LA PALABRA DE LOS ABUELOS: «Juan Aktsin, el que retumba en el fondo del mar»

Por Roberto Carlos Garnica Castro


La escritura es mágica y en este preciso instante puedes “oírme” gracias a su poder, pero nunca hay que dejar de abrevar de la ancestral sabiduría oral.

En Papantla, cuna de la hermana vainilla, viven muchos abuelos que desean compartir sus historias.

Aquí, en La palabra de los abuelos, recupero algunas de esas narraciones y las reelaboro de manera literaria.

En esta ocasión, te presento un mito meteorológico que me compartió el maestro Antonio Pérez Jiménez.

Juan Aktsin, el que retumba en el fondo del mar

Era 24 de junio al mediodía. De algún modo los animales y los sabios sentían en sus cuerpos la transición de la primavera al verano. La pequeña Sen (Lluvia) y su abuelo Kiwíkgolo, el Señor del monte, caminaban bajo la mirada del poderoso Chichiní (Sol).

—Abuelito, ¿es cierto que siempre llueve el día de San Juan? —inquirió Sen.

—Así ha sido desde tiempos inmemoriales —sentenció Kiwíkgolo.

—Pero, no está ni un poquito nublado.

—El andar de Kgatuxawat (la Naturaleza) es misterioso, mi río celeste.

En ese momento se escuchó un terrible estruendo que hizo brincar a Sen.

—¡Son truenos de tormenta abuelito!

—No, es el rugido de Juan Aktsin que está encadenado en el fondo del mar.

—¿Hablas del Señor del agua y el trueno? —preguntó asombrada.

—¿Quieres qué te cuente cómo amarraron a Juan Aktsin y lo exiliaron en el fondo del mar?

A Sen le brillaron los ojitos pues supo que sus tres corazones serían alimentados con bellas palabras.

—¡Sí, abuelito!

—Escucha mientras seguimos adelante.

Y fue así como, mientras los abrazaba el corpulento Chichiní y una nube gris florecía en el horizonte, Kiwíkgolo narró esta historia:

***

«Juan Aktsin era el aprendiz de los dioses y vivía con ellos. El pequeño nunca supo de dónde vino ni cuándo nació.

Un día que los dioses debían salir le encargaron el lugar.

—Nosotros no estaremos durante un tiempo. Por favor, cuida la casa —le dijeron.

Le hicieron muchas recomendaciones y, de manera especial, le advirtieron:

—Juan, por ningún motivo te acerques a este baúl.

Pero Juan Aktsin era muy curioso y no respetó la prohibición. No sólo se acercó al baúl, sino que lo tocó, lo abrió y hurgó en sus entrañas.

Allí descansaban una misteriosa capa y una espada brillante.

Se puso la capa y empezó a volar. Atravesó las nubes. Nunca había experimentado una emoción tan grande. Se sentía el Señor del cielo.

Entonces levantó la espada plateada y la agitó. Hasta el más leve movimiento de la poderosa punta producía un relámpago. A Juan le divirtió mucho eso: ver las luces multicolores, oír los ensordecedores truenos. Pero esa imprudencia abrió de par en par las compuertas del cielo y desató las tempestades prohibidas; el agua, el aire y el fuego amenazaban con destruir la tierra.

Cuando los dioses regresaron, se dieron cuenta del trascendental peligro y se preocuparon. Intentaron detener al travieso Juan, pero nadie pudo hacerlo.

La única persona que quizá podía evitar la catástrofe inminente era la Virgen.

—¿Podrías detener al chamaco? Sólo a ti te obedece —le rogaron.

—Veré qué puedo hacer —anunció Ella.

Sin embargo, Juan Aktsin tampoco le hizo caso a la Virgen, se había fundido con la capa y la espada.

Como último recurso, Ella le prometió:

—¡Tranquilízate, Juan! Si dejas todo eso, te regalaré uno de mis preciosos cabellos.

El joven aceptó; se quitó la capa y entregó la espada.

Entonces la Virgen se arrancó el cabello más largo y negro y se lo ofreció a Juan Aktsin.

Al muchacho se le encendieron los ojos y se le alegró el corazón. Pero en el momento que tomó el cabello éste se convirtió en irrompibles cadenas que lo sujetaron con fuerza.

Así apresado, los dioses lo arrojaron al fondo del mar.

—Allí te quedarás, Juan, hasta que descubras cuándo cumples años —lo sentenciaron.

Desde entonces, los días señalados, Juan Aktsin grita y pregunta cuándo es el día de su cumpleaños, pero ninguno de los dioses se lo revelará. No pueden liberarlo porque tomará otra vez la capa y la espada y provocará destrucción. No lo hace por maldad, sino por juego y diversión, para él las luces de los relámpagos y el ¡brooom!, ¡bruuum! de los truenos es pura fiesta».

***

—Y fue así, mi niña, como Juan Aktsin fue atado con cadenas y exiliado en el fondo del mar. Y cuando se escucha un fragor que parece trueno, incluso los días en los que el cielo está despejado, el grito no viene de arriba sino del fondo del mar, es Juan Aktsin que quiere saber cuándo es el día de su cumpleaños.

—¿Y cuándo cumple años, abuelito?

—El 24 de junio.

—Estoy un poco confundida, esta historia me recuerda la de Tajín y los siete truenos, ¿Juan Akstin es Aktsini-Tajín?, ¿es San Juan?, ¿quién es la Virgen?

—Sen, mi hermosa niña, ésas son otras historias y deben ser contadas en otra ocasión.

Agradecimiento:

Al maestro Antonio Pérez Jiménez, por compartirnos la historia de Juan Aktsin.

Crédito de la imagen:

Espartaco Garnica García. «La espada de Juan Aktsin»

El nuevo circo romano


Por Victor D. Manzo Ozeda


La multitud ruge. No es el rugido orgánico de los cuerpos amontonados bajo el sol abrasador del coliseo, pero es el mismo en su esencia. Un clamor sordo, pixelado, que se extiende por las redes como una marea incontenible. No hay arena, pero hay un escenario. No hay gladiadores, pero hay víctimas. La cultura de la cancelación no es otra cosa que el circo romano renacido, adaptado al siglo XXI: un espectáculo de condena pública donde el placer no está en la justicia, sino en el castigo.

Antes, los gladiadores luchaban por sus vidas mientras el público exigía sangre. Hoy, los «culpables» son arrastrados a la arena virtual, expuestos, despojados de contexto, y ofrecidos como sacrificios al dios de la moral moderna. El «cancelado» no es un humano; es un símbolo, un avatar de todo lo que el público rechaza en sí mismo. La multitud no lo odia por lo que hizo, sino porque en él se refleja su propia fragilidad, sus propios errores que, por suerte, todavía no han sido descubiertos.

Los emperadores ya no alzan el pulgar hacia arriba o hacia abajo; el juicio se dicta en hilos de Twitter, en foros, en comentarios replicados hasta la saciedad. Pero el veredicto es siempre el mismo: culpable. Porque en este circo no hay espacio para la absolución, para el arrepentimiento, para la redención. No se busca educar al acusado ni transformar al público. Solo se busca el espectáculo, la emoción efímera de ver a alguien caer.

La multitud cree que su furia es justicia, pero en realidad es hambre. Hambre de castigo, de sentir que su propia moralidad está intacta, de señalar con el dedo y gritar «¡no soy yo, es él!». Cancelar a alguien es el nuevo deporte de la época: una manera de demostrar superioridad sin necesidad de construir nada. En el coliseo romano, la violencia era física, brutal, inmediata. En el circo moderno, la violencia es simbólica, pero no menos devastadora. Y como en los viejos tiempos, cuando el espectáculo termina, la multitud se va a casa, satisfecha, esperando el próximo sacrificio.

Pero hay algo perverso en este circo contemporáneo, algo que lo distingue de su antecesor histórico. En el coliseo, los gladiadores sabían a lo que se enfrentaban. Entraban a la arena conscientes de su destino, preparados para luchar o morir. Hoy, nadie sabe cuándo será su turno. Cualquiera puede ser arrastrado a la arena sin previo aviso. Una palabra mal dicha, un comentario descontextualizado, un tuit de hace diez años. Las reglas no están claras, porque no hay reglas. Solo hay una multitud que observa, que espera, que ruge.

Y, como el coliseo, la cultura de la cancelación necesita víctimas para sobrevivir. Es un ciclo interminable, un motor que no puede detenerse porque vive de su propia destrucción. Si un día no hubiera nadie a quien cancelar, el circo se derrumbaría. Pero siempre habrá alguien, porque la multitud siempre encuentra una nueva razón para gritar. La cancelación no es el fin; es el medio. Un medio para perpetuar el ruido, para mantener viva la ilusión de que el mundo puede ser purificado a través del sacrificio.

Sin embargo, el verdadero espectáculo no está en la arena, sino en la multitud misma. Porque lo que el circo romano moderno revela no es la culpa del cancelado, sino la hipocresía de los espectadores. Nos gusta pensar que hemos evolucionado, que somos mejores que las multitudes que pedían la crucifixión de un hombre o la muerte de un gladiador. Pero el circo nos delata. Seguimos siendo los mismos, disfrazando nuestra sed de sangre con el lenguaje de la moralidad, escondiendo nuestra crueldad detrás de pantallas y palabras bonitas.

El circo romano nunca desapareció; solo cambió de forma. Y, como entonces, su fin no será la justicia, sino el hastío. Porque llegará un día en que la multitud, aburrida de su propio ruido, buscará un nuevo espectáculo. Y cuando eso ocurra, el coliseo quedará vacío, y lo único que quedará será el silencio de nuestras propias contradicciones.