Prólogo (al fanzine Delfos 4)

Autor: Miguel Almanza


La forma nos permite acceder a conceptos, nos facilita entender la intención del mensaje, su naturaleza. La forma, es el medio, un vehículo que afecta cómo percibimos. El fanzine se refiere a una forma de expresión rebelde y parte de su protesta radica en su esencia “sin ánimos de lucro” que le permite ser libre. No está condicionado a patrocinadores o clientes que impongan —bajo amenaza de revocar sus apoyos económicos—, lineamientos que no sean aquellos que el fanzine se propone, acordes a sus ideales y línea editorial.

El trabajo no lucrativo en un sistema económico capitalista, molesta; es una subversión que permite ver qué hay más allá del trabajo lucrativo. Y no es que sea ilegítimo lucrar, pero a veces el contraste puede evidenciar el abuso de la forma para ver qué hay en el fondo. El fanzine se debe a sí mismo, surge como parte de una necesidad espiritual —sea ideológica, política o artística—, permite la expresión desde un espacio inusitado. Es esta expresión libre la que lleva al arte a ser subversivo: la propuesta, no sólo el deleite de la estética o lo bello; sino una voz que clama: ¡no, no es suficiente!

El cuento y la ilustración son formas del arte que nos permiten escapar a la terrible cordura de la realidad, o tal vez, ampliar nuestra comprensión de ella. En esta edición, una vez más tenemos el placer de compartirles estas visiones: monstruos grotescos de nuestra sociedad, actualizaciones a las ruinas del sistema del mundo, futuros fantásticos y horrorosos; aventuras que abruman la mente y revelan el espanto de la verdad.

Revivirán sus rostros

Autora: Yolanda Pomposo


En esta sección presentamos cuentos que fueron trabajados en el Taller Delfos de Escritura Creativa narrados en voz de los propios autores. Da click en el enlace para escucharlo en la plataforma IVOX.

Revivirán sus rostros

Yolanda Pomposo Díaz

El asiento del autobús está cómodo. Mando el último correo para confirmar que esta mañana, los voluntarios ya tomamos la primera dosis de la vacuna Patria. Reviso mis redes sociales. Una publicación que me interesa dice:

La estación Palenque del Tren Maya estará inspirada en el arte antiguo y en la máscara funeraria de Pakal, gobernante de la ciudad maya.

Cuando despierte Oscar le diré de esta noticia y que ya se publicaron las vacantes para el nuevo museo en Palenque, es una excelente oportunidad para nosotros. Oscar despierta, parece que va a vomitar.

—¿Qué tienes? —Le pregunté.

Con un gesto de asco contestó:

—Por un momento me sentí muy mal, pero ya pasó. Ya vamos a llegar, ¿verdad?

—Sí, probablemente es una reacción a la vacuna, ¿quieres decirles que te sientes mal?

—No, yo creo que bajando me sentiré mejor.

Llegando a la zona arqueológica rodeada de selva, tomamos nuestro equipo y continuamos hacia los túneles de la excavación, ahí le volví a preguntar:

—¿Cómo te sientes?

—Solo me siento un poco cansado, pero presiento que hoy encontraremos la cámara funeraria y no me lo voy a perder.

—Oscar, te veo mal, regresa para que te revisen.

—No Jaime, ya estamos cerca.

—Pero estas sudando mucho.

—Tienes razón, Jaime. Saldré a tomar aire fresco.

—Te acompaño, tal vez será mejor que te vuelvan a tomar tus signos.

—No, quédate con el equipo, descanso un rato y regreso.

Ya deberíamos estar cerca de la tumba. Ahora a mí me cuesta trabajo respirar. Solo no podría regresar con todo el equipo. Estas piedras se ven firmes. Descenderé por aquí. Las rocas están muy húmedas. ¡No! ¡Me resbalo! Ojalá que Oscar venga a rescatarme.

Me duele el cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevo desmayado? Tengo suerte de no haber quedado sepultado. Si provoco un derrumbe podría quedar atrapado como los mineros de Pinabete. Traigo una lámpara en el bolsillo. Afortunadamente no se rompió. ¡Un sarcófago! Tiene una losa que lo cubre. Es imponente. Está esculpida con bajorrelieves, hay glifos alusivos a la muerte de Pakal y la figura de un hombre maya. Es parecido al del Templo de las Inscripciones. La losa está ligeramente desplazada. Eso debe ser una ofrenda mortuoria. Creo que puedo moverla un poco. Un poco más. Contiene un ajuar funerario. ¡Una máscara igual a la del rey Pakal! Hecha de fragmentos de jade sus ojos de concha e iris de obsidiana. Las noticias dirán que se encontró otro relieve con un astronauta. Siento un escalofrío. Me incita a ponérmela. ¡Todo está negro! ¿Qué pasa? No puedo respirar. ¿Por qué no puedo quitármela? Mejor me calmo. Esto no puede estar sucediéndome. Las piedras que toco se volvieron húmedas y frías. Es como agarrar hielo. Parece que un musgo cubre todo. Si no consigo aire me voy a asfixiar. He caminado en la oscuridad. ¡Caigo! ¡Un vértigo! Todo está resbaloso. No me puedo agarrar. Vuelo y siento un golpe en todo mi cuerpo. Es un río, la corriente es muy fuerte. El dolor de cabeza es insoportable. La corriente me arrastra. Necesito aire. Todo está oscuro.

No sé si estoy alucinando o mejora mi visión. Es sorprendente que pueda nadar y respirar. Ya no me siento cansado ni adolorido. Sigo la corriente, debe tener una salida. Creo que hay una caída adelante. Esta aumentado la velocidad. No quiero morir así.

Regresó el dolor de cabeza. Debo estar en el campamento. Estoy conectado a un suero. Ahí viene Oscar.

—Jaime, cálmate, no te levantes. ¿Cómo te sientes? ¿Puedes hablar? Sospechan que te pudo dar un infarto. Te encontraron en el río, con una máscara. Creen que es una máscara del rey K’inich Janaab Pakal.

—¿Y la máscara?

—La llevaron al contenedor, está segura. ¿De dónde la sacaste? ¿Pensabas robarla? —Lo dice con mirada sospechosa.

—¡No! ¿Cómo crees?

—Una ambulancia te trasladará a un hospital. Yo también he estado en observación, estuve a punto de desmayarme cuando salí de la pirámide. Muchos de los que recibimos la vacuna hemos tenido reacciones secundarias. Te dejo porque ya está por salir un autobús. Estaré al pendiente.

Oscar salió de la carpa. Recuerdo todo. Me sentí fuerte, ágil. ¿Así se siente experimentar drogas? Tengo que verla, juro que tengo que verla. La máscara mortuoria de jade representa la promesa del renacimiento del rey Pakal. Puedo intentar buscarla en la bodega, sé la contraseña.

Aquí afuera ya está oscuro. Mi corazón se acelera, tengo miedo y no sé de qué. La contraseña no ha cambiado. Tiene que estar en las últimas cajas. Debe estar en una de estas. ¡La tengo! Es impactante. Siento su poder electrizante. Parece que brilla para mí. A esto se refiere la sentencia del Popol Vuh: “Así revivirán sus rostros”.

Se acercan voces afuera. Ya vienen los guardias. Tengo miedo, pero si quiero salir de esta mejor me la pongo. Quiero sentirme nuevamente poderoso. ¡Corro! ¡Siento que tengo la velocidad de un jaguar! ¡Doy zancadas de varios metros! ¡Puedo saltar de un árbol a otro! Sus disparos quedaron lejos. Me integro con la selva que me da su bienvenida.

Entrevista a Raquel Castro


Entrevista realizada el día 26 de julio 2024 en Ciudad de México.

Entrevistador: Miguel Almanza


Colectivo Delfos: ¿Cuál es tu opinión de la fantasía y ciencia ficción mexicana actual? Por ejemplo, en literatura, cine, artes plásticas. ¿Cuáles son nuestros fuertes y dónde crees que a lo mejor nos falta desarrollarnos más?

Raquel Castro: Primero muchas gracias por venir hasta acá para la entrevista, estoy muy contenta de estar con ustedes y yo siento que hay una falsa creencia de que en México no hay Literatura Fantástica y de Ciencia Ficción. Y me parece interesante cómo lo preguntas: en diferentes artes, no solo en literatura.

Yo creo que sí hay y está en muy buen estado, muy sana, porque se alimenta de nuestras creencias tradicionales, leyendas como «La llorona», las historias de fantasmas que se aparecen en los baños de las escuelas, en edificios públicos y se fortalecen con la literatura que hay y las artes que hay de otros tiempos, así que por una parte se alimenta de estas creencias, las leyendas coloniales, lo que hemos leído en otras épocas como Francisco Tario, Amparo Dávila. Y todo junto va dando como resultado una imaginación muy poderosa y muy difícil de encasillar. Yo creo que eso es algo muy importante.

A diferencia de los países que llamamos «Del norte global», que antes era primer mundo, México es más víctima que usuario de la tecnología, entonces la relación que generamos con la ficción con este tipo de elementos me parece más incisiva, más contestataria, más rebelde, que la que se hace en otros países, donde creen que la tecnología está a su servicio y nosotros decimos ¡No! Tenemos que estar a las vivas porque en cualquier momento todo falla»

Colectivo Delfos: ¿Entonces tú crees que ya existe una escena de fantasía y ciencia ficción en nuestro país?

Raquel Castro: Sí. Lo que pasa es que, se me hace chistoso, en los años 90, yo creo, hubo una escena muy fortalecida, teníamos encuentros de ciencia ficción, había convenciones de fantasía. Pero ahora mucho de lo que antes eran encuentros físicos se han ido a lo digital, entonces, parecería que no hay una escena porque: ¿entonces dónde se reúnen?

Los Punks se reúnen en el Chopo, los Darks; pero los «cienciaficcioneros» o los «fantasistas”, ¿dónde? y de pronto descubres que hay sitios web o en las propias redes sociales donde hay foros y allí nos estamos retroalimentando y son otro tipo de escenas. Pero que sí están y entramos cada cierto tiempo con revistas, fanzines, sitios web, autores y autoras, artistas gráficos, que están explorando otras formas de obra no mimética, que no es realista, pero que allí está.

Colectivo Delfos: ¿Cuáles serían, por ejemplo, en general, tus autores favoritos de fantasía y ciencia Ficción a nivel general y a nivel nacional?

Raquel Castro: De los primeros autores y autoras que yo conocí y que me marcaron muy profundo y que para mí eran igual de importantes. Como no estudié letras no aprendí a jerarquizar «este es un autor de primera línea, este es un autor de segunda», o alguna cosa así. En cuanto a Fantasía, que a mí me gusta más como una definición más amplia, no solo la alta fantasía, como tipo Tolkien (que adoro a Tolkien), si no también todo lo weird, donde se va introduciendo el elemento sobrenatural o fantástico y que cuando te das cuenta ya estás en un territorio irreal e inesperado, como Lovecraft, que además, ¿qué es? Ciencia ficción, fantasía, horror cósmico. De los primeros que leí fue Tolkien, y dije «Wow, yo quiero vivir en este mundo». Y de hecho de lo primero que escribí fueron FanFics del Señor de los Anillos para meterme a vivir en ese universo. Pero a la par yo leía a Michael Ende y me parecía también una cosa fabulosa.

Por ejemplo «La historia interminable», «Momo» eran historias que me fascinaban y al mismo tiempo soy muy fan del horror sobrenatural y uno de mis autores favoritos es el escritor belga Jean Ray,que tenía unas cosas, que además lo leí por accidente, porque la editorial Aguilar publicó un libro de él de relatos sobrenaturales en su colección de libros de detectives, me leí a Sherlock Holmes, me leí a Ellery Queen y de repente saco a Jean Ray, que traía cuentos de vampiros y de calles que solo una persona puede ver, una casa que se come a la gente y que para comunicarse con su dueño le proyecta pedazos de canciones. ¡Está rarísimo! Entonces en general esos autores son muy queridos para mí.

Y Borges, por ejemplo. Me acuerdo que el primer cuento que leí de Borges fue «El inmortal» y estaba en una antología donde venía un cuento de (Roger) Zelazny que se llama «Divina Locura», venían los dos, Borges, Asimov, Delazny, todos juntos.

Y de lo que se hace en México, ¡híjole! Hay autores y autoras que me parecen formidables, entre los más jóvenes, Ileana Vargas, Enrique Urbina, que yo los veo muy jovencitos, ya son adultos. Bef, por ejemplo, que a mí me gustan mucho sus cuentos y se ha ido más por el lado de las novelas y al novela negra, la ciencia ficción. Pero tiene un cuento en particular de una maestra que es un alien, que es buenísimo. Me gusta mucho Verónica Murguía, que tiene esta alta fantasía y una investigación histórica muy acuciosa de cómo era realmente la edad media. Y que te puedo decir, Alberto Chimal, pero que conste que lo leí antes de que fuéramos pareja, lo leí y dije “guau, este tipo está muy loco”

Colectivo Delfos: ¿Cuál fue el primer libro que leíste de él?

Raquel Castro: Leí “Gente del mundo”, y había en particular, porque ese libro tiene una cosa que a mí me encanta. Se supone que hay unas ilustraciones que se perdieron y están nada más descritas. Y hay una falsa ilustración donde está una cabeza flotante asomada a una recámara. No bueno, a mí me quito el sueño. Y a la hora de dormir yo volteaba a la ventana, que miedo. Otro autor que creo está loquísimo y que hace cosas muy difíciles de clasificar es Edgar Omar Avilés. Y leo a autores todavía más jóvenes como Lourdes Laguarda, Atenea Cruz y creo que hay muchísimos más. Creo que hay tantos y tantísimos autores en México que creo que es cosa de que te los recomienden y empezar a leerlos nada más. Entonces no nos falta.

Colectivo Delfos: Hay una polémica sobre si se necesita para dar talleres o clases de creación literaria, una carrera formal, ¿qué opinas?

Yo creo que cuando se dio esa polémica. Estamos en una época muy polarizada la gente se mete a redes con la espada desenvainada, lista para interpretar del peor modo las cosas que dicen los demás y pelearse “a morir”. Esa polémica empezó hace poco porque una académica, Alejandra Amato, hizo un comentario a respecto. Y creo que ella se refería precisamente a la cuestión académica, la onda de hablar de literatura comparada y pues estudios literarios que cómo alguien daba clases de eso, sin haber estudiado eso. Pero creo que ella no se refería tanto a la creación, y creo que en sí, la creación es otro rollo. Estudiar letras no te enseña a crear, y aunque estudiarás la carrera en escritura creativa, no garantiza que puedas escribir. Y que puedas escribir, no garantiza que puedas compartir a otros lo que tú has aprendido. Entonces creo que no me aventaría a dar un curso de etología felina, a pesar de que he leído mucho de eso, pero diría, mejor ve con un veterinario. Pero sí, aunque no estudié formalmente creación literaria, sí puedo darte un taller de creación. Ahora estoy dando un taller de creación de personajes, creo que tengo las credenciales, aunque no tenga los estudios. Y supongo que habrá gente que diga “no pues yo prefiero alguien que tenga doctorado en creación” pues que vaya y busque alguien que tenga doctorado y que le de el taller. Creo que podemos coexistir sin pelearnos.

Disfruta de la entrevista completa en nuestro canal de Youtube:

El container

Autora: Carmen Macedo Odilón


«Nadie aguanta más de una semana en esta chamba». Fueron las palabras que un apenas despierto jefe dirigió con aire senil a Damaris, su nueva empleada, sin molestarse en explicar más.


En los alrededores del muelle, los contenedores oxidados armonizaban con las olas de espuma aceitosa. Cajones inmensos de acero donde Dios ocultaba lo que no quería mostrar a los creyentes: un depósito de granadas decomisadas, dos toneladas de fayuca y los futuros muebles de un junior a quien se le cruzó la aduana. Damaris se haría cargo del container REST 901366 6, repleto de cajas envueltas en plástico de burbujas. A diario, debía correr los pasadores, abrir las puertas metálicas y limpiar caja por caja para espantar a las ratas, con la esperanza de que alguien acudiera a reclamar la mercancía.


El interior del container le recordaba a la celda de aislamiento, solo que más limpia y sin las paredes pintarrajeadas. Veinte años atrás, jamás hubiera creído que ese sería su papel en la vida; jugar a la casita en una lata rectangular, solo que sin esposo. «Otra vez». Al medio día, Damaris se dio de golpecitos en la espalda, debajo de la cicatriz de la puñalada ahora sensible al frío. Se sonó la nariz y tosió por el exceso de cloro y la nula ventilación del container. Levantó un rollo de plástico para embalaje que envolvía a medias las orillas de una caja mal clavada, arrumbada al fondo de la bodega.


Un puñado de cucarachas salió huyendo y Damaris no se contuvo de aplastarlas con el pie. «Ahora, a arreglar este desmadre». Quitó el plástico viejo y se asomó al agujero de la caja. Desde la penumbra, una mirada se clavó en los ojos de Damaris, luego la madera se sacudió. La mujer soltó una maldición, y altiva pateó la caja, pero solo escuchó el tintinear de vidrios que se estrellaban. Buscó una barreta y abrió el cajón; pipas rotas con restos de humo, probetas y jeringas usadas. Humedeció su dedo y lo deslizó sobre un mortero para recoger restos de polvo que se llevó a los labios; nada que le sirviera. Dejó todo en su lugar y se fue al albergue.


La siguiente mañana, Damaris descubrió huellas de botas y restos de lodo, así como la falta de la caja de madera. En su lugar, había una de cartón tan envuelta en plástico de burbujas que parecía un enorme huevo de araña al que se le ha aplastado con los dedos. La única orilla visible estaba desgarrada. En el suelo, se expandía un charco de líquido rojizo, tan espeso que reflejaba el techo; con aroma semejante al metal. Familiar y a la vez tan lejano. El cuajo se adhería al plástico mientras que el fluido en descomposición se expandía por el piso. Damaris tomó un trapeador y jergas, trajo dos cubetas de agua, un fardo de periódico, jabón y cloro, el único limpiador que podía contra la sangre. Talló el suelo hasta que las lágrimas le nublaron la vista, entre estornudos y un ardor al respirar. «Pendejos, tan fácil que es desaparecer un cuerpo, lo malo es cuando le echan el pitazo a la tira». Tras una inspección del jefe, Damaris se contuvo el mencionar su hallazgo. «Qué capo, y tan inofensivo que se veía el ruco como para esconder esas chingaderas».


—Se le pasó la mano con el cloro, doñita. —El jefe se llevó el antebrazo al rostro—. Ventílele o nos intoxicamos.


En medio de un inquietante silencio, Damaris siguió sacudiendo y reacomodando las demás cajas, entre excremento de rata, telarañas y peces de plata. A media tarde empezó a llover; un rayo alertó a Damaris a salir del metal antes de que el trueno, que vino también de adentro, hiciera canon con el sacudir de la caja envuelta. El líquido rojo volvió a filtrarse por el plástico de burbujas. Damaris regresó con furia al fondo del container, volteó a todos lados por la sensación de ser observada, tomó con ambas manos el plástico y antes de que se manchara todo a su paso, arrastró la caja hasta la esquina más alejada, mas por la base humedecida, el cartón no resistió y se desfundó. Una gelatina humana, restos coagulados de lo que parecía ser un hombre: vísceras, cabello y restos de piel. La mitad de un cadáver.


«Pobrecito», pensó entre arcadas, «casi igualito que Ignacio». La mujer se acarició la cicatriz de la puñalada, «Algo hizo para acabar así». Se enjuagó la boca con el agua sobrante de una cubeta, y apenas lúcida acercó con la escoba cada despojo para meterlo de vuelta en una caja vacía, a la que tuvo que escribirle el número de inventario por si alguien venía a reclamarla. Buscó el rollo de plástico y cubrió con dos vueltas para que no se saliera nada. La caja vencida tenía una de las orillas hecha jirones e incluso se distinguían marcas de dientes. Damaris trapeó con torpeza y vació el galón de cloro que debía rendirle el mes completo para dejar todo como si nada hubiera pasado. «Ya estoy vieja para estos juegos».


Afuera, apenas si lloviznaba. La mujer cerró lentamente las puertas del container y por el rabillo del ojo alcanzó a distinguir una sombra que se dirigía hacía su hallazgo. Entre los murmullos de la noche, un olfateo salvaje y una respiración asesina se apoderaron de la oscuridad. Ese «algo» destrozaba el cartón recién envuelto buscando alimento, cual espíritu vengativo que demanda su cuerpo arrebatado en esos rincones olvidados de Dios. «Nadie aguanta más de una semana en esta chamba…» Recordó Damaris.

—Perdóname, Ignacio, pero yo ya aguanté veinte años.


La vacante sigue publicada en el periódico.

The summoning of Felinara

Autor: Andrés Lechuga


Título: “The Summoning of Felinara”

Año de realización: 2024.

Técnica mixta sobre marquilla: Prismacolor, acuarela, acrílico, pastel, tintas & hoja de oro.

Dimensión: 42×60 cm

SINOPSIS DE OBRA
Esta obra es la culminación de un proceso que tomo 5 años, el concepto evoluciono a través de varios bocetos, ilustraciones pequeñas e ilustraciones completas que se fusionan para esta pieza. Representa un aquelarre adorando a una diosa recién nacida, durante la noche de Samhain. La obra culmina también una investigación de magia apotropaica de diversas culturas y se integra con la intención original del autor, tener una memoria de/para todos los gatos que
han estado en compañía de la humanidad y han partido en situaciones lamentables y dolorosas.


“Familiares fieles e inocentes, guardianes de los sueños, han partido y ahora yacen arropados por la noche. Aun veo sus ojos en las estrellas, escucho su llamado y lloro su partida en 13 lunas”.

Felinara es un nombre original y es parte de una historia en desarrollo de esta obra.

Cabeza de Toh

Autor: Ángel Fuentes Balam


El pájaro nos habla:

—Durante el Pixán, voy a contarle cuentos a los niños, para distraerlos de la muerte.

Enumera los dedos cortados, sumidos en la sal, en una copa de barro: hay nueve; los dientes ordenados en la mesa, forman dos círculos: uno dentro del otro. Los ojos de su hermana lo observan, cada uno por separado, puestos en hojas de plátano en los extremos del mueble. La cabeza sin lengua —sus párpados y labios fueron cosidos con hilo negro—, preparada en lo alto. Brazos, piernas, pies, pintados de verde… arman una horrible cruz en el nivel más bajo del altar. Han puesto ya el pasaje de ceniza que llega hasta a ellos.

Cuando arriben, los Toloks pisotearán ese camino, antes de devorar los pedazos de carne de la niña. Toh aprieta los puños. Las lágrimas duelen como espinas que cortaran su cara. Sus padres, abuelos, el pueblo entero… son unos cobardes. ¿Es todo lo que pretenden ser? ¿Ofrendas de sangre para esos monstruos?

La leña le pesa en la espalda, con el morral repleto, es muy incómodo andar. Además, la cabeza de pájaro que usa, hecha con jícaras y paja, es bastante calurosa. Debe llevar ya lo recolectado hasta el mercado. Toca suavemente la uña del dedo que ha tomado, y se enfurece con la mosca que quiere posarse en uno de los ojos: hace aspavientos tan fuertes que casi lo hacen caer. Su máscara sesea. Betsabé. Así se llamaba ella. Tenía la voz dulce y aguda, igual que las lloviznas repentinas de Mayab.

Da un beso a sus dedos y luego los posa en la frente de su hermana. Está tibia. Es lógico: apenas fue sacrificada la noche anterior. Le pide perdón por llevarse su dedo, que guarda en la bolsa. Acomoda las ramas en sus hombros, alejándose. Mientras camina por la calzada, el estómago y la garganta se le anudan: ante varias puertas de madera, pintadas con el símbolo del Tolok, hay más altares, y barriles llenos de sangre. Reconoce a los niños de la generación pasada, que hoy se convertirá en el banquete de los malditos “semidioses”: Esther, Joaquin, Sara, Ruth, Job, Magdalena… Ella y Betsabé solían trepar las ceibas del arco norte, para ver lo que se extendía más allá. Ahora ninguna tiene ojos para soñar, ni manos para ascender. Pero él se encargará de que eso no vuelva a repetirse.

“Yo debí haber sido una ofrenda”, piensa con pesar. Pero sabe que sólo cada segundo hijo lo podía ser. Los ofrendados son separados de la familia desde bebés, con el fin de no generar vínculos. Él no hizo caso, rebelde desde la cuna, y varias veces visitó a Betsabé en el templo. Ahí jugaron, hablaron, conoció a sus amigos: niños también destinados al altar. Toh quiso rescatar a su hermana, pero la vigilancia del sitio había sido tal, que fue imposible sacarla de ahí.

Cruza las ruinas de Mayab, agitando el mascarón al andar. Decían los viejos que la ciudad era la más hermosa de Neoxtitlán, antes de llamarse así, y que incluso le apodaban: “La Blanca”. Según los escritos, aquel fue el único sitio de paz antes de la Guerra Civil y la Titanoginia. No lo cree. Aquel hoyo de mierda y sangre no guardaba belleza por ningún lado.

El derruido mercado apesta a sudor y a estiércol de ganado, quemándose en las afueras de la puerta mayor. Los aldeanos más temerosos han comenzado a esconderse entre las buhardillas, para pasar la noche del Pixán. Cada tres años es lo mismo. No puede disimular una mordaz risa: le repulsan. Palpa en su morral las frutitas de huaya que con tanto trabajo ha conseguido, y siente, en el fondo, el dedo de Betsabé. Baja por la rampa que lleva a las bodegas del sótano, una que otra rata se desplaza entre sus pies; ahí asienta por fin el fardo de leña, y se quita la máscara, poniéndola en un huacal, sobre un barril de aceite que ha ocultado, pacientemente, con hojas y telas roídas. Ha logrado que la montaña de palos sea lo suficientemente grande, como para asomarse por el primer nivel: así cubre por completo el hueco en la pared trasera del almacén, que abrió hace meses. Nadie ha preguntado por tal exceso de leña. Así eran ellos: mientras hubiera recursos, no había quejas. El lugar huele a humedad, lodo, y vegetales rancios. Para su suerte, todos están muy ocupados con los últimos detalles para la noche, así que nadie custodia la bodega. Al fin y al cabo, los Toloks no irían por granos ni verduras.

Toh sube por las plataformas escalonadas de piedra, advirtiendo el movimiento y la gritería de cada piso: primero, el más vulnerable, “protegido” por una pobre milicia y los hombres del pueblo, incapaces de enfrentarse a la ferocidad de los Toloks (las flechas a duras penas penetraban sus escamas); en el segundo, se concentran los alimentos y el agua, para la jornada; el tercero, alberga a los ancianos y a los enfermos (los que se habían salvado de ser sacrificados); en el último nivel, a donde llega bufando por el esfuerzo, se encuentran los niños, entre primeros y segundos hijos: estos últimos, marcados con el símbolo del Tolok, en un brazo. Deben estar ahí, para evitar que algún lagarto los descubra; de lo contrario, la masacre sería inimaginable. Según los adultos, si uno lograra infiltrarse en el mercado, la pequeña nación de Mayab, caería antes del amanecer.

Las matronas untan pasta de ajo con hierba chaya en la piel de los niños, para que los “semidioses” no puedan olerlos. Además, se quema chile habanero desde tal altura con el objetivo de disimular su aroma. El hedor provoca ahogamiento y llanto, por lo que los chiquillos son cubiertos con sarapes. Ese horrible humo es el elemento que permitirá llevar a cabo la tarea de nuestro pájaro libertador.

—¿Qué son los Toloks, chichí? —pregunta un atribulado niño, desesperado por la comezón que la chaya produce en su piel. Es ya mayor para ser consciente de lo que pasa, pero aún muy pequeño para asimilar la espantosa tradición que lo involucra. La abuela le dice que son dioses parecidos a los Uayes, tomando sus manos para que deje de rascarse. Dioses que vienen de lo profundo de las aguas; bajo los cenotes de Mayab, en las cavernas cerca del sol subterráneo, ahí tienen su morada.

“Supersticiones estúpidas”, medita Toh. Esas alimañas no pueden ser dioses. Tampoco los horribles Uayes. Antes de morir, el profesor Jacinto Bestard, le contaba a unos pocos la versión que él siempre creyó: hacía casi un siglo, después de que los titanes cayeron del cielo, los países que sobrevivieron al cataclismo usaron los cuerpos gigantes y conocimientos prohibidos para crear aberraciones, soldados con los cuáles dominar a los pueblos. Mezclaron animales y personas, creando las bestias que ahora llamaban Uayes: hombres con cabeza de perro, de chivo, de cerdo, con fuerza descomunal y hambre extrema. De esos quedaban pocos, y se escondían en la selva. A los Toloks los crearon con reptiles, pero gracias a los cerebros humanos que les metieron, se desarrollaron mejor, hasta adaptarse. Hicieron guaridas en los cenotes antiguos, y comenzaron a alimentarse de carne viva. Eso decía el maestro Bestard. Para que no acabaran con Mayab, en algún punto de la historia, se pactó la noche del Pixán: se les ofrecieron los cuerpos más tiernos a cambio de vivir otras tres vueltas de sol. Los Mayabitas funcionaron así por décadas, subyugados a su propio miedo.

“Hoy se acaba”, murmura Toh. Y también había dicho:

—Durante el Pixán, voy a contarle cuentos a los niños, para distraerlos de la muerte.

Nadie se opuso a su ofrecimiento. De hecho, fue celebrado.

Le pide a una mujer que reúna a los pequeños en la parte central del último piso, cerca de las escaleras. Pronto comenzará la quema del chile, y quiere que la función inicie antes. Está oscureciendo. Toma una antorcha, bajando a toda prisa hasta la bodega. En el camino sortea a la muchedumbre ansiosa. Las voces acongojadas hinchan el aire. Al llegar, se coloca la cabeza falsa de ave, y deja el fuego encima de una columna. Luego, sube otra vez. Está contra el tiempo. Llega exhausto, con la máscara cayéndose, y sin poder respirar bien. Se ha comenzado a tatemar el picante.

—¡Niños! ¡Acérquense! Yo soy el pájaro Toh, y vengo a darles un regalo.

Lo rodeamos. Somos unos quince; hay otros tantos que no quieren ver el espectáculo, o no pueden por ser muy chicos. Cuando nos tiene cerca, abre el morral.

—¡Miren! —dice, pelando una huaya— Esto se come con mucho, mucho, cuidado. Sin tragar, sólo teniéndola en la boca, anolando —. Nos muestra cómo, y permite que tomemos una—. ¿Les gusta? Después, deben escupir la semilla, aquí —vuelve a abrir la bolsa para que echemos el hueso de la fruta. —¡Muy bien! ¿Quieren más?

Coreamos que sí. Cubriéndonos la nariz y la boca con la tela.

—¡Esperen aquí, ahora viene el cuento!

El humo del chile hace toser a la gente del cuarto piso. Una campana repica, a lo lejos: es el aviso de que los primeros Toloks ya han emergido del agua. No queda mucho tiempo.

Camuflado entre el humo, se dirige a una de las quemadoras, y ahí se quita la máscara, poniéndola en el fuego. De inmediato se enciende, y la arroja entre un montón de zarapes sin usar.

—¡Algo se incendia! —grita para crear confusión. Nace un alboroto ciego de voces y manotazos. —¡Vengan, niños! —Intenta atraer a todo el grupo, pero algunos se rezagan. No importa: va a salvar a los que pueda. Bajamos con él las escaleras. La gente en los niveles inferiores no sabe qué ocurre, así que los confunde: —¡Se quema el último piso!

Algunos suben a toda prisa para mirar si es cierto. La campana suena sin parar. Hay lamentos, voces de desconcierto, algunos aldeanos lo interrogan, no hace caso.

—¡Corran! —grita tras nosotros. Logramos bajar hasta el sótano. La antorcha que ha dejado antes nos alumbra. —Vengan —nos conduce por detrás de la montaña de leña. Tiene que mover grandes trozos de madera, quebrar los más delgados, sufrir rasgaduras, pero termina por despejar la abertura en el muro—, por aquí. Rápido.

Unos lloran, otros gritan que quieren volver con su madre, los menos, lo obedecemos.

—¡No lloren! Salgan por aquí. ¿Quieren ser devorados por los Toloks? —cuando dice esto, mete la mano por dentro de su bolso, y nos muestra el dedo de Betsabé. —Miren, miren bien. Es un dedo como los de ustedes. Miren sus manos. Este era de mi hermana. Si no salimos de aquí, pronto se los van a arrancar para dárselos de comer a los monstruos.

Horrorizados, algunos niños lo seguimos; otros se quedan sin hacer nada. Somos siete los que salimos del mercado junto a él.

—Corran hacia el mar. Está por ahí. Tienen que correr, aunque sea de noche. Yo los encontraré mañana. Corran y no dejen de correr. Nosotros vamos a pelear contra los Toloks, ustedes tienen que huir. Sólo corran. Hasta que amanezca. Los que quedemos, iremos por ustedes. ¡Ya!

Nos alejamos corriendo. Somos muy pocos, pero somos libres. Miro hacia atrás, sobre mi hombro, donde está tatuada la marca del Tolok. Él nos despide, satisfecho.

Entra al mercado. Se desliza entre el montón de leña. Sube la escalera hacia la puerta principal. Sigue la gritería y el desconcierto. Alcanza a oír que buscan a los niños. Los guardias de la puerta lo notan ya tarde. Sale del edificio y va cuesta abajo, hacia la calzada. Sus piernas se tensan al máximo por la carrera. Las huayas secas se agitan adentro del morral. Avanza a grandes zancadas, y de súbito, frena.

Frente a él, tres Toloks devoran los restos de carne de un altar. Más allá alcanza a ver diez más. Nunca los ha visto tan de cerca. Son enormes. En sus cuellos hay dos membranas rojas que parecen abanicos rotos, sus garras son oscuras, como lanzas de obsidiana, sus ojos son amarillos y húmedos. En su pecho, las escamas brillan; y en su espalda, han crecido huesos negros. Sus hocicos largos están manchados por la sangre de los sacrificados.

El corazón se le congela. Sus extremidades se aflojan. No. No puede rendirse. “Hoy se termina”, susurra. Abre el saco de tela, para que el olor de la saliva de los niños, impregnada en las huayas, los alcance. Aspiran y rugen. Funciona. Toh vuelve a correr. Escucha las gordas patas de reptil golpeando la tierra detrás suyo. Grita: ¡Betsabé no murió en vano! ¡Hoy se tiene que acabar!

Observa el mercado, y sacando fuerzas desde lo más hondo de su ser, acelera. Recuerda cuando corría con Betsabé en la plaza del templo, en círculos, pensando en la manera de salvarla. Divisa la puerta principal.

—¡Ataquen! —exclama a los soldados que guardan la entrada. Estupefactos, se paralizan al mirar a los Toloks trotando hacia ellos. —¡Ataquen! —vuelve a gritar, colérico, bravío.

Penetra el recinto y va directo al sótano. Ya no es humano, sino una saeta venenosa y brutal. Con todo su peso vuelca el barril de aceite bajo el monte de leños, empapándose en el proceso. Pero ya no importa. Hoy, morirá peleando. Los Toloks entran al mercado. La conmoción hiere hasta las estrellas mismas. El ruido de las flechas y los machetes rompe la oscuridad. Ve bajar a dos de esas alimañas hasta la bodega, plantándose frente a él. Toma la antorcha. Mirándolos con desprecio, la arroja a sus pies. Las llamas brotan como un río desbocado. No siente su piel. No duele. Los Toloks chillan de espanto y rabia. Así, envuelto en flamas toma el dedo de su hermana, apuntándolo hasta los repugnantes “dioses”.

—Hoy se acaba…

La sentencia arde junto a los cuerpos retorcidos de los Toloks. Los de más arriba son testigos del milagro: las bestias podían morir. Debían morir. Los soldados cuentan que vieron a Toh caminar envuelto en llamas, sus brazos se habían convertido en alas luminosas, ordenando el ataque.

Aquel día, los que se quedaron atrás, lucharon hasta la mañana. Y los que corrimos, vivimos libres para contar su historia.

Crónicas del Hechicero Tlacuache

Autor: Sidi Alejandro Hernández Osorio


―¡Demonios! ―gritó el Hechicero Tlacuache al ver un ser de aspecto indescriptible salir a rastras del portal. Del monstruo surgió un alarido que helaba los huesos, el solo hecho de escucharlo enloquecería al más fuerte de los hombres.

―Ooohhh ―exclamaron admirados los aprendices tlacuache que atendía la clase, mientras se apresuraban a tomar notas en sus pequeñas libretas.

―Lamento mucho este malentendido, no veremos demonios hasta el próximo parcial, supongo que habré revuelto los libros de invocación ―se disculpó el Hechicero Tlacuache.

―Ahhh― exclamaron decepcionados los Aprendices Tlacuache.

El ser de aspecto indescriptible se torcía sobre sí mismo, como si en lugar de carne estuviera hecho de masa, los huesos traspasaban la carne, se rompían y reacomodaban de maneras que hubieran hecho enloquecer a cualquier anatomista. Los alaridos que profería retumbaban en las entrañas de la tierra, reverberando horrores arcanos otrora olvidados.

Uno de los Aprendices Tlacuache alzó la mano.

―Profesor Hechicero Tlacuache, ¿y qué haremos con el demonio?

―Ah, no se preocupen, jóvenes, a mi señal todos hagan el hechizo fingirqueestamosmuertos.

A la señal todos los tlacuaches se tiraron al piso, cerraron los ojos y sacaron la lengua. El demonio por fin rompió el portal y pasó sobre ellos sin siquiera notarlos. Se perdió en la negrura, mientras sus gritos resonaban en la oscuridad.

―Listo, jóvenes― dijo el Hechicero Tlacuache poniéndose en pie. ―Perdonen que la clase haya sido tan corta, nos vemos mañana.

―Profesor, ¿y el demonio?

―Ah, descuiden, ahora es problema de los humanos.

Alto vacío

Autora: Mayra Daniel


Escuché un ruido y llevé la mano a la pistola. Llevaba muchas noches sin dormir. Había perdido la cuenta de las horas y los días. Probablemente el ruido de afuera sólo era un gato saltando sobre el tejado. La coca no ayudaba. Cada momento era peor: lleno de sombras.

Había dejado el departamento que compartía con Adriana para ir a la bodega en donde guardaba la mercancía. Las voces me lo habían dicho y, como en otras ocasiones me habían salvado, les hice caso. El ruido crecía afuera. El techo era de lámina y cada gota de lluvia repicaba como un tronar de tambores o un martillar de balas. Se colaba por las rendijas de las ventanas mal tapiadas unas ráfagas de hilo frío que me hacían tiritar. Eso, más el efecto de la droga, que se iba pasando, me provocaba escalofríos que casi me tiraban al piso. La calle me acechaba. Me escondía de todo, pero sobre todo de la policía. Nunca faltaban patrullas haciendo sus rondines. Un par de veces me habían atrapado con la mercancía.

Ya habían pasado más de dos años desde que comencé a consumir. Ahora era mucho más. Así es siempre. Ese medio gramo genera invaluables “relaciones públicas”. Nunca pensé que mis conocimientos sobre comunicación empresarial me llevaran a una bodega en la Merced.

Quise recordar cómo había comenzado, pero mi cerebro ya no quería reaccionar. Quería dejarme morir tendido en un charco de agua. Cerré los ojos y un último pensamiento me cruzó por la mente: tenía que hablar con Gamma.

Llegué a la casa. Era un departamento encima de una tienda de jarcería, en donde la materia prima eran los limpiadores.

—Al menos olerá bien —le dije a Adriana cuando nos fuimos a vivir allí.

Ella me dirigió una sonrisa amarga, mitad mueca y mitad resignación. Hacía un mes la había corrido su mamá de la casa cuando la encontró con un hombre. Le dijo que era una puta, lo cual no era cierto… del todo. Lo cierto es que ella sólo aceptaba droga a cambio del sexo. Aún era algo selectiva, al menos en ese entonces. Ahora era mucho menos exigente.

La puerta principal tenía un candado y cada uno de los pisos tenía una puerta enrejada. Era una zona peligrosa. Adriana le decía a su mamá que vivía en la Balbuena, mitad verdad, mitad mentira, porque la colonia se llama Merced-Balbuena, pero a ella no le había tocado la Balbuena de los burgueses: la que estaba entre bancos y restaurantes. Su parte de colonia tenía más de central de abastos que de zona residencial. Para salir a trabajar tenía que esquivar media docena de diablitos y un par de carretones llenos hasta el tope de jitomates.

A mí me convenía la ubicación, porque quedaba cerca de la vecindad del Porfis. Después de todo, Adriana no tuvo mucho poder de decisión porque yo casi pagaba toda la renta. Él que paga manda. Adriana apenas y ganaba lo justo para ir tirando. Lo cierto es que algunas veces se traía algún trapo bonito. Destacaban entonces sus tetas, como dos fanales en medio de la noche.

Adriana y yo nos conocimos en el IQ, un antro de medio pelo. A los dos nos despidieron de nuestros trabajos casi al mismo tiempo. Ella era mesera. Habíamos logrado un buen acuerdo: yo le daba donde vivir y ella se encargaba de que mi vida no se cayera a pedazos. Su risa fuerte, sus calzones en la regadera, el ruido de los trastes en el fregadero me hacía recobrar un poco de la conciencia que podía preservar entre las pesadillas que me perseguían: monstruos sin cabello, lisos y húmedos, venían a atraparme, me acechaban por las noches, sin darme tregua. Pasé tantas noches así que llegué a aprenderme las grietas del departamento: auténticos pasadizos al infierno. A veces me llegaban flashazos de mi promisorio pasado, cuando trabajaba en la agencia de publicidad. Todo lo que tiré a la basura.

Eran las seis o poco menos. Lo único que alumbraba la penumbra de la escalera era un foco sucio de luz amarillenta y titilante. Entré de puntillas, sin querer despertar a Adriana. El grifo de la cocina está abierto. Vi agua y esquirlas de vidrio en el piso. Me detuve al empujar con el pie un trozo del vaso roto que tocó la mejilla de Adriana, inerme en el piso. ¿Qué pasó?

No tuve que tomarle el pulso. En cuanto le doy vuelta y vi sus ojos vidriosos: sé que está muerta. Pero no fue una sobredosis. Su cuerpo parecía tener señales de lucha. Adriana no es muy alta, pero es bastante fuerte, lo era, al menos. Seguramente se defendió. Al verla allí tirada, sin vida, sólo tengo una cosa en mente: matar a su asesino.

Llegué esa noche al IQ, Picas, guardia en turno, me dejó entrar sin mayor trámite. No sé si alguien más le llamaba Picas, pero así le decíamos Adriana y yo porque era extremadamente gordo y su cabeza terminaba en una especie de punta que acentuaba con gel.

La luz estroboscópica mantenía al IQ en una especie de animación suspendida. Mientras unos bebían y otros bailaban, las imágenes quedaban grabadas. Era como ver muchas fotos repetidas, una tras otra, de la misma escena, con leves variaciones: aquí un brazo, aquí una pierna, allá un cigarro encendido que antes no estaba.

Atravesé las mesas sin dejar de pensar en los ojos fríos y abiertos de Adriana, que se negaban a cerrarse.

Pensaba que el asesino de Adriana podía haber sido Gamma, pero no sabía donde encontrarlo. Gamma nunca estaba disponible, porque era él quien te encontraba a ti. Si quería, cuando quería.

—¡Eh! ¿Quién murió qué traes esa cara? —entonces supe que era Gamma: siempre había sido un pendejo.

Salimos. Llovía. A pesar de todo Gamma tenía escrúpulos y nunca hacía sus negocios dentro del IQ. Vendía, sí, a veces, una grapa o dos. Pero las cosas grandes, lo que debía ser tratado de forma especial, era en el callejón de atrás, un basurero tapizado con carteles de luchas. Era innecesario poner esos carteles allí porque nadie los veía. Pero allí estaban: formaban una capa grasienta y mugrosa, un papel tapiz de miseria que se amontonaba capa tras capa. Esa era mi mesa de negociaciones.

—Querías verme, güey.

—Sí. Pasó algo.

—¿Ahora qué? —la cara de fastidio, Gamma no estaba para minucias. Era un hombre ocupado, de negocios.

—Adriana está muerta —alzó los hombros, como distraído.

—Encárgate de tus cosas.

Era un cabrón, además de pendejo. Mezcla muy mala, pero da resultado. Alguna vez había ido a visitar a Adriana demasiado ebrio como para coger. Ella lo dejaba juguetear entre sus tetas mientras yo escuchaba los esfuerzos del pobre diablo por venirse. Su rostro pringoso era poco menos que vomitivo, pero Adriana era gentil como una madre bañando a un cachorro. Después de todo eso lo calmaba. Se quedaba tranquilo y al día siguiente nos regalaba un poco más de coca, espléndido cabrón.

—¿Sabes quién fue? —me dijo después de un silencio espeso.

—No. Llegué y estaba así.

—Y qué, ¿sí quieres saber?

Al salir del departamento pensaba en perseguir al asesino de Adriana. Ahora otro pensamiento me seguía, a la par.

—Me voy. No le debo nada a nadie. Y quiero irme.

—Hay un cuerpo en tu departamento, te puedo echar a la tira cabrón. No te vayas.

—No te pongas sentimental. Sabes que estamos en lo mismo.

Vi brillar la pistola del Gamma en su cinto. También yo llevaba la mía. Me pareció un buen escenario para morir enfrente del cartel que anunciaba una nueva pelea de Blue Demon Jr. contra Máscara de las Tinieblas. Gamma no sacó la pistola, sólo sonrió. Una sonrisa sucia que me dejó ver su dentadura podrida y amarillenta.

—¿Tienes fuego?

—No.

Sacó un cigarro, sin ofrecerme uno a mí. Lo prendió con un cerillo y se quedó fumando. Supe que entonces todo había terminado. Morir con un tiro por la espalda no cambiaría nada, casi quería sentir el olor a pólvora en el aire. Dicen que cuando una bala te da, nunca la escuchas. No la escuché esa vez, seguí caminando.

La casa de la playa era viejísima, parecía estar hecha de madera podrida, por lo apolillado de sus vigas. Sin embargo no tenía tantos años. Era quizá el agua, el sol. Todo lo desgastaba dejando un acabado antiguo, casi como un barco hundido que hubieran rescatado de la tormenta para mandarme a vivir allá.

Lejos de todo, incomunicado. En las cercanías sólo vivía una vieja vecina, la señora Flores, que de vez en cuando me iba a ofrecer una taza de té. Me hacía falta el té porque los primeros días tuve náuseas y quería meterme al mar y no salir. Pero me ataba con vendas a la cama y seguía vomitando, flores rojas como la sangre del piso del departamento. Fiebre y delirio.

—¿Quieres pastel? Suele acompañar bien el té de jazmín.

La voz de la señora Flores llegaba desde lejos. Ya estaba mejor. Ahora caminaba diariamente por la playa. Mis padres seguían enviándome dinero. Había pasado el tiempo pero nunca vi el reloj, ni los calendarios. Recordaba las volutas de humo sobre el póster de Blue Demon, pero había sido un sueño o una película. La señora Flores me miraba con su sonrisa desdentada: no dejaba de agradecerme por haber pintado su casa de blanco. Ese blanco que antes me traía tantos recuerdos: los espejos, el humo, las jeringas.

Llegué a inyectar a la señora Flores alguna vez. Ella estaba muy anciana como para bajar al hospital del pueblo. Era diabética y cuando se ponía mal ni siquiera podía hacer eso.

—No sé qué haría sin ti. Eres una bendición del Señor.

Bendiciones, sí… estábamos llenas de ellas. Un ventilador verde que zumbaba en el techo de mi casa, agitando el aire caliente sin refrescar. Esa arena gris y mugrosa, llena de petróleo; ese mar grasoso, que se agitaba frente a mis ojos.

Le sonreía a la señora Flores y la miraba. Su cuello arrugadito y frágil, sus tetas colgantes que debieron ser apetitosas alguna vez. ¿Como las de Adriana? Hacía un tiempo que no pensaba en ella.

—¿Tiene fotos de cuando era joven, señora Flores?

—¡Ah! Sí, tengo algunas. ¿Quieres verlas?

El calor seguía metiéndose por la ventana. Ese pesado calor que se viene con la marea del medio día. No quería moverme y hasta ver a la anciana merodear me daba vértigo. Cuando la vieja regresó, me encontró con los ojos cerrados. Tal vez por eso me sorprendió más al abrirlos y ver su foto en traje de baño: ese par de tetas, como dos fanales de auto, apuntando en la noche ciega de un mar oleaginoso.

—Sé que es una foto atrevida, pero… ya sabes, cuando una es joven se cometen tantas locuras… —dijo la anciana riéndose por lo bajo.

—Sí, lo sé —me surgió una sonrisa cálida.

Sentí esa sonrisa expandirse por mi rostro mientras mis manos se acercaban al cuello de la señora Flores, apreté hasta que hizo “crack”, sin más escándalo que el de un pollo. Era maravilloso tener el control. Es sorprendente tener la vida de una persona entre las manos y entregarse al alto vacío.

Luego me metí al mar grasoso y turbio. Hacía un calor de los mil demonios, pero estaba contento: al fin había descubierto al asesino de Adriana.