Autor: Miguel Ángel Almanza Hernández.
Te voy a contar una historia que nadie me cree. Y si te la cuento es porque el metro a estas horas ya está muy solo, creo que éste es el último tren. Nada más te pido, por favor, no me interrumpas:
Esa noche era como hoy pero no tan solo, en el andén habíamos dos: yo, y un tipo barbudo. En las pantallas, intercalados con las noticias y comerciales, pasaban un video musical pop de lo más genérico. Adolescentes plásticos y bonitos, bailando una hueca monodia: “Todo está bien”.
Y apesta, si la música oliera a mierda, ése es su sonido. Y nadie nota que el puto video es un himno al control mental. Otro día más de pandemia y encierro.
Tres chicas escandalosas con sus risas y juegos entraron al andén, cantando el sonsonete de la canción estúpida e inventando sus propias letras. Si acaso la más grande tendría veintitrés años. Sus risas llamaban la atención —son atractivas y lo saben—, se pavoneaban y mostraban desafiantes su cuerpo. La tez morena y el falso color rubio, contrastaban con la mezclilla rota y las faldas cortas. Jugaban con sus smartphones y tomaban fotos, dos que tres selfies cantando.
El metro apareció por fin. El viento que acompaña su llegada llenó todo con su ruido y mis oídos lo agradecieron, porque las dejé de escuchar. Nos subimos. El tren era de esos que parecen la tripa de un gusano, desde adentro se puede ver el principio y el fondo.
Las chicas se subieron al mismo vagón y siguieron fastidiando con su tonada pop y lujuria juvenil. Nosotros, los grises y semi dormidos en fines de quincena, aguantamos saber que la vida no siempre es así. Ni las miramos. Y menos les avisamos de la mierda que les espera, ahí, a la vuelta de la esquina.
En el vagón había un borracho dormido sobre varios asientos. Una pareja de ancianos le miraban con desprecio. Las muchachas seguían haciendo ruido, como si no fueran casi las doce de la noche y su puta juventud no se les vaya acabar nunca. En el vagón de adelante, el barbudo también se subió, jugando sus videojuegos con el celular.
Mi cubrebocas me hacía sudar la cara, me daba comezón y me lo quité. Los pinches viejitos no me dijeron nada, pero me picaron con los ojos como si fueran cuchillos. Pasando Chabacano, por ir en la pendeja, no me fijé en las estaciones y ya no sabía en cuál iba. Según yo, seguía Zócalo.
Después de un rato, noté que llevábamos mucho tiempo en el túnel, más de cinco minutos. Pero los demás no parecían notarlo: los ancianos, el borracho y las tres muchachas seguían en lo suyo. En eso, el pinche metro se detuvo. El ruido disminuyó tan de golpe que nos sorprendió el silencio.
Las luces del vagón de enfrente se apagaron de chingadazo y se escuchó un gran estruendo metálico. Pensé que nos habían chocado. Una de las chicas gritó. La sangre escurría desde el lugar en que estaba sentado el barbudo, sus piernas se asomaban retorcidas por debajo de los fierros.
Los vagones traseros del metro se escuchaban rechinar y crujir a lo lejos, las luces parpadeaban y se apagaban. Era como si una sombra se fuera comiendo el fondo del tren, un animal que no alcanzábamos a ver.
Los ancianos estaban aterrorizados, la señora levantó el indice para señalar algo que se movía fuera de la ventana. Al principio no vi nada, nos quedamos callados por un momento.
Una de las chicas quiso hablar, en eso, el techo y la mitad de la pared se partieron y algo aplastó a los ancianos, los hizo mierda. La sangre brinco por la fuerza y rapidez, parecía que siempre habían sido burbujas a punto de estallar.
Las tres chicas gritaban histéricas, una de ellas se aferró de mi brazo y señaló el agujero del techo. La verdad, hasta yo dudo de lo que vi. Si lo cuento, de todos modos no pienso que alguien me crea.
Era una mano gigantesca como una garra de cuatro dedos, parecía de simio con piel gris de reptil. Quiso tomar a las chicas de un manotazo, pero falló porque la tercera se aferró a mí. Yo me tuve que abrazar del tubo para que no me llevara de pilón.
Ella estaba agarrándome tan duro del brazo que me lastimaba, traté de soltarme, sólo logré que me abrazara. Sus amigas seguían gritando frenéticas, pero se escuchaban cada vez más lejos.
Nos quedamos así un rato, solos.
Bueno, el borracho seguía ahí, tirado en el suelo, y dudé si estuvo vivo desde un principio. Entonces le dije a la chica:
—Mira, nos tenemos que ir. Este tren ya valió madres, nos vamos a bajar y nos regresamos a la estación anterior.
—¡Noo, noo, no, nos va a comer, como a los viejitos! ¡Tú lo viste! ¿Verdad que también lo viste? ¡Se los comió, como si fueran nada! ¡Los mató, los mató!
Se soltó a llorar sobre mí, al tiempo que relajó su cuerpo, parecía que se iba a desmayar. Le di unas leves cachetadas:
—Oye, no te duermas. ¡Despierta, nos tenemos que ir, oye, oye vámonos! ¿cómo te llamas?
—Me llamo Norma —respondió por fin, tratando de contenerse el llanto—. No me dejes, voy contigo.
—Pues levántate y agárrate. Nos vamos a ir, me bajo primero y luego te ayudo a bajar, ¿sale?
Me tardé un rato en abrir una de las puertas y descolgar la escalera de emergencia que estaba debajo del asiento. El túnel era tan grande, que la luz interior del metro no alcanzaba a iluminar sus muros. Encendí la luz de mi celular y aún así era difícil ver, las paredes del techo estaban a unos quince metros. Percibí el declive del suelo, estábamos en una línea más profunda. No era un túnel regular.
Regresamos caminando junto al riel, tratando de ignorar los vagones aplastados como latas de aluminio por algún pie gigante. Intenté llamar a emergencias, pero no había señal. Norma vio la luz primero:
—Mira, ¿qué es eso?
—¿Qué cosa?
—Esa luz… una luz roja moviéndose.
La luz se movía como llamándonos a la salida. Aceleramos el paso, porque a lo mejor nos encontraba alguien de mantenimiento o el policía de la estación. Cuando nos acercamos lo suficiente, Norma ya no quiso caminar:
—¿Qué tienes? ¿Qué pasa? Ya nos encontraron, no va a pasar nada.
—Fíjate bien desde aquí. Que raro, la persona que tiene la luz…
Noté a lo que se refería. Era un hombre de unos sesenta años de edad, su cabello era largo, negro y entrecano, arreglado al modo de los indígenas. Llevaba un topilli en la frente, adornado con un tocado de plumas, sólo una era de quetzal. Vestía un atuendo completo, maxtlatl negro con tilmatl rojo. Con su mano derecha, sostenía un bastón eléctrico, la luz roja provenía de uno de sus extremos.
El hombre nos esperó por unos segundos, luego la luz se movió a la izquierda y desapareció, engullida por la oscuridad. Nos acercamos con recelo, le dije a Norma que lo más probable es que ahí se encontrara el camino a la salida y fuimos.
Había una puerta que daba a unas escaleras de concreto. Estaba oscuro, pero nos alumbramos bien con los celulares y subimos, la escalera se hacia estrecha y tenía una extravagante forma de caracol. Conforme subimos, las losas ya no eran del mismo material, parecían de tezontle y piedra volcánica.
Hasta que subimos entendí porqué. No era la salida, era un salón de ceremonias. Parecía una caverna, pero la arquitectura esculpida directa en la piedra, denotaban una capacidad superior.
El resplandor del fuego alumbraba el zomplantli, el trepidar de las llamas y el olor del copal, parecían sacados fuera del tiempo. Estábamos viendo muertos, a los antiguos mexicas.
Ya sabes, debajo de toda nuestra mierda de concreto, aquí antes hubo un mundo. Nosotros somos posapocalípticos. Para ellos todo se ha perdido, ya nada queda, más que seguramente: la venganza.
Vi al viejo junto a la fogata que iluminaba a las otras chicas tiradas sobre una piedra circular, tallada con grecas y glifos. Norma gritaba histérica:
—¡Mirna, Mirna! ¡Chicas, despierten! ¿Qué les pasó? ¿Están bien? Blanca, por favor, ¡despierten! ¡No se mueran!
Pero las chicas no despertaban. El anciano comenzó a caminar a la derecha encendiendo cada ciertos pasos, unas lámparas de aceite hechas con ollas de barro. Así fue iluminaba la caratula de piedra, adornada por millares de cráneos humanos: el rostro de Tzinacantecuhtli Camazotz.
Atrás de mí, escuché el sonido cavernoso de algo enorme que se movía hacia nosotros. Para cuando giré, sólo pude agacharme. Vi su garra gigante estirarse sobre mí y agarrar a Mirna. La tomó como si fuera una muñeca y antes de que ella pudiera terminar su último alarido, le arrancó la cabeza de una mordida.
El monstruo masticaba lento, triturando bien con sus muelas de elefante los huesos de la chica. El viejo comenzó a cantar en náhuatl, y Camazotz se detuvo frente a la piedra de sacrificio, como si fuera su plato de cena.
Sus ojos era azules con bordes rojos, el hocico parecía el de un gran cerdo horrible con enormes colmillos; no entendí si eran protuberancias o tenía varias fosas nasales. Desde sus axilas se desprendían unos asquerosos pliegues de carne que le colgaban hasta llegar al suelo. Al caminar, o mejor dicho, arrastrarse, parecía un pingüino gigantesco y obeso, como oso deforme.
Cuando acabó de engullir a Mirna, con la garra izquierda, acarició la espalda de Blanca que seguía inconsciente. La muchacha despertó desorientada, le miró con horror, al tiempo que gritó aferrándose al brazo de Norma. El coro de alaridos llegó a su cúspide, cuando la bestia tomó entre sus garras la cabeza de Norma y la torció de golpe en un terrible crack; luego, la arrancó de cuajo y se la comió, como si fuera uva pasa.
Ya no pude más y traté de huir. El viejo estaba esperándome con el otro extremo del bastón eléctrico encendido. No me dejé amedrentar, e intenté pasar corriendo, pero me electrocutó el cabrón
Desperté en el piso, vi que ya estaba terminando de masticar a Blanca. Y seguía yo. Medio consciente, también vi al borracho que creí muerto, hablando con el viejo que le decía:
—Esta vez no estuvo tan mal, pero te trajiste a éste pendejo. Acuérdate que estos, luego no se los come.
—Pos yo que voy a saber que se le antoja.
—Si no es antojo, pendejo, así también te salvaste tú. ¡Ya cállate y vete a esconder todo, que van a andar como locos buscando ese tren y todavía no has pagado tu deuda!
Entonces despidió al borracho, que más bien parecía sobrio. El anciano notó que recobraba la conciencia y se acercó para electrocutarme otra vez.
Cuando desperté, ya estaba en la piedra de sacrificio. Los cabrones me habían encuerado y amarrado. No sé que chingados me dieron, pero clarito vi cómo el viejo me abrió el pecho con un cuchillo de obsidiana. Esculcó con sus dedos dentro de mí, lo sentí debajo de mi piel como una quemadura que no puedes localizar. Luego, sacó un bulto envuelto en grumos de sangre. Yo gritaba como loco.
El monstruo también estaba ahí. El anciano le ofreció con las dos manos mi corazón y la bestia resopló para olfatearlo. De su hocico babeante, estiró una lengua bífida para probar la ofrenda. Gruñó como si fuera una carcajada gruesa y deforme. Luego se retiró en la oscuridad, mientras sus fosforescentes ojos azules me miraban hasta el fondo del pensamiento.
El anciano metió otra vez sus manos a mi pecho, luego agarró una espina de maguey e hilo, y tejió mis adentros. Me dijo al oído antes de desmayarme:
—Te salvaste, cabrón jodido. Resulta que tienes más sangre nuestra de la que mereces.
Te lo dije, nadie me cree. Pero la verdad no me importa. De todos modos, casi completo la deuda de sangre. Y lo bueno, es que logré traerte al metro a estas horas.
Escucha el cuento en voz de su autor da click en el enlace:
https://youtu.be/oA8K4ykE_vg
Ilustración de portada fanzine Delfos#1: KAMAZOTZ TZINAKANTEKUHTLI realizado por Humberto Morales "Humo"