Gesta para una última canción

Autor: José Gaona.


Araldor, matador de demonios, último heredero de una antigua estirpe de caballeros errantes y la espada más valerosa del reino, estaba muerto. O lo estaría en muy poco tiempo. Aquel era el devastador diagnóstico que había dado su hermano, el hechicero Raslim.

—Todos estos años le he sanado incontables veces, arrebatándoselo a la muerte no pocas de ellas, pero se acabó, Amoryl, tiene la sangre envenenada. Ni la magia más poderosa puede hacer algo en esta ocasión. Este es el precio que se paga tarde o temprano, ¿sabes? El precio de llevar una vida de héroe.

Amoryl contempló el cuerpo tendido sobre el jergón, febril, cubierto de arañazos, contusiones y cardenales. Las palabras del hechicero no eran un consuelo, después de todo se trataba de Araldor, el amor de su vida.

Amoryl lo había conocido siendo apenas una adolecente que servía en el mesón donde cierta noche el campeón pernoctó. Ya por aquel entonces las andanzas de Araldor, que aún no rebasaba ni la veintena de años, estaban ganando fama y renombre. Y ella, una jovencita huérfana, enclenque y de enmarañada cabellera bermeja, se había empecinado en seguirlo.

No por verdadero afecto hacia él (al menos no en un principio), sino porque Amoryl, como toda chiquilla, anhelaba una vida libre, con todos los caminos abiertos, y en Araldor había visto el subterfugio perfecto para conseguir ese sueño. Pero al pasar el tiempo ella no pudo evitar abrir su corazón al hombre que se había convertido en su guía, y él, por su parte, tampoco se había resistido a la atracción que le despertaba aquella joven tozuda y voluntariosa.

Así pues, el amor brotó irrefrenable entre ellos como un renuevo en primavera. Amoryl se había convertido en su inseparable aliada, amiga y consorte. No obstante, en las canciones de los trovadores su nombre apenas y se mencionaba, lo cual resultaba lógico, desde luego, pues el héroe de las gestas era Araldor. Para Amoryl estaba bien, ella no buscaba fama. Se sentía satisfecha con haber escogido aquella vida, dejándose llevar primero por sus sueños y después por su corazón.

Pero el camino que habían recorrido juntos ahora llegaba a un punto sin retorno. Araldor había perdido su última batalla con Hálito de Muerte, uno de los más terribles demonios del Inframundo.

No era una buena noticia para el reino libre de Svanda, pues desde hacía mucho tiempo la Liga de Naciones del Norte veía con codicia las ricas tierras svandianas, y era precisamente por ello que el Consejo de la Liga había acudido a los Señores del Inframundo, quienes satisfechos con los orgiásticos y sangrientos aquelarres ofrendados en su honor, habían aceptado liberar al demonio.

Por tres días y sus noches Araldor agonizó en medio de fiebres y convulsiones. Amoryl no pudo por menos que ofrecerle toda la atención posible, y, aunque el dolor y su propia agonía la atenazaban por dentro, se mostró impasible, aportando la fuerza y el temple que ambos necesitaban en aquella hora tan aciaga.

La mañana del cuarto día lo encontró en el umbral del cobertizo abandonado donde ambos se refugiaban. Parecía que parte de su antigua fuerza le había regresado, pero cuando ella se aproximó y contempló el macilento rostro de su amado, con unas repentinas canas manchando de gris la barba y el ondulante cabello oscuro, supo que aquella inesperada recuperación duraría poco.

—Ninguna historia de héroes debería terminar así —exclamó Araldor con una mirada febril y afligida perdida en el pálido resplandor del amanecer—. Mi destino está sellado, lo sé, pero no puedo irme así, no sería justo. Quisiera darles una última gesta, Amoryl, un último acto heroico para que sea cantado por los trovadores hasta el final de los tiempos.

***

Svanda había caído finalmente. En la plaza de Dareloth, sede del reino, los embajadores de la Liga estaban reunidos para aceptar la rendición del rey y atestiguar su sometimiento. Rostros sombríos observaban impotentes el acto, pues Loethegar era un hombre amado por su pueblo y ningún svandiano habría querido abandonar a su soberano en el momento más ignominioso de su reinado.

De pronto se oyó el golpeteó de unos cascos sobre el adoquinado de la plaza. La multitud se hizo a un lado entre murmullos ante el paso de un jinete. Surgieron entonces expresiones de sorpresa y gritos contenidos, pues no tardaron en reconocer la armadura que portaba el recién llegado, así como el emblema de su escudo: un dragón blanco sobre fondo azabache como el cielo de medianoche. Todos conocían la historia, aquella era la primera bestia a la que Araldor había dado muerte cuando aún era un mozuelo de doce años. ¡Araldor! ¡Araldor aún vivía!

El héroe desmontó y se plantó desafiante ante los embajadores, aunque se le veía más enjuto y frágil bajo la coraza. La visera del yelmo mantenía oculto el rostro, pero muchos ya imaginaban con angustia el aspecto demacrado y ceniciento que el guerrero debía estar escondiendo bajo la placa de metal.

Presas del desconcierto, los embajadores no perdieron tiempo y convocaron al demonio, que se había mantenido oculto entre las sombras.

Un silencio agorero cayó sobre la congregación cuando Hálito de Muerte se mostró. Se decía que Araldor había perdido en su primer encuentro porque no había sido capaz de blandir su espada contra aquella jovencita arrebatadoramente hermosa, de piel perlina y grandes ojos de ámbar bajo una sedosa melena como oro líquido. Usaba un vestido muy bello y elegante, blanco como las nieves del invierno. Lo único avieso en su apariencia eran las garras ponzoñosas que remataban los delicados dedos femeninos.

Cuando Hálito de Muerte atacó, él se limitó a rechazar y esquivar aquellas garras que se movían a la velocidad del relámpago, como si una vez más se sintiera impedido de atacar a la encantadora muchacha, la princesa del Inframundo.

El demonio acometía con una fuerza abrumadora, pero Araldor demostró tener aún la suficiente destreza para eludir y bloquear los bestiales zarpazos. No obstante, el resultado era previsible. Todos sabían que el guerrero sólo estaba alargando su agonía.

Y en efecto, sucedió que tras varios minutos un exhausto y jadeante Araldor cayó al fin de rodillas, el escudo rebotó contra los adoquines en medio de un estruendo metálico, con el otrora deslumbrante dragón casi borrado del todo bajo los profundos arañazos. Más que derrotado, Araldor parecía arrobado ante su contrincante. Hálito se aproximó y le miró, altiva y terrible en su belleza, disfrutando por segunda ocasión su triunfo, consciente de que jamás hombre alguno osaría alzar una mano en su contra.

Por ello no vio la daga que, rápida y certera, se encajó entre sus costillas. Ni tampoco previó, cuando anonadada bajó la mirada, el tajo de la espada que llegó desde un costado.

El campeón se puso en pie, levantó la cabeza cercenada del demonio y la arrojó a los pies de los embajadores, salpicándolos de una sangre negruzca y maloliente. Por un largo instante reinó de nuevo el silencio, la estupefacción marcada en todos los espectadores. Para cuando los vítores atronaron en la plaza, y la guardia de Loethegar se adelantó para someter a los desamparados embajadores de la Liga (tal era su arrogancia y estupidez que sólo se habían procurado la protección del demonio), el caballero ya había montado y dado media vuelta en dirección al puente levadizo, alejándose de la ciudad a todo galope.

***

Se detuvieron a media pendiente de una loma solitaria azotada por el viento.

—Hasta aquí está bien —dijo el caballo entre resoplidos—. Necesito recuperar el aliento.

Amoryl se desprendió el yelmo y dejó que la suave caricia del viento le refrescara el rostro. Su larga cabellera escarlata cayó liberada del nudo y se agitó como un fuego vivo.

—Eso me pasa por usar un hechicero en lugar de una montura verdadera —desmontó y subió a la cresta, donde un único aliso se elevaba viejo y robusto.

A la sombra de las ramas frondosas había un montículo de tierra recién removida. Allí se detuvo la mujer. El semblante sereno, pero un profundo dolor en la mirada. Un momento después clavó la espada a los pies del montículo y depositó el yelmo sobre la empuñadura. Raslim, habiendo recobrado su forma humana, se acercó

—¿Qué harás ahora, Amoryl? Espero no pienses de verdad dedicarte a esto y reemplazar a Araldor. Tú, mejor que nadie, sabes que la vida de un héroe puede ser azarosa y, en ocasiones, muy breve.

—Sólo le dimos a los trovadores la gesta que necesitaban para una canción más —dijo ella con una voz que apenas se elevaba por encima del murmullo—, la última canción de nuestro amado héroe —abandonó por fin su contemplación y se encaminó colina abajo.

—¿Adónde irás entonces?

—De momento a buscar un río, necesito lavarme. Y que ni se te ocurra seguirme, hechicero.

Raslim sonrió y la vio alejarse, resignado a que ella siguiera su propio camino, como había hecho siempre.