Por: Juan Manuel Díaz.
Exhaló resignado. El reclamo de las alumnas continúo a través de la pantalla. Sólo pudo ver cuadros negros con un nombre en letras blancas o fotos de rostros que no conocía en persona.
—Es que esos suspiros me dan a entender que ya estás harto, que no te importa y yo sí quiero aprender— dijo una joven con voz gruesa, al tiempo que sintió la espalda y hombros tensos. “No tengo necesidad de esto” pensó, mientras sus ojos se clavaron en el recuadro iluminado de donde provenía la voz.
—Yo me rompo la madre, me esfuerzo para que no te importe. Dinos qué esperas de nosotros— continuó la chica.
El sol entró por la ventana del comedor. Era una ventana amplia que permitía al parque entrar a su estancia. El sol entró fragmentado por la estancia, la fronda de los árboles interrumpió los haces de luz y convirtió la estancia en un lago salpicados de sombra, verdes y luz. En efecto, a Rogelio le pareció estar sumergido en el fondo de un lago viendo hacia la frontera del agua y el aire; y esos claroscuros eran producto del oleaje del lago. Por un segundo, todo el mundo se quedó en silencio e inmóvil. De nuevo, la voz violenta desgarró la superficie de su lago y con determinación asesina, cortó el agua hasta perforar sus oídos:
—Sabes mucho y me queda claro que nos puedas enseñar muchísimas cosas, pero no te interesa. Nunca dijiste claro qué querías con el trabajo, no lo explicaste y ahora vienes días antes a pedir un trabajo larguísimo. ¿Por qué no nos explicaste qué querías? Luego nos dices que entregues lo que queramos y repruebas a algunos, que según que no era el avance que esperabas. ¡Pero si nos dijiste que entregáramos lo que pudiéramos hacer! Así, sin más, sin ningún tipo de explicación.
—Pensé que ya lo sabían— la voz de Rogelio casi no tocó el aire, fue muy baja para hacerlo y sus palabras cayeron muertas en la mesa. Le pareció escuchar un ruido sordo que terminó por sepultarlas.
—Pues no, no lo sabemos. ¿Cómo puedes esperar que sepamos algo que no nos dices? No leemos la mente.
—Pensé que era de sentido común.
Después de pronunciar las palabras, hubo un silencio que lo regresó al lago de luz fragmentada pero poco a poco, el agua a su alrededor se empantanó. El azul oscuro rematado con tonos esmeraldas se tornó en colores cafés y en grises. Alguien había vertido demasiada tierra en su estanque. No pudo respirar y de nuevo exhaló violentamente. Nadie preguntó qué estaba pasando. En su mente, a las alumnas no les interesaba si moría ahogado.
—Yo también he pensado que hay muchas cosas que son de sentido común pero tu actitud me demuestra lo contrario. Eres muy poco organizado y ni sabes lo que quieres— Terminó por sentenciar la chica de voz gruesa.
Rogelio miró la foto de la chica. Parecía algo baja de estatura y un tanto gorda. No pudo distinguir los rasgos de la joven, pero le parecieron amables a pesar de hablar con un ímpetu violento. Sintió su propia sangre en los dedos. Las uñas habían hecho surcos en los brazos y de ahí la sangre marcó un camino hasta la mesa de madera. “¿Cómo puedo guiarlas si yo mismo quiero desaparecer” Era la pregunta que le atravesaba la conciencia a diario? La fronda de los árboles se movió un poco y una brisa tenue le acarició el rostro.
—Bueno, ya, ¿cuánto les parece justo? ¿Quieren 10? No pasa nada se los pongo y ya, no tengo problema.
—¡No! —respondieron a coro
—Queremos aprender, no que nos regales calificación —dijo una chica con voz clara, su foto mostraba una mirada alegre color azul, nariz respingada y un cabello rubio cenizo. “Si fueran de la edad, seguramente la invitaría a salir, pero me diría que no” pensó seguido de un “Eres un pendejo, nadie querría salir contigo”. Sus uñas apretaron la carne. Un poco más de sangre brotó.
—Nos habían dicho que eras muy bueno y pues… ya lo dudo —continuó la chica rubia y las uñas escarbaron por más sangre.
—Se nota que te gusta dar clases —La de voz gruesa interrumpió— Pero siento que no aprendo nada, solo dejas actividades y no siento que nos guíes. Al menos, a mí me pasa eso.
—Les voy a ser muy sincero —por fin habló Rogelio— desde que empezó la pandemia he tenido muchos problemas. Estoy batallando con un cuadro de depresión. Ha sido muy difícil para mí dar clases. Creo que debería dejarlo y si quieren otro profesor lo entiendo.
Las palabras se mezclaron con la sangre y el agua convertida en lodo. Su lago personal, poco a poco, empezó a adquirir las tonalidades del cielo cuya vista se colaba por las ventanas a cada extremo de la estancia. Una nube cruzó el celeste vació que tanto añoraba. Quiso dejar de sentir y dejarse inundar por un cielo impávido.
La paz no duró mucho cuando una de ellas, no distinguió quien pronunció esas palabras que hirieron su pecho y su mente:
—Mira, lo entiendo, todos la estamos pasando muy difícil. Es horrible tomar clases así, pero todos estamos igual. Reconozco tu esfuerzo, pero —esta vez fue la voz del otro lado de la pantalla quien tomó aire para terminar su sentencia— tienes que recuperarte y trabajar. Yo tengo ansiedad generalizada y sigo haciendo bien las cosas, llevo calificaciones perfectas y si estoy pagando una de las mejores universidades del país, espero educación de calidad y muy buenos profesores, no que no les importe, que no expliquen y asuman que yo lo sepa todo.
—Perdón, a mí me está molestado su actitud de víctima. No tienes porqué victimizarte, mejor arregla lo que causaste. No queremos otro profesor, sino que corrijas y mejores. Es lo único que te estamos pidiendo. Ya estás grande para ponerte como víctima y lamerte las heridas —terminó por pronunciar estas últimas palabras la joven de voz gruesa, al tiempo en que una lágrima marcó un nuevo surco en el rostro de Rogelio. El fondo del lago se oscureció y la lágrima termino por flotar y mezclarse entre el agua que brotaba de su conciencia.
“No estoy hecho para dar en escuelas privadas” pensó Rogelio. “Fue lo mismo el semestre pasado. Estoy muy acostumbrado a las universidades públicas. Poco nivel, pero son trabajadores”.
—Chicas, permítanme, están tocando la puerta.
Sin esperar la respuesta, apagó el micrófono y subió las escaleras de madera. El suelo de su casa era duela, una casa muy vieja de al menos unos sesenta años. Con cada pasó hacía rechinar la madera y en algunos tablones, parecía que se hundirían hasta romperse. Al subir las escaleras, dio vuelta la izquierda y vio su cuarto completamente desordenado. Las cortinas estaban corridas y la copa de los árboles lo saludaron mecidos por la brisa. Todo estaba quieto.
Ahí también, se encontró con un lago de luz y sombras celestes. Caminó hasta el fondo del cuarto y abrió una pequeña puerta del ropero. En el entrepaño de arriba, justo debajo de las cobijas de invierto, encontró una caja negra de piel. La sacó y la puso sobre su escritorio. Abrió el tercer cajón del escritorio y tomó un cofrecito de madera, adentro sólo estaba una pequeña llave plateada. Las ramas de los árboles se movieron y las sombras bailaron sobre las superficies de la habitación. Los cables de luz también se mecieron a la voluntad del naciente verano.
La llave plateada brillo ante los rayos del sol. Su reflejo recorrió libros y paredes hasta descender el suelo y descansar entre las sábanas al pie de la cama. Con un giro, la llave liberó el contenido de la caja de piel negra. Una pistola negra irrumpió y atemorizó a los peluches que fueron regalos de novias pasadas. Era elegante, un revolver con 5 bailas casi doradas. En ese momento, pasó una nube que oscureció el fondo del lago. Dejó de haber luz y todo fue una tenue oscuridad.
Rogelio metió las balas en el barril del revolver, lo cerró y se dirigió a la planta baja. El cuarto continuó en sombra. Los pasos del profesor retumbaron por toda la casa. Por fin, se sentó ante la laptop, prendió el micrófono y el cámara.
—Perdón chicas, estaban tocando, pero ya se fueron. Les pido una disculpa por esta cuestión. Sí, efectivamente he sido mal profesor, no he sabido manejar la pandemia y les he pedido demasiado a ustedes. Debí entenderlas, pero en este momento voy a corregir todo lo que hice mal. Como su profesor tengo que reconocer que fracasé, debí guiarlas, pero no pude hacer eso. Así que mi último acto de cuidado para mí y para ustedes, es despedirme. Lo único que me resta es agradecerles su tiempo y reiterar mi disculpa. No tenían que pasar estas cosas. Adiós.
Rogelio tomó el revolver, se lo metió a la boca, la amartilló. Un ruido sin eco provino del arma y sintió un reconfortante calor que entró por la boca y se desperdigó en todo el cuerpo. Alivio, tranquilidad, silencio. No sintió nada más. El lago se tornó claro, lo último que vio fue la imagen de sangre flotando en el agua adquiriendo tonalidades azules. Su mente estaba en calma. Un grito que no escuchó vino desde uno de los cuadros en la computadora. Después hubo silencio y una a una, las estudiantes se fueron desconectando hasta que no quedó nadie en la videoconferencia. Afuera, la nube al fin decidió moverse y dejó entrar los rayos del sol que inundaron de luz la estancia. La pistola quedó en el suelo en un pequeño estanque carmesí. La cabeza de Rogelio se ladeó después del disparo y los ojos se clavaron en el celeste infinito del cielo.