En el fondo del lago

Por: Juan Manuel Díaz.


Exhaló resignado. El reclamo de las alumnas continúo a través de la pantalla. Sólo pudo ver cuadros negros con un nombre en letras blancas o fotos de rostros que no conocía en persona.

—Es que esos suspiros me dan a entender que ya estás harto, que no te importa y yo sí quiero aprender— dijo una joven con voz gruesa, al tiempo que sintió la espalda y hombros tensos. “No tengo necesidad de esto” pensó, mientras sus ojos se clavaron en el recuadro iluminado de donde provenía la voz.

—Yo me rompo la madre, me esfuerzo para que no te importe. Dinos qué esperas de nosotros— continuó la chica.

El sol entró por la ventana del comedor. Era una ventana amplia que permitía al parque entrar a su estancia. El sol entró fragmentado por la estancia, la fronda de los árboles interrumpió los haces de luz y convirtió la estancia en un lago salpicados de sombra, verdes y luz. En efecto, a Rogelio le pareció estar sumergido en el fondo de un lago viendo hacia la frontera del agua y el aire; y esos claroscuros eran producto del oleaje del lago. Por un segundo, todo el mundo se quedó en silencio e inmóvil. De nuevo, la voz violenta desgarró la superficie de su lago y con determinación asesina, cortó el agua hasta perforar sus oídos:

—Sabes mucho y me queda claro que nos puedas enseñar muchísimas cosas, pero no te interesa. Nunca dijiste claro qué querías con el trabajo, no lo explicaste y ahora vienes días antes a pedir un trabajo larguísimo. ¿Por qué no nos explicaste qué querías? Luego nos dices que entregues lo que queramos y repruebas a algunos, que según que no era el avance que esperabas. ¡Pero si nos dijiste que entregáramos lo que pudiéramos hacer! Así, sin más, sin ningún tipo de explicación.

—Pensé que ya lo sabían— la voz de Rogelio casi no tocó el aire, fue muy baja para hacerlo y sus palabras cayeron muertas en la mesa. Le pareció escuchar un ruido sordo que terminó por sepultarlas.

—Pues no, no lo sabemos. ¿Cómo puedes esperar que sepamos algo que no nos dices? No leemos la mente.

—Pensé que era de sentido común.

Después de pronunciar las palabras, hubo un silencio que lo regresó al lago de luz fragmentada pero poco a poco, el agua a su alrededor se empantanó. El azul oscuro rematado con tonos esmeraldas se tornó en colores cafés y en grises. Alguien había vertido demasiada tierra en su estanque. No pudo respirar y de nuevo exhaló violentamente. Nadie preguntó qué estaba pasando. En su mente, a las alumnas no les interesaba si moría ahogado.

—Yo también he pensado que hay muchas cosas que son de sentido común pero tu actitud me demuestra lo contrario. Eres muy poco organizado y ni sabes lo que quieres— Terminó por sentenciar la chica de voz gruesa.

Rogelio miró la foto de la chica. Parecía algo baja de estatura y un tanto gorda. No pudo distinguir los rasgos de la joven, pero le parecieron amables a pesar de hablar con un ímpetu violento. Sintió su propia sangre en los dedos. Las uñas habían hecho surcos en los brazos y de ahí la sangre marcó un camino hasta la mesa de madera. “¿Cómo puedo guiarlas si yo mismo quiero desaparecer” Era la pregunta que le atravesaba la conciencia a diario? La fronda de los árboles se movió un poco y una brisa tenue le acarició el rostro.

—Bueno, ya, ¿cuánto les parece justo? ¿Quieren 10? No pasa nada se los pongo y ya, no tengo problema.

—¡No! —respondieron a coro

—Queremos aprender, no que nos regales calificación —dijo una chica con voz clara, su foto mostraba una mirada alegre color azul, nariz respingada y un cabello rubio cenizo. “Si fueran de la edad, seguramente la invitaría a salir, pero me diría que no” pensó seguido de un “Eres un pendejo, nadie querría salir contigo”. Sus uñas apretaron la carne. Un poco más de sangre brotó.

—Nos habían dicho que eras muy bueno y pues… ya lo dudo —continuó la chica rubia y las uñas escarbaron por más sangre.

—Se nota que te gusta dar clases —La de voz gruesa interrumpió— Pero siento que no aprendo nada, solo dejas actividades y no siento que nos guíes. Al menos, a mí me pasa eso.

—Les voy a ser muy sincero —por fin habló Rogelio— desde que empezó la pandemia he tenido muchos problemas. Estoy batallando con un cuadro de depresión. Ha sido muy difícil para mí dar clases. Creo que debería dejarlo y si quieren otro profesor lo entiendo.

Las palabras se mezclaron con la sangre y el agua convertida en lodo. Su lago personal, poco a poco, empezó a adquirir las tonalidades del cielo cuya vista se colaba por las ventanas a cada extremo de la estancia. Una nube cruzó el celeste vació que tanto añoraba. Quiso dejar de sentir y dejarse inundar por un cielo impávido.

La paz no duró mucho cuando una de ellas, no distinguió quien pronunció esas palabras que hirieron su pecho y su mente:

—Mira, lo entiendo, todos la estamos pasando muy difícil. Es horrible tomar clases así, pero todos estamos igual. Reconozco tu esfuerzo, pero —esta vez fue la voz del otro lado de la pantalla quien tomó aire para terminar su sentencia— tienes que recuperarte y trabajar. Yo tengo ansiedad generalizada y sigo haciendo bien las cosas, llevo calificaciones perfectas y si estoy pagando una de las mejores universidades del país, espero educación de calidad y muy buenos profesores, no que no les importe, que no expliquen y asuman que yo lo sepa todo.

—Perdón, a mí me está molestado su actitud de víctima. No tienes porqué victimizarte, mejor arregla lo que causaste. No queremos otro profesor, sino que corrijas y mejores. Es lo único que te estamos pidiendo. Ya estás grande para ponerte como víctima y lamerte las heridas —terminó por pronunciar estas últimas palabras la joven de voz gruesa, al tiempo en que una lágrima marcó un nuevo surco en el rostro de Rogelio. El fondo del lago se oscureció y la lágrima termino por flotar y mezclarse entre el agua que brotaba de su conciencia.

“No estoy hecho para dar en escuelas privadas” pensó Rogelio. “Fue lo mismo el semestre pasado. Estoy muy acostumbrado a las universidades públicas. Poco nivel, pero son trabajadores”.

—Chicas, permítanme, están tocando la puerta.

Sin esperar la respuesta, apagó el micrófono y subió las escaleras de madera. El suelo de su casa era duela, una casa muy vieja de al menos unos sesenta años. Con cada pasó hacía rechinar la madera y en algunos tablones, parecía que se hundirían hasta romperse. Al subir las escaleras, dio vuelta la izquierda y vio su cuarto completamente desordenado. Las cortinas estaban corridas y la copa de los árboles lo saludaron mecidos por la brisa. Todo estaba quieto.

Ahí también, se encontró con un lago de luz y sombras celestes. Caminó hasta el fondo del cuarto y abrió una pequeña puerta del ropero. En el entrepaño de arriba, justo debajo de las cobijas de invierto, encontró una caja negra de piel. La sacó y la puso sobre su escritorio. Abrió el tercer cajón del escritorio y tomó un cofrecito de madera, adentro sólo estaba una pequeña llave plateada. Las ramas de los árboles se movieron y las sombras bailaron sobre las superficies de la habitación. Los cables de luz también se mecieron a la voluntad del naciente verano.

La llave plateada brillo ante los rayos del sol. Su reflejo recorrió libros y paredes hasta descender el suelo y descansar entre las sábanas al pie de la cama. Con un giro, la llave liberó el contenido de la caja de piel negra. Una pistola negra irrumpió y atemorizó a los peluches que fueron regalos de novias pasadas. Era elegante, un revolver con 5 bailas casi doradas. En ese momento, pasó una nube que oscureció el fondo del lago. Dejó de haber luz y todo fue una tenue oscuridad.

Rogelio metió las balas en el barril del revolver, lo cerró y se dirigió a la planta baja. El cuarto continuó en sombra. Los pasos del profesor retumbaron por toda la casa. Por fin, se sentó ante la laptop, prendió el micrófono y el cámara.

—Perdón chicas, estaban tocando, pero ya se fueron. Les pido una disculpa por esta cuestión. Sí, efectivamente he sido mal profesor, no he sabido manejar la pandemia y les he pedido demasiado a ustedes. Debí entenderlas, pero en este momento voy a corregir todo lo que hice mal. Como su profesor tengo que reconocer que fracasé, debí guiarlas, pero no pude hacer eso. Así que mi último acto de cuidado para mí y para ustedes, es despedirme. Lo único que me resta es agradecerles su tiempo y reiterar mi disculpa. No tenían que pasar estas cosas. Adiós.

Rogelio tomó el revolver, se lo metió a la boca, la amartilló. Un ruido sin eco provino del arma y sintió un reconfortante calor que entró por la boca y se desperdigó en todo el cuerpo. Alivio, tranquilidad, silencio. No sintió nada más. El lago se tornó claro, lo último que vio fue la imagen de sangre flotando en el agua adquiriendo tonalidades azules. Su mente estaba en calma. Un grito que no escuchó vino desde uno de los cuadros en la computadora. Después hubo silencio y una a una, las estudiantes se fueron desconectando hasta que no quedó nadie en la videoconferencia. Afuera, la nube al fin decidió moverse y dejó entrar los rayos del sol que inundaron de luz la estancia. La pistola quedó en el suelo en un pequeño estanque carmesí. La cabeza de Rogelio se ladeó después del disparo y los ojos se clavaron en el celeste infinito del cielo.

El sabueso de Dios

Por: Fernando Covantes


Llámenme Yuri, solo Yuri. Mi apellido no es de importancia. Provengo de la misma Siberia, rescatado de los voraces inviernos por la iglesia occidental. Dejé mi madre patria para apoyar en los juicios contra los eslavos del lado europeo de los montes Urales. La urgencia de tener un aliado de Rusia en los juicios, se debía a que había nacido en el seno de una familia eslava. Tal como se lo imaginan, había traicionado mi herencia familiar por mi propia libertad.

Cada veredicto dado a mis compatriotas me alejaba más de ellos y me convertía en un occidental más. Algunos de los acusados llegaron a reconocerme como uno de los suyos, se dirigían a mí con aire desesperado e imploraban piedad. Vi arder a tantos de mis hermanos y hermanas, incontables cadáveres se apilaron en los bosques y praderas, y los monasterios se llenaron de alaridos por las torturas infringidas. Pero hubo un caso que me pareció de lo más particular, uno que mezcló varios elementos de las historias que mis abuelos solían contarme. Dos nombres cobrarán importancia a partir de ahora: Hegel Volkov y Bela.

Ambos fueron acorralados y capturados en el fondo de un acantilado. Varios pueblerinos los habían señalado como los causantes de la muerte de ovejas y desaparición de infantes; de esto último no se llegó a comprobar nada.

El juicio transcurrió con la normalidad de siempre. El juez Talbot, bendecido por el papa, subió al asiento más elevado y se ponía a escuchar las declaraciones de los testigos. Uno a uno, cada pueblerino vociferaba sus acusaciones. El primero en subir al estrado fue un ovejero.

—Servidor de Dios, esos dos sucios… ¡No!, demonios… Si, eso es… ¡Son demonios! Esos dos demonios atacaron a mi rebaño. Encontré los restos de una docena de mis preciosas ovejas. Solo los que siguen a Satanás son tan atrevidos para hacerle eso a un animal tan indefenso. ¡Exijo justicia! ¡Dios es mi testigo y sabe que es verdad!

—¡Es verdad! —gritó su señora desde la masa de gente aglomerada—. Una vez, en medio de los campos de trigo y papa, yo los miré encimarse una piel de lobo o de oso. Los perdí de vista después de eso, pero al poco rato, aparecieron las ovejas muertas de mi marido. ¡Exigimos que regresen a esos demonios con su amo!

«¡Si!», gritaron los aldeanos.

—¡No se exalten, mis hermanos en Cristo! —dijo el juez agitando su mano derecha—. Bien es sabido que el Señor es misericordioso con los que le siguen. Antes de proceder con el castigo, debemos estar seguros de que no son verdaderos hijos de Dios. ¡El que sigue!

Subió el siguiente. Era el herrero del pueblo.

—He tenido muchos pedidos de armas de plata en días recientes. El cazador Grigory, que en paz descanse, me advirtió que rondaban hombres lobo en la zona y estos debían ser asesinados por la plata bendita de Cristo. ¡Camaradas! Grigory merece ser vengado. El lobo que lo mató no pudo haber sido un animal corriente. ¡Esto fue obra del diablo y está siendo acusado ahora mismo! Justicia para Grigory, ¡he dicho!

El herrero dejó el espacio en pleno vitoreo a su discurso. El siguiente en subir fue la más anciana entre los ancianos.

—Sean hombres lobo o no. Hayan asesinado o no. Estos dos sujetos practican la homosexualidad. Lo que creyó haber visto la señora del ovejero, no fue una transformación en lobo. Ellos estaban tan cercanos como un marido y una mujer solo pueden estar, yo misma los miré desnudos entre el trigo. Ellos no son hijos de Cristo, son engendros del ángel caído, infames herejes— se acercó a la jaula que contenía a los dos acusados y escupió al suelo—. Besen la tierra bajos las plantas de sus pies, pues pronto estarán en el suelo de lava y azufre.

La declaración de la anciana había dado el último clavo al ataúd de los dos acusados. El juez inclinó la cabeza hacia mí; era mi turno de interrogar a los acusados.

—Están bajo acusación de salvajismo, brujería, satanismo y homosexualidad. Hegel Volkov y el gitano Bela. ¿Cómo se declaran a los ojos de Dios?

—Culpable —respondió Bela—, pero solo yo soy culpable.

Hegel miró a su amigo Bela con gran asombro en su semblante.

—Ambos fueron vistos practicando la magia negra y los actos sexuales que Dios repudia. Es imposible que la culpa solo recaiga en ti, gitano.

—Pero es así, mi joven Yuri. ¿Acaso no piensas compadecerte de un compatriota como Hegel? Tú, que provienes del mismo orgullo eslavo que mi amigo, ¿osas darle la espalda por la salvación que te promete un simple juez y no el auténtico Dios?

—¡Calla! Inmundicia del averno. Tus métodos no funcionan en mí —me volví hacia el juez Talbot—. No encuentro arrepentimiento en las palabras del gitano, siervo del Señor. Solo los enviados del diablo podrían ser tan cínicos.

El juez Talbot miró con suma atención al callado Hegel. Pareció interesarse en su actitud taciturna, como si creyera que él resultaría diferente.

—Un momento, Yuri. Quiero escuchar la declaración del eslavo Volkov. Tienes algo que decir, ¿no es así, Hegel?

El semblante del eslavo se iluminó. Su boca se abrió y su mandíbula tembló, pero, a excepción de unos sonidos guturales, no surgieron palabras de su interior.

—¿Qué pasa con este hombre? ¿Es qué no tiene lengua? ¡Revisadlo!

Los guardias separaron a los acusados y me permitieron inspeccionar al eslavo con detenimiento. En sus ojos había una legua de fuego que estaba por extinguirse, su piel estaba estirada por la vejez y dentro su boca solo había un abismo negro.

—Juez Talbot, a este hombre le han cortado la lengua. ¿Quién ha sido y por qué?

Los murmullos entre los asistentes no se dejaron esperar. La búsqueda de aquel ultraje llevó a muchos a sospechar del mismo Bela.

—¡Fue Bela! —dijo un joven leñador—. Es seguro que fue él. Solo un hombre tan desesperado por proteger a su amigo se atrevería a hacer eso. ¡Piénsenlo! ¿No es, si mi memoria no me falla, el pelo bajo la lengua un vestigio de los hombres que se han vuelto lobos? ¡Bela quiere que encontremos inocente a su amigo para que su reinado de terror siga! No lo dejen ganar. En el nombre de Dios, no lo dejen ganar.

—¡No! —gritó Bela—, se equivocan. Yo no corté su lengua —se dirigió a Hegel Volkov—. El hombre que ven aquí es un simple servidor de Dios. Yo soy al que buscan. Escuchen mi historia y todo lo que temen les será aclarado.

El juez Talbot dio permiso a Bela de hablar.

—Hegel Volkov es y siempre ha sido un siervo de Dios. Tal como el juez Talbot aquí mismo. Pero a diferencia del juez, mi amigo fue bendecido directamente por el Creador. ¿Creen ser los únicos soldados de Cristo? Hay muchas formas de servir al Señor, incluso siendo un hombre lobo. Hegel fue transformado en hombre lobo por Dios para luchar contra las hordas de demonios que salen de los agujeros en la tierra y defender sus cultivos y a sus hijos.

La gente comenzó a abuchearlo y le lanzaron piedras para callarlo. El juez Talbot, sin embargo, calmó a los aldeanos e invitó a que terminaran de escuchar el relato.

—Yuri, a cualquiera que ose interrumpir las palabras del gitano Bela, quiero que lo arresten por obstrucción de la justicia divina.

—Así será, siervo de Dios. ¡Ya oyeron, gente! Una interrupción más así y se verán en las mismas aguas negras que los acusados. ¡Callad ahora!

El silencio se me antojó al de un sepulcro. La amenaza de la tortura siempre le funcionaba bien al juez Talbot.

—Gitano Bela. Hazme el favor de continuar con el relato.

En la mirada de Bela había un incendio forestal. Era imposible ocultar el odio que tenía contra el juez Talbot, pero incluso así, él concluyó la historia.

—¡Escuchen bien! Hegel ha defendido este prado y sus bosques contra los verdaderos enemigos: los brujos del infierno. Aquellos que devoran su ganado para ofrecerlo a Satanás, aquellos que andan por la tierra arrojando hechizos y destruyen sus cultivos y hogares. Yo soy uno de esos brujos. Yo soy un enviado de Satanás, arrojado a este mundo para complicarles la existencia. Renuncié a la gracia de Dios hace miles de años y me entregué a su opuesto. He muerto y renacido para venir por ustedes cada vez que mi amo agita mi correa. No es Hegel quien debe ser quemado, el es un sabueso de Dios. Yo, en cambio, pertenezco a la camada del príncipe de las tinieblas. Tiemblen ante mí y los que se me parecen. Liberen a mi enemigo que tanto ha hecho por ustedes.

Los aldeanos se notaron inquietos. El juez Talbot guardo silencio por alrededor de un minuto.

—Ya han escuchado al acusado. El gitano Bela está lejos de la redención. Y Hegel Volkov es un hombre lobo, mas le han cortado la lengua para que no le acusemos. Dinos, Bela, ¿fue esté un intento por salvar la vida de tu amigo? ¿O le has arrancado la lengua para que él no pueda defenderse?

—Ya les dije que no tuve nada que ver. Hegel estaba bien hace unas horas. No sé quién pudo haberle arrancado la lengua.

—Entonces, no queda nada más por decir —el juez se levantó. Se posicionó en el centro de estrado y se dirigió al pueblo—. El gitano Bela será quemado en la hoguera para que su alma sea purificada y enviada al cielo. Hegel no perderá la vida si lo quemamos por su naturaleza de lobo. A él vamos a encadenarlo en un ataúd y a encerrar su existencia por la eternidad.

Bela gritó contra nosotros mientras le brotaba saliva de la boca. Fue alejado de su amigo y puesto en la hoguera. Continuó pidiendo por la vida de Hegel cuando las llamas lo alcanzaron. Su cuerpo se volvió cenizas, mientras el juez Talbot cerraba la biblia, en señal de despedida.

—¡Juez Talbot! El gitano Bela se está transformando en lobo —advirtió uno de los guardias cercanos a la hoguera.

—Saquen las armas y aseguren al Hegel Volkov. No permitiremos que esos lobos escapen con vida.

Los guardias trajeron unas cajas que, hasta entonces, habían estado escondidas bajo el estrado. Al abrirlas, encontramos cuchillos y navajas hechos de plata y estacas de madera.

—Señor, ¿por qué estacas? —pregunté con curiosidad

—Una vez que los matemos con la plata bañada en agua bendita, debemos perforarles el corazón o podrían renacer. Ahora, toma esta ballesta y apunta al corazón de la bestia.

No estaba preparado para la tarea de matar, incluso si fuera a una bestia. Aunque, pensándolo mejor, ya había ayudado a matar a muchos seres inocentes entonces.

—Apunten las armas hacia el fuego, no tarda el surgir el lobo —gritó el juez.

Uno de los guardias rompió la formación y salió corriendo despavorido. En ese preciso instante, el lobo surgió de las llamas y escapó por la brecha dejada por el cobarde. Ya para ese momento, los aldeanos habían huidos a la seguridad de sus hogares, así que solo quedábamos nosotros, los servidores de Dios y los dos lobos.

—¡Maten a Volkov! —ordenó el juez.

El guardia más cercano corrió hacia la jaula de Volkov. Abrió los cerrojos de la jaula y clavó su cuchillo de plata en el corazón del eslavo. Su persona emitió unos alaridos dolosos que me hicieron sangrar los oídos, como si hubiésemos matado algo fuera nuestra comprensión.

—¡Apunten todos a la jaula! El lobo está a punto de volver por el cadáver de su amigo.

El guardia encargado de asesinar al eslavo intentó volver sobre sus pasos, pero fue frenado por un hocico canino que lo tomo de un costado. El juez extendió la orden de ataque contra el lobo, sin importarle la vida del guardia. El lobo usó el cuerpo del guardia para cubrirse de los proyectiles. Al llegar a la jaula, abandonó el cuerpo del guardia y tomó el de su amigo.

—¡De nuevo! Es la oportunidad.

Esta vez los proyectiles dieron en el blanco, aunque el lobo logró huir a los bosques con su premio. Fui forzado a ayudar en la búsqueda del lobo, puesto que las heridas infringidas lo harían detenerse tarde o temprano. El juez Talbot me pidió que yo lo acompañara y el resto de los guardias se separaron en grupos de dos.

Anduvimos en el bosque por alrededor de una hora, cuando de repente escuchamos el crujido de una rama frente a nosotros. De unos pomposos arbustos surgió el lobo Bela, tan herido que no podía mantenerse en pie. El juez Talbot levantó su ballesta y amenazó al lobo.

—Tantos años buscando a un denominado sabueso de Dios y resultó una decepción. Tu amigo, Bela, era la persona que me interesaba, no tú. Por años la iglesia ha estado buscando a estos hombres convertidos en lobo por Dios para preguntarles acerca de su cercanía con Él. Es una lástima que tu brujería haya acabado con la vida de tu amigo, al menos conmigo él habría durado unas semanas más antes de que lo acabáramos. ¡Yuri! ¡Apuntad al corazón del lobo! No quiero que vuelva como un no muerto.

Las ballestas se dispararon y dieron contra el corazón del herido monstruo, pero este no cayó. Desesperado, me escondí tras unos árboles, mientras el juez Talbot me acusaba de cobarde.

—Yo mismo lo enfrentaré. Solo necesito recargar esto una vez más…

Un grito ahogado fue emitido, el cual se desvaneció en segundos. Eché una mirada y vi a Bela mordiendo el cuello del juez. El miedo me volvió incapaz de salir corriendo. Bela soltó al juez cuando el desangramiento era fatal y se dirigió a mí con una voz abismal.

—No voy a matarte, Yuri. No mato |a los que son como mi Volkov.

—¿Qué me vas a hacer?

—Solo vete y déjame. Despista a los guardias y que no me molesten.

—¡Espera! Necesito saber algo —el hombro lobo volteó a verme—. ¿Por qué no moriste ni con la hoguera ni con las ballestas en el corazón? ¿Qué eres?

El lobo miró al cielo y dejó que el viento le desprendiera el manto que traía encima. Una piel de lobo cayó a sus pies y la forma humana de Bela volvió mi vista.

—Soy un brujo. Todo lo que dije en el juicio es verdad, a excepción de lo que pasó con la lengua de mi amigo. Hegel y yo fuimos enemigos jurados, pero pronto hallamos un reflejo similar entre nosotros. Nuestra única diferencia era a quien servíamos. Escapé de las garras de la iglesia porque Hegel, ya muy débil para luchar, cortó su lengua para que yo pudiese usar las cerdas bajo la misma y así crear un manto de piel de lobo temporal. Mañana no quedará evidencia de este manto, así como él y yo. Ahora vete. Debo ir a darle el último adiós a mi amigo.

Vi a Bela desaparecer entre los arbustos. Su silueta me pareció deprimente y desconsoladora, como si el tiempo no hubiera sido suficiente para la relación que llevaba con su amigo. Días después entendí el aura de tristeza que lo rodeaba. La diferencia de amos que existía entre ambos les impediría encontrarse en la eternidad. A partir de ese momento, comencé a cuestionar más las ideas que la iglesia profesaba, así como los siervos que decían haber sido bendecidos por Dios. Muchas de las personas destruidas por esa cacería de brujas terminan siendo olvidadas, pero me parece que esta es una que no debe ser condenada a tal castigo. Quien lea esto, protege este pergamino, pues es prueba de que incluso en los monstruos hay algo de humanidad y, quizás, quienes se vuelven monstruos solo escogieron un bando para sobrevivir en esta vida cruel.

Ojos tornasol

Por Joel Cuéllar


Cuando tomé la llamada de mi suegro aquel sábado por la tarde, me dijo casi gritando que le urgían tres propuestas para las locaciones de la sesión de fotos, máximo para el lunes. Primero me puse furioso como siempre, pero recordé que yo mismo había decidido involucrar mi vida personal con la profesional el día que acepté al padre de mi novia como cliente.

Ya tenía compromiso el domingo, así que decidí tomar la Canon y mi bicicleta para ir rumbo al centro. Por fin Mónica se había decidido a ayudar a su mamá vigilando los trabajos de construcción en su casa de Hidalgo, así que podía disponer de mi tiempo. Rodé hacia el eje central y al llegar al Palacio de Bellas Artes me sorprendió el vacío de la ciudad, era septiembre del 2020, por lo que el bullicio usual del centro histórico sorprendía por su ausencia.

Paré para limpiarme el sudor del rostro con el paliacate azul de mi abuelo antes de colocarme el cubrebocas y proseguir a pie. Estuve caminando por los alrededores de la alameda sin encontrar un lugar ideal, mucho menos tres y el sol ya amenazaba con su descenso. Me encaminé hacia Donceles y a lado del MUNAL comencé a tomar algunas fotografías, cuando llamó mi atención un enorme gato negro que parecía haber salido de una de las jardineras, al voltear noté un brillo verde en sus ojos. Pensé de inmediato que aquel destello esmeralda debía ser capturado por mi cámara, por lo que giré lentamente para evitar asustar al felino y logré tomar algunas fotos antes de que saliera huyendo.

Para cuando el sol había caído ya tenía algunas ideas de locaciones y me dirigí de regreso a casa, tras cenar un tamal que había comprado en el camino me dispuse a revisar las fotografías para la propuesta. Cuando llegué a las tomas del gato, me decepcioné al no observarlo en la escena, estaba seguro de haberlo enfocado y de hecho se podía ver en la foto que la jardinera estaba ligeramente fuera de foco, error de principiante que yo no podría haber cometido.

Al día siguiente tenía que levantarme algo temprano, así que tomé un té sin cafeína y me fuí a la cama. Desde que tengo memoria he sufrido pesadillas vívidas y recurrentes, por lo que los demonios, lagartos o seres oscuros de mis sueños ya no me asustan como cuando era niño. Pero esa noche fue diferente, tuve el sueño más vívido hasta ese momento de mi vida, diferente a las pesadillas usuales.

En mi sueño me encontraba en una barca, navegando un río, arriba un cielo negro estrellado y abajo unas aguas cristalinas que dejaban ver una multitud de piedras preciosas brillando a pesar de la oscuridad. Entre esos brillos noté dos esmeraldas, pronto entendí que me observaban y que lo habían hecho antes, recordé al gato, en ese momento la escena desapareció dejándome en un limbo negro, con dos enormes ojos verdes frente a mi, que irradiaban una energía inmensa.

Cuando desperté por la madrugada estaba cubierto de sudor frío. Fui al baño, tomé una pastilla de melatonina y regresé a la cama, había sido un sueño extraño pero las pesadillas siempre han sido parte de mi vida. No me tomó mucho volver a conciliar el sueño y lo que siguió no fue una pesadilla sino algo mucho más extraño.

En el sueño me encontraba montando un corcel a través de un espeso bosque, me detuve y desmonté, alcé la vista para contemplar a una mujer desnuda que nunca había visto en mi vida, su mirada era inquietante, sus ojos color turquesa eran enmarcados por un fulgor tornasol. Ella extendió sus brazos hacia mí, no pude evitar correr a sus brazos aunque intuía algo siniestro, en el momento de conseguir su abrazo pude sentirme caer en un abismo y desperté justo en ese momento. Faltaban cinco minutos para que sonara mi alarma por lo que decidí iniciar mi día.

Tenía una cita temprano, con la mamá de una amiga que estaba interesada en vender bastantes fotos viejas que habían sido propiedad de la familia por más de un siglo y le interesaba mi opinión para tener una mejor idea de los precios. La mayoría de las fotos no eran particularmente valiosas, aunque todo era vendible gracias a lo bien conservadas que estaban.

Casi al final me presentó una serie de retratos familiares, los más viejos que tenían, estos sin intención real de venderlos, más bien con el ánimo de presumir. Mientras barajaba las fotos vi el retrato de una mujer joven, vestida a la moda de los 1920, conocía esa mirada, la había visto en mi sueño, aunque la foto estaba en blanco y negro podía reconocer esos ojos verdes y ese cabello rubio. A pesar de la fuerte impresión que me provocó, mantuve la compostura al preguntar sobre ella, pero al parecer no había una certeza sobre aquella persona, seguramente un miembro de la familia, pero no aparecía en ninguna otra foto.

Terminé siendo el primer cliente de la señora, regresando a casa con la foto, la cual me intrigaba e inquietaba por igual. Mónica llegó tarde, cansada, por lo que no tardó mucho en dormir. Aquella noche la mujer de mi sueño anterior regresó, nos encontrábamos en una mansión oculta en Coyoacán y yo la seguía hasta una habitación en lo más alto de la misma.

En aquella habitación comenzamos a acariciarnos, exploré su voluptuosidad palpando sus carnes, que eran tan blancas como firmes. Entonces ella me mordió, pude sentir su insaciable sed de mi, de lo que yo le podía dar. Cuando por fin la penetré, hicimos el amor con un ritmo hipnótico y en algún momento, entre todo ese placer, supe que de esa insaciable sed nace el poder creador. El poder de la renovación de la juventud, de la carne y del espíritu, que es único y es mil pues es insaciable sed.

Se sintió como si pasaran días y noches sin que nos detuviéramos, aquel goce catártico no se extinguía. Caímos en un trance, la noción del tiempo se borró. De repente yacíamos desfallecidos uno junto al otro, me sentía completo, expansivo. Mientras seguíamos en el lecho ella se acercó a mi oído y susurró:

̶ Ahora tomaré tu bien más valioso, tus ojos. Pero a cambio podrás verme y tenerme todas las noches.

A pesar de una experiencia tan emotiva en mi sueño, esa mañana no me levanté sobresaltado ni extrañado, cuando salí del baño Mónica me confrontó con una prenda íntima que había encontrado en la cama. Por más que quise hacerla entender que jamás en la vida había visto aquella prenda, ella leyó en mi expresión que en efecto, la había reconocido.

Por mucho esa fue la peor pelea que tuvimos, aunque en otras ocasiones ambos habíamos llegado a los golpes, en esta ocasión llegó el momento en el que tras darle la espalda ella se me abalanzó blandiendo un cuchillo de cocina sobre su cabeza. Por más que intenté contenerla, logró clavar su furia en mis ojos y nariz.

En el hospital pudieron salvar mi ojo derecho, aunque ahora solamente veo sombras y colores difusos. El ojo izquierdo se perdió por completo. Mónica se sintió tan mal por lo que hizo que juró cuidarme y protegerme hasta la muerte, lo que ha hecho durante estos últimos años con singular devoción. Y aunque siempre juego ese rol de víctima para obtener lo que quiero de ella, sé que en realidad no lo soy.

Por el contrario, he sido bendecido, porque todas las noches aquella mujer de ojos tornasol me visita en sueños, a veces la poseo en la cima de una montaña y otras en un castillo medieval, pero sin importar el lugar, todas las noches mantiene su palabra.

Ciertamente soy un hombre bendito.

Vino pánico

Autor: Miguel Ángel Almanza Hernández


Lo voy a contar así, aunque nadie me escuche. De todos modos nada más puedo hacer. No fue sencillo, la verdad es que me he equivocado muchas veces, pero esta vez he tocado fondo.

Todo comenzó cuando recibí un paquete. Un amigo que vive en Montreal me mandó un vino, sólo tres botellas, las etiquetas estaban escritas en griego o algo así. Eran tan caras que con una botella se podía pagar un mes de renta.

En ese entonces ya salía con Liz, teníamos sexo casual desde hacía un tiempo y nos veíamos cada quincena o fin de mes. Fue ella a quién se le ocurrió celebrar tardíamente mi cumpleaños con una de las botellas y el mejor acostón del año. No pude resistirme a su ruego. Abrí la botella y comenzamos la juerga.

La primera copa no me supo la gran cosa, francamente tenía un sabor aceitoso, a madera antigua, como de bosque lejano. Cuando me sorprendí pensando en este paisaje comprendí porqué era bueno. Se lo comenté a Liz, pero ella ya había terminado su copa casi en tres tragos. Me preocupé:

—Oye, ten cuidado, eso es vino y del caro. Tómatelo más despacio.

—Es que está bien rico, no manches. Delicioso, sírveme otra.

—Está bien, pero espérame. No te la tomes tan rápido.

Ella me hizo caso a medias, la tomó más despacio pero esta vez fueron seis tragos. Para cuando me di cuenta ella estaba tallando todo su cuerpo en mí, bailaba al son de More than a feeling, mientras el aroma a vino y el perfume de ella saturaban mis sentidos. Me comenzó a desvestir. Cuando terminó conmigo simplemente tomó la mini falda de su vestido desde abajo y se la sacó entera por arriba, quedando en ropa interior, moviéndose como gata en celo. No pude contenerme y comencé a lamerle el cuello, le besé el oído, le introduje mi lengua en su boca para beber de los afluentes eternos del Estigia.

De un momento a otro, el rostro de Liz se transfiguraba. No sé si fuera la embriaguez pero sentí que no estaba con ella, sino con otra persona, otra mujer, también bellísima. Emanaba por sus ojos una furia de deseo y acecho, como bestia hermosa que está presta. Era tan bella que estaba listo para ser devorado.

—Mi señor. Tú serás mi señor, ¿verdad?

Le dije que sí, me besaba apasionada, lamía mi abdomen bajo a intervalos, hasta llegar a los testículos y poner su lengua debajo de ellos. La sensación me estremeció, ella soltó una risa traviesa, se enjugó los labios y siguió con mi pene. Cuando por fin la erección estaba a pleno rigor, ella paseó su labios vaginales por toda la superficie, ida y vuelta, hasta quedar bien húmeda. Al primer contacto del coito creí terminar, pero ella se detuvo, me miró con sus ojos de hechizo y me dijo:

—Es una ofensa a nuestro señor terminar antes que las ninfas. Acuérdate, nosotras vamos primero. No te preocupes, yo te sabré montar.

Y así fue. Cogimos como locos por unas siete horas, hasta que amaneció. La verdad nunca había durado tanto. Al siguiente día cuando le pregunte a qué señor se refería se ofendió.

—No mames. Ahora sí te pasaste de culero, estábamos en copas y no me acuerdo de lo que dices. ¿Dónde está mi ropa? Oye, respóndeme, ¿porqué estoy desnuda?

—Pues ya te dije, ¿que no te acuerdas? Estuvimos bailando allá en la sala, después de la segunda copa de vino nos venimos para acá, y tuvimos el sexo más fantástico.

—No me acuerdo de ni madres, ¿me violaste güey? ¿Sí o no?

—No, claro que no, estabas plenamente consciente. Bailabas más coordinada que yo, incluso me ayudaste a quitarme la ropa, ¿de verdad no te acuerdas?

Liz se me quedó viendo muy seria, pero igual se acordaba de algo, porque ya no me reprochó nada.

—Bueno, nada más te digo si me ves muy peda y te digo que cojamos, te niegas. Ya si yo insisto, pues muy mi pedo.

—No, también sería el mío. Mejor nada, si te vas a poner así.

—¡Cómo así! ¡Estás pendejo! Imagínate despertar encuerado y sin memoria de lo que pasó la noche anterior.

—Está bien, discúlpame. Fue mi error, supongo que ese vino estaba muy fuerte.

Ella se acercó y me abrazó. Así estuvimos un rato, mientras vi la botella de vino vacía sobre la cómoda, pero fuera de las primeras dos copas, yo tampoco recordaba haber bebido tanto.

Cuando ella se fue medité sobre lo que había pasado. Era cierto que durante el sexo ella había cambiado su forma de hablar, pensé que era parte del juego, a lo mejor fue la borrachera y la belleza natural de su cuerpo. Lo que más me intrigó fue no recordar cómo se había acabado el vino, no había manchas, ni derrames en el suelo, sólo las copas con restos del aroma a bosque antiguo.

Esa noche tuve un sueño raro: soñé con un sátiro.

Me encontraba en un bosque, olía a polvo de ruinas y humedad. Había una enorme piedra plana montada sobre otra. Parecía casi una formación natural, aunque si fuera artificial entonces estaba destruida por miles de siglos de lluvia y viento.

Sobre ella había dos seres, esforcé mi mente tratando de entender la escena. El sátiro me miró de reojo, habló en una lengua extraña, me acerqué porque entendí que me llamaba. Observé sus pezuñas negras, eran tan grandes y pesadas como las de un percherón, su pelaje gris se extendía por encima de ellas creciendo en caireles y creando borlas sobre sus ancas y muslos. Su torso estaba desnudo, sus brazos se torneaban musculosos, una línea de vello salía desde el ombligo hasta formar un follaje en el pecho. Sus ojos eran verdes o grises, su cabeza poderosa. Los cabellos abundantes y crespos, sus cuernos enhiestos hacia atrás.

Hizo una mueca de desprecio y volvió a hablar en aquella lengua que no recuerdo. Luego el animal, o mejor dicho, la hembra que parecía una vaca o cerdo enorme que estaba frente a él, se postró para ser penetrada. El sátiro se esculcó la entrepierna y dejó caer un rabo largo que casi tocaba el piso. Me sorprendió por cómo cayó de golpe, tardé un momento en entender qué estaba viendo. Luego Pan, echando a reír, me dijo que aprendiera bien, porque ya era raro que él enseñara a nuestra gente.

Desde ese día no sé lo que me pasó, amanecía con una erección tan rígida que se hacía dolorosa. Comencé a darme alivio diario. Fui al médico, el urólogo me hizo algunos exámenes, me dio medicamentos contra el priapismo y dijo que esperaríamos una semana los resultados. La verdad es que no tenía tanto tiempo, así que antes del fin de semana le rogué a Liz por teléfono volvernos a ver, aunque fuera un poco antes. Se portó un poco suspicaz, pero aceptó, aún así decía que me sentía raro. A la noche en mi departamento, ella me preguntó quién me había regalado el vino.

—Un amigo que vive en Montreal, fue de viaje a Europa y me mandó ese regalo del Viejo Mundo. Decía que lo compró en una subasta.

—Pues tiene una nota, ¿ya la habías leído?

—No, ¿qué dice?

Extendió su brazo y me dio el pedazo de papel doblado, lo leí:

“Con cariño, un regalo del Nuevo Mundo, para el Gran Sátiro”.

—¿Qué es un sátiro?

—Es un ser mitológico, los griegos les llamaban faunos. Es un chiste de cuando éramos jóvenes, porque parecíamos sátiros persiguiendo a las ninfas.

—Y te iba bien, ¿verdad, gran sátiro?

Su sonrisa de oreja a oreja me tenía atrapado. No me creería si lo negaba, pero intenté explicarle:

—Sátiro también se usa para la comedia, se refiere a mi buen humor. De ahí el chiste del fauno y las ninfas.

—Pues no te creo, ándale, ya dame un beso y destapa otra de esas botellas de tu vino mágico. Pero nada más una copa, porque lo que tiene de bueno, lo tiene de fuerte.

—¡Vaya! De menos ahora le tienes respeto.

Me burlé un rato mientras destapaba la botella, sentí el aroma en el corcho.

—Ya apúrate. Sírveme, deja de darte tus toques.

Nos servimos y brindamos por la amistad y el buen sexo.

Al día siguiente, desperté desnudo en la cama, no sabía cómo chingados pasamos de la sala al cuarto. Además Liz se había ido sin despertarme, dejándome una nota:

“No me busques, necesito tiempo a solas”.

Me espanté, por un momento creí que había pasado algo terrible, mi cabeza me dolía como si hubiera tomado demasiado. No salí de la cama ese día, la cruda me la curé en ayunas y con electrolitos. En la noche encontré la botella, vacía otra vez, sin recordar cómo había pasado. Le estuve marcando a Liz, tampoco contestaba mis mensajes, a lo mejor se había enojado conmigo por algo, pero la verdad es que no me acordaba.

Así estuve toda una semana, cachondo y angustiado. La noche del sábado estuvo lloviendo y tocaron a mi puerta. Me asomé por la mirilla y vi a Liz empapada de pies a cabeza. Abrí y antes de poder preguntar, ella se lanzó contra mí. Pensé que me estaba atacando pero metió su lengua en mi boca y me besó tan fuerte que parecía querer arrancármela. Apenas y pude cerrar la puerta.

—Espera, cálmate, ¿qué tienes? No estás normal.

—Sí, estoy mal, y es por tu culpa. Me dejaste así, ahora me cumples o me dejas como estaba.

—Pero no te entiendo, ¿a qué te refieres? ¿Porqué no contestabas mis llamabas? ¿Qué pasó la semana pasada? No lo recuerdo.

—De verdad, ¿no te acuerdas?

—No, ¿qué fue lo que pasó? Me acuerdo que brindamos con el vino, estábamos en la sala, después en la cama. Me pasó como a ti, tengo una laguna. No sé qué pasó.

—Te acuerdas lo que me habías dicho aquella vez, que habíamos tenido el sexo más fantástico de tu vida. Pues esta vez me pasó lo mismo. Después de que te tomaste la primera copa, algo cambio, no estoy segura si fue en ti o fue el vino, pero tus ojos eran todavía más atractivos de lo que son ahora. Te me acercaste tan seductoramente que para cuando rozaste mi cuello con la punta de tus dedos ya estaba toda mojada, no mames, ¿de verdad no te acuerdas?

—No, no me acuerdo, ojalá hubiera estado.

—Pero sí eras tú. Hicimos cosas tan locas, no me hubiera atrevido si no fuera porque estabas tan nítido en la cama, sabías qué hacer y cómo. La verdad es que me espanté porque hice cosas que nunca había hecho, pero pensé que estaba bien porque era contigo, al fin y al cabo había confianza. Pero al otro día traté de pensar bien las cosas, ¿por qué estabas tan cambiado? Cuando pienso más en eso sólo me pongo más y más cachonda, ¿a poco no me crees?

—No, sí te creo, porque creo que ya sé lo que pasó.

—Ah, sí, ¿qué pasó?

—El vino está hechizado. Creo que algo nos poseyó y está en el vino.

—No mames, ya se te cruzaron los cables. El vino está bueno pero no es para tanto, a propósito, ¿todavía te queda?

—Sí, está ahí, la última botella.

—Sí ya la vi. Pues deja me quito la ropa mojada y tú destápate el vino. Te voy a dar una refrescada de memoria que no te la vas a acabar.

Y se metió sonriendo al baño mientras tarareaba una canción infantil, arrojando a su paso prendas mojadas al suelo. Abrí la botella; solo el aroma me embriagaba, era delicioso, el sabor del bosque en mis sentidos, sentía la vid, la tierra mojada, las frutas de los bosques, las maderas viejas y sabias. Escuchaba un canto de ninfa, allá junto a un río, ella se enjuagaba los cabellos mientras su cuerpo desnudo y su piel tersa resplandecían a la luz del sol. Liz abrió la puerta del baño completamente desnuda, yo estaba parado frente a ella sosteniendo una copa de vino.

—Veo que mi señor está por llegar.

Comprendí que ya no era Liz con quién estaba hablando:

—¿Quién es tu señor?

—¿Por qué preguntas, hermoso? Si ya lo conociste, nos viste en la profundidad de los bosques. Nos invitaste a tu mundo cuando bebiste de nuestro vino y entregaste una ofrenda ritual. La aceptamos, date en gracia, mi señor está encarnando en ti. Mírate:

Con la mirada señaló mi erección, estaba a todo lo que daba. Ella se acercó antes de poder reaccionar, tomó la copa de vino de mi mano, al tiempo que con la izquierda me agarró los genitales. Dio un largo trago que se le escurrió por la comisura de los labios como si fuera sangre. Después me besó con el placer del vino en su boca. Con las últimas fuerzas que me quedaban para controlar mi ansia, le pregunté:

—No me has respondido, ¿quién eres tú? ¿Quién es tu señor?

—Hace un tiempo me llamaron Lamia. Aunque a mí no me gustaba ese nombre. Pero ya no importa, hermoso, en unos momentos dejarás tu carne y quedarás atrapado en el limbo. La posesión de mi señor te arrojará de ti para siempre. Agradecemos tu regalo, por eso te vamos a dejar disfrutar un poco más de mí.

Y al decir esto me quitó el cinturón y los pantalones; lo demás, ya sólo lo recuerdo de lejos.

Como ahora, sólo un espíritu mirando un sueño, algo que no le pasó a él, la vida maravillosa de un tipo que se acuesta con todas las mujeres que quiere, y su ninfa, que devora hombres con su sexo en más de un sentido. A él lo siento, no sé cómo explicarlo, en mí y en todos lados, pero a la que veo es a ella.

De vez en cuando me dejan ver y oír. Lamia dice que si me portó bien y no reniego, a lo mejor me dejan salir a jugar con ellos. El día que me dejaron hablar le rogué para que me matara.

—No te podemos matar, los debemos mantener aquí con nosotros, porque si no, tu cuerpo no nos resiste y se enferma. No te preocupes, con el tiempo te la pasarás dormido. Liz te manda saludos, yo le digo que cuando decidas mostrarte más receptivo a tu nueva situación, a lo mejor y jugamos los cuatro más seguido. Porque ella, por cierto, ya aceptó de buen agrado a mi señor. Ahora te falta a ti que termines por entender.

Cuando me di cuenta que todo era una burla, no pude dejar de sentir pánico. ¡Le rogué, lloré, maldije para que me devolvieran mi cuerpo, que nos liberarán tan siquiera con la muerte! Pero no lo hicieron, ni lo harán. Me he equivocado, creí que yo era el Gran Sátiro, pero no entendía la broma. Ahora sus risas resuenan en la prisión de mi vacío.