Autor: Miguel Ángel Almanza Hernández
Sobre la carretera del lado del Gran desierto de Altar, el ocaso del sol es hermoso. Pero el trailero no se fija porque todavía le restan seis horas de trayecto. Así que metió pata, el tráiler aceleró su marcha más allá de los cien kilómetros por hora.
Pasado un tiempo, se dio cuenta de que los pericazos ya se le estaban pasando, así que decidió pararse a orinar y prepararse un bazuko para el resto de la noche. Después de echar aguas, encendió su porro y respiró profundo.
A medio tanque expulsó todo el humo, escuchó ruido de pasos entre los matorrales. Iluminó con la luz del celular, y vio a una muchachita llorosa con su vestido sucio, raído y manchado de tierra con sangre.
—¿Estás bien?¿Estás herida, m´ija?
Pero la chica no contestó, solo le miraba asustada solllozando. El trailero se regresó a la cabina y le extendió una cobija sobre los hombros. Ya de cerca, notó que la muchacha era hermosísima, parecía extranjera. Seguramente era de la trata y se les había escapado, lo cual es raro. La comenzó a auscultar para buscar algún arma.
—No te asustes, estoy viendo si no te pusieron chip. Ven, súbete, te dejo en la caseta.
La muchacha dudó, permaneció congelada. Él no le dio más tiempo y la cargó en vilo, subiéndola al asiento del copiloto. Luego, encendió las luces y apagó el motor, cerró los seguros, le dijo:
—Oye, y a todo esto, ¿eres una buena mujer o eres de las malas?
La chica solo negó con la cabeza, mientras intentaba abrir la puerta.
—Si te portas bien, te puedo esconder con unos amigos, ya sé que te van a estar buscando y chance hasta una lana me dan por ti. Pero si me haces una buena mamadita, yo feliz y te saco de aquí en chinga, ¿cómo ves? —Y al decirle esto le mostró la pistola fajada en la cintura, sonriendo como por casualidad.
Ella no se resistió cuando le tomó por el cabello castaño, le restregó su pene flácido y pestilente en la suave cara, hasta que logró erectarse. Y así, mientras le ponía la pistola en la cabeza, con la otra mano le mantenía abierta la quijada.
Movía su pelvis lentamente, poco a poco, la chica dejó su pasiva resistencia y comenzó a hacerle una verdadera mamada. Sintió el placer, una oleada de sangre que le subía, luego el sabor a sal y el ansia tremenda. En el punto más álgido ella se detuvo.
—No te pares, ya casi…
Escuchó un chasquido que le recordó a las jicamas, luego sintió un ardor. Ella sonrió mientras asentía, la sangre le escurría de su boca, masticaba y engullía un pedazo de carne. Sus ojos parecían de fuego y sus dientes eran de bestia, con ellos cercenó a dentelladas hienescas toda la carne por la cual le habían dicho que era hombre. El trailero gritó con desesperación y jaló de los cabellos a la furia. Como no pudo quitársela de encima, se resolvió dispararle toda la carga de su pistola.
Cuando el trailero despertó ya era de día. Tenía mucha sed y frio, le dolía la cabeza. Sintió la humedad entre sus piernas. Abrió los ojos, su rostro quedó congelado en un grito silencioso. No pudo distinguir los restos de su pene y los dedos de la mano izquierda destrozados a balazos, se confundían unos con otros, en una gran plasta de sangre.