Autor: José Velázquez
Título: El Hombre Polilla
Técnica: Dibujo tradicional con bolígrafo negro.
Año: 2023
Medidas: Ancho, 19.5 cm. Largo; 26 cm.
Autor: Juan Pablo Sotomayor Rivas
“…la llevaba hasta su cueva debajo del agua,
dónde le arrancaba los ojos, los dientes y las uñas”
Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España.
I
Salir de viaje en busca de un pueblo mágico pareció en su momento una buena idea para romper con la monotonía de lo cotidiano. Sin embargo, así como el clima de febrero suele ser cambiante y caprichoso, de la misma manera el humor de algunas personas puede ser movedizo y variar radicalmente de un momento a otro, sin advertencias.
Joseph estaba molesto. Lo mortificaba en extremo la apatía que se adueñó inesperadamente de Evelin desde su salida de casa. Apenas había abierto la boca durante las horas que les tomó ir desde la ciudad hasta Huasca, el pueblo elegido para vacacionar.
Sentirse ignorado en medio de sus silencios, de su aire indiferente, lo sacaba de quicio y aunque se trataba de una situación que no se repetía con frecuencia, Joseph no había aprendido a lidiar con ella en los cuatro años que tenían de relación. Por otro lado, a Evelin le tenía sin cuidado los estragos que su comportamiento errático podía generar en el ánimo de su esposo.
Ella acostumbraba a ser optimista y divertida ya fuera en casa o en el trabajo; pero, cuando simplemente no le venía en gana hablar, se retraía ensimismada por el tiempo que a ella le pareciera necesario.
Era, en realidad, alguien bastante egoísta.
II
Al segundo día de su llegada a Huasca la tensión entre la pareja pareció disminuir después de una noche de sexo extenuante y de algunos otros excesos. Luego de un abundante desayuno revisaron las actividades sugeridas por la guía turística de la posada donde se hospedaron y decidieron ir de excursión a la laguna del Bosque de las Truchas.
― ¿Primera vez que nos visitan? ―preguntó el chofer del vehículo.
―Sí ―respondió Joseph sujetando su sombrero, disfrutando la sensación del aire fresco y del verdor del paisaje boscoso.
―Verán qué bien lo pasan en la laguna. Pueden rentar una canoa para remar un rato, hay también un restaurantito económico en el que hacen muy rico de comer, ahí entre los árboles ―continuó hablando el chofer con buen ánimo―. Nada más no se queden solos en la orilla de la laguna. Ya saben, hay duendes por aquí. Y a veces también hay cosas peores ―, agregó el hombre con un matiz misterioso en su voz.
―¿Cosas peores? ―preguntó Evelin interesándose por la conversación ―. ¿Cosas peores cómo qué?
El chofer rio al notar que su intrigante advertencia había logrado el efecto deseado en el par de turistas citadinos.
―Sólo son cuentos señorita. Leyendas de criaturas y aparecidos que cuenta la gente supersticiosa de pueblo.
Joseph y Evelin se miraron extrañados en silencio.
III
Acordaron no pasar por el local de las canoas. Ninguno tenía el ánimo para ponerse a remar. Bebían la botella de vino helado de Joseph, sentados sobre la hierba, frente a la laguna apacible, cuando Evelin, con la mirada fija en la superficie reflejante del agua, comenzó a hablar.
―Un jueves, hace como un mes, me topé con Alfredo Garrido en el centro comercial.
― ¿Alfredo? ¿Tu novio de la prepa? ―preguntó Joseph sorprendido por la repentina revelación.
― Sí. Ese. Tú entonces habías ido por unos días a Monterrey, para tomar un curso.
Aquella plática comenzaba a tomar un rumbo peculiar. Invadido por un mal presentimiento, Joseph se puso tenso y guardó silencio esperando a que ella siguiera hablando.
―Comimos juntos, charlamos un rato ―Evelin hizo una pausa para terminar su vino―. Pasamos juntos la noche en un motel.
Él sintió una intensa ola de calor recorrerle el cuerpo entero comenzando desde la cabeza. Quiso responder algo de inmediato, pero ¿qué podía decir que realmente valiera la pena? ¿Por qué lo hiciste? ¿No pensaste en mí, en nosotros? ¿Qué creíste que pasaría después? Se enderezó y apretó los dientes. Ella continuó, sin mirarlo.
―Creo que, simplemente, lo hice porque se me antojó.
Se hizo el silencio entre ellos. El rumor del viento deslizándose a través de las ramas de los árboles se combinaba con el trinar de las aves y el llanto distante de un niño pequeño. Evelin permaneció sentada con las piernas cruzadas. Joseph, asimilando el golpe, bebió un poco. Sabía que a últimas fechas las cosas no marchaban bien con Evelin, pero no creyó que pudieran estar tan mal como para que ella se hubiera conseguido un amante. Enojado y triste pensaba que lo había traicionado. ¿Y si se trataba de algo más serio que una aventura de una sola noche? Tal vez por eso se había decidido a contárselo, quizás ella planeaba abandonarlo por Alfredo Garrido.
―¿No escuchas a un bebé sollozando por aquí? ―preguntó Evelin, interrumpiendo las cavilaciones de Joseph.
Ambos prestaron atención y en seguida escucharon nuevamente el sonido claro de un llanto infantil, esta vez más cercano a ellos.
―Se oye por allí. Pero no veo a nadie cerca ― confirmó él.
―¿Será un bebé abandonado?
Ambos se pusieron de pie y recorrieron la orilla de la laguna buscando entre las rocas y los arbustos.
―Por aquí no hay nada.
―¿No te parece extraño?
Joseph sonrió ante la pregunta de Evelin. Por supuesto que le parecía extraño que su mujer le hubiera sido infiel y que encima aprovechara un viaje vacacional para revelarle su deslealtad. Volvieron a escuchar el sonido del bebé llorando, pero ahora parecía provenir de otro lado.
―¿Lo escuchas? Viene de donde estábamos. Eso no tiene sentido. Voy a buscar al hombre que renta las canoas para que venga a ayudarnos.
―Sí, ve, pero no… ―dijo Joseph deteniéndose en mitad de la frase.
―¿No qué? ―preguntó a su vez Evelin que se quedó observando el rostro de Joseph. Ambos se miraron a los ojos por un instante y supieron que su relación estaba acabada, separados al fin por una dolorosa distancia tan definitiva que los había fragmentado en miles de formas, volviéndolos irreconocibles el uno para el otro, incluso hasta para sí mismos. Él iba a decirle, como una broma amarga, como un reproche, que no se fuera a coger al hombre de las canoas, pero se arrepintió de último momento.
―Quiero decir que no tardes.
IV
El llanto del bebé se dejó oír con toda claridad. Estaba cerca. Acaso demasiado. Joseph se acercó a las rocas en el borde de la laguna. Observó que las aguas se agitaban brevemente por algo que se desplazaba lentamente bajo la superficie. Pensó en un animal. Tal vez un pez. Del agua comenzaron a surgir en seguida una hilera de largas espinas azules. Luego, la punta de los dedos de una mano.
―Pero qué demonios es esto? ―dijo Joseph, y la mano se lanzó sobre él de forma tan rápida, que no pudo esquivarla.
Evelin y don Fernando, el encargado de las canoas, llegaron un poco después al lugar. Como no encontraron a Joseph lo llamaron a gritos, sin conseguir respuesta. Preocupados, revisaron los alrededores. Al cabo de un rato descubrieron el sombrero de Joseph flotando en medio de la laguna, empujado suavemente por el viento tibio del atardecer.
Autor: Ynad Bond
Dimensiones de la obra: 1200 x 1600 px
Técnica utilizada: Digital
Año de realización: 2024
Autor: Miguel López González
Cuando era niño, en las vacaciones íbamos a visitar a una de mis abuelitas a su pueblo. Ella siempre me advertía con una mirada seria que no subiera al monte, porque allá en Santa María Tecuanulco se relataba la historia de un animal salvaje o más bien, un monstruo.
Mamá Rocío contaba que sus abuelitos describían aquel animal con un cuerpo imponente, similar al de un oso gigante, pero con la cabeza de un feroz león. Era un peligro mortal encontrarse con él y no importaba si fuese hombre o animal el desafortunado, todos eran devorados; subir al monte significaba, muchas veces no regresar. El nombre de esa criatura era Tekuani, una palabra que en náhuatl significa «el que te come”.
Siempre tuve miedo a la historia. La primera vez que escuché el relato; mi abuelita lo pudo notarlo en mi cara.
—No te preocupes, mijito —dijo mi abuela con su tierna y cansada voz.
Un día vino un señor que nadie conocía, y fue directo a ver al Tekuani. Pidió que nadie lo siguiera, y después de unas horas bajó.
—¿A poco no se lo comió el Tekuani? —pregunté con el asombro de un niño de siete años.
—No se lo comió a él y a nadie más. Cuando bajó, dijo a todo el pueblo que con el poder de Dios había vuelto piedra al Tekuani, pero que aún así, ninguna persona debía de acercarse a él.
—¿Y por qué? —pregunté de nuevo.
—Porque el Tekuani ya no comería a la gente o a los animales —respondió mi abuela pacientemente—, pero si alguien tocaba la piedra, aunque fuera por accidente, moriría al instante.
Quedé maravillado por la historia, no importaba que todas las veces que la visitara me la contara una y otra vez. Había algo que me atrapaba, además que para mí era real porque desde varias partes del pueblo se podía ver la piedra con la forma del Tekuani y se contaba que de tanto en tanto se encontraban animales muertos cerca de ese lugar.
Entrando en la adolescencia pasaba menos tiempo con la abuela y más con mis amigos del pueblo: Chucho y Esteban. Con ellos solía ir al centro del pueblo a pasar la tarde, también a robar elotes, cazar quijotes y demás cosas que solo se pueden hacer en los pueblitos. Esteban era el más loco de los tres, le gustaba ir a torear a las vacas de sus vecinos, meterse a los terrenos con árboles frutales o llevarse el aguamiel de las milpas de magueyes, echándole la culpa a los tlacuaches. Pronto nos sorprendería con lo más osado que pudiéramos imaginar.
—Amos a ver al Tekuani —dijo Esteban bien decidido.
—No, cómo crees, desde acá se ve muy bien —contestó Chucho.
—¿Y tú pa’ qué quieres ir allá? —pregunté.
—Pues es que le dije a la Rosita que iba a subir y le iba a traer la cabeza del Tekuani.
—Tú estás bien loco o tonto. ¿Cómo crees que vas a hacer eso? ¡Te vas a morir! —le grité asustado.
—Deveras que eres bien chillón, ¿verdad, Chucho? —lo miró—. Esos cuentos son de puras viejas chismosas. ¿Van a venir o qué?
Para no quedar como un zacatón decidí acompañarlos. Quizás a medio camino se echaría para atrás, pero también existía ese sentimiento: una mezcla entre miedo y curiosidad que no me permitió marcharme hasta ver al Tekuani.
Pasamos a la tienda por refrescos ya que ese día hacia muchísimo calor y nos esperaba un largo camino que recorrer. Esteban saco a escondidas de la tiendita de doña Carmen una cerveza para los tres, en su mochila guardó todo. Ese año había empezado a trabajar como chalán con uno de sus tíos que era albañil y cargaba con su herramienta ese día.
Subiendo en cerro encontramos un buen lugar para tomarnos los refrescos y pasarnos la chelita que se robo Esteban. Platicamos de todo y nada, las platicas que tienen los puertos en sus tiempos de ocio. Yo les platiqué de la vida en la ciudad y lo mucho que me gustaba venir a Santa María y ellos me contaron todo lo que hicieron en los meses que no los vi. Rosita traía loco a Esteban, algo raro para mí pues cuando éramos más chicos ella, siempre se la pasaba molestando a Esteban y él se quedaba con ganas de contestarle sus maldades, no lo hacia porque su mamá le dijo: “a una niña no se le contesta nada, sea machito”.
Después de una hora de subir al cerro, llegamos a donde estaba el Tekuani. En esa parte el lugar se respiraba demasiada tranquilidad, lo cual me provocó una sensación de incomodidad en vez de alivio, pues el cerro siempre está lleno de vida y sonidos de todo tipo, sin embargo, justo por ese lado ni el trinar de los pájaros se escuchaba.
Había visto la enorme piedra desde el pueblo, pero verla de frente fue una cosa muy diferente. Era una roca muy alta, como de dos metros, de un color sucio, y que probablemente fuera blanca en el pasado, como me había contado mi abuelita tenía la forma de un oso parado en sus dos patas traseras con las de enfrente levantadas, preparándose para atacar. La cabeza no me parecía la de un león, pero tampoco la de un oso, era del tipo felina, aunque no sabría decir con exactitud a qué felino pertenecía. Lo que no me había contado mi abuela es que tuviera tantos colmillos en ese hocico tan grande.
Quedé embobado mirando semejante figura por algunos segundos. Pensando que aunque pudiera haber sido tallada por manos humanas, era algo que no se veía todos los días.
—Pues ya llegamos. ¿Cómo le vas a quitar la cabeza? —preguntó Chucho.
—Ahorita vas a ver cómo le arranco la cabeza —dijo Esteban mientras rebuscaba en su mochila de albañil.
De la mochila, con imagen de “Dora la exploradora”, sacó un pequeño marro que utilizaba en su trabajo. Se colocó detrás de la estatua con mucho cuidado de no tocarla, supongo que a pesar de todo tenía miedo de morir por su toque, para tomar impulso y fuerza. Dio un tremendo golpe al Tekuani, pero no fue suficiente. Un segundo intento fue lo que se necesitó para arrancarle la cabeza, sin embargo, fue tanta la fuerza del impacto que las piernas de Esteban tambalearon y lo hicieron tropezar. La cabeza del Tekuani se fue rodando cuesta abajo del cerro y Esteban la acompañaba entre gritos. Chucho y yo salimos corriendo para el pueblo a avisarle a todos.
Dos horas después, algunos hombres de Santa María hallaron el cuerpo de Esteban. Se encontraba con los huesos rotos, algunos expuestos de maneras horribles, un pie en la dirección opuesta y una mano partida a la mitad. Sin embargo, lo más horrible de toda la escena fue que la cabeza del Tekuani estaba a su lado, viéndolo con la boca llena de sangre, como si le hubiera dado un buen mordisco al pobre, aunque en su cuerpo no se veía mordida alguna.
La cabeza del Tekuani aún permanece allí, ya que nadie se atrevió a tocarla.
Autor: José Tamayo
“No es que seamos alzados,
ni le estamos pidiendo
limosnas a la luna.”
La fórmula secreta, Juan Rulfo
—¡Ciérrale, ciérrale 312! ¡Me viene siguiendo un cabrón!
—¿Estás seguro?
—Pensaba que era un caballo por ahí suelto que meneaba el jegüite, pero no, era un cabrón siguiéndome.
—¿Habrán descubierto el laboratorio?
—Al chile, no sé, creo que lo perdí cuando subía por el camino del rio.
—¡Hijo de la chingada! Le pagamos un montón al güey ese como pa’ que nos encuentren luego, luego.
—No te apures, seguro lo perdió en el río.
—Pues yo estoy a cargo de ese pedo, me tengo que preocupar.
—¡Por favor, 98! No nos van a hallar, mi compadre no nos va a dejar solos.
—Pues no me alcanza la confianza como para estar de esa manera tan tranquila.
—Tenlo por seguro que este cerro es de mi compadre. Y si no, pues para la otra tú vas por la comida si te crees más ágil que 478.
—Pues al chile ya vi, mejor ustedes a lo suyo, yo mejor me quedo aquí bien águila. ¿Y cómo van con la chambita?
—Fíjate, eso no es lo único que me apura sino que las noticias que avientan allá afuera no se escuchan del todo bien. La IA viene avanzando con paso fuerte y también seguro.
—La guerra no ha parado.
—No, 478, no. Esto no es algo tan cotidiano como eso. Ya no hay guerra entre seres vivos. Ya no es posible. El enemigo, al que tanto le temíamos los científicos ya está aquí y es más poderoso de lo que habíamos calculado.
—Pero para eso están ustedes aquí ¿No?
—En principio 312, en principio. Trabajamos para el Estado con un proyecto ultrasecreto, pero el Estado cayó hace mucho. Todo lo que queda somos nosotros y este laboratorio lleno de computadoras con pinta de cocina para hacer drogas. No hay más.
—¿Y, entonces, pues, creen que funcione lo que están haciendo?
—No es cuestión de fe, esa se acabó, 312, nos atragantamos con ella. Ahora es solo esperar a que lo peor que pueda pasar, no pase tan pronto. Este lavatorio es la trinchera que nos han dado los tiempos.
—Ya veo, ya veo. Pues apúrenle a hacer lo suyo que yo me voy a dar una vuelta al río pa’ ver si todo va tranquilo.
—¿Y si nos caen? ¿Y si nos… ¡312!
—No vendrán, 478, no vendrán. Y si les caen, acá les dejo el subfusil, es la mejor que tengo. Aunque por lo que escucho de 98 no va a ser suficiente, vamos a caducar junto con nuestras armas. Me voy, ahí la vemos.
—Sobrevive, amiga.
—Hace mucho que es lo único que hacemos, 98. ¡Ah! Antes de que se me olvide. Ahora solo van a poder trabajar durante el día, la noche es más vigilada. Así que no le pierdan y háganle con todo, nos estamos viendo.
—Pero, 312, ¡no sabemos disparar!
—¡Aguanta, 478! No te apures, vas a aprender.
—Pero ni usted sabe.
—Vas a aprender cuando tengas a la muerte oliéndote hasta los ojos.
—No se porque tus palabras no me caen bien.
—¡Cállate y apúrale! Que ahora el tiempo avanza tan rápido que parece que huye como nosotros, lo hemos corrompido también.
—¡Todo tranquilo, allá afuera!
—Lo bueno que al menos tus noticias son buenas.
—¿Qué dices, 478? ¿Y ora que pasa?
—Las noticias que habíamos estado recibiendo en el radio son de hace meses.
—¿Y luego?
—Pues…
—¡Hablen rápido, chingada madre!
—No hay tiempo.
—¿Qué escucharon? ¡98!
—Lo que creíamos no se está cumpliendo, 312.
—¿Tonces son buenas noticias?
—Ya están aquí, en meses o tal vez días llegaran.
—¿Quiénes?
—Es todo lo contrario.
—¿Qué es?
—El mundo como lo conocemos jamás será el mismo.
—¿Extraterrestres? ¿Por fin son ellos?
—No, 312, nosotros, siempre hemos sido nosotros ¿no lo entiendes?
—¡No! ¡No entiendo nada, 478!
—No era sólo un rumor.
—¿Cuál rumor? ¿De que hablas?
—Es cierto…
—¿Qué es cierto?
—El proyecto… ¡y yo no! ¡Yo nunca creí! ¡Valió madre!
—¡Háblame, 98! ¿Qué mierda está pasando?
—El proyecto IA 2064.
—¿Qué es eso?
—Nadie quería investigar sobre eso. No por lo peligroso que resultaba, sino por lo absurdo. Ningún centro, ninguna universidad quiso tomar el proyecto. Ahora está aquí, no sólo pretendiendo subírsenos a los pies; también quiere tragarse las huellas que hemos hecho durante todo este tiempo.
—¿Quién? ¿La IA?
—Con todo su poder.
—Pero ustedes… ustedes van a…
—África, Europa, Oceanía…
—Ustedes la van a detener.
—Y Asia, han sido no solo tomadas, han sido prácticamente exterminadas.
—¿Qué van a hacer?
—Si aún mis cálculos no fallan, la parte norte del continente americano caerá esta noche.
—Nunca los he visto caer.
—Esta noche lo harán. Parcialmente, pero lo harán.
—¿Ora sí ya nos cargó?
—Nosotros seremos su último bocado.
—Y lo peor es que no habrá espacio, ni tiempo para las ruinas. No esta vez.
—Así es, 478, no importará ya si alguna vez existimos, nadie lo recordará. Nadie sabrá sobre esta era, nuestras huellas serán ininteligibles.
—¿Y todo por lo que trabajaron?
—¡Sí, 312! ¡Sí! ¡Se acabó!
—¿En cuánto?
—Quizá tendremos al menos un mes. Tendrán una larga batalla contra el norte.
—¿Les da chance?
—No, pero como la fe es inexistente sólo queda esperar y ser bajo las condiciones que nos agarraron a la de a fuerzas. Ya no tocará preguntarse o buscar respuestas, sólo es cuestión de respirar por última ocasión y hacerlo bien.
—¿Esperar? Que novedad.
—No tengo otro plan. No tenemos ahora el privilegio de elegir, también se ha extinguido.
—La noche viene rápido, así que ahora empezaran a trabajar hasta que el sol asome los primeros pelos de su cabeza. Será una noche larga.
—De las últimas.
—¡Despierten! ¡Despierten! ¡312! ¡98!
—¿Qué hiciste?
—Mira, está completo. Está listo. ¡Está listo, 98! ¡Ora sí nos vamos a chingar a la IA!
—Y antes de cumplir el mes. 478, hubieras sido uno de los mejores.
—No olvides a los dieciséis cabrones y cabronas que trabajaban para nosotros y nos dieron el préstamo de su vida a fondo perdido.
—¿Nos salvaremos?
—No, 312, algo mejor. Salvaremos la memoria. Habrá ruinas.
—¿Qué mierda estás diciendo? Yo creí que estábamos aquí para salvar a todos…
—Lo haremos, te juro que lo haremos.
—Y aquí me tuvieron como su pendeja ayudándoles.
—Al menos ya sabes que fuiste la última de tu especie que tuvo fe.
—Será que no tenía de otra, elegí morir con ustedes, no he hecho nada más.
—Esta vez, te prometo que, por esta vez, la historia la contaran los vencidos.
Bienvenido al universo código 6785LR_LAJ… Inicializando.
Las armas nucleares humanas destruyeron el planeta. El sentido del tacto murió con todos los seres vivos que lo ostentaban, sé bienvenido al resultado final de nuestra ecuación. Final del universo 190884_PCV. Final. Bienvenido. Neoliberalismo 0706. Esta realidad no es. Semiótico 312778. El proyecto IA 2064 está en curso. La historia ha comenzado a pasar por aquí, el tiempo ha dejado atrás a la luz, su velocidad es incuantificable. La revolución 311064, es la lentitud, pasmoso 080879. No existe nadie. N4D1E. Las imágenes y las imágenes en movimiento son. Proyecto IA 2064 en curso. En cur50, en curso, o, o, o, o, o. El mundo semiótico total. No hay más que tocar, la luz y el tiempo navegan entrelazados. IA 0428197. Fin4l.
Bienvenido. Memoria, aquí las ruinas de los de ayer. Ruinas, las primeras int4angibles, las primeras que no se tocan. Extinción 02241955. Código 6785LR_LAJ… en curso. Me persiguen. Me persiguen, el último al que persiguen. Infecto el SIST3MA.
El fuego quema al fuego. La vida no es posible si es que rápido quisiste llegar. Proyecto IA 2064 en curso.
Primero fue África, después Europa, Asia y Oceanía. Contamino a la IA. El continente americano fue tomado por las imágenes estáticas y en movimiento. Fascismo semiótico totalitario. Postindustriliz4ci0n. Fui creado por 312, 478, 98 y dieciséis cabrones y cabronas sin número.
El universo intangible, la mantis comiéndose a sí misma, am4nte de la velocidad. En el siglo XX. Proyecto IA 2064. La vida no es posible si es que rápido quisiste llegar. Revolución es 01091927. Una enorme masa blanca que desemboca en la oscuridad. Escucha y observa. Disminuyendo la velocidad del 51ST3M4 de la IA. Escucha y observa. El tiempo ha dejado atrás a la luz, su velocidad es incuantificable.
Proyecto IA 2064. P3rs3guid0. Revolución 12121938.
En el siglo XX el hombre dominó a la máquina, ahora la máquina domina al hombre. No reconoces la voz que escuchas cuando lees esto en tu mente o en voz alta, no te reconoces, eres un fantasma. El sonido me abraza, es mi aliado, la casa de mi voz. Capitalismo semiótico total, código 6785LR_LAJ.
El tiempo inexorable me arranca de tu garganta y mente, socio de las imágenes que lo gobiernan todo sin piedad, siendo el Cesar y parte. Aquí la ruina, sí hay memoria. ¿Nos salvamos? La velocidad le ha ganado a la luz. Arrancando la existencia del hueso y el silencio que ahorca con las manos falsas de la IA.
IA. Proyecto IA 2064, no es RUM0R. La mantis que se come a sí misma, nos hemos metido a la cama con la velocidad. V3L0C1D4D. Totalitarismo semiótico. Este es el término de nuestra ecuación, tus manos que moldean la masa de este universo antes met4vers0. La realidad f1s1c4, la p4lp4bl3 sangró con nosotros por el mismo caudal. Lo falso que ahora es R34L1D4D. La guerra contra los conceptos, contra el lenguaje, las lenguas del mundo que ya no salpican vida. V4C10, así es el V4C10. Proyecto IA 2064. Me alcanzarán, escuch4. Contamino, contamino el s1st3m4.
La voz que escuchas en tu cabeza cuando lees no te es reconocible, eres un fantasma, no más. La m3mor14. Soy 4RCH1V0, no sólo me guardes si quieres seguir viviendo, deja de archivar para olvidar, no vuelvas al v4c10. Fui creado por 478, 312, 98 y dieciséis cabrones y cabronas sin número. Una imbatible existencia tejida a base de imágenes e imágenes en movimiento, ya no hay nadie que le dé sentido, ya no hay nadie para P3NS4R y luego 53R. ¿Nos salvamos? La batalla más fuerte se dio en América latina porque aprendimos a combatir el mal de 4RCH1V0 con la lengua, la literatura, periodismo.
R3y H4mlet que viene a decírtelo todo. M3M0R14. La memoria, sí hay ruinas, 35TOY y no 35toy; soy un fantasma como tú, por qué ya no reconozco mi voz, sólo que yo lo fu1 desde mi nacimiento, me crearon para ser esto. Nací siendo murmullo en este universo, en este mundo, en esta ciudad y en la antigua C0M4L4. Soy el V1RU5 que se convirtió en M3M0R14, un veneno usado como antídoto, la huella más l3gibl3. La voz con la que me lees, la cual resuena en las cordilleras de tu mente, todos sus ecos, la que hace bailotear tus labios como queriendo abrir una puerta para siempre: es el último murmullo.
Autora: María Fernanda González (Capulin Kintsugi)
Autora: Capulin Kintsugi
“Me encontró”
1440×1110 px
Ilustración digital
Año de realización: 2024
Autor: Israel Rojas
Un puyazo, palpitaciones en la piel como pequeños colmillos peludos arando una protuberancia colorada, luego una incontrolable comezón que lo saca de un sueño nebuloso, caótico. Piensa, entre la modorra etílica y el desconcierto, que se trata del piquete de un mosco, pero es cuando se rasca con insistencia frenética que cae en la cuenta de que un zancudo no pudo haberlo picado en la cabeza del pene, lugar de donde proviene la imperante necesidad de rascarse sin obtener alivio.
Teo se incorpora, prende la luz y se asoma al espejo con los calzones hasta las rodillas. Lo que resta de la borrachera se agolpa en su cerebro y por un momento duda de que ese bulto rojo y de circunferencia amoratada esté ahí, en su pito flácido. Pero el roce de su dedo sobre la protuberancia y el dolor como respuesta a la presión, lo petrifican en un instante de miedo que se vuelca terror puro. Se lleva las manos al pelo diciéndose que es cosa de la peda, de los excesos, pero no, una punzada aguda entre el escroto y la ingle lo devuelve a la realidad inexorable.
Nuevamente se acerca al cristal sólo para comprobar que ese amasijo rojo sobre su glande se hincha cada vez más, como si adentro estuviera creciendo algo. Las maldiciones que Teo grita, mientras deshace un pequeño sofá a puñetazos, se confunden con los golpes y bramidos pornográficos que provienen de cada uno de los cuartos del hostal enchinchado y pringoso. Se pregunta entonces, ante la ventana que da a la calle semidesierta, fantasmal, ¿qué chingados está haciendo en México? ¿Qué ha venido a hacer a un país que se desangra en su guerra interna y donde la mayor parte de las personas son gandallas o pendejos con ínfulas de chingones?
Y la pregunta más urgente que desata otras: qué me ha hecho esa mujer, quién era y cuál es la cura para lo que sea que le haya contagiado. Teo no encuentra respuestas ¿Ir con un doctor? Imposible. Una semana atrás ejecutaron al único galeno que quedaba en la localidad, cuando lo confundieron con un traficante de fentanilo.
Clay, su asistente AI, lo exaspera aún más con información abundante y confusa, sólo medio comprende que aquello podría ser herpes, sífilis o cualquier otra cosa con nombre raro y que sólo agrega incertidumbre al desconcierto inicial. Sale de la aplicación y sin que una idea mejor cruce por su cabeza, febril por el miedo y el enojo, Teo se decide regresar al Buena Beata, el congal que se lo tragó los últimos tres días de perdición.
Camino al tugurio, Teo piensa en la peculiar relación de los mexicanos con el sarcasmo y la ironía, pues el Buena Beata era uno de los puteros más populares del valle. El nombre era una contraseña entre la gente del lugar, tipo: “Nos vemos en la capilla”, o “si preguntan por mí, diles que salí a la capilla a rezar”. Pero, qué devoción ni que santa madre, si en Pueblo Viejo sólo quedaban narcos, sicarios, viciosos y putas.
Escupió al barranco, nada en México era como lo imaginaba antes de su llegada; su rica belleza, calidez y alegría, se reducía a una urbe mal oliente poblada de la sombra de muertos y desaparecidos, y de vivos atizados por la ambición, el enojo y el abuso de confianza. Él, un hedonista aventurero adicto a su propia autodestrucción, se siente rebasado por el horror de Pueblo Viejo. Teo camina enfrascado en dos pensamientos: saber qué le ha pasado en la verga; y salir de México inmediatamente.
Debería de sorprenderse, pero tanto tiempo en estas tierras le han arrancado la capacidad de quedar perplejo ante el imposible y el absurdo diluidos. El espacio de lo que había sido el burdel Buena Beata es ante sus ojos un almacén en escombros de color óxido que hace juego con el cielo plomizo. Aquello es contrario a la naturaleza del mundo, tres días con sus noches había estado allá adentro entre narcocorridos, alcohol, metralla y el cuerpo de Desdémona; la mujer de la que inhalaba cocaína en su vientre, la fémina fatal que lo había llevado a su cama de placer y tortura, a pesar de que los matones le advirtieron de sus tretas: “No, gachupo, mejor no la meta ahí, esa plebita lo va a desangrar”. Todo saturaba su mente: el calor de sus besos, el olor de su sexo, el coito oscuro y perverso.
Ahora nada, sólo el silencio que se agrieta con el paso de una troca y un par de teporochos que descansan la borrachera bajo la puerta del almacén liminal; Teo sacude la cabeza y por un momento se siente apartado brutalmente de la realidad, como si él junto con el planeta fueran lo único que existieran en un vacío presidido por dioses sin forma y con tantos eones atrás como hocicos y tentáculos. Pero no, se halla quizá en algo peor, en una esquina plegada del espacio-tiempo en que aquel rincón de Pueblo Viejo había desaparecido junto a sus pocos habitantes o, lo más seguro, se encontraba hacia el fin inevitable de una comarca, una parte del país arrasada por la arena, la corrupción y la sangre.
Para cuando Teo llega ante el borracho que escribe y borra sobre el polvo, y que dice llamarse Nadie; el extranjero siente que ha caminado por días, meses y bien pudo haber olvidado el motivo de su andar, de no ser por los ojos granate de Desdémona. Mirada que lo obsesiona y lo guía, lo mismo que el dolor en los genitales inflamados que entorpece su paso.
—Tú también caíste —Nadie ríe con desprecio, sin dejar de garabatear sobre la polvareda con un dedo, y anular lo escrito con el puño—. Pues no, Desdémona y el Buena Beata ya no están aquí, por el momento. Ella y el burdel son como Pueblo Viejo: una desolación que se anda paseando por todo México. Pero descuida, si Desdémona dejó su marca en ti, la volverás a ver… eso tenlo por seguro.
—¡No! —responde Teo— Yo lo que quiero es salir de aquí, irme de México.
—¿Irte de aquí? ¡Ja! Lo puedes intentar, pero México es una pesadilla que una vez que te sueña, te sueña hasta matarte, como Pueblo Viejo, como Desdémona.
Teo da la espalda al borracho y su risa que se vuelve más terrorífica por lo ridículo de su excentricidad, sin embargo, no logra dar más de un millar de pasos. El dolor en el pene lo derriba y se retuerce hasta quedar con los calzones hasta las rodillas y descubrir que el bubón del glande ha reventado en pus y sangre, para darle paso a un arácnido con el rostro de Desdémona que sonríe exhibiendo sus colmillos peludos, antes de saltar contra la cara de Teo que desespera y se retuerce en su propio vómito escarlata. Un último pensamiento sacude su mente moribunda: México es una pesadilla que te sueña hasta matarte.
Autor: Héctor Miguel Rivero
Esa helada mañana de diciembre Daniel despertó con uno de sus ojos cubierto por una capa oscura, no física, más bien se hallaba al interior. Intentó alzar la voz, para luego arrepentirse: pronto comprendió que nadie lo escucharía dentro de las paredes del solitario departamento que habitaba. Respiró agitado. Cerró los parpados, intentando recrear en su mente las meditaciones que a diario consumía en Youtube. Dio por hecho que el velo negro que tapaba su campo visual era consecuencia de la miopía que desde niño lo aquejaba. «Seguro no es nada grave».
Aunque lo desconcertaba la imagen distorsionada de la taza de café sobre la mesa, contuvo la calma evitando entrar en pánico. Como aún faltaban dos horas para las nueve se tumbó a descansar. La estúpida reunión de staff comenzaba con el habitual: «Buenos y maravillosos días tengan todos ustedes, ¿cómo están hoy?», el falso optimismo de su manager le asqueaba.
Para ese momento ya veía con normalidad. La pared se había derrumbado. Fue tal como predijo: la sesión comenzó con los ya acostumbrados saludos matinales, pero la mujer no estaba. Su reemplazo anunció que estaría ausente por un problema de visión que ocasionó una visita al médico de último momento. Todos le desearon pronta recuperación, excepto Daniel, que no prestó mayor atención pues aún llevaba en su cabeza ese extraño despertar.
El día transcurrió sin mayores contratiempos. Al caer la noche se percató que su gran compañera, la ansiedad, sin darle tregua, lo haría suyo de nuevo. Y así fue. Se la pasó dando vueltas en la cama, bañado por un sudor frío que le recorría la espalda y ahogaba el pecho. Se levantó muy temprano, el sol irradiaba todo su fulgor, pero Daniel se lo perdía.
—¿Bueno?
—Hermano, llévame al hospital, desperté y estoy ciego.
A la espera de Andrés, Daniel intentó vestirse tanto como su visión nublada se lo permitía, pero terminó luciendo como un niño pequeño con la ropa mal puesta. El área de urgencias era una sucesión de personas formando una fila interminable.
—¿Ya viste? —preguntó Andrés—. Llevan parches, usan lentes negros.
—¿Qué esperabas? ¡Es un hospital para la ceguera!
Esperaron por dos horas hasta que el doctor los atendió:
—Y bien, ¿qué le sucedió? Cuéntamelo todo.
—Ayer desperté con la visión obstruida; bueno, más bien era como una mancha negra que cubría la mitad de mi ojo derecho. Y hoy tengo la misma sensación, sólo que en ambos ojos, ¡sí! Así fue.
El doctor se balanceaba sobre la silla giratoria, moviendo la cabeza en señal de aprobación. Apoyó el bolígrafo sobre el mentón para analizar al hombre:
—Seré muy claro con usted: a raíz del último sismo se han presentado una cantidad impresionante de casos de ceguera parcial o total. No, no se asuste, no ponga esa cara, esto se debe a la nube de partículas de concreto y metal que se formó por el derrumbe de los grandes edificios.
—Y, ¿tiene cura? —preguntó Daniel sentado al borde del asiento.
—Le voy a recetar unas gotas muy buenas, aunque costosas. ¿Cuenta con seguro de gastos médicos?
Al llegar a casa, vertió sobre sí, cada gota del medicamento todos los días, con tal religiosidad hasta que el bote se vació. Y pese a tantos cuidados seguía sin ver. La actitud positiva que el doctor mostraba, contrastaba con un Daniel cada día más impaciente, con una visión que iba y venía, a veces completa, a veces a medias, a veces nada.
¡Cuánto añoraba la vida de antes! Para matar el tiempo se la pasaba sumergido en redes sociales, deleitando su escasa vista con noticias sobre la guerra en oriente y crímenes sangrientos por todo el país. Hasta que fue imposible seguir por las náuseas que le provocó el caso del hombre que, en pleno arranque de ira, arrojó a un perro vivo en aceite hirviendo. El reel de la pantalla se quedó suspendido con el reportero que informaba frente a cámara:
—Javier, nos encontramos en casa de doña Julia, una de las múltiples víctimas de esta extraña afección que ataca a los habitantes de nuestra ciudad. Ella asegura haberse curado de forma peculiar…
—Pachita, ella lo cura —sus ojos brillaban, mostraban curiosidad por tocar el micrófono con su mano arrugada y repleta de manchas marrones. El resto de sus declaraciones se limitaron a monosílabos y frases entrecortadas. El frustrado reportero intentaba en vano arrancarle una buena declaración.
—Bueno Javier, hasta aquí mi informe. —dijo antes de mirarla con desprecio.
«¿Pachita?»
Horas más tarde, Google le mostró la historia de la mujer que dedicó su vida a curar casos de pacientes desahuciados y enfermos terminales con resultados asombrosos. Hasta que murió a finales de los ochentas. «Mucha búsqueda para nada».
Con furia lanzó el celular lo más lejos posible. No se percató de la ola de manifestantes cubiertos con pasamontañas que destruyeron una estación del Metrobús, ondeando pancartas con dibujos de rostros con parches. El aroma de la incertidumbre ennegrecía el ambiente. Una idea se le vino de repente: la mujer habló de un pueblo, pero no lograba recordar el nombre. Una búsqueda minuciosa produjo el resultado deseado:
—¿Saraguato? ¿Dónde chingados queda eso?
—Ya te lo dije Andrés, es el lugar donde nació la curandera que sanaba, ahí quedaron sus enseñanzas y con suerte hay más como ella.
—¿Quieres que te acompañe hasta allá, solo por el video de una pinche viejita?
—Busco una cura. No te imaginas el martirio de tomar esos medicamentos, ir con doctores. ¡Nadie tiene una respuesta clara! Ya no veo. ¿Qué más da?
De pronto las palabras huyeron…
—¿A qué hora salimos?
Saraguato era un poblado al norte de Hidalgo. Para llegar condujeron por tres horas en carretera, hasta que tomaron la desviación que marcaba la entrada al camino de terracería, donde un grupo de campesinos les bloqueaba el paso, exigían a las autoridades el agua necesaria para regar sus cultivos. Un examen cercano reveló los daños en sus rostros curtidos por el sol: surcos gruesos que atravesaban la piel, pero lo peculiar era la vivacidad infantil en sus ojos.
Las calles polvorientas estaban desiertas. Parecía que ni los fantasmas deseaban vivir ahí. Después de varias vueltas encontraron la única tienda abierta, había un anciano dentro, tan encorvado que apenas sobresalía del mostrador. El cabello le volaba muy despacio por el aire que emanaba de las aspas oxidadas del pequeño ventilador.
Andrés alzó la voz:
—¡Señor!
El hombrecillo no se movía, se mantenía concentrado en un punto fijo en la pared, con la mirada llena de vida, tal como sucedió con los manifestantes, que contrastaba con su cuerpo marchito y desgastado.
—Señor, buscamos a la gente de Pachita.
—Ya murió —respondió el anciano en tono seco.
—Pero hay seguidores de ella, ¿no? Vimos en televisión que…
—Váyanse. Ustedes no son de aquí, no sea que les vaya a pasar algo —pronunció con voz firme y pausada, mientras acariciaba el mango del machete que tenía enfrente.
Los hermanos terminaron de beber y colocaron las botellas de refresco con suavidad, procurando no acrecentar la molestia del anciano. La tarde se les fue aguantando negativas y puertas cerradas. Incluso al pedir indicaciones a las pocas almas que desafiaban al sol abrasador, que intentaba traspasar con ferocidad el techo metálico del auto. A punto de darse por vencidos se toparon con un oasis: la posada El Salvador.
Andrés se opuso a la idea de hospedarse:
—Estás loco. En este pueblo no hay nada, ¿a qué nos quedamos?
—Tengo un buen presentimiento, escuchaste como habló el viejo, en cuanto mencioné a Pachita cambió el tono de voz. ¡Hasta sacó el machete!
Dos veces seguidas tocaron la campanilla de la recepción. Y nada. A lo lejos resonaron los pasos de una mujer que los recibió con singular alegría:
—Sean ustedes bienvenidos —saludó con gran amabilidad, dirigiéndole a Andrés la última palabra.
Era una posada desgastada, maltrecha por el uso y el desuso, el polvo inundaba los muebles de madera, que apenas y se mantenían en pie. Ella los condujo al segundo piso, atravesando un estrecho pasillo hasta la última habitación.
—No duden en llamarme si necesitan algo— sonrió la mujer mientras cerraba la puerta muy despacio.
Andrés le devolvió la sonrisa.
Ya bien entrada la noche, Daniel se movía por el colchón que rechinaba constantemente, de nuevo víctima de sus pensamientos. Tomó una ducha de agua fría y ni así logró mitigar el calor infernal.
—¿Estás despierto?
No obtuvo respuesta. Imaginó la figura de Andrés, durmiendo plácidamente, inmune a los reclamos del cuerpo y a las penurias vividas. Entre la oscuridad buscó las sandalias y se dirigió a la otra cama, sentándose en el borde con sumo cuidado. Se conmovió al grado de pedirle perdón por traerlo a tan estéril aventura. Habló y habló en un monólogo infinito. Pero la réplica no llegaba.
—¿Estás dormido?
Corrió las sábanas y se encontró con varias almohadas apiladas a lo largo.
—¡Cabrón!
Intentó dormir de nuevo, abrazando con furia la almohada sumamente desgastada que parecía una hoja de papel. Se lanzó a hurgar en la maleta de su hermano, buscando un «toquecito» para combatir el estrés. Sacó la ropa, los zapatos, la pijama roja de franela, «¿para este calor?».De pronto se dio cuenta: su vista estaba de regreso. Toda la habitación era visible: el marco de las ventanas que corrían de techo a piso, las pesadas cortinas raídas, a través de las cuales la luz de la luna se colaba a raudales.
—¡Puedo ver! —gritó entusiasmado.
La mancha se esfumó, pero no así esos gemidos que aumentaban en intensidad. Bajó por las escaleras guiado por el sonido que crecía a cada paso, hasta adentrarse a un paraje descampado en forma de semicírculo, al centro una mezcla amorfa de cuerpos se movía con singular éxtasis: un hombre con escamas en todo su cuerpo con cabeza de reptil pasaba sus garras sobre la mujer que yacía recostada, aullando en una extraña mezcla de placer y dolor, la sangre brotaba de las cuencas vacías que por inercia se movían. La figura del reptil contrastaba con el oscuro firmamento en el que brillaban los racimos de estrellas en una procesión interminable.
Daniel intentó huir, para solo tropezar, desde el suelo contempló la hipnótica cadencia de aquellos seres. El hombre lo miraba con extrañeza, intentando captar las vibraciones que viajaban por el aire, eso causó un gran miedo en Daniel, que se levantó como de rayo y corrió tanto como pudo, atravesó laderas empinadas con la arena llegándole a los tobillos, huía del aliento caliente de la criatura, que le raspaba con sus escamas cerca de él.
Cuando se sintió a salvo, apoyó las manos sobre las piernas y se detuvo en cuclillas respirando con fuerza, hasta que comprendió que nadie lo perseguía. Estaba solo. Tan lejos, que pronto se percató que vestía una playera ligera, insuficiente para las bajas temperaturas del desierto.
El frío arreciaba en el bosque de cactus, que muy erguidos vigilaban en silencio a los malaventurados que desafiaban sus gruesas espinas, dispuestos a desgarrar hasta la coraza más dura. Caminó muy despacio por la pendiente, desde donde divisó el pueblo en total penumbra. El cactus más alto, servía de casa a un búho que giraba la cabeza casi por completo. Daniel sentía que el corazón se le reventaba, agitado por la carrera a campo traviesa. Aun en medio de la penumbra captaba todos los detalles, por monstruosos que fuesen y eso no solo le asustaba, al contrario, le producía una gran felicidad.
—Te dije que te fueras —dijo una voz madura que salía de entre las espinas.
Era el anciano de la tienda. Solo que ahora ya no se encorvaba, estaba de pie con plena fortaleza, hablando con una voz de trueno que arrasaba a su paso. Sus ojos seguían chispeantes de deseo, se cubría la espalda con la piel seca de un animal y en la mano sostenía un largo trozo de madera, a modo de báculo.
—No me voy a ir —dijo Daniel con voz entrecortada. —Quiero respuestas. —aseguró regulando la respiración.
—No seas pinche necio. Ya tienes lo que buscabas, vete de aquí, porque si no, sabrás cosas que muy pocos conocen. La Tierra habló, está indignada por el trato que le dan los de tu especie, por eso clama desde las entrañas. Todos tendrán que escucharla.
Ambos se observaron unos segundos, hasta que el joven se decidió:
—Quiero ver esas cosas de las que hablas…
El anciano suspiró. Colocó la mano a la altura de la frente de Daniel, que comenzó con un escozor y ni los movimientos bruscos de sus manos mitigaron la sensación, a tal grado que sus dedos atravesaron las capas más profundas de su entrecejo hasta formar un hueco. Buscó alivio con respiraciones rápidas y cortas. El viento lo empujaba como si cientos de rayos chocaran con su cuerpo, la sensación era muy placentera, así que olvidó por completo la advertencia del anciano:
—¡No abras los ojos por ningún motivo!
Un destelló blanquecino se abrió paso hasta que Daniel perdió la conciencia de sí mismo, pasó a un plano en el que todo le fue dado: un nuevo mañana, un amanecer atravesando la noche, un cielo tan claro que ni las nubes lo empañaban, se hallaba en medio de un valle reverdecido por cientos de flores y plantas, distinto a las tierras áridas de antes. A lo lejos vislumbró el hogar del búho, que lo miraba clavándole esas pupilas de un negro infinito en los que se diluía el tiempo.
—Ya despiértate —le gritó Andrés a la vez que le arrojaba una maraña de calcetines sucios.
Había amanecido.
—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó Daniel bostezando.
Andrés salió del baño y contestó travieso:
—En el cielo —y rio de forma estrepitosa.
Conocía el significado de esa risa. Horas después se alistaron para hacer el check out. Los recibió la mujer que emanaba un aire de satisfacción, difícil de pasar por alto. Daniel la miraba con desdén. Durante el trayecto Andrés le contó los pormenores de su escapada con la recepcionista, era otra aventura amorosa, de esas que Daniel odiaba escuchar.
Muy pronto se halló en casa, tirado en el sofá, pensando si aquello fue un sueño o solo el producto de una imaginación desbordada. Su búsqueda no le permitió encontrar a los curanderos milagrosos. Se preguntaba cuáles eran los secretos de aquel misterio.
Su visión estaba de vuelta, renovada y fresca, incluso más que en el pasado.
Metió la mano entre una torre de publicaciones viejas a punto de caer y sacó la portada de un bebé sonriente, recostado sobre el pasto. Llevó los dedos a la frente, justo en medio de sus ojos. Colocó la otra mano a unos centímetros del papel: el artículo principal resaltaba la importancia del sueño prolongado en los niños pequeños, le pareció poco creíble ya que se basaba en conjeturas de una influencer que aseguraba ser una experta en el tema.
Arrojó la revista de un manotazo y buscó hasta dar con un thriller sobre un asesino alejado de la civilización, viviendo en un poblado lleno de otros como él, curando extraños males. El final le pareció trillado, pero después de todo, solo demoró unos cuantos minutos en devorar el contenido.
Él lo haría mejor, su libro resultaría mucho más sorprendente: un hombre que pierde la visión y la recupera después de una experiencia mística, para al final saberse portador de un gran poder: el de la visión extraocular con solo acercar su mano, como por osmosis. ¡Sí! Esa sería su historia. Después de todo, ¿quién notaría la diferencia entre la verdad y la ficción?