Autor: Alberto Villa.

*Tres monos cíberpunk (titulado por editor)
Inspiración directa de los tres monos sabios: no ver (ONNy), no oir (INNy), no hablar(OFFy).
Ilustración de tinta china con estilógrafo.
Autor: José Luis Ramírez.
Συνέθιζε δὲ ἐν τῷ νομίζειν μηδὲν πρὸς ἡμᾶς εἶναι τὸν θάνατον· ἐπεὶ πᾶν ἀγαθὸν καὶ κακὸν ἐν αἰσθήσει· στέρησις δέ ἐστιν αἰσθήσεως ὁ θάνατος
—Ἐπίκουρος
Habitúate a pensar que no es nada para nosotros la muerte, porque todo bien y todo mal residen en la sensación, y es privación del sentir la muerte.
—Epicuro
Entré a casa abrazando la urna con las cenizas de Sara, mi esposa, quien murió de covid durante la segunda ola de la pandemia.
No hubo servicio fúnebre.
Por las restricciones del Estado, el hospital despachaba los cuerpos directamente al crematorio y, con el acta de defunción, cada deudo iba a un mostrador a reclamar los suyos.
Mi cuñada, mi concuño y mi sobrina presentaron sus respetos sin quitarse el cubrebocas ni bajar las ventanillas de su coche, aparcado justo detrás del mío; su otro hermano estaba varado en el extranjero, pues permanecían cerrados los aeropuertos internacionales.
Era toda su familia.
Sus padres habían muerto hacía ya varios años y los míos eran muy mayores para arriesgarlos a salir de casa; mis hermanas, las dos médicos, trabajaban en el hospital a marchas completas.
Cuando entré a mi automóvil, coloqué la urna sobre el asiento del copiloto y luego me quedé ahí sentado sin idea de qué hacer, no supe si convenía más asegurarla con el cinturón de seguridad o mejor ponerla en el piso alfombrado del vehículo.
Llovía, pero no recuerdo si antes de meterme al coche lloviznaba ya o la tromba cayó un instante después de ponerme en marcha.
Todo el camino fui mirando el vaivén de los limpiadores en el parabrisas mientras las lágrimas me escurrían por el rostro; no encontré ningún otro auto en mi camino, pero igual conduje muy despacio, deteniéndome en cada uno de los cruceros.
Al llegar al fraccionamiento abrí el portón eléctrico y, en el momento exacto en que apagué el motor tras estacionarme en nuestra cochera, el aguacero cesó como de milagro.
No éramos creyentes.
Aunque estábamos casados por la iglesia, la ceremonia religiosa había sido más para darle gusto a su madre y mi abuela, que entonces aún vivían, y supongo un poco también para tomarnos la foto.
Pero ella era completamente anticlerical y yo ateo, aunque nos decíamos católicos no practicantes; llevábamos quince años casados, no teníamos hijos, aunque sí un par de perros adoptados de un albergue y que llevé a casa de mi hermana menor cuando Sara ingresó al hospital.
No habían pasado ni cinco días de eso, desde el jueves pasado.
Así que estábamos solos, de vuelta en casa, la puse sobre la credenza del comedor y me senté en una silla de éste, completamente abatido, sin que me cupiera dentro de la cabeza como esa urna delante mío era todo cuanto tenía yo de Sara, pero entendiendo perfecto que en esas cenizas no quedaba ya nada de ella.
La consciencia existe en el cerebro, un órgano formado de tejidos, células con un origen embrionario común y un comportamiento fisiológico coordinado que, en este caso, es crear experiencias subjetivas mediante reacciones electroquímicas.
Siendo las células básicamente grasas y proteínas termolábiles, el fuego las había reducido a minerales inertes, estériles por calor seco; tal vez quedara algún rastro de ADN en los huesos o los dientes pulverizados, pero del encéfalo nada.
Y teniendo claro que la consciencia estaba dentro de ese sistema nervioso central, ¿a dónde iría cuando éste se consumió? ¿Había una válvula o un apagador que interrumpía el flujo? ¿O simplemente se evanescía en el éter cuando las Moiras cortaban el hilo?
«No, David, por supuesto que no.»
Su voz sonaba como si estuviera ahí, pero no era sino un acúfeno, una manifestación de mi propio subconsciente con la que pretendía reemplazar su ausencia, llenar el vacío.
«¿Vacío, David? Sabes perfectamente que si tomas un recipiente desprovisto de toda materia, lo enfrías hasta el cero absoluto y todavía lo aíslas del exterior, aún habrá algo ahí dentro.»
Fluctuaciones cuánticas entrando y saliendo de la existencia.
Lo habíamos estudiado juntos en la facultad, las leyes de la física dictando que las partículas también eran ondas o que los gatos estaban vivos y muertos a la vez, que en un espacio supuestamente vacío aún podía aparecer algo a partir de la nada.
Espuma cuántica.
De eso había hecho su tesis Sara en el doctorado (la mía era sobre las aplicaciones prácticas del entrelazamiento cuántico).
En teoría, su investigación iba a permitir desentrañar los secretos del tejido mismo del espacio-tiempo, crear agujeros de gusano entre distancias inconmensurables para recorrerlas instantáneamente; mientras que mi trabajo serviría si acaso para hacer ligeramente más potentes los ordenadores cuánticos.
«Te menosprecias, David.»
Sí, un poco, quizá mayor potencia de cómputo permitiría a los neurocientíficos desentrañar los secretos de la mente y mapear la consciencia; era teóricamente posible, existía ya tecnología capaz de medir las iteraciones directamente mediante resonancia magnética funcional, electroencefalografía y registros de una sola neurona.
Había experimentos que predecían elecciones personales a partir de la actividad del lóbulo frontal, antes incluso de que el sujeto fuera consciente de haber tomado su decisión. Usando escáneres cerebrales, se podía reconstruir incluso, en una imagen generada por inteligencia artificial, lo que una persona estuviese mirando.
«Eso lo convierte en un problema de escala.»
Claro, era el mismo lío que tenía Sara con la teletransportación, era fácil hacerlo en el laboratorio para transmitir determinada característica de un fotón a distancia, pero infinitamente complejo replicar para todas las propiedades de un simple átomo monoelectrónico de hidrógeno.
«Necesitas una computadora del tamaño del universo.»
Su chiste me hizo gracia, aún teniendo ese poder de cómputo, por el principio de incertidumbre era imposible tomar una instantánea de ningún sistema dinámico y, por lo tanto, nunca podríamos replicar ni un solo átomo.
«Nada de Beam me up, Scotty.»
—Ni de tener un respaldo de tu consciencia en un archivo que pudiera restaurar en cualquier momento.
«Pero si tuvieras multiversos infinitos…»
—Claro, entonces cualquier combinación sería matemáticamente posible. Podríamos usar un universo cualquiera para computar el estado de algún otro y obtener el resultado deseado.
«Me parece que ya tienes una línea base.»
Tal vez era así como de verdad funcionaba, si la mente no dependía únicamente del cerebro vivo, sino que sus estados posibles podían cuantificarse de algún modo en cierto conjunto de magnitudes discretas. ¿Podía la conciencia ser fundamental para el cosmos? ¿Hacer surgir partículas y campos con interacciones complejas a partir de… nada?
«Eureka, David.»
Según la teoría de la información todo sistema físico, desde un átomo hasta una galaxia, contiene unos y ceros en los estados de sus partículas componentes; esto nos da una capacidad de proceso aproximada de 10120 bits en todo el universo, pero ¿y si utilizáramos también la nada?
La energía de vacío puede crear partículas de materia y antimateria, éstas se aniquilan de manera casi instantánea, pero si consideramos, en cada instante efímero, que la superficie de esa partícula es la representación holográfica de su propio universo…
«Si tuvieras multiversos infinitos…»
—Sara, mi amor.
Imaginé a los «cuantos» que formaban su mente teletransportándose, desde su dispersión en el momento de su muerte, hacia un solo punto de luz brillante apareciendo de pronto en algún lugar más allá de nuestro propio universo; entonces, me vino esta sensación de sosiego con la idea de que ella, su consciencia al menos, sólo se había transferido a cualquier otro espacio de probabilidades.
Autor: Carlos López Ortiz
Hemos estado durante años construyendo, estudiando,desarrollando y explorando este mundo con la esperanza de que un día podamos empezar a colonizar el planeta rojo. Ese día ha llegado.
Chloe Han, presidenta de los Estados Unidos, 2077
Alice recuperó la conciencia, abrió suavemente los ojos y miró a su alrededor con aire aturdido, incapaz de recordar dónde estaba o qué hacía allí. El cielo estrellado se filtraba a través de la ventanilla circular de lo que parecía ser una oficina. En un gesto casi automático, se llevó una mano a la cabeza y gimió. Sintió una fuerte punzada en el cráneo y, bajo el pelo apelmazado con sangre coagulada, notó un chichón.
Permaneció inmóvil, sentada en el piso, mientras aclaraba sus ideas. Trató de evocar quién la había golpeado por detrás haciéndole perder el conocimiento. Los recuerdos le parecían esquivos, le dolía la cabeza y le costaba concentrarse; aun así, hizo acopio de todas sus fuerzas. De golpe, Alice rememoró lo sucedido: no lo oyó acercarse. Estaba completamente desprevenida; fue en ese momento cuando vio moverse algo en el límite de su campo de visión, y distinguió la silueta de Dimitri, el oficial de enlace con la Tierra, cuando le cayó en la cabeza algo duro que la lanzó contra el suelo. Entonces la inconsciencia envolvió su mente.
Humedeció los labios resecos y pudo articular unos sonidos.
—¿Raymond?
No hubo respuesta, sólo silencio. Entonces recordó que hacía un ciclo y medio1 atrás, su pareja Raymond, Syaoran, Philippe y Annegret2 deberían haber vuelto. Habían partido de la base Clipperton3, dos meses4 atrás, en un viaje largo y desesperado en busca de agua en el paraje marciano.
“¿Por qué la United Space no ha enviado las provisiones?”, se preguntó, medio aturdida, con la cabeza apoyada en la pared. “Si tan sólo aquella tormenta no hubiera dañado severamente el equipo de comunicación hace cerca de medio año…”5
Adorado Dimi:
Quiero decirte que todos los días anhelo nuestro reencuentro. Sé que faltan muchos años para que envíen la siguiente nave que vaya a Marte, pero no dejo de extrañarte. Cada noche sueño contigo y con nuestra vida en ese planeta.
Aún me siento mal por haberme enfermado de varicela. Ya sé, ya sé: no soy culpable, pero así me siento.
Cada día estoy orgullosa de ti, mi oficial de enlace. Y cuando veas a las otras parejas juntas, no te desanimes; piensa en mí y relee este correo de amor, para que puedas sentirme a tu lado. Hasta pronto, amor de mi vida.
Alice oyó los gritos desesperados de Mei, seguidos de algunas palabras en ruso que no pudo distinguir. Se irguió; la espalda también le dolía. Hubo un momento en que sufrió un breve mareo, pero recurrió a toda su fuerza de voluntad y consiguió resistirse.
Subió corriendo con todos los sentidos alerta. Al entrar en la habitación de su compañera, descubrió el pequeño cuerpo de Mei tendido en el suelo y encima de ella el corpulento cuerpo de Dimitri, quien con un cuchillo en el cuello, intentaba abusar sexualmente de Mei. Él se volvió a mirar a Alice, apoyada en el arco de la entrada. Soltó en una gran carcajada.
—Capitana, espero no haberla golpeado tan fuerte —dijo con un fuerte acento ruso—. Solo quería neutralizarla, pero qué bueno que te nos unes.
Apartó el cuchillo del cuello de Mei e incorporó su gigantesco cuerpo de uno noventa de altura.
Alice permaneció muy quieta, mirándolo a los ojos.
—A partir de hoy me nombraré ¡rey de Marte! —su rostro empezó a formar un dibujo más errático— Y ustedes me obedecerán en todo lo que deseé.
Dimitri se carcajeó tan fuerte que el ruido resonó por toda la habitación. Se acercó a Alice con el cuchillo en la mano y el brazo extendido. Se aproximó tanto que pudo observar con detenimiento su cara angular, ojos gris olivo y la nariz ligeramente torcida, rota en una pelea. Alice sintió miedo; el corazón se le aceleró por la adrenalina. No era la primera vez que temía perder la vida, como cuando su avión fue derribado en la Segunda Guerra de Venezuela. Debía controlarse. Respiró hondo y confió en su entrenamiento.
Se lanzó encima de aquella masa de músculos. Forcejeó y lo golpeó una y otra vez. Al principio, él la ignoraba y se reía divertido; entonces, ella lo golpeó con la rodilla en la entrepierna. El ruso se dobló y perdió el aliento. Cuando volvió a incorporarse, ya no sostenía el arma en la mano.
Dimitri le tiró un codazo que la alcanzó en el mentón. Alice echó la cabeza hacia atrás, aturdida. Ni siquiera vio el segundo golpe que la derribó al suelo. Estaba desorientada. Dimitri aprovechó para inmovilizarla. Mei, quien seguía en el suelo, tomó el cuchillo y se lo clavó al hombre entre el cuello y la espalda. Un grito ronco, ahogado, brotó de sus labios. Poco a poco, Alice se liberó y corrió hacia Mei. Dimitri extrajo el cuchillo ensangrentado y se derrumbó. No se movía. Yacía en un charco de sangre. Por instinto Alice se acercó a él para tomarle el pulso. Al llegar junto a Dimitri, comprobó que aún respiraba, pero estaba frío.
—Capitana.
No respondió. Alice estaba sumida en sus pensamientos, repasando todo lo que había pasado en las últimas horas.
—Capitana —insistió Mei, con marcado acento chino—. ¿Cuándo llegue la nave con los nuevos colonos, qué les diremos?
—Es… estamos solos. Nadie vendrá.
Ninguna se movió. Se quedaron congeladas, en estado de shock, como si sus cerebros se hubieran estampado en una pared de ladrillos.
Escupiendo sangre y respirando con dificultad, Dimitri pudo decir:
—No me creen, ¿verdad?. La línea con la Tierra funciona. Compruébelo ustedes mismas… Solo que no hay nadie del otro lado.
El ruso se rio y dio su último aliento.
Querido Dimi:
Me da gusto que hayas podido restablecerlas comunicaciones con la Tierra, plyushevyy mishka1.Me tenías con el pendiente de que algo te hubiera pasado. No quiero preocuparte, pero tengo miedo de que note vea durante más años.
Las cosas siguen mal: la visión aislacionista del presidente estadounidense James Brown puede suponer un riesgo para el proyecto de la colonización de Marte.
Brown ha impuesto aranceles a los productos de nuestra madre patria y, en represalia, nuestro presidente Potemkin impuso aranceles a los productos estadounidenses.
Ayer el ejército estadounidense bloqueó el Puente Intercontinental de la Paz, en el estrecho de Bering. Hoy Potemkin envió vehículos blindados y Fuerzas Especiales a la península de Chukotka.
Perdóname: no debería desperdiciar este momento con politiquerías. Pase lo que pase mi corazón estará contigo.
Tatiana
1 Sabiendo que el año en Marte dura 686’9726 días terrestres, el doctor. John Clipperton diseñó un calendario con los mismos 12 meses del calendario gregoriano. Sin embargo, se enfrentó a un problema: cada agrupación de días era en su totalidad de 14 días y la palabra semana viene del latín sertimana formada por “sept” que significa siete, por lo que decidió llamarlo ciclos.
2 El doctor Clipperton propuso que los colonos fueran con sus parejas para formar una comunidad permanente y en constante expansión.
3 En un principio la United Space decidió nombrar a la base Nova Terra, pero un mes antes del lanzamiento el doctor Clipperton murió asesinado en el estacionamiento de un supermercado al defenderse del robo de su carro, por lo que se decidió nombrar la base en su honor.
4 Cuatro meses terrestres.
5 Lo que equivale a 343 días en la Tierra.
1 Osito de peliche.
Autor: Israel Montalvo.
Ilustración realizada en técnica mixta (acrílico/tinta) sobre papel
Medidas: 30 x 37 cm.
Israel Montalvo, como escritor e ilustrador ha publicado en una extensa variedad de revistas, cómics, fanzines, libros y ha participado en más de sesenta antologías literarias de cuento enfocadas en el horror y la ciencia ficción en México, España, Uruguay, Argentina, Perú, Chile, Guatemala, Colombia y Venezuela.
Autor: Israel Montalvo.
Bobo era ya una leyenda de la farándula, la estrella principal de aquel clásico instantáneo del cine que lo convirtió, de la noche a la mañana en “la leyenda”, fue ahí donde hizo por primera vez el acto que lo volvió en el icono del pornopop, aquel donde, una damisela en apuros (interpretada por una entonces desconocida Maribel Guardia) intentaba escapar de un grupo de violadores seriales y la única forma de eludir a sus perseguidores fue introduciéndose al ano del payaso, en una escena mítica, donde la podre damisela se aventaba desde un trampolín en maroma suicida y caía en las fauces de ese ano que la devoraba de un bocado y la lanzaba de vuelta para que surcara por el horizonte simulando a un Kal-El pletórico, esquivando a esos infames violadores.
“El culo voraz” fue un éxito de taquilla que permaneció meses en cartelera y las regalías por aquella obra le permitieron al payaso realizar su más grande sueño: Su propio circo. En la época en que Bobo materializaba ese sueño los circos ya eran cosa del pasado, muy pocos seguían en vigencia, los cambios de legislación habían hecho difícil su proceder, en primera instancia se había prohibido el uso de animales en vivo, y los fenómenos de circo ya no eran fenómenos, la gente común era tan deforme y extraña como las criaturas de antaño, las damas anoréxicas era algo tan común bastaba ver youtubers que se mataban de hambre en sus canales, sus videos se volvían virales después de cada muerte.
O que decir de las mujeres barbudas, las nuevas tendencias del feminismo eran más peludas y mach@s que cualquier macho troglodita promedio, o los hombre lagarto, en una época en que las personas se operaban para parecer aliens, era muy difícil lograr que la audiencia se impactara como en antaño. Pero Bobo era un romántico, creció rodeado de ese mundo, sus padres payasos lo llevaron a recorrer el país de octubre en sus giras circenses. Si debía adaptarse a estos tiempos para sobrevivir tomaría como ejemplo lo que hicieron con el circo Du Soleil o ese nuevo circo del terror. Él haría un circo temático y la mejor manera de hacerlo era con aquello en que se había convertido en un célebre icono.
Y así fue cómo surgió el circo nudista del gran Bobo, con sus giras an(u)ales recorriendo el país de octubre de cabo a rabo. Ya llevaba siete temporadas exitosas cuando decidió rehabilitar a sus rarezas, Los siameses se habían separado quirúrgicamente para poder dedicarse a sus sueños: Luke quería ser rapero a pesar de su hermano, que era un devoto cristiano, José, estaba harto de la farándula y sólo deseaba dedicarse al señor. Sin contar que Yoyo, el hombre que se podía tragar todo (cristales, animales vivos, cuchillos, etc.) se retiraba ese año y tuvo que despedir a los enanos azules por el escándalo que se armó cuando los encontraron en su camerino con ese pobre san Bernardo.
A la audición que el mismo Bobo y el hindú ario (su asistente personal) supervisaron se presentaron varios prospectos que prometían ser una nueva camada de criaturas como el Travestiestein de Naucalpan quién en vida fue un “Damo” de esquina revivido en sospechosas circunstancias por un chulo que buscaba ampliar el negocio con las nuevas tendencias como la necromancia sexual o el metasadismo. O que decir de los primos Patiño, que con tal de ganarse un poco de reconocimiento en su mediocre existencia, habían imitado el experimento de esa infame película, pagaron a un cirujano para ser unidos y lograr ser un ciempiés humano, incluso se les ocurrió ponerse una prótesis en forma de cola para poder destacar, o Toby Gómez, hijo no reconocido del activista Lolo Gómez, quien aseguraba haber sido violado y embarazado por Venusinos sin escrúpulos.
De hecho, Toby aseguraba que él era un aborto que había tenido su padre en la adolescencia, pero gracias a su origen alienígena, había logrado desarrollarse, Toby era una especie de tumor cancerígeno sin extremidades y con olor nauseabundo, pero era el alma de las fiestas con sus mórbido sentido del humor y los vapores alucinógenos que emitía al embriagarse, “pedos mágicos”, como él lo llamaba.
De entre todos los candidatos había uno que destacaba sobre todos, Yeyé, quién afirmaba ser el “serial killer” de la vieja Babel, algo imposible de averiguar por qué Yeyé no tenía huellas digitales, ni cara, de hecho, no poseía piel, sus músculos y órganos estaba a la intemperie, decía que un demonio que habitaba su espalda se la había comido y el agujero cosido (por él mismo) en su abdomen conducía al escritor de su vida.
A Bobo ninguna de esas historias le importaba, ni les prestaba atención, creía que Yeyé se le había fundido un fusible con eso que podría ser una variante de la lepra o que Toby fuera un tumor alienígena. Lo que a él le importaba era poder llevar a ese sueño romántico de un circo con sus fenómenos desplazándose por todo el país de octubre, y haría el castings final en vivo, en la función estelar de esa noche.
Los Patiño hicieron su debut montados por chimpancés vestidos de traje y sombrero de copa, causando revuelo y ternura, logrando la aprobación del respetable, en cambio, la Travestiestein tuvo una noche nefasta al realizar un estriptis en el trapecio, perdió su miembro, al parecer su chulo no se lo había cosido debidamente en la resurrección, y Toby tuvo una sobredosis de mezcalina antes de salir a escena, los nervios lo carcomían al saber de qué su padre estaría entre la audiencia, ellos carecían de una buena relación y la posibilidad de una reconciliación en vivo lo agobió, tuvo que ser internado de urgencia y ser inducido a un coma para que dejara de emanar sus gases psicodélicos.
Y así, llegó el turno de Yeyé, quién estaba ahí para darles el espectáculo de su vida, y tener una audiencia para su muerte. Fue algo que ideó desde aquella noche en que fue descarnado y no murió. Yeyé era un personaje, una ficción escrita que su única finalidad era entretener con la miseria que era su vida, pero ese agujero en su panza era la entrada para llegar a su escritor, o al menos eso le dijeron los relatos que fueron por él, y que lo usaron como vía para ese encuentro, se cosió el vientre después de que cruzaron e imaginaba que cuando lo abriera encontraría muerto a ese infeliz que lo (d)escribía.
Y ante esa audiencia estaba desconociendo su vientre. Más no cayó un cadáver, sólo había un agüero infinito en donde deberían estar sus entrañas. La gente lo miraba, aburridos y fastidiados de que nada pasara. Fue un momento eterno, Bobo tuvo que ir por él y sacarlo de escenario, fue en ese instante, entre abucheos y rechiflas que una mano se asomó desde el agujero y le mostró el dedo a ese público hambriento. Luego, pasó lo inevitable, el escritor emergió desde esa representación arquetípica de personaje llamada Yeyé, con una goma de borrar, y un bolígrafo en mano. Esta historia no lograba lo que buscaba y Yeyé no era tan interesante como personaje de circo por lo que se disponía a devolverle su piel, la que reescribió sobre su cuerpo, sin decir ni una palabra procedió. Al terminar, se retiró como si nada, se fue caminando y salió del circo a pie, y a su espalda, dejó a un hombre reescrito, ante un público cautivo, incapaz de comprender que ese había sido un acto único que condenaría a Yeyé a ser un hombre mediocre, incapaz de otra noche de circo.
Autora: Frenily Herrera García
Frenily Herrera García (Fren HG), es ilustradora independiente, creadora de escenografías. Ha participado en algunas publicaciones aportando las ilustraciones de portadas de libros y la ilustración de un libro, aún sin publicar, de algunos escritores michoacanos como: Víctor Manuel López, Alfredo Carrera y Dante Medina. Tallerista y docente en el área de artes y literatura.
Autor: José Gaona.
Araldor, matador de demonios, último heredero de una antigua estirpe de caballeros errantes y la espada más valerosa del reino, estaba muerto. O lo estaría en muy poco tiempo. Aquel era el devastador diagnóstico que había dado su hermano, el hechicero Raslim.
—Todos estos años le he sanado incontables veces, arrebatándoselo a la muerte no pocas de ellas, pero se acabó, Amoryl, tiene la sangre envenenada. Ni la magia más poderosa puede hacer algo en esta ocasión. Este es el precio que se paga tarde o temprano, ¿sabes? El precio de llevar una vida de héroe.
Amoryl contempló el cuerpo tendido sobre el jergón, febril, cubierto de arañazos, contusiones y cardenales. Las palabras del hechicero no eran un consuelo, después de todo se trataba de Araldor, el amor de su vida.
Amoryl lo había conocido siendo apenas una adolecente que servía en el mesón donde cierta noche el campeón pernoctó. Ya por aquel entonces las andanzas de Araldor, que aún no rebasaba ni la veintena de años, estaban ganando fama y renombre. Y ella, una jovencita huérfana, enclenque y de enmarañada cabellera bermeja, se había empecinado en seguirlo.
No por verdadero afecto hacia él (al menos no en un principio), sino porque Amoryl, como toda chiquilla, anhelaba una vida libre, con todos los caminos abiertos, y en Araldor había visto el subterfugio perfecto para conseguir ese sueño. Pero al pasar el tiempo ella no pudo evitar abrir su corazón al hombre que se había convertido en su guía, y él, por su parte, tampoco se había resistido a la atracción que le despertaba aquella joven tozuda y voluntariosa.
Así pues, el amor brotó irrefrenable entre ellos como un renuevo en primavera. Amoryl se había convertido en su inseparable aliada, amiga y consorte. No obstante, en las canciones de los trovadores su nombre apenas y se mencionaba, lo cual resultaba lógico, desde luego, pues el héroe de las gestas era Araldor. Para Amoryl estaba bien, ella no buscaba fama. Se sentía satisfecha con haber escogido aquella vida, dejándose llevar primero por sus sueños y después por su corazón.
Pero el camino que habían recorrido juntos ahora llegaba a un punto sin retorno. Araldor había perdido su última batalla con Hálito de Muerte, uno de los más terribles demonios del Inframundo.
No era una buena noticia para el reino libre de Svanda, pues desde hacía mucho tiempo la Liga de Naciones del Norte veía con codicia las ricas tierras svandianas, y era precisamente por ello que el Consejo de la Liga había acudido a los Señores del Inframundo, quienes satisfechos con los orgiásticos y sangrientos aquelarres ofrendados en su honor, habían aceptado liberar al demonio.
Por tres días y sus noches Araldor agonizó en medio de fiebres y convulsiones. Amoryl no pudo por menos que ofrecerle toda la atención posible, y, aunque el dolor y su propia agonía la atenazaban por dentro, se mostró impasible, aportando la fuerza y el temple que ambos necesitaban en aquella hora tan aciaga.
La mañana del cuarto día lo encontró en el umbral del cobertizo abandonado donde ambos se refugiaban. Parecía que parte de su antigua fuerza le había regresado, pero cuando ella se aproximó y contempló el macilento rostro de su amado, con unas repentinas canas manchando de gris la barba y el ondulante cabello oscuro, supo que aquella inesperada recuperación duraría poco.
—Ninguna historia de héroes debería terminar así —exclamó Araldor con una mirada febril y afligida perdida en el pálido resplandor del amanecer—. Mi destino está sellado, lo sé, pero no puedo irme así, no sería justo. Quisiera darles una última gesta, Amoryl, un último acto heroico para que sea cantado por los trovadores hasta el final de los tiempos.
***
Svanda había caído finalmente. En la plaza de Dareloth, sede del reino, los embajadores de la Liga estaban reunidos para aceptar la rendición del rey y atestiguar su sometimiento. Rostros sombríos observaban impotentes el acto, pues Loethegar era un hombre amado por su pueblo y ningún svandiano habría querido abandonar a su soberano en el momento más ignominioso de su reinado.
De pronto se oyó el golpeteó de unos cascos sobre el adoquinado de la plaza. La multitud se hizo a un lado entre murmullos ante el paso de un jinete. Surgieron entonces expresiones de sorpresa y gritos contenidos, pues no tardaron en reconocer la armadura que portaba el recién llegado, así como el emblema de su escudo: un dragón blanco sobre fondo azabache como el cielo de medianoche. Todos conocían la historia, aquella era la primera bestia a la que Araldor había dado muerte cuando aún era un mozuelo de doce años. ¡Araldor! ¡Araldor aún vivía!
El héroe desmontó y se plantó desafiante ante los embajadores, aunque se le veía más enjuto y frágil bajo la coraza. La visera del yelmo mantenía oculto el rostro, pero muchos ya imaginaban con angustia el aspecto demacrado y ceniciento que el guerrero debía estar escondiendo bajo la placa de metal.
Presas del desconcierto, los embajadores no perdieron tiempo y convocaron al demonio, que se había mantenido oculto entre las sombras.
Un silencio agorero cayó sobre la congregación cuando Hálito de Muerte se mostró. Se decía que Araldor había perdido en su primer encuentro porque no había sido capaz de blandir su espada contra aquella jovencita arrebatadoramente hermosa, de piel perlina y grandes ojos de ámbar bajo una sedosa melena como oro líquido. Usaba un vestido muy bello y elegante, blanco como las nieves del invierno. Lo único avieso en su apariencia eran las garras ponzoñosas que remataban los delicados dedos femeninos.
Cuando Hálito de Muerte atacó, él se limitó a rechazar y esquivar aquellas garras que se movían a la velocidad del relámpago, como si una vez más se sintiera impedido de atacar a la encantadora muchacha, la princesa del Inframundo.
El demonio acometía con una fuerza abrumadora, pero Araldor demostró tener aún la suficiente destreza para eludir y bloquear los bestiales zarpazos. No obstante, el resultado era previsible. Todos sabían que el guerrero sólo estaba alargando su agonía.
Y en efecto, sucedió que tras varios minutos un exhausto y jadeante Araldor cayó al fin de rodillas, el escudo rebotó contra los adoquines en medio de un estruendo metálico, con el otrora deslumbrante dragón casi borrado del todo bajo los profundos arañazos. Más que derrotado, Araldor parecía arrobado ante su contrincante. Hálito se aproximó y le miró, altiva y terrible en su belleza, disfrutando por segunda ocasión su triunfo, consciente de que jamás hombre alguno osaría alzar una mano en su contra.
Por ello no vio la daga que, rápida y certera, se encajó entre sus costillas. Ni tampoco previó, cuando anonadada bajó la mirada, el tajo de la espada que llegó desde un costado.
El campeón se puso en pie, levantó la cabeza cercenada del demonio y la arrojó a los pies de los embajadores, salpicándolos de una sangre negruzca y maloliente. Por un largo instante reinó de nuevo el silencio, la estupefacción marcada en todos los espectadores. Para cuando los vítores atronaron en la plaza, y la guardia de Loethegar se adelantó para someter a los desamparados embajadores de la Liga (tal era su arrogancia y estupidez que sólo se habían procurado la protección del demonio), el caballero ya había montado y dado media vuelta en dirección al puente levadizo, alejándose de la ciudad a todo galope.
***
Se detuvieron a media pendiente de una loma solitaria azotada por el viento.
—Hasta aquí está bien —dijo el caballo entre resoplidos—. Necesito recuperar el aliento.
Amoryl se desprendió el yelmo y dejó que la suave caricia del viento le refrescara el rostro. Su larga cabellera escarlata cayó liberada del nudo y se agitó como un fuego vivo.
—Eso me pasa por usar un hechicero en lugar de una montura verdadera —desmontó y subió a la cresta, donde un único aliso se elevaba viejo y robusto.
A la sombra de las ramas frondosas había un montículo de tierra recién removida. Allí se detuvo la mujer. El semblante sereno, pero un profundo dolor en la mirada. Un momento después clavó la espada a los pies del montículo y depositó el yelmo sobre la empuñadura. Raslim, habiendo recobrado su forma humana, se acercó
—¿Qué harás ahora, Amoryl? Espero no pienses de verdad dedicarte a esto y reemplazar a Araldor. Tú, mejor que nadie, sabes que la vida de un héroe puede ser azarosa y, en ocasiones, muy breve.
—Sólo le dimos a los trovadores la gesta que necesitaban para una canción más —dijo ella con una voz que apenas se elevaba por encima del murmullo—, la última canción de nuestro amado héroe —abandonó por fin su contemplación y se encaminó colina abajo.
—¿Adónde irás entonces?
—De momento a buscar un río, necesito lavarme. Y que ni se te ocurra seguirme, hechicero.
Raslim sonrió y la vio alejarse, resignado a que ella siguiera su propio camino, como había hecho siempre.
Autor: Osvaldo Sánchez
Osvaldo Sánchez es productor y diseñador gráfico. Puedes conocer más de su obra en: callavera.com
Autor: Eduardo Omar Honey Escandón.
Escuchas tu respiración. Una y otra vez. Apagaste la radio, no quieres oír todo lo que se dice desde el centro de control. Has hecho esto decenas de veces. Excepto que nunca aquí, tan lejos de donde naciste. El panel junto a la puerta indica que únicamente queda el oxígeno residual. Compruebas los sensores de tu traje, corres una prueba final para verificar que todo está listo. Activas tu radio:
—Doble revisión. Listo —comunicas con tranquilidad.
—También terminamos: tienes luz verde. Es todo tuyo el EVA.
Tocas el panel para que se abra la compuerta. Frente a ti está Plutón iluminado por un sol tan distante que parece un accidente. Con la voz activas la música que siempre te ha acompañado: el remix del «Bach G minor» hecho por EduTry. Te tomas del marco de la puerta para acuclillarte, cierras los ojos mientras te sumerges en la melodía y te impulsas con las piernas y los brazos para salir
Tu cerebro dice que caes rumbo al planetoide que tienes frente a ti. Sin embargo, estás prácticamente ingrávido. A esta distancia, Plutón no tiene masa suficiente para atraerte con fuerza.
Tampoco estás nervioso por tener no más de dos centímetros de diversas capas de tela, aislantes, metales y otros compuestos entre tu cuerpo y el vacío que te rodea. Sin esa protección, hervirías y te congelarías casi al mismo tiempo.
Estás aquí para tratar de romper tu propio récord, cumplir tu sueño.
El blanco cordón umbilical que te une a la nave se desenrolla lentamente. Esta vez serán sólo cinco kilómetros. Con tu fama y lo que ha costado llegar a este lugar, la Comandante no quiso tener que correr riesgos de más.
Abres los ojos, quieres mirar cómo la superficie se aproxima, aunque el proceso llevará varias horas. En su momento sentirás el tirón del conector cuando se tense. Mientras quieres entregarte a la sensación de caída. Te corriges: no es caída, hoy es momento de volar.
—¿Por qué sigues en la cama? —pregunta tu madre cuando entra al cuarto—. ¿Te sientes mal?
—No, mamá, no quería despertarme —contestas con tristeza a la par que tu madre se sienta en la cama y te acaricia la sien—. Soñé que estaba en un enorme prado verde iluminado por el sol de mediodía. Estaba feliz, tan feliz que empecé a brincar. Con cada brinco tomaba más impulso y me elevaba más. Seguí brincando y por fin alcancé las nubes. Ya no caí, volé por encima del prado por muchas horas. El viento me pegaba en el rostro, jugaba con mi cabello. Creo que era feliz como nunca lo seré. Quiero volver a sentir esa libertad, esa alegría, quiero regresar allí.
Tu madre te abraza mientras sollozas por el sueño perdido.
La superficie de Plutón cubre todo tu campo visual. Entonces sientes el tirón de tu línea de salvamento y, sin dejar de percibir que sigues descendiendo, tu trayectoria se modifica un poco. La nave por encima de ti te jalará lentamente con el fin de que también adquieras aceleración de forma horizontal.
Se activan pequeños cohetes en el armazón que está a tus espaldas para corregir levemente tu dirección y sentido. La computadora del traje te avisa que todo está en los límites establecidos.
La música sigue sonando.
Llevas meses entrenando con el grupo de paracaidistas. Hoy será tu décima ocasión. Vibra bastante la avioneta en la que vuelan, pero todos están sonrientes. Comparten este momento, tanto el rito previo como el posterior. El piloto indica que ya están a la altura y posición correcta.
El que está junto a la puerta corrediza hace el honor de abrirla. Cuando está listo hace la señal de siempre y se lanza. Uno tras otro salen. Hoy optaste por ser el último. Brincas y el aire resuena en tu derredor. Los demás casi están en posición para formar una flor. Abres los brazos con el fin de frenar tu descenso y miras hacia abajo consciente de la cámara que está unida a tu casco. Ser el último conlleva también la responsabilidad de registrar debidamente las acciones del grupo e individuales.
El líder indica que es momento de separarse. El grupo lo hace así y los paracaídas se abren como si fueran fuegos artificiales en telas de diverso color. Para ti no es suficiente, sólo han sido unos segundos. Aún intentando frenar con brazos y piernas, cruzas el plano donde tus compañeros ya descienden colgados por sus paracaídas.
Apenas pasando el límite de seguridad abres el paracaídas y te deslizas al punto de encuentro. En tierra el líder del grupo está enardecido y va en tu busca. Te regaña, pero no le prestas atención. Te acaba de llegar el mensaje de que has sido aceptado en la Academia del Espacio.
La computadora del traje indica que sigues en la trayectoria esperada. No han sido necesarias otras correcciones. Esta será la última vez que te permitirán hacer algo así. Te has vuelto símbolo de la importancia de conquistar el espacio exterior, aprender a vivir en el vacío e iniciar la expansión a otros planetas y, pronto, a otras estrellas.
Sabes que, a cambio de hacer este viaje, vendrán meses y años donde tendrás que ser entrevistado en múltiples idiomas, acompañar a políticos en sus campañas, asistir a festivales y cenas de gala, hablar ante cientos de miles de niños y adolescentes para que decidan salir de la Tierra, escribir algún libro y, quizás, tener un cameo en una película que honre tu vida y tus hazañas.
Por eso has estado planeando hacer algo único, especial, para esta última ocasión.
—Computadora, corre simulación del plan de apoyo. ¿Es factible?
—Ejecutando.
Mientras esperas el resultado que no te detendrá aunque no sea favorable, abres comunicación de nuevo con la nave. Tal vez sea lo último que escuchen de ti.
Tras años de entrenamiento en tierra, órbita baja y puntos Lagrange adquiriste mucha habilidad para maniobrar en el vacío, eres un genio en el Extravehicular Activity o EVA. Podías usar el equipo mínimo y maniobrar de módulo en módulo en las estaciones espaciales. O portar una de los mechas, robots de control humano, que se unen a los trajes espaciales en las estaciones más avanzadas como Petipa en L5.
Aprendiste a manipular objetos grandes como si fueran pequeños usando las líneas de seguridad para maniobras que pocos podían ejecutar. Todo esto era mucho más satisfactorio que lanzarse en paracaídas.
Pero aún no era suficiente.
Por las noches en tu litera, mientras el demás personal dormía, recordabas aquel sueño y la sensación que te produjo. Sabías que debería haber una forma.
—¿Ya miraste las noticias? —te comentó un día uno de tus compañeros del escuadrón de reparación apenas entraste al comedor—. Hay unos tipos allá afuera a punto de hacer un slingshot.
Te fijaste en la pantalla: eran unos corredores de velocidad que iban de lugar en lugar con trayectorias óptimas para la aceleración de honda, el slingshot: caer hacia el planeta de forma tal que se es lanzado a enorme velocidad a otro punto. Ya era una técnica muy vieja en los albores de la conquista del espacio. Pero se estaba convirtiendo en un deporte extremo. No despegaste la mirada de la transmisión mientras sucedía la aproximación a Júpiter y gritaste de emoción cuando esa pequeña nave salió disparada rumbo a Saturno. Entonces se te ocurrió algo.
Durante las semanas siguientes hiciste cálculos y corriste simulaciones en tus tiempos de descanso. Ya con un plan claro y factible lograste convencer a varias personas para que fueran parte de lo que llamaron tu «locura». Modificaron uno de los trajes EVA, consiguieron ser transferidos a una órbita baja y, finalmente, llegó el día en que todos se subieron a un vehículo de transferencia.
Saliste al vacío a varios miles de kilómetros de la superficie terrestre, te arrastraron con el cordón de seguridad y la computadora te soltó en el momento correcto. Saliste proyectado como un bólido que hizo un paso tangencial sobre la Tierra. El mecha añadido a tu traje corrigió la trayectoria y velocidad más de una vez. Miles de kilómetros más adelante te atraparon para volver sanos y salvos.
No pudieron regañarlos. La transmisión en vivo y directo de tu hazaña rompió récords de audiencia y de súbito muchos quisieron entrar a la Academia. Tras varias discusiones, el Alto Mando aceptó tus planes y cada vez fueron por retos mayores: Marte, Venus, varias de las lunas de Júpiter, anillos de Saturno, Ceres y Urano. Era la ventaja del vacío: no había una atmósfera que te frenara.
—Comandante —comentas por la radio—, voy a seguir un plan alterno. Está ya cargado en su computadora. Si todo sale como lo calculé, tendrán que mover un poco la malla de captura.
—¿Cómo? ¿Qué…? —alcanza a decir la Comandante antes de que cortes la comunicación. Das la orden y el armazón de navegación acelera de súbito y baja un poco la trayectoria. Luego, con suavidad, se separa y te suelta. Tú y tu frágil traje sobrevuelan la superficie de Plutón. Como un guiño tuyo, extiendes los brazos al frente.
El futuro no importa. Estás volando con la libertad y la alegría del sueño, tu sueño, aquí, hoy.