Buscadoras de tesoros


Autora: Dilsia Zoskia

Escanea el código QR o da click en la gráfica de sonido para escuchar el audiocuento en voz de su autora desde la plataforma IVOX.

Aquel hombre sostiene mi deforme cabeza sin piel, ojos, dientes y sin lengua. La hace ver hacia arriba; exponiendo mi gaznate, mientras la mujer me rebana con fuerza el cuello a machete Con mis brazos sin manos, lanzo golpes al aire, intentando defenderme en vano.

Recuerdo que de niña le temía al Diablo, aunque ahora, le tengo mucho cariño. Siempre me dio lástima saber que era un ángel hermoso al que expulsaron de su hogar. A Él era fácil ahuyentarlo con solo rezar a la Virgen o a San Orlando de Ledezma. Hoy en día, en este país, nadie puede emplear ese artificio cuando tenemos miedo. Pues, tal y como mi madre decía: encontrarte frente a Ellos significa no volver con vida, si es que acaso, algún pedazo de ti pudiera ser reconocido y volver. Todo ha sido rojo en esta tierra. Lo sé desde que veía el atardecer sobre las copas de los encinos, y en los matorrales a lo largo del rancho. Eran buenos tiempos, que olían a tierra mojada, a dulce de cajeta y cenizas del fogón, con el canto de los grillos y el viento de fondo.

El cobijo de los días sin prisa, cuando mi madre lavaba a la orilla del río, mientras mi padre y hermanos se hallaban trabajando en la siembra. Antes de que yo fuera la maestra del pueblo. Eso fue hace más de treinta años, porque ya no se planta más maíz por acá. Hay muchas cosas que dejaron de hacerse desde que llegaron Ellos.

Nunca tuve fiesta de quince años. Mis padres nunca se atrevieron a señalar que en su casa había una muchachita de esa edad. Vagamente comprendí que ese silencio provenía del miedo, pues era sumamente riesgoso hacer reuniones o que se notara cierta estabilidad económica. Esas fueron algunas de las primeras cosas que dejamos de hacer, con tal de mantenernos al margen del cambio brutal y las desapariciones que estábamos experimentando.

Pareciera que de pronto comenzamos a escuchar por todos lados que la hija del panadero, la sobrina del señor de las aguas frescas o la nieta de la abuela que recogía las limosnas en la iglesia habían desaparecido. Al principio sólo fueron mujeres, luego también comenzarían a esfumarse varones de todas edades. Las cosas sencillas de siempre no pudimos hacerlas más. Esa sensación de cotidianidad ahora son un sueño ajeno, imposible e increíblemente lejano. Cosas simples como tomar una nieve en el parque, ir a los bailes de Suntecopac, manejar de noche en carretera, disfrutar los ricos guisados en alguna fonda, invertir en un negocio, asistir a la escuela, trabajar, cultivar tus tierras, andar en bicicleta, reunirte con amigos, noviar e incluso sonreír.

Todo, todo, absolutamente todo causa derecho de cobro. Es tarde, pronto va a oscurecer. Deseo tanto que esto acabe. Hace calor, estoy escurriendo por todos lados, ungida de pies a cabeza con mi color favorito: el rojo pletórico de vida. Miro mi cuerpo desnudo, mis senos enormes que cuelgan y se bambolean a cada paso mientras aquel grupo de hombres y mujeres me dan la bienvenida entre risas y silbidos, ocultándome entre bromas sobre cómo comenzará aquella fiesta privada, sólo para mí.

Entre aplausos, gritos y música de banda acompaño mis pasos lentos con la sensación de que no me agrada el olor a cigarro, mota y alcohol. Esta mañana la entrada de la casa me parece tan desconocida, aunque siempre ha sido la quinta ubicada a las afueras de Teotonango, sobre la carretera que entronca con la salida de Tehuala. Toda la vida estuvo ahí, como parte natural del camino junto a los árboles de aguacate y los campos plantados de colitas de borrego.

Ahora que lo pienso, aquel recinto siempre ha estado a medio construir: con algunas de sus paredes pintadas de color verde menta y las varillas oxidadas sobresaliendo en la losa del techo. Me divertía que mi hija mayor siempre eligiera ese color para decorar su habitación. Sus hermanos le hacían burla, sobre si es que la cubeta “se la había regalado el gobierno, pues ese era el color que siempre donaban a las familias más pobres.

Siempre pensaré en mi hija y aún puedo recordarla en una sola pieza, a pesar de haberla encontrado hecha pedazos al interior de esa fosa lodosa, acompañada sólo por este color que en todos sus tonos ha pintado por entero mi mundo. Desde que mi niña desapareció, y, hasta que pude encontrarla, o lo que de ella me dejaron en aquel agujero sólo he tenido cansancio, sueño y dolor. Día a día, mi fieles compañeras han sido la incertidumbre y la angustia, dedicando cada sábado de mi vida a tratar de hallar bajo la tierra roja, a otras personas que tampoco han vuelto a casa, agrupándome con otras madres rastreadoras”, que, varilla en mano buscamos bajo los montículos irregulares de tierra a nuestros desaparecidos.

Tras largas caminatas en terrenos peligrosos, vamos picando profundamente el suelo terregoso con aquel fierro oxidado al que llamamos Lavidente, pues sólo ella sabe como hallar a los muertos. Buscamos ahí, donde el follaje está quemado o amarillento, porque cuando un cuerpo se descompone, las plantas cambian aún color más claro, y es fácil adivinar qué hay debajo de nuestros pies. La necesidad de encontrarlos nos ha obligado a aprender como los animales a distinguir el olor de la muerte.

Perforamos la tierra con la varilla oxidada y antes de excavar, la extraemos, la venteamos y con nuestras narices aspiramos el putrefacto olor de la carroña. Si el olor nos lo indica, desenterramos los restos, deseando en el fondo no encontrar respuesta a la ausencia de nuestros seres queridos, muy en el fondo, no queremos encontrar así a nuestros amados Tesoros. Tesoros para nosotros, basura para la autoridades, quienes sólo han visto en ellos miles de nombres que alimentan a manera de combustible político sus campañas electoreras.

Siempre, al igual que toda mi familia fui creyente de la Virgen de las Canicas, pero debo confesar que después de ver tanta mierda no creo en ella. Mucho menos en la justicia, ni en los gobiernos. Me cuesta creer, pero muy en el fondo se que si alguien pudiera escucharme aún, sería aquel ángel perdido. Porque si es que un Ser superior existe ¿será que se divierte bebiendo y fumando igual que estos seres monstruosos, que irrumpen a cualquier momento del día o de la noche, arrancando personas de nuestras vidas para su propio placer?.

¡Hasta el Diablo tiene más madre! De Él se dicen muchas cosas, pero sobre todo que detesta lo vulgar, que ama la inteligencia y la belleza. Y por estos rumbos no hay nada más vil que esos engendros que se reproducen sin control. Con gusto le vendería mi alma y las de mis hijos con tal de que nos sacara de todo este horror.

Mi madre solía decir a los más pequeños en casa que no salieran de noche, porque a esa hora salían a cazar en sus camionetones Ellos, quienes según las Escrituras de Terciopelo Sagrado, estaba escrito que llegarían antes del Final de los tiempos y eran tan antiguos, que existían desde antes que los europeos conquistaran estas tierras, y sólo retrocedían ante la presencia milagrosa de la Virgen y su pureza redonda de cristal. Los describía con formas de diversos animales, dotándolos con una fuerza sobrehumana tremenda, algunos con forma de insectos, otros con piel de reptil y algunos más con poderosas mandíbulas de coyote. Todos compartían la habilidad de hacerse pasar por humanos, con sus ojos rojos que te miraban con una frialdad de muerte.

Por eso siempre usaban gafas, aún de noche, para que no pudieras verlos acechando. A estos seres no podía detenérseles ni con el fuego o con las armas. Encontrárselos de frente significaba la muerte: te llevarían a lo más profundo del monte para soportar dolores inmensos, ya que el aroma del miedo abría su apetito por la carne humana. Y ellos lo hacían con gusto y tal devoción tal como su dios les había enseñado . Desde tiempos atrás, antes de que llegaran los hombres blancos.

Entre las cosas que solían hacer a sus cautivos, estaba el dejarte sin comer, mientras Ellos cenaban pollo rostizado con papas horneadas y chiles curtidos. Al terminar te embadurnaban con los sobrantes de la grasa todo el cuerpo, para que las hormigas se te subieran y picaran. Si llorabas o te quejabas entonces vendría el Jefe deEllos. Y entonces, sin mediar palabra te arrancaría las uñas de los pies, y cortaría uno a uno los dedos de tus manos, filetearían tus muslos, tetas, testículos y nalgas. Te sacarían los ojos y los dientes, para finalmente, abrirte el pecho con su machete, jalando hacia afuera con ambas manos tu costillas y poder morder tu asustado corazón, aún latiendo. El resto de tu carne sería troceada y cocinada para preparar el pozole en su próxima fiesta con el gobernador.

Si por el contrario no te quejabas durante el ataque del hormiguero y sobrevivías, tendrías que comer carne de otro asesinado y sólo entonces te convertirían en uno de Ellos, quienes te brindarían una vida de riquezas e impunidad, pero tan sólo por cinco años. Al terminar ese plazo, sin más, te decapitarían, porque ya sabías demasiado de sus costumbres, y tu cuerpo hecho pedacitos sería enterrado en algún lugar olvidado del monte.

Si eras hombre te pasaría eso y si eras mujer, te hacían básicamente lo mismo pero antes, Ellos te violarían de todas las formas posibles por días, hasta que probaras ser lo suficientemente obediente para no escapar. No había modo de detenerlos, sólo escondiéndote en casa, evitándolos por las calles. Ellos eran fuertes, bien organizados y siempre estaban armados, entrenados para no sentir frío, calor, dolor, hambre, compasión o miedo.

Ejércitos sin fin capaces de comerse una granada de mano o a una persona entera sin que se les moviera un solo pelo. Y a Ellos les gustaban los niños pequeños, porque podían tenerlos más tiempo en sus dominios y hacerlos parte de su tribu, aunque también se llevaban a hombres y mujeres de más edad para servirles. Esas son las historias, los cuentos de mi pueblo que los niños escuchan desde pequeños. Así aprenden a no salir de casa, pues los que salen rara vez vuelven .

Buscadora, buscadora,

no te canses de buscar,

que los restos de los tuyos

algún día encontrarás.

¿Dónde están, dónde están?

nuestros hijos, dónde están?

La canción tantas veces entonada en innumerables marchas de protesta, frente a las autoridades del Estado resuenan una y otra vez dentro de mi cabeza. Estoy más allá del miedo. Madre Virgen cuya pureza redonda de cristal engendró a su Única Hija escúchame. Tú o el Diablo, quien sea, no me abandonen, también soy un ángel al que le han arrebatado su hogar. Sentada y atendida por uno de los hombres de la fiesta, me sorprendo al estar dentro de la casa color verde menta. Es tal mi angustia que no puedo gritar, ni moverme, se que van a matarme tan sólo por respirar y sudar.

Olvidé cómo es que llegué a esta casa. El último recuerdo que tengo es del momento en que manejaba mi camioneta en compañía de mi sobrina. Habíamos pasado a la tienda a comprar unas cervezas, tan sólo para refrescarnos de la tremenda sed, después de la faena sabatina. Después de estar venteando todo el día, oliendo como perras de caza la punta de la barreta. Y luego; el chirriar de neumáticos, las mentadas de madre, los putazos y las risas de Ellos. Pronto estaré agusanándome, sabe el Diablo dónde. Es curioso, pero un cadáver humano no huele igual a uno de animal. No. Es terriblemente diferente. Nuestra carne huele a podrido, a sueños perdidos, al miedo de no volver a casa, y al orín de los niños que se mean de terror en su cama, aguardando a que sus padres o abuelos enciendan la luz.

Para nuestros desaparecidos la obscuridad sólo termina cada vez que logramos arrancárselos a las entrañas de la tierra, cuando podemos finalmente abrazar el sudario andrajoso, hecho con bolsas negras, alambres de púas, cintas plásticas, trozos de tela y pedacería humana.

“¡Déjate de mamadas hija de tu puta madre , ya te dijimos que dejen de buscar!” Es lo que nos han dicho una y otra vez por teléfono. Pero el amor es más fuerte que el miedo. O eso pensaba hasta ese día que llegamos a la gallera del rancho de San Fermín de los Palos. Nunca esperamos ver el lugar donde dicen que “pozolean” a la gente. Por dentro de ese rancho, en la casa más lejana, encontramos aquel cuarto asqueroso de paredes sucias con piso de cemento. Al fondo vimos algunos costales llenos de cal, un tinaco de plástico azul y una silla de madera rodeada de cuajarones de sangre.

Por todos lados hay pedazos de carne seca parecida al chicharrón, pero no es comida, son trozos de cuero cabelludo aún con la melena pegada, algunos bien quemados. A unos pasos estaba una cubeta negra llena de agua con cables y un par de pinzas a esos que les dicen “caimán”. Botellas de refresco, colillas de cigarro, latas de cerveza y ropa sucia en un rincón. Sobre nuestras cabezas pendía un solitario foco de luz que no era necesario encender, porque la luz del día se filtraba por la lámina de asbesto del techo y por las ventanas laterales.

Las compañeras y yo salimos corriendo de ahí sin pensarlo. En nuestra huida logramos ver un par de machetes ensangrentados y varios tinacos azules como el que estaba adentro. Pero lo que más se grabó en mi mente, a pesar del horror que significa ser rastreadora, fue una de las paredes en la que estaba pintada con aerosol negro la firma del grupo de Ellos. Nunca denunciamos nada. Sabemos que si lo hacíamos, apenas saliendo del Ministerio y a plena luz del día, aparecerían en sus camionetas sin placas, arma en mano, mirándonos a través de sus gafas obscuras, prestos a darnos un “levantón” y desaparecernos para siempre.

Nadie a parte de quienes estuvimos en la gallera supo de lo que vimos. Nadie debía saberlo. Tener conocimiento de ello sería una sentencia muerte. Por meses traté de esconderme de Ellos como mi madre siempre nos aconsejaba, pero no pude, yo no podía quedarme en casa oculta con los niños pequeños. No podía seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Como si mi hija jamás hubiera existido. En este país sin ley, a pesar del miedo y el horror, tuve que salir a buscar a mi niña. Porque a nadie, ni al presidente, ni a los gobernadores les importa una mierda nuestro dolor.

Tengo los ojos vendados, estoy atada a una silla. Sólo puedo escuchar los pasos y las voces que se aproximan. Se abre una puerta y me quitan la venda. Puedo verlos. Algunos se van quitando el pasamontañas y los pantalones. Se han sentado a observar. Sonríen, hacen bromas cerveza en mano, o frotándose la nariz después de meterse una línea de coca. Moriré sin saber quién nos sirvió en bandeja de plata. Escucho que van a violarme cuando esté bien mojadita de sangre.

Una mujer de no más de treinta años me acerca unas alicatas a los pezones y a los dedos de los pies preguntándoles qué es lo que quieren ver primero. El hombre recio que la acompaña me pega un par de puñetazos al costado de la cabeza. Todos ríen. Deseo morir. El dolor me ha acompañado desde que se llevaron a mi pequeña. Sólo me resta morir rogando a quien sea, que no se prolongue más este dolor en mi carne. Suben el volumen comenzando una nueva lista de corridos y música disco. Alzo la cabeza, desorientada por los golpes, a través de la sangre que me empapa el rostro y pecho, logro enfocar la mirada. ¡Mi madre tenía razón! ¡Ellos no pueden ser humanos!

Miro a los que están sentados, unos se masturban, hacen crecer sus hocicos y lomos peludos, otros desencajan sus mandíbulas y unos más se extienden mostrando varios pares de brazos saliendo de sus morenos torsos, llenos de tatuajes. Me paraliza la frialdad de sus ojos rojizos que me devoran. Tienen esa hambre y sed que sólo se sacia con la brutalidad de los pueblos antiguos. La mujer con pinzas en mano, me jala del cabello y alza mi rostro obligándome a mirar el techo. Alzo la vista y ahí, en el sucio techo de cemento también está la firma de Ellos pintada con sangre seca.

La engendro me mete la herramienta por la fuerza en mi boca, mientras el hombre abre mis quijadas con sus manos. La mujer me prensa el primero de los dientes y comienza a jalarlo hacia afuera. Cruje, se rompe, y me ahoga con la sangre que deja a su paso. Ojalá y alguien más busque mi cadáver, para que mi madre pueda llorarlo en algún cementerio. Sé que es el último día de mi vida, y también el más largo. La tortura acaba de comenzar.

—¡Te dijimos que te dejaras de mamar pendeja, y que dejaras de buscar! —grita aquel hombre—¡ coyote.

—¡Ya te cargó la mera verga hija de tu puta madre! —brama la mujer a quien le han salido varios brazos de su torso, mientras dos hombres serpiente me separan las piernas, y ella alza las pinzas, con mi primer diente ensangrentado y metiéndome de golpe con uno de sus brazos, un puño en la vagina . Ellos enloquecen de gusto silbando, gritando y aullando. El olor a sangre los excita: quieren más. Y tendrán más, mucho más.

Una mujer con la cara escamosa comienza a cortarme los muslos, jalando la piel hacia arriba, mientras los hombres araña me sostienen los brazos y otra mujer gusano se dispone a darme de machetazos en las manos. Un hombre-coyote me vierte encima gasolina, presto para quemarme. Ellos no mentían, y es verdad: ¡Ya me cargó mi puta madre!