Alto vacío

Autora: Mayra Daniel


Escuché un ruido y llevé la mano a la pistola. Llevaba muchas noches sin dormir. Había perdido la cuenta de las horas y los días. Probablemente el ruido de afuera sólo era un gato saltando sobre el tejado. La coca no ayudaba. Cada momento era peor: lleno de sombras.

Había dejado el departamento que compartía con Adriana para ir a la bodega en donde guardaba la mercancía. Las voces me lo habían dicho y, como en otras ocasiones me habían salvado, les hice caso. El ruido crecía afuera. El techo era de lámina y cada gota de lluvia repicaba como un tronar de tambores o un martillar de balas. Se colaba por las rendijas de las ventanas mal tapiadas unas ráfagas de hilo frío que me hacían tiritar. Eso, más el efecto de la droga, que se iba pasando, me provocaba escalofríos que casi me tiraban al piso. La calle me acechaba. Me escondía de todo, pero sobre todo de la policía. Nunca faltaban patrullas haciendo sus rondines. Un par de veces me habían atrapado con la mercancía.

Ya habían pasado más de dos años desde que comencé a consumir. Ahora era mucho más. Así es siempre. Ese medio gramo genera invaluables “relaciones públicas”. Nunca pensé que mis conocimientos sobre comunicación empresarial me llevaran a una bodega en la Merced.

Quise recordar cómo había comenzado, pero mi cerebro ya no quería reaccionar. Quería dejarme morir tendido en un charco de agua. Cerré los ojos y un último pensamiento me cruzó por la mente: tenía que hablar con Gamma.

Llegué a la casa. Era un departamento encima de una tienda de jarcería, en donde la materia prima eran los limpiadores.

—Al menos olerá bien —le dije a Adriana cuando nos fuimos a vivir allí.

Ella me dirigió una sonrisa amarga, mitad mueca y mitad resignación. Hacía un mes la había corrido su mamá de la casa cuando la encontró con un hombre. Le dijo que era una puta, lo cual no era cierto… del todo. Lo cierto es que ella sólo aceptaba droga a cambio del sexo. Aún era algo selectiva, al menos en ese entonces. Ahora era mucho menos exigente.

La puerta principal tenía un candado y cada uno de los pisos tenía una puerta enrejada. Era una zona peligrosa. Adriana le decía a su mamá que vivía en la Balbuena, mitad verdad, mitad mentira, porque la colonia se llama Merced-Balbuena, pero a ella no le había tocado la Balbuena de los burgueses: la que estaba entre bancos y restaurantes. Su parte de colonia tenía más de central de abastos que de zona residencial. Para salir a trabajar tenía que esquivar media docena de diablitos y un par de carretones llenos hasta el tope de jitomates.

A mí me convenía la ubicación, porque quedaba cerca de la vecindad del Porfis. Después de todo, Adriana no tuvo mucho poder de decisión porque yo casi pagaba toda la renta. Él que paga manda. Adriana apenas y ganaba lo justo para ir tirando. Lo cierto es que algunas veces se traía algún trapo bonito. Destacaban entonces sus tetas, como dos fanales en medio de la noche.

Adriana y yo nos conocimos en el IQ, un antro de medio pelo. A los dos nos despidieron de nuestros trabajos casi al mismo tiempo. Ella era mesera. Habíamos logrado un buen acuerdo: yo le daba donde vivir y ella se encargaba de que mi vida no se cayera a pedazos. Su risa fuerte, sus calzones en la regadera, el ruido de los trastes en el fregadero me hacía recobrar un poco de la conciencia que podía preservar entre las pesadillas que me perseguían: monstruos sin cabello, lisos y húmedos, venían a atraparme, me acechaban por las noches, sin darme tregua. Pasé tantas noches así que llegué a aprenderme las grietas del departamento: auténticos pasadizos al infierno. A veces me llegaban flashazos de mi promisorio pasado, cuando trabajaba en la agencia de publicidad. Todo lo que tiré a la basura.

Eran las seis o poco menos. Lo único que alumbraba la penumbra de la escalera era un foco sucio de luz amarillenta y titilante. Entré de puntillas, sin querer despertar a Adriana. El grifo de la cocina está abierto. Vi agua y esquirlas de vidrio en el piso. Me detuve al empujar con el pie un trozo del vaso roto que tocó la mejilla de Adriana, inerme en el piso. ¿Qué pasó?

No tuve que tomarle el pulso. En cuanto le doy vuelta y vi sus ojos vidriosos: sé que está muerta. Pero no fue una sobredosis. Su cuerpo parecía tener señales de lucha. Adriana no es muy alta, pero es bastante fuerte, lo era, al menos. Seguramente se defendió. Al verla allí tirada, sin vida, sólo tengo una cosa en mente: matar a su asesino.

Llegué esa noche al IQ, Picas, guardia en turno, me dejó entrar sin mayor trámite. No sé si alguien más le llamaba Picas, pero así le decíamos Adriana y yo porque era extremadamente gordo y su cabeza terminaba en una especie de punta que acentuaba con gel.

La luz estroboscópica mantenía al IQ en una especie de animación suspendida. Mientras unos bebían y otros bailaban, las imágenes quedaban grabadas. Era como ver muchas fotos repetidas, una tras otra, de la misma escena, con leves variaciones: aquí un brazo, aquí una pierna, allá un cigarro encendido que antes no estaba.

Atravesé las mesas sin dejar de pensar en los ojos fríos y abiertos de Adriana, que se negaban a cerrarse.

Pensaba que el asesino de Adriana podía haber sido Gamma, pero no sabía donde encontrarlo. Gamma nunca estaba disponible, porque era él quien te encontraba a ti. Si quería, cuando quería.

—¡Eh! ¿Quién murió qué traes esa cara? —entonces supe que era Gamma: siempre había sido un pendejo.

Salimos. Llovía. A pesar de todo Gamma tenía escrúpulos y nunca hacía sus negocios dentro del IQ. Vendía, sí, a veces, una grapa o dos. Pero las cosas grandes, lo que debía ser tratado de forma especial, era en el callejón de atrás, un basurero tapizado con carteles de luchas. Era innecesario poner esos carteles allí porque nadie los veía. Pero allí estaban: formaban una capa grasienta y mugrosa, un papel tapiz de miseria que se amontonaba capa tras capa. Esa era mi mesa de negociaciones.

—Querías verme, güey.

—Sí. Pasó algo.

—¿Ahora qué? —la cara de fastidio, Gamma no estaba para minucias. Era un hombre ocupado, de negocios.

—Adriana está muerta —alzó los hombros, como distraído.

—Encárgate de tus cosas.

Era un cabrón, además de pendejo. Mezcla muy mala, pero da resultado. Alguna vez había ido a visitar a Adriana demasiado ebrio como para coger. Ella lo dejaba juguetear entre sus tetas mientras yo escuchaba los esfuerzos del pobre diablo por venirse. Su rostro pringoso era poco menos que vomitivo, pero Adriana era gentil como una madre bañando a un cachorro. Después de todo eso lo calmaba. Se quedaba tranquilo y al día siguiente nos regalaba un poco más de coca, espléndido cabrón.

—¿Sabes quién fue? —me dijo después de un silencio espeso.

—No. Llegué y estaba así.

—Y qué, ¿sí quieres saber?

Al salir del departamento pensaba en perseguir al asesino de Adriana. Ahora otro pensamiento me seguía, a la par.

—Me voy. No le debo nada a nadie. Y quiero irme.

—Hay un cuerpo en tu departamento, te puedo echar a la tira cabrón. No te vayas.

—No te pongas sentimental. Sabes que estamos en lo mismo.

Vi brillar la pistola del Gamma en su cinto. También yo llevaba la mía. Me pareció un buen escenario para morir enfrente del cartel que anunciaba una nueva pelea de Blue Demon Jr. contra Máscara de las Tinieblas. Gamma no sacó la pistola, sólo sonrió. Una sonrisa sucia que me dejó ver su dentadura podrida y amarillenta.

—¿Tienes fuego?

—No.

Sacó un cigarro, sin ofrecerme uno a mí. Lo prendió con un cerillo y se quedó fumando. Supe que entonces todo había terminado. Morir con un tiro por la espalda no cambiaría nada, casi quería sentir el olor a pólvora en el aire. Dicen que cuando una bala te da, nunca la escuchas. No la escuché esa vez, seguí caminando.

La casa de la playa era viejísima, parecía estar hecha de madera podrida, por lo apolillado de sus vigas. Sin embargo no tenía tantos años. Era quizá el agua, el sol. Todo lo desgastaba dejando un acabado antiguo, casi como un barco hundido que hubieran rescatado de la tormenta para mandarme a vivir allá.

Lejos de todo, incomunicado. En las cercanías sólo vivía una vieja vecina, la señora Flores, que de vez en cuando me iba a ofrecer una taza de té. Me hacía falta el té porque los primeros días tuve náuseas y quería meterme al mar y no salir. Pero me ataba con vendas a la cama y seguía vomitando, flores rojas como la sangre del piso del departamento. Fiebre y delirio.

—¿Quieres pastel? Suele acompañar bien el té de jazmín.

La voz de la señora Flores llegaba desde lejos. Ya estaba mejor. Ahora caminaba diariamente por la playa. Mis padres seguían enviándome dinero. Había pasado el tiempo pero nunca vi el reloj, ni los calendarios. Recordaba las volutas de humo sobre el póster de Blue Demon, pero había sido un sueño o una película. La señora Flores me miraba con su sonrisa desdentada: no dejaba de agradecerme por haber pintado su casa de blanco. Ese blanco que antes me traía tantos recuerdos: los espejos, el humo, las jeringas.

Llegué a inyectar a la señora Flores alguna vez. Ella estaba muy anciana como para bajar al hospital del pueblo. Era diabética y cuando se ponía mal ni siquiera podía hacer eso.

—No sé qué haría sin ti. Eres una bendición del Señor.

Bendiciones, sí… estábamos llenas de ellas. Un ventilador verde que zumbaba en el techo de mi casa, agitando el aire caliente sin refrescar. Esa arena gris y mugrosa, llena de petróleo; ese mar grasoso, que se agitaba frente a mis ojos.

Le sonreía a la señora Flores y la miraba. Su cuello arrugadito y frágil, sus tetas colgantes que debieron ser apetitosas alguna vez. ¿Como las de Adriana? Hacía un tiempo que no pensaba en ella.

—¿Tiene fotos de cuando era joven, señora Flores?

—¡Ah! Sí, tengo algunas. ¿Quieres verlas?

El calor seguía metiéndose por la ventana. Ese pesado calor que se viene con la marea del medio día. No quería moverme y hasta ver a la anciana merodear me daba vértigo. Cuando la vieja regresó, me encontró con los ojos cerrados. Tal vez por eso me sorprendió más al abrirlos y ver su foto en traje de baño: ese par de tetas, como dos fanales de auto, apuntando en la noche ciega de un mar oleaginoso.

—Sé que es una foto atrevida, pero… ya sabes, cuando una es joven se cometen tantas locuras… —dijo la anciana riéndose por lo bajo.

—Sí, lo sé —me surgió una sonrisa cálida.

Sentí esa sonrisa expandirse por mi rostro mientras mis manos se acercaban al cuello de la señora Flores, apreté hasta que hizo “crack”, sin más escándalo que el de un pollo. Era maravilloso tener el control. Es sorprendente tener la vida de una persona entre las manos y entregarse al alto vacío.

Luego me metí al mar grasoso y turbio. Hacía un calor de los mil demonios, pero estaba contento: al fin había descubierto al asesino de Adriana.