Vino pánico

Autor: Miguel Ángel Almanza Hernández


Lo voy a contar así, aunque nadie me escuche. De todos modos nada más puedo hacer. No fue sencillo, la verdad es que me he equivocado muchas veces, pero esta vez he tocado fondo.

Todo comenzó cuando recibí un paquete. Un amigo que vive en Montreal me mandó un vino, sólo tres botellas, las etiquetas estaban escritas en griego o algo así. Eran tan caras que con una botella se podía pagar un mes de renta.

En ese entonces ya salía con Liz, teníamos sexo casual desde hacía un tiempo y nos veíamos cada quincena o fin de mes. Fue ella a quién se le ocurrió celebrar tardíamente mi cumpleaños con una de las botellas y el mejor acostón del año. No pude resistirme a su ruego. Abrí la botella y comenzamos la juerga.

La primera copa no me supo la gran cosa, francamente tenía un sabor aceitoso, a madera antigua, como de bosque lejano. Cuando me sorprendí pensando en este paisaje comprendí porqué era bueno. Se lo comenté a Liz, pero ella ya había terminado su copa casi en tres tragos. Me preocupé:

—Oye, ten cuidado, eso es vino y del caro. Tómatelo más despacio.

—Es que está bien rico, no manches. Delicioso, sírveme otra.

—Está bien, pero espérame. No te la tomes tan rápido.

Ella me hizo caso a medias, la tomó más despacio pero esta vez fueron seis tragos. Para cuando me di cuenta ella estaba tallando todo su cuerpo en mí, bailaba al son de More than a feeling, mientras el aroma a vino y el perfume de ella saturaban mis sentidos. Me comenzó a desvestir. Cuando terminó conmigo simplemente tomó la mini falda de su vestido desde abajo y se la sacó entera por arriba, quedando en ropa interior, moviéndose como gata en celo. No pude contenerme y comencé a lamerle el cuello, le besé el oído, le introduje mi lengua en su boca para beber de los afluentes eternos del Estigia.

De un momento a otro, el rostro de Liz se transfiguraba. No sé si fuera la embriaguez pero sentí que no estaba con ella, sino con otra persona, otra mujer, también bellísima. Emanaba por sus ojos una furia de deseo y acecho, como bestia hermosa que está presta. Era tan bella que estaba listo para ser devorado.

—Mi señor. Tú serás mi señor, ¿verdad?

Le dije que sí, me besaba apasionada, lamía mi abdomen bajo a intervalos, hasta llegar a los testículos y poner su lengua debajo de ellos. La sensación me estremeció, ella soltó una risa traviesa, se enjugó los labios y siguió con mi pene. Cuando por fin la erección estaba a pleno rigor, ella paseó su labios vaginales por toda la superficie, ida y vuelta, hasta quedar bien húmeda. Al primer contacto del coito creí terminar, pero ella se detuvo, me miró con sus ojos de hechizo y me dijo:

—Es una ofensa a nuestro señor terminar antes que las ninfas. Acuérdate, nosotras vamos primero. No te preocupes, yo te sabré montar.

Y así fue. Cogimos como locos por unas siete horas, hasta que amaneció. La verdad nunca había durado tanto. Al siguiente día cuando le pregunte a qué señor se refería se ofendió.

—No mames. Ahora sí te pasaste de culero, estábamos en copas y no me acuerdo de lo que dices. ¿Dónde está mi ropa? Oye, respóndeme, ¿porqué estoy desnuda?

—Pues ya te dije, ¿que no te acuerdas? Estuvimos bailando allá en la sala, después de la segunda copa de vino nos venimos para acá, y tuvimos el sexo más fantástico.

—No me acuerdo de ni madres, ¿me violaste güey? ¿Sí o no?

—No, claro que no, estabas plenamente consciente. Bailabas más coordinada que yo, incluso me ayudaste a quitarme la ropa, ¿de verdad no te acuerdas?

Liz se me quedó viendo muy seria, pero igual se acordaba de algo, porque ya no me reprochó nada.

—Bueno, nada más te digo si me ves muy peda y te digo que cojamos, te niegas. Ya si yo insisto, pues muy mi pedo.

—No, también sería el mío. Mejor nada, si te vas a poner así.

—¡Cómo así! ¡Estás pendejo! Imagínate despertar encuerado y sin memoria de lo que pasó la noche anterior.

—Está bien, discúlpame. Fue mi error, supongo que ese vino estaba muy fuerte.

Ella se acercó y me abrazó. Así estuvimos un rato, mientras vi la botella de vino vacía sobre la cómoda, pero fuera de las primeras dos copas, yo tampoco recordaba haber bebido tanto.

Cuando ella se fue medité sobre lo que había pasado. Era cierto que durante el sexo ella había cambiado su forma de hablar, pensé que era parte del juego, a lo mejor fue la borrachera y la belleza natural de su cuerpo. Lo que más me intrigó fue no recordar cómo se había acabado el vino, no había manchas, ni derrames en el suelo, sólo las copas con restos del aroma a bosque antiguo.

Esa noche tuve un sueño raro: soñé con un sátiro.

Me encontraba en un bosque, olía a polvo de ruinas y humedad. Había una enorme piedra plana montada sobre otra. Parecía casi una formación natural, aunque si fuera artificial entonces estaba destruida por miles de siglos de lluvia y viento.

Sobre ella había dos seres, esforcé mi mente tratando de entender la escena. El sátiro me miró de reojo, habló en una lengua extraña, me acerqué porque entendí que me llamaba. Observé sus pezuñas negras, eran tan grandes y pesadas como las de un percherón, su pelaje gris se extendía por encima de ellas creciendo en caireles y creando borlas sobre sus ancas y muslos. Su torso estaba desnudo, sus brazos se torneaban musculosos, una línea de vello salía desde el ombligo hasta formar un follaje en el pecho. Sus ojos eran verdes o grises, su cabeza poderosa. Los cabellos abundantes y crespos, sus cuernos enhiestos hacia atrás.

Hizo una mueca de desprecio y volvió a hablar en aquella lengua que no recuerdo. Luego el animal, o mejor dicho, la hembra que parecía una vaca o cerdo enorme que estaba frente a él, se postró para ser penetrada. El sátiro se esculcó la entrepierna y dejó caer un rabo largo que casi tocaba el piso. Me sorprendió por cómo cayó de golpe, tardé un momento en entender qué estaba viendo. Luego Pan, echando a reír, me dijo que aprendiera bien, porque ya era raro que él enseñara a nuestra gente.

Desde ese día no sé lo que me pasó, amanecía con una erección tan rígida que se hacía dolorosa. Comencé a darme alivio diario. Fui al médico, el urólogo me hizo algunos exámenes, me dio medicamentos contra el priapismo y dijo que esperaríamos una semana los resultados. La verdad es que no tenía tanto tiempo, así que antes del fin de semana le rogué a Liz por teléfono volvernos a ver, aunque fuera un poco antes. Se portó un poco suspicaz, pero aceptó, aún así decía que me sentía raro. A la noche en mi departamento, ella me preguntó quién me había regalado el vino.

—Un amigo que vive en Montreal, fue de viaje a Europa y me mandó ese regalo del Viejo Mundo. Decía que lo compró en una subasta.

—Pues tiene una nota, ¿ya la habías leído?

—No, ¿qué dice?

Extendió su brazo y me dio el pedazo de papel doblado, lo leí:

“Con cariño, un regalo del Nuevo Mundo, para el Gran Sátiro”.

—¿Qué es un sátiro?

—Es un ser mitológico, los griegos les llamaban faunos. Es un chiste de cuando éramos jóvenes, porque parecíamos sátiros persiguiendo a las ninfas.

—Y te iba bien, ¿verdad, gran sátiro?

Su sonrisa de oreja a oreja me tenía atrapado. No me creería si lo negaba, pero intenté explicarle:

—Sátiro también se usa para la comedia, se refiere a mi buen humor. De ahí el chiste del fauno y las ninfas.

—Pues no te creo, ándale, ya dame un beso y destapa otra de esas botellas de tu vino mágico. Pero nada más una copa, porque lo que tiene de bueno, lo tiene de fuerte.

—¡Vaya! De menos ahora le tienes respeto.

Me burlé un rato mientras destapaba la botella, sentí el aroma en el corcho.

—Ya apúrate. Sírveme, deja de darte tus toques.

Nos servimos y brindamos por la amistad y el buen sexo.

Al día siguiente, desperté desnudo en la cama, no sabía cómo chingados pasamos de la sala al cuarto. Además Liz se había ido sin despertarme, dejándome una nota:

“No me busques, necesito tiempo a solas”.

Me espanté, por un momento creí que había pasado algo terrible, mi cabeza me dolía como si hubiera tomado demasiado. No salí de la cama ese día, la cruda me la curé en ayunas y con electrolitos. En la noche encontré la botella, vacía otra vez, sin recordar cómo había pasado. Le estuve marcando a Liz, tampoco contestaba mis mensajes, a lo mejor se había enojado conmigo por algo, pero la verdad es que no me acordaba.

Así estuve toda una semana, cachondo y angustiado. La noche del sábado estuvo lloviendo y tocaron a mi puerta. Me asomé por la mirilla y vi a Liz empapada de pies a cabeza. Abrí y antes de poder preguntar, ella se lanzó contra mí. Pensé que me estaba atacando pero metió su lengua en mi boca y me besó tan fuerte que parecía querer arrancármela. Apenas y pude cerrar la puerta.

—Espera, cálmate, ¿qué tienes? No estás normal.

—Sí, estoy mal, y es por tu culpa. Me dejaste así, ahora me cumples o me dejas como estaba.

—Pero no te entiendo, ¿a qué te refieres? ¿Porqué no contestabas mis llamabas? ¿Qué pasó la semana pasada? No lo recuerdo.

—De verdad, ¿no te acuerdas?

—No, ¿qué fue lo que pasó? Me acuerdo que brindamos con el vino, estábamos en la sala, después en la cama. Me pasó como a ti, tengo una laguna. No sé qué pasó.

—Te acuerdas lo que me habías dicho aquella vez, que habíamos tenido el sexo más fantástico de tu vida. Pues esta vez me pasó lo mismo. Después de que te tomaste la primera copa, algo cambio, no estoy segura si fue en ti o fue el vino, pero tus ojos eran todavía más atractivos de lo que son ahora. Te me acercaste tan seductoramente que para cuando rozaste mi cuello con la punta de tus dedos ya estaba toda mojada, no mames, ¿de verdad no te acuerdas?

—No, no me acuerdo, ojalá hubiera estado.

—Pero sí eras tú. Hicimos cosas tan locas, no me hubiera atrevido si no fuera porque estabas tan nítido en la cama, sabías qué hacer y cómo. La verdad es que me espanté porque hice cosas que nunca había hecho, pero pensé que estaba bien porque era contigo, al fin y al cabo había confianza. Pero al otro día traté de pensar bien las cosas, ¿por qué estabas tan cambiado? Cuando pienso más en eso sólo me pongo más y más cachonda, ¿a poco no me crees?

—No, sí te creo, porque creo que ya sé lo que pasó.

—Ah, sí, ¿qué pasó?

—El vino está hechizado. Creo que algo nos poseyó y está en el vino.

—No mames, ya se te cruzaron los cables. El vino está bueno pero no es para tanto, a propósito, ¿todavía te queda?

—Sí, está ahí, la última botella.

—Sí ya la vi. Pues deja me quito la ropa mojada y tú destápate el vino. Te voy a dar una refrescada de memoria que no te la vas a acabar.

Y se metió sonriendo al baño mientras tarareaba una canción infantil, arrojando a su paso prendas mojadas al suelo. Abrí la botella; solo el aroma me embriagaba, era delicioso, el sabor del bosque en mis sentidos, sentía la vid, la tierra mojada, las frutas de los bosques, las maderas viejas y sabias. Escuchaba un canto de ninfa, allá junto a un río, ella se enjuagaba los cabellos mientras su cuerpo desnudo y su piel tersa resplandecían a la luz del sol. Liz abrió la puerta del baño completamente desnuda, yo estaba parado frente a ella sosteniendo una copa de vino.

—Veo que mi señor está por llegar.

Comprendí que ya no era Liz con quién estaba hablando:

—¿Quién es tu señor?

—¿Por qué preguntas, hermoso? Si ya lo conociste, nos viste en la profundidad de los bosques. Nos invitaste a tu mundo cuando bebiste de nuestro vino y entregaste una ofrenda ritual. La aceptamos, date en gracia, mi señor está encarnando en ti. Mírate:

Con la mirada señaló mi erección, estaba a todo lo que daba. Ella se acercó antes de poder reaccionar, tomó la copa de vino de mi mano, al tiempo que con la izquierda me agarró los genitales. Dio un largo trago que se le escurrió por la comisura de los labios como si fuera sangre. Después me besó con el placer del vino en su boca. Con las últimas fuerzas que me quedaban para controlar mi ansia, le pregunté:

—No me has respondido, ¿quién eres tú? ¿Quién es tu señor?

—Hace un tiempo me llamaron Lamia. Aunque a mí no me gustaba ese nombre. Pero ya no importa, hermoso, en unos momentos dejarás tu carne y quedarás atrapado en el limbo. La posesión de mi señor te arrojará de ti para siempre. Agradecemos tu regalo, por eso te vamos a dejar disfrutar un poco más de mí.

Y al decir esto me quitó el cinturón y los pantalones; lo demás, ya sólo lo recuerdo de lejos.

Como ahora, sólo un espíritu mirando un sueño, algo que no le pasó a él, la vida maravillosa de un tipo que se acuesta con todas las mujeres que quiere, y su ninfa, que devora hombres con su sexo en más de un sentido. A él lo siento, no sé cómo explicarlo, en mí y en todos lados, pero a la que veo es a ella.

De vez en cuando me dejan ver y oír. Lamia dice que si me portó bien y no reniego, a lo mejor me dejan salir a jugar con ellos. El día que me dejaron hablar le rogué para que me matara.

—No te podemos matar, los debemos mantener aquí con nosotros, porque si no, tu cuerpo no nos resiste y se enferma. No te preocupes, con el tiempo te la pasarás dormido. Liz te manda saludos, yo le digo que cuando decidas mostrarte más receptivo a tu nueva situación, a lo mejor y jugamos los cuatro más seguido. Porque ella, por cierto, ya aceptó de buen agrado a mi señor. Ahora te falta a ti que termines por entender.

Cuando me di cuenta que todo era una burla, no pude dejar de sentir pánico. ¡Le rogué, lloré, maldije para que me devolvieran mi cuerpo, que nos liberarán tan siquiera con la muerte! Pero no lo hicieron, ni lo harán. Me he equivocado, creí que yo era el Gran Sátiro, pero no entendía la broma. Ahora sus risas resuenan en la prisión de mi vacío.