La palabra de los abuelos: «Tukay, la tejedora cósmica»

Autor: Roberto Carlos Garnica Castro

La escritura es mágica y en este preciso instante puedes “oírme” gracias a su poder, pero nunca hay que dejar de abrevar de la ancestral sabiduría oral.
En Papantla, cuna de la hermana vainilla, viven muchos abuelos que desean compartir sus historias. Aquí, en La palabra de los abuelos, recupero algunas de esas narraciones y las reelaboro de manera literaria. En esta ocasión, te presento un mito cosmogónico que me compartió el maestro Romualdo García de Luna.

Tukay, la tejedora cósmica

Era una noche clara, pues Papa’, la luna, brillaba imponente. Sus rayos se reflejaban plateados en los delgados hilos de una tela de araña. La pequeña Sen (Lluvia) miraba con terror cómo Tukay envolvía a su presa.

Kiwichat, la dueña del monte, se acercó con su característico andar felino.

—¿Qué te tiene tan arrobada, nietecita mía?

Sen pegó un brinco pues se asustó con la aparición inesperada de la Abuela.

—Miro a la terrible Tukay, abuelita.

—¿Terrible?, mira bien, Tukay es muy hermosa.

—Pero devora sin piedad a otros seres.

—Sen, todos los seres tienen su propósito. ¿Quieres saber cómo Tukay se convirtió en la tejedora cósmica?

A la niña le brillaron los ojos pues supo que sus tres corazones serían alimentados con bellas palabras.

—¡Sí, abuelita!

—Ven, sentémonos sobre este viejo tronco.

Y fue así como, a la luz de la luna y debajo de los plateados hilos de la tejedora, Kiwichat narró esta historia:

«Antes del nacimiento de Chichiní, el sol dador de vida, sólo había oscuridad.

En medio de esa gran penumbra, a la que todos los seres de la tierra se habían acostumbrado, Jilina, el abuelo, dios del agua, del trueno y del huracán, le dijo a Jokgchilit, el pájaro carpintero:

—Ha llegado el momento. Éste es mi deseo: convoca a todos los animales a una reunión. Diles que el abuelo necesita saber si ya descubrieron su staku, su estrella. Diles que el abuelo necesita ver su gran don, pues pronto nacerá el niño sol y todos los animales le deben presentar un regalo. Primero se presentará el que tiene el don de tejer, luego el que tiene el don de la música, posteriormente el que tiene el don de la danza, y así hasta que pasen todos.

Cuando Jokgchilit transmitió el mensaje, todos los animales respondieron al unísono:

—¡Estamos preparados!

—Bien —dijo el pájaro carpintero— estén atentos al llamado de Sipíjchichi, el coyote: cuando oigan su aullido presentarán sus dones en el gran templo, el animal cuya estrella es tejer será el primero.

El tiempo pasó y, en medio de la gran penumbra, se escuchó el anuncio de Sipíjchichi y todos se dirigieron al gran templo.

La primera en llegar fue Sukchalh, la calandria, pues era muy veloz. Presentó un morralito hecho de bejucos y dijo con voz cantarina:

—Éste es mi regalo.

Jilina, el gran abuelo, lo vio y señaló:

—Está muy bonito tu morral, pero no te corresponde ser Stawana’, quien posee el don de tejer.

Enseguida llegó Xkgonipakga, el papán real, quien presentó un morral más grande de varios bejucos.

—Ésta es mi ofrenda, abuelo.

—Es un buen trabajo, pero no serás Stawana’, sigue buscando tu estrella —dictaminó Jilina.

También llegó Kuyu, el armadillo, y presentó su ofrenda.

—Se ve bien, pero no está parejo, sigue intentando, tampoco serás Stawana’ —sentenció el abuelo.

Así pasaron muchos otros animales queriendo ser Stawana’, pero nadie lo conseguía.

Hasta que llegó Tukay, la araña, quien, para sorpresa de todos, no traía nada en las manos.

—¿Dónde está tu pieza? —la cuestionó Jilina.

—Aquí, conmigo —respondió Tukay y, en seguida, comenzó a tejer con tal maestría que todos quedaron maravillados.

—Tú serás la gran Stawana’, la que tiene el don de tejer, has descubierto tu propósito. Cuando Chichiní, el que todo lo ve, se coloque en lo alto y todo empiece a tener movimiento y camino, tú tejerás el cosmos y serás, para toda la eternidad, fuente de inspiración para sus hijos, los hombres.»

—Y fue así, mi niña, como la bella Tukay se convirtió en la tejedora del cosmos y maestra de todos los que de alguna manera tejen.

—¡Qué bonita historia abuelita! Pero no entendí bien por qué dice que la Calandria y el Papán real presentaron un morralito.

—Sen, cuando camines no sólo mires al piso. Mañana, al amanecer, cuando escuches las voces de Sukchalh y Xkgonipakga, observa sus nidos y comprenderás esa parte de la historia.

—¿Y qué pasó con los animales que aún no descubrieron su don?

—Sen, mi hermosa niña, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

“La palabra de los abuelos” es una columna mensual con la misión de recuperar y difundir mitos de la tradición oral totonaca en la región de Veracruz adaptados por Roberto Garnica  quien se ha desarrollado principalmente en el ámbito académico como filósofo, antropólogo e historiador, ha publicado también en libros y revistas nacionales e internacionales.

Agradecimientos:

Al maestro Romualdo García de Luna, por compartirnos la historia de «Tukay, la tejedora cósmica».

Al maestro José López Tirzo, por asesorarnos con la escritura de los vocablos totonacos.

Crédito de la imagen: Espartaco Garnica.

¿Quién cuida al que cuida?

Autor: Javier Huaman


En su desordenada habitación, sentado al pie de su cama, apoyando sus rechonchas manos sobre una mesa de mármol añejo, no tiene una frase precisa para iniciar un relato. Mientras el silencio era desesperante, el simple sonido del crujir de la puerta del cuarto que se abría y cerraba por el empuje del viento le fastidiaba al punto de recordar aquellos tiempos de irritabilidad que vivió ―que se creía superado― pero que eran como la noche, que siempre vuelve.

Sus manos temblaban como hojas luchando ante un gélido invierno, desde su vientre hasta la garganta se erigía un ahogo creciente, la hinchazón de su pecho lo hacía resoplar aires agónicos, un zumbido de voces le incordian el cerebro, y el oído se agudizó tanto a tal punto, que ahora si escuchaba hasta el más mínimo sonido de la ciudad, un pitillo incesante rompió su sien. No quería llorar, lo que quería era gritar, sí, tan fuerte y vomitar la ansiedad para siempre.

Mientras tanto alguien en la sala buscaba algo, se irritaba más cuando escuchaba que buscaban reiteradamente sobre las mismas cosas. Tenía miedo a sus pensamientos, ya la frontera de su paciencia cada vez era menos y cualquier día todo esto podría terminar en una tragedia. Sus pies como raíces de árbol viejo se aferraban al suelo, sus extremidades empezaron a tener un raro movimiento muy parecido a los insectos. El frío sudor como un camino de bichos le recorría la espalda. Cruzó sus dedos y apretó fuertemente las manos para rezar, pero era tan fuerte el movimiento tembloroso de sus manos que vencían a su solicitud divina.

Se le dificulta hablar, no podía decirles que se callen, o que dejen de buscar ese no sé qué en la sala “No puedo, no puedo, no puedo”, decía a duras penas al aire pesado que invadió su cuarto. Sus dientes rechinaban como las ratas cuando se pelean por la comida entre ellas. Sentía mareos y la sensación de que todo en aquel lugar se movía desordenadamente; cerraba los ojos y desde muy adentro de su ser por su boca seca salían las palabras: ¡Piedad, piedad! Emitiendo un llanto silencioso, un quejido de aquellos que sufren en el alma, cruzó de brazos apretándose todo el pecho, apeado al lado izquierdo de su cama, después de los gemidos y la respuesta de un cuerpo asustado, sintió unas débiles manos ―como de ángeles― que le sobaba la espalda, al tiempo que le decían: “Tranquilo hijo, tranquilo, no pasa nada, son solo los nervios”, reconoció la voz, era de aquél que buscaba unas monedas para comprar su pan y las buscaba en el mismo sitio una y otra vez, y cuando dejó de calmar a su hijo, las había vuelto a perder. “¿Dónde dejé la plata?”, decía el hombre cuyos recuerdos de nombres, personas, vivencias se iban yendo cada día de su memoria para jamás volver. Después de una larga y dura lucha, los momentos de martirio mental iban ya desvaneciéndose: se había cansado de llorar. Sin embargo, volvió a sentir el horrible silencio, ese que desespera, que nos mata de saber que nos acompañará en el descanso eterno. El crepúsculo entraba por las sucias ventanas de aquella casa de dos cuartitos, pero que en el fondo era una casa con alma de sanatorio, la de dos seres sufribles que se cuidaban uno del otro de sus crisis, miedos y demás latigazos de la vida.

Después de esa experiencia, suspiró algo aliviado y ahora sí tenía por fin la frase idónea

para empezar su relato:

—Les voy a contar como es el infierno…