El container

Autora: Carmen Macedo Odilón


«Nadie aguanta más de una semana en esta chamba». Fueron las palabras que un apenas despierto jefe dirigió con aire senil a Damaris, su nueva empleada, sin molestarse en explicar más.


En los alrededores del muelle, los contenedores oxidados armonizaban con las olas de espuma aceitosa. Cajones inmensos de acero donde Dios ocultaba lo que no quería mostrar a los creyentes: un depósito de granadas decomisadas, dos toneladas de fayuca y los futuros muebles de un junior a quien se le cruzó la aduana. Damaris se haría cargo del container REST 901366 6, repleto de cajas envueltas en plástico de burbujas. A diario, debía correr los pasadores, abrir las puertas metálicas y limpiar caja por caja para espantar a las ratas, con la esperanza de que alguien acudiera a reclamar la mercancía.


El interior del container le recordaba a la celda de aislamiento, solo que más limpia y sin las paredes pintarrajeadas. Veinte años atrás, jamás hubiera creído que ese sería su papel en la vida; jugar a la casita en una lata rectangular, solo que sin esposo. «Otra vez». Al medio día, Damaris se dio de golpecitos en la espalda, debajo de la cicatriz de la puñalada ahora sensible al frío. Se sonó la nariz y tosió por el exceso de cloro y la nula ventilación del container. Levantó un rollo de plástico para embalaje que envolvía a medias las orillas de una caja mal clavada, arrumbada al fondo de la bodega.


Un puñado de cucarachas salió huyendo y Damaris no se contuvo de aplastarlas con el pie. «Ahora, a arreglar este desmadre». Quitó el plástico viejo y se asomó al agujero de la caja. Desde la penumbra, una mirada se clavó en los ojos de Damaris, luego la madera se sacudió. La mujer soltó una maldición, y altiva pateó la caja, pero solo escuchó el tintinear de vidrios que se estrellaban. Buscó una barreta y abrió el cajón; pipas rotas con restos de humo, probetas y jeringas usadas. Humedeció su dedo y lo deslizó sobre un mortero para recoger restos de polvo que se llevó a los labios; nada que le sirviera. Dejó todo en su lugar y se fue al albergue.


La siguiente mañana, Damaris descubrió huellas de botas y restos de lodo, así como la falta de la caja de madera. En su lugar, había una de cartón tan envuelta en plástico de burbujas que parecía un enorme huevo de araña al que se le ha aplastado con los dedos. La única orilla visible estaba desgarrada. En el suelo, se expandía un charco de líquido rojizo, tan espeso que reflejaba el techo; con aroma semejante al metal. Familiar y a la vez tan lejano. El cuajo se adhería al plástico mientras que el fluido en descomposición se expandía por el piso. Damaris tomó un trapeador y jergas, trajo dos cubetas de agua, un fardo de periódico, jabón y cloro, el único limpiador que podía contra la sangre. Talló el suelo hasta que las lágrimas le nublaron la vista, entre estornudos y un ardor al respirar. «Pendejos, tan fácil que es desaparecer un cuerpo, lo malo es cuando le echan el pitazo a la tira». Tras una inspección del jefe, Damaris se contuvo el mencionar su hallazgo. «Qué capo, y tan inofensivo que se veía el ruco como para esconder esas chingaderas».


—Se le pasó la mano con el cloro, doñita. —El jefe se llevó el antebrazo al rostro—. Ventílele o nos intoxicamos.


En medio de un inquietante silencio, Damaris siguió sacudiendo y reacomodando las demás cajas, entre excremento de rata, telarañas y peces de plata. A media tarde empezó a llover; un rayo alertó a Damaris a salir del metal antes de que el trueno, que vino también de adentro, hiciera canon con el sacudir de la caja envuelta. El líquido rojo volvió a filtrarse por el plástico de burbujas. Damaris regresó con furia al fondo del container, volteó a todos lados por la sensación de ser observada, tomó con ambas manos el plástico y antes de que se manchara todo a su paso, arrastró la caja hasta la esquina más alejada, mas por la base humedecida, el cartón no resistió y se desfundó. Una gelatina humana, restos coagulados de lo que parecía ser un hombre: vísceras, cabello y restos de piel. La mitad de un cadáver.


«Pobrecito», pensó entre arcadas, «casi igualito que Ignacio». La mujer se acarició la cicatriz de la puñalada, «Algo hizo para acabar así». Se enjuagó la boca con el agua sobrante de una cubeta, y apenas lúcida acercó con la escoba cada despojo para meterlo de vuelta en una caja vacía, a la que tuvo que escribirle el número de inventario por si alguien venía a reclamarla. Buscó el rollo de plástico y cubrió con dos vueltas para que no se saliera nada. La caja vencida tenía una de las orillas hecha jirones e incluso se distinguían marcas de dientes. Damaris trapeó con torpeza y vació el galón de cloro que debía rendirle el mes completo para dejar todo como si nada hubiera pasado. «Ya estoy vieja para estos juegos».


Afuera, apenas si lloviznaba. La mujer cerró lentamente las puertas del container y por el rabillo del ojo alcanzó a distinguir una sombra que se dirigía hacía su hallazgo. Entre los murmullos de la noche, un olfateo salvaje y una respiración asesina se apoderaron de la oscuridad. Ese «algo» destrozaba el cartón recién envuelto buscando alimento, cual espíritu vengativo que demanda su cuerpo arrebatado en esos rincones olvidados de Dios. «Nadie aguanta más de una semana en esta chamba…» Recordó Damaris.

—Perdóname, Ignacio, pero yo ya aguanté veinte años.


La vacante sigue publicada en el periódico.

The summoning of Felinara

Autor: Andrés Lechuga


Título: “The Summoning of Felinara”

Año de realización: 2024.

Técnica mixta sobre marquilla: Prismacolor, acuarela, acrílico, pastel, tintas & hoja de oro.

Dimensión: 42×60 cm

SINOPSIS DE OBRA
Esta obra es la culminación de un proceso que tomo 5 años, el concepto evoluciono a través de varios bocetos, ilustraciones pequeñas e ilustraciones completas que se fusionan para esta pieza. Representa un aquelarre adorando a una diosa recién nacida, durante la noche de Samhain. La obra culmina también una investigación de magia apotropaica de diversas culturas y se integra con la intención original del autor, tener una memoria de/para todos los gatos que
han estado en compañía de la humanidad y han partido en situaciones lamentables y dolorosas.


“Familiares fieles e inocentes, guardianes de los sueños, han partido y ahora yacen arropados por la noche. Aun veo sus ojos en las estrellas, escucho su llamado y lloro su partida en 13 lunas”.

Felinara es un nombre original y es parte de una historia en desarrollo de esta obra.

Agua y espinas


Autor: Juan Pablo Sotomayor Rivas


“…la llevaba hasta su cueva debajo del agua,

dónde le arrancaba los ojos, los dientes y las uñas

Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España.

I

Salir de viaje en busca de un pueblo mágico pareció en su momento una buena idea para romper con la monotonía de lo cotidiano. Sin embargo, así como el clima de febrero suele ser cambiante y caprichoso, de la misma manera el humor de algunas personas puede ser movedizo y variar radicalmente de un momento a otro, sin advertencias.

Joseph estaba molesto. Lo mortificaba en extremo la apatía que se adueñó inesperadamente de Evelin desde su salida de casa. Apenas había abierto la boca durante las horas que les tomó ir desde la ciudad hasta Huasca, el pueblo elegido para vacacionar.

Sentirse ignorado en medio de sus silencios, de su aire indiferente, lo sacaba de quicio y aunque se trataba de una situación que no se repetía con frecuencia, Joseph no había aprendido a lidiar con ella en los cuatro años que tenían de relación. Por otro lado, a Evelin le tenía sin cuidado los estragos que su comportamiento errático podía generar en el ánimo de su esposo.

Ella acostumbraba a ser optimista y divertida ya fuera en casa o en el trabajo; pero, cuando simplemente no le venía en gana hablar, se retraía ensimismada por el tiempo que a ella le pareciera necesario.

Era, en realidad, alguien bastante egoísta.

II

Al segundo día de su llegada a Huasca la tensión entre la pareja pareció disminuir después de una noche de sexo extenuante y de algunos otros excesos. Luego de un abundante desayuno revisaron las actividades sugeridas por la guía turística de la posada donde se hospedaron y decidieron ir de excursión a la laguna del Bosque de las Truchas.

― ¿Primera vez que nos visitan? ―preguntó el chofer del vehículo.

―Sí ―respondió Joseph sujetando su sombrero, disfrutando la sensación del aire fresco y del verdor del paisaje boscoso.

―Verán qué bien lo pasan en la laguna. Pueden rentar una canoa para remar un rato, hay también un restaurantito económico en el que hacen muy rico de comer, ahí entre los árboles ―continuó hablando el chofer con buen ánimo―. Nada más no se queden solos en la orilla de la laguna. Ya saben, hay duendes por aquí. Y a veces también hay cosas peores ―, agregó el hombre con un matiz misterioso en su voz.

―¿Cosas peores? ―preguntó Evelin interesándose por la conversación ―. ¿Cosas peores cómo qué?

El chofer rio al notar que su intrigante advertencia había logrado el efecto deseado en el par de turistas citadinos.

―Sólo son cuentos señorita. Leyendas de criaturas y aparecidos que cuenta la gente supersticiosa de pueblo.

Joseph y Evelin se miraron extrañados en silencio.

III

Acordaron no pasar por el local de las canoas. Ninguno tenía el ánimo para ponerse a remar. Bebían la botella de vino helado de Joseph, sentados sobre la hierba, frente a la laguna apacible, cuando Evelin, con la mirada fija en la superficie reflejante del agua, comenzó a hablar.

―Un jueves, hace como un mes, me topé con Alfredo Garrido en el centro comercial.

― ¿Alfredo? ¿Tu novio de la prepa? ―preguntó Joseph sorprendido por la repentina revelación.

― Sí. Ese. Tú entonces habías ido por unos días a Monterrey, para tomar un curso.

Aquella plática comenzaba a tomar un rumbo peculiar. Invadido por un mal presentimiento, Joseph se puso tenso y guardó silencio esperando a que ella siguiera hablando.

―Comimos juntos, charlamos un rato ―Evelin hizo una pausa para terminar su vino―. Pasamos juntos la noche en un motel.

Él sintió una intensa ola de calor recorrerle el cuerpo entero comenzando desde la cabeza. Quiso responder algo de inmediato, pero ¿qué podía decir que realmente valiera la pena? ¿Por qué lo hiciste? ¿No pensaste en mí, en nosotros? ¿Qué creíste que pasaría después? Se enderezó y apretó los dientes. Ella continuó, sin mirarlo.

―Creo que, simplemente, lo hice porque se me antojó.

Se hizo el silencio entre ellos. El rumor del viento deslizándose a través de las ramas de los árboles se combinaba con el trinar de las aves y el llanto distante de un niño pequeño. Evelin permaneció sentada con las piernas cruzadas. Joseph, asimilando el golpe, bebió un poco. Sabía que a últimas fechas las cosas no marchaban bien con Evelin, pero no creyó que pudieran estar tan mal como para que ella se hubiera conseguido un amante. Enojado y triste pensaba que lo había traicionado. ¿Y si se trataba de algo más serio que una aventura de una sola noche? Tal vez por eso se había decidido a contárselo, quizás ella planeaba abandonarlo por Alfredo Garrido.

―¿No escuchas a un bebé sollozando por aquí? ―preguntó Evelin, interrumpiendo las cavilaciones de Joseph.

Ambos prestaron atención y en seguida escucharon nuevamente el sonido claro de un llanto infantil, esta vez más cercano a ellos.

―Se oye por allí. Pero no veo a nadie cerca ― confirmó él.

―¿Será un bebé abandonado?

Ambos se pusieron de pie y recorrieron la orilla de la laguna buscando entre las rocas y los arbustos.

―Por aquí no hay nada.

―¿No te parece extraño?

Joseph sonrió ante la pregunta de Evelin. Por supuesto que le parecía extraño que su mujer le hubiera sido infiel y que encima aprovechara un viaje vacacional para revelarle su deslealtad. Volvieron a escuchar el sonido del bebé llorando, pero ahora parecía provenir de otro lado.

―¿Lo escuchas? Viene de donde estábamos. Eso no tiene sentido. Voy a buscar al hombre que renta las canoas para que venga a ayudarnos.

―Sí, ve, pero no… ―dijo Joseph deteniéndose en mitad de la frase.

―¿No qué? ―preguntó a su vez Evelin que se quedó observando el rostro de Joseph. Ambos se miraron a los ojos por un instante y supieron que su relación estaba acabada, separados al fin por una dolorosa distancia tan definitiva que los había fragmentado en miles de formas, volviéndolos irreconocibles el uno para el otro, incluso hasta para sí mismos. Él iba a decirle, como una broma amarga, como un reproche, que no se fuera a coger al hombre de las canoas, pero se arrepintió de último momento.

―Quiero decir que no tardes.

IV

El llanto del bebé se dejó oír con toda claridad. Estaba cerca. Acaso demasiado. Joseph se acercó a las rocas en el borde de la laguna. Observó que las aguas se agitaban brevemente por algo que se desplazaba lentamente bajo la superficie. Pensó en un animal. Tal vez un pez. Del agua comenzaron a surgir en seguida una hilera de largas espinas azules. Luego, la punta de los dedos de una mano.

―Pero qué demonios es esto? ―dijo Joseph, y la mano se lanzó sobre él de forma tan rápida, que no pudo esquivarla.

Evelin y don Fernando, el encargado de las canoas, llegaron un poco después al lugar. Como no encontraron a Joseph lo llamaron a gritos, sin conseguir respuesta. Preocupados, revisaron los alrededores. Al cabo de un rato descubrieron el sombrero de Joseph flotando en medio de la laguna, empujado suavemente por el viento tibio del atardecer.

Pueblo Viejo

Autor: Israel Rojas


Un puyazo, palpitaciones en la piel como pequeños colmillos peludos arando una protuberancia colorada, luego una incontrolable comezón que lo saca de un sueño nebuloso, caótico. Piensa, entre la modorra etílica y el desconcierto, que se trata del piquete de un mosco, pero es cuando se rasca con insistencia frenética que cae en la cuenta de que un zancudo no pudo haberlo picado en la cabeza del pene, lugar de donde proviene la imperante necesidad de rascarse sin obtener alivio.

Teo se incorpora, prende la luz y se asoma al espejo con los calzones hasta las rodillas. Lo que resta de la borrachera se agolpa en su cerebro y por un momento duda de que ese bulto rojo y de circunferencia amoratada esté ahí, en su pito flácido. Pero el roce de su dedo sobre la protuberancia y el dolor como respuesta a la presión, lo petrifican en un instante de miedo que se vuelca terror puro. Se lleva las manos al pelo diciéndose que es cosa de la peda, de los excesos, pero no, una punzada aguda entre el escroto y la ingle lo devuelve a la realidad inexorable.

Nuevamente se acerca al cristal sólo para comprobar que ese amasijo rojo sobre su glande se hincha cada vez más, como si adentro estuviera creciendo algo. Las maldiciones que Teo grita, mientras deshace un pequeño sofá a puñetazos, se confunden con los golpes y bramidos pornográficos que provienen de cada uno de los cuartos del hostal enchinchado y pringoso. Se pregunta entonces, ante la ventana que da a la calle semidesierta, fantasmal, ¿qué chingados está haciendo en México? ¿Qué ha venido a hacer a un país que se desangra en su guerra interna y donde la mayor parte de las personas son gandallas o pendejos con ínfulas de chingones?

Y la pregunta más urgente que desata otras: qué me ha hecho esa mujer, quién era y cuál es la cura para lo que sea que le haya contagiado. Teo no encuentra respuestas ¿Ir con un doctor? Imposible. Una semana atrás ejecutaron al único galeno que quedaba en la localidad, cuando lo confundieron con un traficante de fentanilo.

Clay, su asistente AI, lo exaspera aún más con información abundante y confusa, sólo medio comprende que aquello podría ser herpes, sífilis o cualquier otra cosa con nombre raro y que sólo agrega incertidumbre al desconcierto inicial. Sale de la aplicación y sin que una idea mejor cruce por su cabeza, febril por el miedo y el enojo, Teo se decide regresar al Buena Beata, el congal que se lo tragó los últimos tres días de perdición.

Camino al tugurio, Teo piensa en la peculiar relación de los mexicanos con el sarcasmo y la ironía, pues el Buena Beata era uno de los puteros más populares del valle. El nombre era una contraseña entre la gente del lugar, tipo: “Nos vemos en la capilla”, o “si preguntan por mí, diles que salí a la capilla a rezar”. Pero, qué devoción ni que santa madre, si en Pueblo Viejo sólo quedaban narcos, sicarios, viciosos y putas.

Escupió al barranco, nada en México era como lo imaginaba antes de su llegada; su rica belleza, calidez y alegría, se reducía a una urbe mal oliente poblada de la sombra de muertos y desaparecidos, y de vivos atizados por la ambición, el enojo y el abuso de confianza. Él, un hedonista aventurero adicto a su propia autodestrucción, se siente rebasado por el horror de Pueblo Viejo. Teo camina enfrascado en dos pensamientos: saber qué le ha pasado en la verga; y salir de México inmediatamente.

Debería de sorprenderse, pero tanto tiempo en estas tierras le han arrancado la capacidad de quedar perplejo ante el imposible y el absurdo diluidos. El espacio de lo que había sido el burdel Buena Beata es ante sus ojos un almacén en escombros de color óxido que hace juego con el cielo plomizo. Aquello es contrario a la naturaleza del mundo, tres días con sus noches había estado allá adentro entre narcocorridos, alcohol, metralla y el cuerpo de Desdémona; la mujer de la que inhalaba cocaína en su vientre, la fémina fatal que lo había llevado a su cama de placer y tortura, a pesar de que los matones le advirtieron de sus tretas: “No, gachupo, mejor no la meta ahí, esa plebita lo va a desangrar”. Todo saturaba su mente: el calor de sus besos, el olor de su sexo, el coito oscuro y perverso.

Ahora nada, sólo el silencio que se agrieta con el paso de una troca y un par de teporochos que descansan la borrachera bajo la puerta del almacén liminal; Teo sacude la cabeza y por un momento se siente apartado brutalmente de la realidad, como si él junto con el planeta fueran lo único que existieran en un vacío presidido por dioses sin forma y con tantos eones atrás como hocicos y tentáculos. Pero no, se halla quizá en algo peor, en una esquina plegada del espacio-tiempo en que aquel rincón de Pueblo Viejo había desaparecido junto a sus pocos habitantes o, lo más seguro, se encontraba hacia el fin inevitable de una comarca, una parte del país arrasada por la arena, la corrupción y la sangre.

Para cuando Teo llega ante el borracho que escribe y borra sobre el polvo, y que dice llamarse Nadie; el extranjero siente que ha caminado por días, meses y bien pudo haber olvidado el motivo de su andar, de no ser por los ojos granate de Desdémona. Mirada que lo obsesiona y lo guía, lo mismo que el dolor en los genitales inflamados que entorpece su paso.

—Tú también caíste —Nadie ríe con desprecio, sin dejar de garabatear sobre la polvareda con un dedo, y anular lo escrito con el puño—. Pues no, Desdémona y el Buena Beata ya no están aquí, por el momento. Ella y el burdel son como Pueblo Viejo: una desolación que se anda paseando por todo México. Pero descuida, si Desdémona dejó su marca en ti, la volverás a ver… eso tenlo por seguro.

—¡No! —responde Teo— Yo lo que quiero es salir de aquí, irme de México.

—¿Irte de aquí? ¡Ja! Lo puedes intentar, pero México es una pesadilla que una vez que te sueña, te sueña hasta matarte, como Pueblo Viejo, como Desdémona.

Teo da la espalda al borracho y su risa que se vuelve más terrorífica por lo ridículo de su excentricidad, sin embargo, no logra dar más de un millar de pasos. El dolor en el pene lo derriba y se retuerce hasta quedar con los calzones hasta las rodillas y descubrir que el bubón del glande ha reventado en pus y sangre, para darle paso a un arácnido con el rostro de Desdémona que sonríe exhibiendo sus colmillos peludos, antes de saltar contra la cara de Teo que desespera y se retuerce en su propio vómito escarlata. Un último pensamiento sacude su mente moribunda: México es una pesadilla que te sueña hasta matarte.

La oración del rey

Autor: Sebastián Oviedo Lobato


28 de mayo de 1985.
Lisias estaba harto de la vida. Nunca creyó en nada místico, divino o sobrenatural, y no lo haría ahora que estaba al borde del abismo. Su propio orgullo se lo impedía. Su ateísmo era lo único que se jactaba de tener aun íntegro en su totalidad. Encontraba en aquella sapiencia una especie de satisfacción transitoria que lo que alzaba como un hombre inteligente y fuerte que no se doblegaría ante nada. Después de un rato de desafiar a cualquier Dios que reinara en el universo con su negativa de pedir una especie de ayuda religiosa, su depresión volvía a poner todo en su lugar.


Lisias salía del trabajo a las 21:05 horas como de costumbre, caminaba en mitad de la noche hacia su hogar en una calle que le parecía sombría e irreconocible por lo menos. Tuvo un accidente automovilístico recientemente, fue pérdida total del vehículo, una de las tantas tragedias que agobiaban su vida.


Había prendido un cigarrillo para aminorar las penas y calmar un poco el nerviosismo de que, sumado a toda la mierda que estaba pasando en su vida, algún idiota apareciera de la nada y le arrebatara lo poco que tenía de efectivo apuntándole con un arma. «Tendría suerte si me mataran en mitad del robo, terminaría con mi desdicha —pensó Lisias—. Pero con mi gran fortuna, estoy casi seguro de que el muy cabrón me golpearía, me orinaría encima mientras ríe y me robaría la ropa dejándome desnudo».


Después de soltar una pequeña risa burlona por sus propios pensamientos fatalistas, una extraña figura se materializó frente a él. Aquello, aunque prácticamente esperado, lo sobresaltó.


—¿Cree usted en nuestro señor Jesucristo? —preguntó una mujer de la nada. Una amplia sonrisa acompañaba a su pregunta.


Lisias dejó ir un suspiro de alivio al ver que nadie le robaría hoy sus cosas. Una tragedia menos.


—Usted lo que quiere es matarme de un infarto —respondió amigablemente en medio de una carcajada llena de nerviosismo. Al ver que la mujer respondía con un silencio incómodo, se decidió por agregar—. No, no creo en los cuentos de hadas.


Con la ironía de su último comentario, Lisias esperaba sacar al menos una mueca de rabia por la calidad de su blasfemia, pero la sombría mujer se limitó a devolverle una sonrisa aún más grande que le puso los pelos de punta. Por un momento, se preguntó si tal vez no hubiera sido mejor que el ladrón ficticio de su cabeza fuera el que estuviera frente a él quitándole sus cosas y humillándolo, y no esa mujer tan rara. A punto de responder, la predicadora volvió a romper el silencio.


—Muy bien, porque yo tampoco —exclamó con solemnidad y le entregó lo que parecía ser un panfleto religioso—. Que tenga buena noche, señor Lisias.


Lisias le dedicó una mirada curiosa al panfleto que yacía sobre su mano derecha, hojeando fugazmente, mientras exhalaba el humo del cigarro de entre los dedos de su mano izquierda. Entonces se percató de que aquella mujer lo había llamado por su nombre.

—¿Cómo es que sabe mi…? —su pregunta se cortó abruptamente cuando se dio cuenta de que la predicadora ya no estaba frente a él. Sintió un escalofrío.


Tras mirar en todas las direcciones posibles, confundido, y convencido de que era completamente imposible de que una persona pudiera simplemente esfumarse en el aire, cuando no pudo encontrar a la mujer por ninguna parte, se decidió por ponerle más atención al contenido del panfleto. La portada tenía la imagen de una corona de oro adornada con rubíes y esmeraldas, alrededor, una estela de luz se proyectaba hacia enfrente como si hubiera un sol atrás, alumbrando con intensidad en mitad de una pila de nubes. Como si la corona desprendiera una luz divina en el cielo.


El contenido, por otro lado, provocó una confusión todavía más marcada al ver que no había algún indicio de ninguna religión conocida por Lisias. «¿Alguna rama ortodoxa del judaísmo, tal vez?», se preguntó. Aquella confusión surgía a partir de la ausencia de la pregonación del Cristo como el hijo único de Dios (ni siquiera mencionaba a su figura en primer lugar) y de la pregunta inicial de la predicadora que casi lo mata del susto. Tan solo mencionaba a un “Verdadero Dios” al que llamaban “El Rey de Reyes”. La información del panfleto terminaba asegurando que la oración escrita en toda una página de aquel escrito, podía conceder cualquier cosa que se deseara si se decía en voz alta y se confesaba lo que uno quería al Rey de Reyes.

Lisias, con humor, repitió la oración en voz alta. Tras una breve carcajada producto de su incredulidad, el pensamiento sobre su tumor cerebral en estadio avanzado lo hizo cesar de golpe. Él sabía que moriría pronto, y la vacuidad de la muerte lo asustaba. El hecho de imaginarse siendo devorado por gusanos, dentro de un ataúd bajo tierra, lo horrorizaba aún más.


—Si tan solo me quitaras el tumor de la cabeza, Rey de Reyes, yo mismo pregonaría tu palabra y erguiría templos en tu nombre por salvarme la vida —dijo en un susurro casi inaudible, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos y observaba a la nada, reflexivo.


Pronto, dándose cuenta de que había sido presa de un momento de debilidad, volvió a reír estridentemente por lo ridículo del asunto. Se limpió las lágrimas con la manga de la camisa rápidamente, como si temiera que alguien lo viera desde la distancia en aquella oscura calle desierta en mitad de la noche, y arrugó el papel para tirarlo sobre el asfalto.

20 de junio de 1985.

Lisias seguía en ese estado catatónico; miraba a la nada, sentado en la cama con la espalda recargada sobre la pared de su habitación. El cuarto olía mal, ya que se había hecho del baño encima en repetidas ocasiones. Sin embargo, ni siquiera la sensación de tener heces y orín por todos lados, o el olor penetrante de los mismos lograban sacarlo del trance.


La barba le había crecido de manera irregular sobre el rostro, y amplias ojeras negras tapizaban sus ojos por culpa de un insomnio que cada vez se hacía peor. Las pesadillas, que realmente eran recuerdos nítidos de lo que había sucedido al día siguiente de que leyó la oración del panfleto, inundaban su mente como un torrente imparable que se lleva todo a su paso, dejando solo destrucción. Y él quería evitar eso: la destrucción gradual de su mente y su alma producto de un recuerdo maldito.


«Felicidades, señor Lisias —había dicho el neurólogo— su tumor ha desaparecido por completo… no sabemos cómo, pero a veces estas cosas suceden.»


Él recordaba a la perfección aquellas palabras porque, tras haberse hecho la resonancia magnética en el hospital, lo primero que le vino a la mente no fue un estado de euforia por haberse salvado milagrosamente. Lo primero que realmente le había venido a la mente fueron unas solas palabras: El Rey de Reyes. Tan intenso como un relámpago implacable que aturde los oídos con el posterior estridor del trueno. La catatonía había empezado justo por ahí; cuando salió del hospital, lo había hecho más como un cadáver viviente que como un hombre feliz por las buenas noticias. El pánico y la confusión envolvían a su cerebro en una bruma impenetrable.


Cuando Lisias llegó a su casa ese 29 de mayo de 1985, lo primero que hizo fue darse un baño de agua fría. En la regadera, pensando una y otra vez en las palabras del doctor, intentó convencerse de que aquello no había sido más que una coincidencia. Una sonrisa comenzaba a dibujarse en su rostro como consecuencia de aquel pensamiento que le devolvía las esperanzas y la comodidad de su ateísmo, pero entonces…


«Fui yo —había dicho una voz—. Yo he sido el que te he salvado la vida.»
De pronto, el agua fría que recorría su piel pareció penetrar en sus venas y contaminar su torrente sanguíneo. Su cuerpo había quedado congelado, lo recordaba a la perfección. Pensar en eso le hizo derramar lágrimas de espanto, no quería recordar más. «No tengas miedo», dijo la voz dentro de su cabeza en aquel momento en la regadera.


Lisias se llevó las manos a la cabeza, ese pensamiento intrusivo lo horrorizaba. Las sienes le palpitaban al intentar con todo su ser parar la tortura de aquel recuerdo. Gritó. Suplicó que parara. No quería ver nuevamente lo que había dentro de sus ojos. La verdad dentro de los ojos del Rey de Reyes, cuando lo vio frente a su regadera al descorrer la cortina, le provocaba pánico. Lo ofendía. Le causaba náuseas.


Pero entonces, poco a poco, aquello comenzó a materializarse contra su voluntad entre sus pensamientos. Mientras se retorcía en la cama de su recámara, gritando y llorando, pudo ver nuevamente la forma monstruosa del Rey de Reyes; aquel Dios enfermizo yacía sentado sobre un reptil enorme y peludo. Como un dragón sacado de una pesadilla repugnante. Las piernas de gallo se posaban sobre su lomo, montándolo, sobresaliendo de un torso que parecía de un hombre desnudo y regordete. Tenía dos alas de murciélago que sobresalían de su espalda, y tres cabezas; la del lado izquierdo era de toro y la del lado derecho de cordero. En medio, una cabeza demoníaca era adornada por una enorme corona brillante como la del panfleto que le había dado la predicadora. Pero lo peor de todo eran los ojos de la cabeza de en medio, unos ojos negros como el abismo que revelaban la verdad del universo.


Antes de que Lisias convulsionara y perdiera la vida por una sobrecarga neuronal cósmica, la imagen del secreto le despidió con un último horror; cuando Lisias había enfocado su atención en los ojos hipnóticos del Rey de Reyes en aquella ocasión, se dio cuenta del abismo que existía después de la muerte. Un abismo eterno donde no existía ningún Dios benevolente, cielo o infierno, sino solo las almas de los muertos que penan durante la eternidad en una oscuridad interminable.


Un abismo que yace dentro del cuerpo del Rey. Un abismo que es El Rey de Reyes. Y su nombre, su verdadero nombre, es Asmodeo.

Portada del fanzine Delfos 4


La portada del fanzine electrónico Delfos 4 es adornada con la pintura
«Teyollocualóyan, el encuentro» del pintor Enrique García Bruno.

La combinación de luces y sombras nos lanzan a visiones chamánicas temibles y eróticas, explorando la oscuridad de nuestra mente.


Temple semigraso y óleo sobre tela.

20 x 30 cm.

2023.

Enrique García Bruno pintor nacido en la Ciudad de México en 1987. Inicia su recorrido en la pintura por cuenta propia, posteriormente ingresa en el estudio del maestro José Samano Torres.

Con gusto por el tenebrismo, los gabinetes de curiosidades, el erotismo y la muerte es como va encontrando y formando su lenguaje pictórico actual.

Considero que debemos abrazar la oscuridad, el erotismo, la sexualidad, la muerte, nuestros miedos más profundos, trastornos y perversiones; como una fuente inagotable de inspiración que nos confronta a nuestros más puros instintos de supervivencia de la carne en una búsqueda constante un poco falsa de una mejor experiencia de vida.

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