LA PALABRA DE LOS ABUELOS: «La palabra de Kin Tsekan Tiyat, Nuestra Madre Tierra».

"Costumbres totonacas" mural de Teodoro Cano


Roberto Carlos Garnica


La escritura es mágica y en este preciso instante puedes “oírme” gracias a su poder, pero nunca hay que dejar de abrevar de la ancestral sabiduría oral.
En Papantla, cuna de la hermana vainilla, viven muchos abuelos que desean compartir sus historias. Aquí recupero algunas de esas narraciones y las reelaboro de manera literaria.
En esta ocasión te presentamos un discurso exhortativo, inspirado en la sabiduría totonaca, escrito por Romualdo García de Luna y Roberto Carlos Garnica.

La palabra de Kin Tsekan Tiyat, Nuestra Madre Tierra.

Aún no clareaba cuando Sen (Lluvia) y Jun (Colibrí) se levantaron de la cama. Los despertó un fuerte olor a petróleo. Se sentían mareados. El hedor les provocó náuseas y dolor de cabeza. Cuando salieron del jacal vieron a la Abuela, con su bastón de mando, oteando alrededor.

Lo que vieron Sen y Jun les reventó el corazón: el río, que corría a pocos metros de su hogar, estaba completamente negro, un manto viscoso lo sofocaba. Les impresionó todavía más el semblante de la Abuela: Kiwichat estaba triste y el cielo lloraba lágrimas de sangre. Tambaleando se acercaron a la orilla de Kasltuchoko (el río) y lo que vieron fue aún más desolador: peces muertos flotaban panza arriba.

—¡Abuelita!, ¡las ranas, las tortugas, los lagartos están manchados de negro, están marcados de muerte! —exclamó Sen.

—Hijo, tengo sed, dame un poco de agua del pozo —pidió Kiwichat con un hilo de voz.

Jun se acercó al brocal y al sacar el cubo palideció.

—Abuelita, el agua está negra —sentenció el niño.

Sen empezó a llorar sin consuelo, jamás había experimentado tanto dolor.

Jun oprimió los puños, jamás había albergado tanto coraje.

—¡¿Quién hizo esto?! —gritó.

Kiwichat colocó las manos sobre los hombros de los niños y les dijo:

—Sentémonos aquí, en el suelo. Nietecitos, es momento de transmitirles el consejo de Kin Tsekan Tiyat, Nuestra Madre Tierra.

Y fue así como, en medio de la desolación, Kiwichat declaró:

Esta es la palabra de la Madre Tierra.

Hija mía, hijo mío, detente un momento, ¿hacia dónde vas? ¿Por qué corres? ¿No será que te tropiezas? ¿No será que te olvidas de mí?

Mi niña, mi niño, ¿por qué me das la espalda y huyes?, ¿por qué me haces y te haces daño?, ¿por qué persigues la muerte?

Abre los ojos, levanta el corazón, escucha.

Yo abrazo a todos los seres con amor cósmico, mi sangre y mi carne los alimenta, a todos cuido, a todos hago lugar en mi regazo.

Eres precioso, eres valioso, pero no tengo preferencias, todos son mis hijos por igual: el hongo de chaca, la limonaria, la flor de izote, la ceiba, la acamaya, el barragán, la nauyaca, el chénchere, el tlacuache. Pero a ti te di algo más: la esencia de tu sentir, la esencia de tu vida. Tienes consciencia y, por eso, tu responsabilidad es mayor.

Todos los seres cumplen su misión, todos los seres ocupan su lugar, ¿por qué quieres tú romper el orden?, ¿por qué te tuerces?

Mírame y dime, ¿me estás respondiendo como debe ser? ¿Estás cuidando mis plantas? ¿Estás cuidando mis animalitos? ¿Estás cuidando mis pececitos? ¿Te estás cuidando a ti?

Aún tengo la esperanza de que me protejas, protejas a tus hermanos y te protejas a ti mismo.

Te voy a regalar una palabra dura: me complace que me ayudes, pero no te necesito. La Vida se mantiene a sí misma y puede continuar sin ti. Si te pido que respetes la ley y preserves la naturaleza es por tu bien. Si te empeñas en destruir, hoy o mañana tendré que restablecer el orden.

No es una amenaza. Solo quiero que comprendas que el equilibrio debe mantenerse. El ecocidio es un suicidio.

Te encargo que tus pies desnudos toquen la tierra, que inhales el misterio de la vainilla, que abraces con fuerza a tu abuela Puksnánkiwi (cedro), que atiendas el rezo matinal de la chachalaca, que muerdas el cacao recién molido, que descubras los mil verdes de la hoja del plátano.

Reconoce que en cada rostro estoy yo.

Quiero que crezcas de nuevo y recuerdes que el aire le habla a tu piel, que el café le canta a tu lengua, que la música de Patokgtokg (la primavera) alimenta tus ojos, que los colores del papán real acarician tus oídos, que el río llena de sabor tu nariz. Despierta tu espiritualidad, aprende de la milpa, la naturaleza te habla de mil formas.

Recupera la sabiduría de tus ancestros y comprende que no soy un objeto que se pueda vender. Mi pequeña, mi pequeño, eres parte de mí.

No me mancilles más. El daño está hecho (y no me refiero sólo a lo que hiciste ayer, sino al golpear continuo de más de quinientos años), pero todavía hay esperanza. Es importante que comprendas que la acción debe ser comunitaria y que debes resguardar la semilla.

Hija mía, hijo mío, recupera el equilibrio para que puedas vivir muchas eras más.

Después de este discurso los abrazó un largo silencio. Ahora Sen y Jun, recostados, reposaban su cabeza en el regazo de Kiwichat. Sus ojos miraban negrura y muerte, pero su corazón gestaba otra cosa.

Como en un sueño, se acercó Kiwíkgolo, el Abuelo. Cargaba un venado moribundo, lo depositó con delicadeza en la tierra y preguntó:

—Y ustedes, ¿qué van a hacer?

Roberto Garnica personificando a Kiwikgolo para el Festival Xanath 2023, frente al mural «Costumbres totonacas» del pintor Teodoro Cano, en el Museo Teodoro Cano, en Papantla de Olarte, Veracruz. Foto tomada por Ana Patricia García.
“La palabra de los abuelos” es una columna mensual con la misión de recuperar y difundir mitos de la tradición oral totonaca en la región de Veracruz adaptados por Roberto Garnica  quien se ha desarrollado principalmente en el ámbito académico como filósofo, antropólogo e historiador, ha publicado también en libros y revistas nacionales e internacionales.

Agradecimientos especiales a Ana Patricia García por las fotografías que aparecen en esta entrada.