LA PALABRA DE LOS ABUELOS: «Jukíluwa, a la que le nacen alas»


Roberto Carlos Garnica


La escritura es mágica y en este preciso instante puedes “oírme” gracias a su poder, pero nunca hay que dejar de abrevar de la ancestral sabiduría oral.
En Papantla, cuna de la hermana vainilla, viven muchos abuelos que desean compartir sus historias. Aquí recupero algunas de esas narraciones y las reelaboro de manera literaria.
En esta ocasión, te presento un mito que me compartió el maestro José Luis González Santiago.

Jukíluwa, a la que le nacen alas

El pequeño Jun (Colibrí) miraba a contraluz una crisálida que pendía de la delgada rama de un puan. La bolsita palpitaba y el niño totonaco pudo contemplar el milagro: la naciente mariposa rasgó con sus alas negriazules el capullo y, después de posarse unos segundos en una de las frutas rojas del árbol, levantó el vuelo.

Kiwíkgolo, el dueño del monte, posó una mano sobre el hombro del chiquillo y le dijo complacido:

—Veo que la brillante xpipilekg ha apresado tus ojos.

—Sí, abuelito, me sorprende cómo el gusano que se arrastraba lento se transformó en una flor que baila y vuela.

—Jun, mi tierno pajarillo, todos los seres cambian de forma, xpipiliekg no es la única que primero se arrastra y luego vuela.

—Es cierto, abuelito. El otro día que me platicaste cómo una serpiente venado le hacía el almuerzo a un campesino que vivía solo y al ser descubierta se quedó vestida de mujer a vivir con él, te pregunté si es verdad que a ella le crecen alas y vuelve al mar.

—Así es, nietecito mío, eso pasa con la Jukiluwa cuando llega el momento. ¿Quieres que te cuente la historia?

Al niño le brillaron los ojos pues supo que sus tres corazones serían alimentados con bellas palabras.

—Sí, abuelito.

—Ven, siéntate aquí.

Y fue así como, sentados sobre un tronco caído que tenía la forma y el color de la serpiente venado, Kiwíkgolo explicó lo siguiente:

«Jukiluwa, a quien tus hermanos del altiplano llaman mazacoatl, recibe ese nombre porque desde tiempos inmemoriales traga venado, también se alimenta de conejos, tuzas, ardillas, mapaches, coyotes y otros animales. Cuando come, en su panza se hace como una bolita y tiene que descansar varios días y hasta semanas. Es una serpiente muy gorda que llega a pesar más de cuarenta kilos y medir más de cinco metros. No es venenosa, es trituradora, se enreda y truena los huesos. Tiene el color de la tierra, la canela y los árboles de la selva. Los abuelos la consienten, es la reina de las cosechas, es ixmakgtakgalhaná takuxtu (la que vigila la milpa), donde ella anda la cosecha es segura.

La Jukiluwa nunca muere, solo se transforma. Cuando llega el momento, se mete en una cueva y allí descansa, ya no se mueve; desde su guarida succiona a sus presas, primero les lanza un líquido baboso para que resbalen, luego las aspira con aire y energía, por último, las traga.

Se hace viejita, envejece más y más. Se encoge. Sus escamas se vuelven muy resistentes, son como un escudo de obsidiana al que no atraviesan las balas, su ancianidad la hace más fuerte. No camina, solo se alimenta y piensa, su ancianidad la hace más sabia.

Todo lo que engulle lo transforma en alas. Espera paciente las lluvias y los truenos del día de San Juan para abandonar su cueva. Cuando está lista agita veloz sus alas y empieza a hacer así: sss, sss, sss, como un enjambre de avispas. Levanta el vuelo despacito y aprovecha los fuertes vientos para irse al mar. Ahora crece y crece y crece. Al surcar el cielo es como un relámpago de muchos colores. Cuando llega a su nueva morada se extiende y se le caen las alas como a las hormigas arrieras. No muere allí, se convierte en una gigantesca serpiente marina».

—Y es así, mi niño, como a la multiforme Jukiluwa le nacen alas y se va a vivir un tiempo al mar.

—¿Y cómo son sus alas, abuelito? ¿son de pluma como las del papán real?, ¿o rojizas como las de la avispa?, ¿o frágiles como las de la mariposa?, ¿o etéreas como el arcoíris?, ¿o escamosas como las de la abuela?

—La Jukiluwa no es una, nietecito mío.

—¿Es como la serpiente quetzal a la que tanto aman mis hermanos del altiplano?

—Tu intuición es profunda, ustedes tienen un origen común, comparten más cosas de las que imaginas.

—Abuelito, ¿es cierto que la Jukiluwa cree que es una mujer?, ¿qué pasa cuando se mira en el espejo?

—Jun, mi inquieto pajarillo, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

“La palabra de los abuelos” es una columna mensual con la misión de recuperar y difundir mitos de la tradición oral totonaca en la región de Veracruz adaptados por Roberto Garnica  quien se ha desarrollado principalmente en el ámbito académico como filósofo, antropólogo e historiador, ha publicado también en libros y revistas nacionales e internacionales.

Agradecimientos:

Al Maestro José Luis González Santiago, por compartirnos la historia de Jukiluwa, a la que le nacen alas.

Al maestro José López Tirzo, por asesorarnos con la escritura de los vocablos totonacos.

Crédito de la imagen: Espartaco Garnica «El ocaso de Jukíluwa».

La oración del rey

Autor: Sebastián Oviedo Lobato


28 de mayo de 1985.
Lisias estaba harto de la vida. Nunca creyó en nada místico, divino o sobrenatural, y no lo haría ahora que estaba al borde del abismo. Su propio orgullo se lo impedía. Su ateísmo era lo único que se jactaba de tener aun íntegro en su totalidad. Encontraba en aquella sapiencia una especie de satisfacción transitoria que lo que alzaba como un hombre inteligente y fuerte que no se doblegaría ante nada. Después de un rato de desafiar a cualquier Dios que reinara en el universo con su negativa de pedir una especie de ayuda religiosa, su depresión volvía a poner todo en su lugar.


Lisias salía del trabajo a las 21:05 horas como de costumbre, caminaba en mitad de la noche hacia su hogar en una calle que le parecía sombría e irreconocible por lo menos. Tuvo un accidente automovilístico recientemente, fue pérdida total del vehículo, una de las tantas tragedias que agobiaban su vida.


Había prendido un cigarrillo para aminorar las penas y calmar un poco el nerviosismo de que, sumado a toda la mierda que estaba pasando en su vida, algún idiota apareciera de la nada y le arrebatara lo poco que tenía de efectivo apuntándole con un arma. «Tendría suerte si me mataran en mitad del robo, terminaría con mi desdicha —pensó Lisias—. Pero con mi gran fortuna, estoy casi seguro de que el muy cabrón me golpearía, me orinaría encima mientras ríe y me robaría la ropa dejándome desnudo».


Después de soltar una pequeña risa burlona por sus propios pensamientos fatalistas, una extraña figura se materializó frente a él. Aquello, aunque prácticamente esperado, lo sobresaltó.


—¿Cree usted en nuestro señor Jesucristo? —preguntó una mujer de la nada. Una amplia sonrisa acompañaba a su pregunta.


Lisias dejó ir un suspiro de alivio al ver que nadie le robaría hoy sus cosas. Una tragedia menos.


—Usted lo que quiere es matarme de un infarto —respondió amigablemente en medio de una carcajada llena de nerviosismo. Al ver que la mujer respondía con un silencio incómodo, se decidió por agregar—. No, no creo en los cuentos de hadas.


Con la ironía de su último comentario, Lisias esperaba sacar al menos una mueca de rabia por la calidad de su blasfemia, pero la sombría mujer se limitó a devolverle una sonrisa aún más grande que le puso los pelos de punta. Por un momento, se preguntó si tal vez no hubiera sido mejor que el ladrón ficticio de su cabeza fuera el que estuviera frente a él quitándole sus cosas y humillándolo, y no esa mujer tan rara. A punto de responder, la predicadora volvió a romper el silencio.


—Muy bien, porque yo tampoco —exclamó con solemnidad y le entregó lo que parecía ser un panfleto religioso—. Que tenga buena noche, señor Lisias.


Lisias le dedicó una mirada curiosa al panfleto que yacía sobre su mano derecha, hojeando fugazmente, mientras exhalaba el humo del cigarro de entre los dedos de su mano izquierda. Entonces se percató de que aquella mujer lo había llamado por su nombre.

—¿Cómo es que sabe mi…? —su pregunta se cortó abruptamente cuando se dio cuenta de que la predicadora ya no estaba frente a él. Sintió un escalofrío.


Tras mirar en todas las direcciones posibles, confundido, y convencido de que era completamente imposible de que una persona pudiera simplemente esfumarse en el aire, cuando no pudo encontrar a la mujer por ninguna parte, se decidió por ponerle más atención al contenido del panfleto. La portada tenía la imagen de una corona de oro adornada con rubíes y esmeraldas, alrededor, una estela de luz se proyectaba hacia enfrente como si hubiera un sol atrás, alumbrando con intensidad en mitad de una pila de nubes. Como si la corona desprendiera una luz divina en el cielo.


El contenido, por otro lado, provocó una confusión todavía más marcada al ver que no había algún indicio de ninguna religión conocida por Lisias. «¿Alguna rama ortodoxa del judaísmo, tal vez?», se preguntó. Aquella confusión surgía a partir de la ausencia de la pregonación del Cristo como el hijo único de Dios (ni siquiera mencionaba a su figura en primer lugar) y de la pregunta inicial de la predicadora que casi lo mata del susto. Tan solo mencionaba a un “Verdadero Dios” al que llamaban “El Rey de Reyes”. La información del panfleto terminaba asegurando que la oración escrita en toda una página de aquel escrito, podía conceder cualquier cosa que se deseara si se decía en voz alta y se confesaba lo que uno quería al Rey de Reyes.

Lisias, con humor, repitió la oración en voz alta. Tras una breve carcajada producto de su incredulidad, el pensamiento sobre su tumor cerebral en estadio avanzado lo hizo cesar de golpe. Él sabía que moriría pronto, y la vacuidad de la muerte lo asustaba. El hecho de imaginarse siendo devorado por gusanos, dentro de un ataúd bajo tierra, lo horrorizaba aún más.


—Si tan solo me quitaras el tumor de la cabeza, Rey de Reyes, yo mismo pregonaría tu palabra y erguiría templos en tu nombre por salvarme la vida —dijo en un susurro casi inaudible, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos y observaba a la nada, reflexivo.


Pronto, dándose cuenta de que había sido presa de un momento de debilidad, volvió a reír estridentemente por lo ridículo del asunto. Se limpió las lágrimas con la manga de la camisa rápidamente, como si temiera que alguien lo viera desde la distancia en aquella oscura calle desierta en mitad de la noche, y arrugó el papel para tirarlo sobre el asfalto.

20 de junio de 1985.

Lisias seguía en ese estado catatónico; miraba a la nada, sentado en la cama con la espalda recargada sobre la pared de su habitación. El cuarto olía mal, ya que se había hecho del baño encima en repetidas ocasiones. Sin embargo, ni siquiera la sensación de tener heces y orín por todos lados, o el olor penetrante de los mismos lograban sacarlo del trance.


La barba le había crecido de manera irregular sobre el rostro, y amplias ojeras negras tapizaban sus ojos por culpa de un insomnio que cada vez se hacía peor. Las pesadillas, que realmente eran recuerdos nítidos de lo que había sucedido al día siguiente de que leyó la oración del panfleto, inundaban su mente como un torrente imparable que se lleva todo a su paso, dejando solo destrucción. Y él quería evitar eso: la destrucción gradual de su mente y su alma producto de un recuerdo maldito.


«Felicidades, señor Lisias —había dicho el neurólogo— su tumor ha desaparecido por completo… no sabemos cómo, pero a veces estas cosas suceden.»


Él recordaba a la perfección aquellas palabras porque, tras haberse hecho la resonancia magnética en el hospital, lo primero que le vino a la mente no fue un estado de euforia por haberse salvado milagrosamente. Lo primero que realmente le había venido a la mente fueron unas solas palabras: El Rey de Reyes. Tan intenso como un relámpago implacable que aturde los oídos con el posterior estridor del trueno. La catatonía había empezado justo por ahí; cuando salió del hospital, lo había hecho más como un cadáver viviente que como un hombre feliz por las buenas noticias. El pánico y la confusión envolvían a su cerebro en una bruma impenetrable.


Cuando Lisias llegó a su casa ese 29 de mayo de 1985, lo primero que hizo fue darse un baño de agua fría. En la regadera, pensando una y otra vez en las palabras del doctor, intentó convencerse de que aquello no había sido más que una coincidencia. Una sonrisa comenzaba a dibujarse en su rostro como consecuencia de aquel pensamiento que le devolvía las esperanzas y la comodidad de su ateísmo, pero entonces…


«Fui yo —había dicho una voz—. Yo he sido el que te he salvado la vida.»
De pronto, el agua fría que recorría su piel pareció penetrar en sus venas y contaminar su torrente sanguíneo. Su cuerpo había quedado congelado, lo recordaba a la perfección. Pensar en eso le hizo derramar lágrimas de espanto, no quería recordar más. «No tengas miedo», dijo la voz dentro de su cabeza en aquel momento en la regadera.


Lisias se llevó las manos a la cabeza, ese pensamiento intrusivo lo horrorizaba. Las sienes le palpitaban al intentar con todo su ser parar la tortura de aquel recuerdo. Gritó. Suplicó que parara. No quería ver nuevamente lo que había dentro de sus ojos. La verdad dentro de los ojos del Rey de Reyes, cuando lo vio frente a su regadera al descorrer la cortina, le provocaba pánico. Lo ofendía. Le causaba náuseas.


Pero entonces, poco a poco, aquello comenzó a materializarse contra su voluntad entre sus pensamientos. Mientras se retorcía en la cama de su recámara, gritando y llorando, pudo ver nuevamente la forma monstruosa del Rey de Reyes; aquel Dios enfermizo yacía sentado sobre un reptil enorme y peludo. Como un dragón sacado de una pesadilla repugnante. Las piernas de gallo se posaban sobre su lomo, montándolo, sobresaliendo de un torso que parecía de un hombre desnudo y regordete. Tenía dos alas de murciélago que sobresalían de su espalda, y tres cabezas; la del lado izquierdo era de toro y la del lado derecho de cordero. En medio, una cabeza demoníaca era adornada por una enorme corona brillante como la del panfleto que le había dado la predicadora. Pero lo peor de todo eran los ojos de la cabeza de en medio, unos ojos negros como el abismo que revelaban la verdad del universo.


Antes de que Lisias convulsionara y perdiera la vida por una sobrecarga neuronal cósmica, la imagen del secreto le despidió con un último horror; cuando Lisias había enfocado su atención en los ojos hipnóticos del Rey de Reyes en aquella ocasión, se dio cuenta del abismo que existía después de la muerte. Un abismo eterno donde no existía ningún Dios benevolente, cielo o infierno, sino solo las almas de los muertos que penan durante la eternidad en una oscuridad interminable.


Un abismo que yace dentro del cuerpo del Rey. Un abismo que es El Rey de Reyes. Y su nombre, su verdadero nombre, es Asmodeo.