La escritura es mágica y en este preciso instante puedes “oírme” gracias a su poder, pero nunca hay que dejar de abrevar de la ancestral sabiduría oral.
En Papantla, cuna de la hermana vainilla, viven muchos abuelos que desean compartir sus historias. Aquí recupero algunas de esas narraciones y las reelaboro de manera literaria.
En esta ocasión, te presento un mito que me compartió el maestro José Luis González Santiago.
Jukíluwa, a la que le nacen alas
El pequeño Jun (Colibrí) miraba a contraluz una crisálida que pendía de la delgada rama de un puan. La bolsita palpitaba y el niño totonaco pudo contemplar el milagro: la naciente mariposa rasgó con sus alas negriazules el capullo y, después de posarse unos segundos en una de las frutas rojas del árbol, levantó el vuelo.
Kiwíkgolo, el dueño del monte, posó una mano sobre el hombro del chiquillo y le dijo complacido:
—Veo que la brillante xpipilekg ha apresado tus ojos.
—Sí, abuelito, me sorprende cómo el gusano que se arrastraba lento se transformó en una flor que baila y vuela.
—Jun, mi tierno pajarillo, todos los seres cambian de forma, xpipiliekg no es la única que primero se arrastra y luego vuela.
—Es cierto, abuelito. El otro día que me platicaste cómo una serpiente venado le hacía el almuerzo a un campesino que vivía solo y al ser descubierta se quedó vestida de mujer a vivir con él, te pregunté si es verdad que a ella le crecen alas y vuelve al mar.
—Así es, nietecito mío, eso pasa con la Jukiluwa cuando llega el momento. ¿Quieres que te cuente la historia?
Al niño le brillaron los ojos pues supo que sus tres corazones serían alimentados con bellas palabras.
—Sí, abuelito.
—Ven, siéntate aquí.
Y fue así como, sentados sobre un tronco caído que tenía la forma y el color de la serpiente venado, Kiwíkgolo explicó lo siguiente:
«Jukiluwa, a quien tus hermanos del altiplano llaman mazacoatl, recibe ese nombre porque desde tiempos inmemoriales traga venado, también se alimenta de conejos, tuzas, ardillas, mapaches, coyotes y otros animales. Cuando come, en su panza se hace como una bolita y tiene que descansar varios días y hasta semanas. Es una serpiente muy gorda que llega a pesar más de cuarenta kilos y medir más de cinco metros. No es venenosa, es trituradora, se enreda y truena los huesos. Tiene el color de la tierra, la canela y los árboles de la selva. Los abuelos la consienten, es la reina de las cosechas, es ixmakgtakgalhaná takuxtu (la que vigila la milpa), donde ella anda la cosecha es segura.
La Jukiluwa nunca muere, solo se transforma. Cuando llega el momento, se mete en una cueva y allí descansa, ya no se mueve; desde su guarida succiona a sus presas, primero les lanza un líquido baboso para que resbalen, luego las aspira con aire y energía, por último, las traga.
Se hace viejita, envejece más y más. Se encoge. Sus escamas se vuelven muy resistentes, son como un escudo de obsidiana al que no atraviesan las balas, su ancianidad la hace más fuerte. No camina, solo se alimenta y piensa, su ancianidad la hace más sabia.
Todo lo que engulle lo transforma en alas. Espera paciente las lluvias y los truenos del día de San Juan para abandonar su cueva. Cuando está lista agita veloz sus alas y empieza a hacer así: sss, sss, sss, como un enjambre de avispas. Levanta el vuelo despacito y aprovecha los fuertes vientos para irse al mar. Ahora crece y crece y crece. Al surcar el cielo es como un relámpago de muchos colores. Cuando llega a su nueva morada se extiende y se le caen las alas como a las hormigas arrieras. No muere allí, se convierte en una gigantesca serpiente marina».
—Y es así, mi niño, como a la multiforme Jukiluwa le nacen alas y se va a vivir un tiempo al mar.
—¿Y cómo son sus alas, abuelito? ¿son de pluma como las del papán real?, ¿o rojizas como las de la avispa?, ¿o frágiles como las de la mariposa?, ¿o etéreas como el arcoíris?, ¿o escamosas como las de la abuela?
—La Jukiluwa no es una, nietecito mío.
—¿Es como la serpiente quetzal a la que tanto aman mis hermanos del altiplano?
—Tu intuición es profunda, ustedes tienen un origen común, comparten más cosas de las que imaginas.
—Abuelito, ¿es cierto que la Jukiluwa cree que es una mujer?, ¿qué pasa cuando se mira en el espejo?
—Jun, mi inquieto pajarillo, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
“La palabra de los abuelos” es una columna mensual con la misión de recuperar y difundir mitos de la tradición oral totonaca en la región de Veracruz adaptados por Roberto Garnica quien se ha desarrollado principalmente en el ámbito académico como filósofo, antropólogo e historiador, ha publicado también en libros y revistas nacionales e internacionales.
Agradecimientos:
Al Maestro José Luis González Santiago, por compartirnos la historia de Jukiluwa, a la que le nacen alas.
Al maestro José López Tirzo, por asesorarnos con la escritura de los vocablos totonacos.
Crédito de la imagen: Espartaco Garnica «El ocaso de Jukíluwa».