacto. Se revisó enseguida, más no percibió herida alguna. Extrañada, dejó su asiento y bajó del camión.

Ya en la oficina se sirvió una taza de café. Mientras se dirigía a su cubículo, notó que el café comenzaba a hervir burbujeante dentro de la taza. Asustada la dejó caer, haciéndose mil pedazos contra el piso. En seguida, su compañero Tony se acercó a ayudarla.

―¿Te lastimaste?

―¡No es nada! ―respondió apenada.

―Déjalo, lo limpio en seguida ―dijo Tony―. Por cierto, amiga, aún no me has saludado ―agregó y le tendió la mano.

Karla la estrechó y al instante la cabeza de Tony se encendió como un fósforo, ardiendo intensamente por escasos segundos. Karla gritó mientras el cuerpo de su compañero se desplomaba, con el cráneo humeante carbonizado. Miró horrorizada el cuerpo y luego observó su mano incandescente. Llegó a su mente el recuerdo del grafiti, pensó en sus formas angulosas, sintió los toscos símbolos como la promesa de una condena que le devoraría el alma y la vida entera. Una maldición. Salió corriendo al pasillo y se encontró de improviso con su novio que la buscaba. Él la abrazó en seguida.

―¡No! ¡No me toques! ―clamó ella intentando evitarlo.

Pero fue demasiado tarde. Los gritos y el olor a carne quemada inundaron el lugar.

Montería

Autora: Yesenia Jasso


La sangre se agolpaba en su cabeza al correr por un largo pasillo sin ventanas. Sentía el corazón latir en el ardor seco de su garganta. El sudor lacerante se colaba por las heridas que él le inflingió, ella intentaba defenderse cuando le atacó artero mientras dormía. Ella era toda un ascua; la noche, un glaciar.

Luchaba por introducir suficiente aire a sus pulmones, le perseguía la imagen de la albura de unos dientes perfectamente alineados entre los que sobresalían dos colmillos larguísimos y aguzados. El recuerdo de esa dentadura abriéndose hacia ella, tan prístina como amenazadora, la mantenía en frenética carrera a pesar de la extenuación.

Llegó a la única habitación que había al final del pasillo y, en una de las esquinas entre la penumbra, alcanzó a distinguir la cáustica mirada de un majestuoso murciélago negro. No era momento de dudar; si solo hubiera querido salvarse, lo hubiera perdido hace un buen rato.

Diana lanzó la luz de su linterna sobre el cuerpo del animal para mirarlo directo a los ojos. En medio de una niebla que anegó todo el aposento, la criatura dio lugar a una figura antropomorfa, varonil y estilizada que le sonreía desafiante, quizá con incitación. Con la mano temblando de adrenalina y cansancio, abrió su camisón para revelar una sencilla cruz plateada que coronaba la hendidura entre sus senos. El vampiro quedó inmóvil por un instante en un gesto de aturdimiento.

Entre la bruma, unos incisivos afilados se abrían paso con violencia en la carne fibrosa del cuello ebúrneo, al tiempo que la lengua ávida recogía cada gota que se derramaba de la herida, probando por primera vez ese sabor metálico arrobador. No podía haber dejado pasar la oportunidad: la sangre de vampiro tiene poderes extraordinarios.

Árbol de cerezos

Autora: Ross Sotomayor


Compré el más hermoso árbol de cerezos que encontré en el invernadero. Era precioso, supe de inmediato que decoraría el centro de mi jardín y que, difícilmente, mi esposo querría cortarlo con alguna tonta escusa, como siempre lo hacía con todas mis plantas.

Lo sembré y regué tal y como la instrucción lo indicaba pero se negaba a crecer. Comenzó a secarse y vi caer sus pequeñas hojas en el jardín. Nuevamente había cometido un error en los cuidados. Aquel día lloré tanto que me quedé profundamente dormida sobre la mesa.

Mi marido se dispuso a cortar sus ramas con una pequeña hacha, supongo que le causó satisfacción saber que nuevamente otro de mis “tontos matorrales”, decía él, se había secado. Según él, fracasado otra vez. Sin embargo, en un descuido, colocó su mano en el tronco del árbol, cerca de la rama que se disponía a astillar de un golpe. Yo escuchaba en sueños como un pulso seco muy parecido a la palpitación de un corazón.

Desperté de mi letargo al oír un alarido desesperado…

Un hilo de sangre salía de su mano izquierda y caía en la tierra mojando del tronco de mi amado árbol. Mi marido sujetaba con fuerza sus cuatro dedos y se retorcía de dolor. Me acerqué apresuradamente y le amarré un trapo en la mano para tratar de detener la sangre, vi que le faltaba el pulgar. Lo subí al auto y me dirigí deprisa al hospital, dejando todo detrás.

Allí lo recibieron de urgencia y saturaron su herida mientras él se encogía de dolor. Los doctores salieron a la sala y de manera fúnebre me solicitaron su dedo.

Me quedé pasmada ante tal petición y regresé a casa para resolver aquella tétrica tarea. Cerca del árbol miré la escena que dejé un par de horas atrás. Algo había cambiado.

El cerezo se encontraba hermosamente lleno de hojas. Su bello tronco roji-negro era encantador, había vuelto a la vida. Sus preciosas hojas rosadas se lucían casi escarlatas; solo unas pocas horas habían servido para que el árbol apunto de secarse, retoñara.

Estaba admirando su belleza cuando recordé la insólita tarea que me habían encomendado los médicos, encontrar el dedo de mi marido. Me dispuse en cuclillas y comencé a mover los matorrales cercanos a mi cerezo cuando me percaté que en el tronco, ya como parte de su raíz, estaba el pedazo de una uña y algo blanquecino diminuto que parecía un hueso.

Observé que la tierra se movía como si estuviera comiendo de algo, mientras sus pequeñas raíces se enredaban y sujetaban lo que parecía ser el dedo de mi esposo. Mi precioso árbol se encontraba absorbiendo de una manera que no entendía de ese pedazo de carne que mi marido se había cortado.

Pasaron un par de horas más y yo observé atónita, como mi cerezo crecía y relucía aún más sus hojas y su tronco. Caí en la cuenta que tenía que regresar a la clínica cuando el sonido de una llamada entrante ingresó a mi celular, alguien me pedía volver por mi esposo.

Regresé de inmediato y eché un vistazo rápido a su mano mientras el médico me indicaba los cuidados a proporcionarle. La pregunta sobre si había encontrado su dedo me distrajo de mis cavilaciones y una negativa a base de un movimiento salió de mí. Sin más explicaciones regresamos a casa. Mi marido ni siquiera se ocupó del cambio en el árbol, como siempre sólo era él.

Pasaron los días y comencé a ver, nuevamente, mi cerezo secarse, pero esta vez sabía la solución al problema y no fallaría. Dudo que alguien genere preguntas incómodas sobre la ausencia de mi marido, todos conocían su mal carácter.

Nadie querrá escarbar hacia sus raíces en busca de algo o de un cadáver. Un árbol de cerezos es una especie tan exquisita y hermosa, además es propenso a la extinción y es una especie protegida.

Bajo el manto de las mariposas negras

Autor: Carlos de la Torre Fregoso


Los pensamientos de Mariela se agitaban como un enjambre dentro de su mente, incapaz de encontrar refugio en el dulce abrazo del sueño. Sus ojos cansados se abrían de par en par en la oscuridad de su habitación.


Las voces susurrantes en su cabeza la arrastraban hacia los abismos más oscuros de su propia mente. ¿Y si hubiera sido una mejor doctora? ¿Y si hubiera sido más competente, más sensata? Cada pregunta era un puñal que se clavaba más profundamente en su conciencia.

Repasaba una y otra vez sus años de estudio en la facultad de medicina en la ciudad, donde había sido una estudiante ejemplar. Pero ahora, en este pueblo remoto, se sentía una intrusa en un mundo que despreciaba sus conocimientos.
Mariela no podía evitar sentir una gran frustración. La gente del pueblo seguía recurriendo a las viejas curanderas, depositando su confianza en tradiciones que parecían desafiar la lógica. También recordó cuando llegó su oportunidad, un niño enfermo cuya vida pendía de un hilo. Un lienzo en blanco para demostrar su valor como doctora.


Pero el destino se burló de su arrogancia. La vida del niño se apagó como una vela en la brisa de la noche, y Mariela quedó sumida en una culpabilidad insoportable.


Entre los pensamientos, había uno constante que se hacía cada vez más fuerte: “No mereces estar aquí, no vales nada”.


Mariela limpió las lágrimas que rodaban sin control. Su rostro, reflejo de profundo pesar, se transformó en una máscara de ira ardiente dirigida hacia sí misma. Sin titubear, sin darle oportunidad a las dudas que pudieran asaltarla, comenzó a caminar con pasos firmes hacia el río.

Se desplegaba ante ella con un caudal poderoso. Desde la cima del puente memorizó el flujo turbio que parecía llamarla. Cerró los ojos, dispuesta a poner fin a su propia existencia, y dejó escapar un último suspiro de resignación.
Pero en el umbral de la muerte, una presencia inesperada la interrumpió. Una pequeña mano, casi imperceptible, se posó en el dobladillo de su falda. El impacto fue como una descarga eléctrica que recorrió su cuerpo, expulsando el aire de sus pulmones y reemplazándolo con un frío helado que se adhirió a su piel.


La mano que la detenía pertenecía a un niño, el mismo cuya muerte la había arrastrado hasta ese punto. Pero había algo terriblemente equivocado. La piel del niño estaba pálida como la luna, y sus ojos eran huecos oscuros en su rostro demacrado. Emitió un susurro ronco, palabras que atraparon el aire helado y lo dejaron caer sobre Mariela: «No es su culpa, doctorcita, tenía que partir». Su pequeña mano señaló hacia una figura que se alzaba a su lado.


Allí, en la penumbra, una figura se alzaba, cubierta por una túnica negra que ondeaba en la brisa nocturna. Pero lo más espeluznante era su rostro, un cráneo despojado de carne y piel, con dos cuencas vacías donde debían haber estado los ojos. La luz de la luna delineaba sus manos descarnadas que emergían de las rasgadas ropas negras, en su mano derecha estaba sosteniendo una gigantesca guadaña.


El cuerpo de Mariela respondió con temblores incontrolables, sus piernas cediendo bajo la presión de un terror que la envolvía. Su garganta pareció sellarse mientras un miedo profundo le oprimía el pecho.


Aunque la respuesta se insinuaba como una sombra en su mente, Mariela no pudo evitar la necesidad de expresarla:


—¿Quién eres tú?

La figura, la misma personificación del oscuro abismo que yacía más allá de la vida, avanzó hacia ella con pasos que sonaban como ecos en una tumba vacía. La distancia se acortó hasta que apenas quedaron unos centímetros entre ellos.


—Soy el fin de las cosas, el último aliento y el destino inevitable. Tengo tantos nombres como civilizaciones mismas me han imaginado en sus pesadillas. Soy Mictecacihuatl, la que rige el inframundo de los aztecas. Soy La Parca, la dama de la guadaña que se lleva a los mortales cuando su tiempo ha llegado. Soy Azra’il, el ángel de la muerte.

La figura cadavérica se quedó observando unos instantes, como si la analizara profundamente, su tétrica voz emergió finalmente:


—Aún no es tiempo de que vengas conmigo y arrojarte al río no terminaría tu vida, la corriente hubiera desgarrado tu carne la cual se hubiera convertido en un festín de bestias voraces que disfrutarían tu dolor.


En un acto de sumisión, Mariela se arrodilló en señal de respeto. La mano de la muerte se posó sobre su hombro, una sensación fría que penetró hasta su alma. Y el niño, ese niño que nunca podría olvidar, la envolvió en un abrazo cálido que parecía contradecir todo lo que sabía sobre la frialdad del otro lado.


«Mi súbdita», resonaron las palabras en la oscuridad de la noche, y Mariela sintió un escalofrío que no podía atribuir únicamente al viento que se deslizaba por su piel. Las siguientes palabras eran un pacto, un intercambio de secretos que desgarraban las cortinas que separaban los mundos de los vivos y los muertos.


La Muerte, en sus infinitos conocimientos le ofreció el mayor regalo: los saberes ocultos de influir en el destino, Mariela sin dudarlo aceptó.
La Muerte con voz pausada y la paciencia de un gran maestro, le explicó sobre los emisarios, siendo el tecolote el primer augurio, haciendo énfasis en que su presencia no era necesariamente una sentencia, pues la muerte podía ser evitada si se intervenía a tiempo.

Por otro lado, la mariposa negra, símbolo de la fatalidad, portadora de un destino inalterable. Una muerte anunciada por los hilos del destino, una partida que no debía ser evitada por ningún poder en el mundo de los vivos. 


Tras la explicación, recitó la mística frase a manera de enseñanza, capaz de ahuyentar a los emisarios de la muerte:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.

Al momento de decir las palabras, el niño tomó la mano esquelética de la muerte. Sus dedos huesudos se entrelazaron con los dedos pequeños y llenos de vida, creando un puente entre lo mortal y lo eterno. Una suave brisa se levantó, como si los vientos mismos de la transición estuvieran tejiendo un camino en el aire y las figuras se desvanecieron.


Mariela regresó a su casa con pasos lentos y cargados de pensamientos. La luna había ido cediendo su lugar al amanecer cuando finalmente llegó a su hogar.
Su cama la recibió como un refugio del mundo exterior, donde finalmente podría descansar de las revelaciones y emociones que habían agitado su ser. El sueño finalmente la envolvió, pero fue bastante breve. 

Los golpes en la puerta resonaron, interrumpiendo su descanso. Una señora humilde, con una expresión cargada de preocupación, buscaba su ayuda para su esposo, quien se encontraba en cama debido a una fiebre. Mariela se levantó, aún aturdida por la falta de sueño y las emociones recientes, y agarró su maletín, el instrumento que había sido su aliado en la lucha contra la enfermedad y el sufrimiento.


Siguió a la mujer hasta su casa, donde el aroma del hogar humilde se mezclaba con el aire del amanecer. Al entrar en la habitación, el escenario se desenvolvió ante sus ojos con una familiaridad desconcertante. Un tecolote yacía al pie de la cama, un presagio sombrío en medio de la enfermedad. Pero lo que la sorprendió aún más fue el hecho de que parecía que solo sus ojos podían percibir a la criatura.


Acompañada por la voz de la muerte en su mente, Mariela abrió la ventana de la habitación. Con una voz suave pero firme, recitó las palabras del conjuro que había sido confiado:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.


El tecolote pareció mover su cabeza en señal de obediencia. Con un aleteo majestuoso, emprendió el vuelo, desapareciendo en el cielo matutino.

Después de que el emisario hubiera desvanecido, Mariela se volvió hacia el paciente enfermo. Con habilidad y precisión, administró los medicamentos necesarios, inyectando antibióticos y ofreciendo el alivio que la medicina moderna podía brindar. El paciente experimentó una mejoría sorprendente, como si la enfermedad misma hubiera sido arrancada de su cuerpo.


En poco tiempo, las manos de la doctora se consideraron milagrosas y la noticia parecía ser llevada por el viento mismo. La gente comenzó a formarse fuera de su casa, los rostros marcados por la enfermedad, el dolor y la esperanza esperaban su turno pacientemente, como peregrinos ante un santuario de milagros. E incluso las ancianas curanderas, mujeres que habían sido guardianas de saberes ancestrales, no eran inmunes al llamado de la joven doctora.


Pero un día todo cambió para la joven doctora, a su casa llegó su hermano. Parecía bastante preocupado, le dijo que su madre había sido mordida por una serpiente. Tomó su maletín y se fue con su hermano corriendo a casa de su madre; abrieron rápidamente la puerta y Mariela puso el antídoto a su madre, quién ya se encontraba inconsciente.

El horror se apoderó de la doctora al ver sobre la cabeza de su madre una mariposa negra, señal de que era una vida que no debía salvar. Las duras advertencias de la muerte rondaban en su cabeza, pero era su madre quien estaba por morir, sin pensarlo, recitó las palabras:


Ni mitz yolmajtok, Nochi tlen ipatijka moskaltia ipan yolxochiloyan.


La mariposa voló desesperada fuera de la habitación. Su madre, se levantó de la cama y sus ojos se llenaron de horror:


—¿Qué has hecho hija? Era mi turno de irme.

Mariela, sintió cómo su cuerpo comenzaba a traicionarla, como si las cadenas invisibles de la Muerte estuvieran alcanzándola desde las sombras. Sus ojos, ventanas a un mundo que se volvía cada vez más oscuro, se nublaron de desesperación. Pero cuando sus párpados se elevaron nuevamente, el mundo que se reveló ante ella fue aterrador.


El puente y la Muerte, estaban una vez más ante ella, como si el tiempo nunca hubiera transcurrido. Las palabras cayeron como gotas de plomo, aplastando cualquier esperanza que pudiera haberse aferrado a su corazón.


—No has pasado la prueba —pronunció con frialdad.

El palo de la guadaña, descendió con brutalidad sobre su estómago. Mariela se desplomó en el río helado, y las aguas parecieron cortar su piel con cada piedra afilada que rozaba su cuerpo.


En medio de su tormento, unas poderosas fauces la sujetaron. El horror la invadió cuando sus ojos se encontraron con los de aquella bestia, un feroz coyote que la arrastró a la orilla.

La visión se torció aún más en la distorsión grotesca del horror. Varios coyotes se congregaron para saborear aquel festín, un coro de aullidos llenaba el espacio mientras las piernas y brazos que habían sido su herramienta para curar ahora eran la cena de las criaturas. Sus heridas eran frenéticamente lamidas cuando en sus últimos momentos de consciencia pudo ver como una mariposa negra se posaba en su cabeza; sonrió tímidamente y cerró los ojos mientras esperaba nuevamente a encontrarse con la dulce muerte.