Alto vacío

Autora: Mayra Daniel


Escuché un ruido y llevé la mano a la pistola. Llevaba muchas noches sin dormir. Había perdido la cuenta de las horas y los días. Probablemente el ruido de afuera sólo era un gato saltando sobre el tejado. La coca no ayudaba. Cada momento era peor: lleno de sombras.

Había dejado el departamento que compartía con Adriana para ir a la bodega en donde guardaba la mercancía. Las voces me lo habían dicho y, como en otras ocasiones me habían salvado, les hice caso. El ruido crecía afuera. El techo era de lámina y cada gota de lluvia repicaba como un tronar de tambores o un martillar de balas. Se colaba por las rendijas de las ventanas mal tapiadas unas ráfagas de hilo frío que me hacían tiritar. Eso, más el efecto de la droga, que se iba pasando, me provocaba escalofríos que casi me tiraban al piso. La calle me acechaba. Me escondía de todo, pero sobre todo de la policía. Nunca faltaban patrullas haciendo sus rondines. Un par de veces me habían atrapado con la mercancía.

Ya habían pasado más de dos años desde que comencé a consumir. Ahora era mucho más. Así es siempre. Ese medio gramo genera invaluables “relaciones públicas”. Nunca pensé que mis conocimientos sobre comunicación empresarial me llevaran a una bodega en la Merced.

Quise recordar cómo había comenzado, pero mi cerebro ya no quería reaccionar. Quería dejarme morir tendido en un charco de agua. Cerré los ojos y un último pensamiento me cruzó por la mente: tenía que hablar con Gamma.

Llegué a la casa. Era un departamento encima de una tienda de jarcería, en donde la materia prima eran los limpiadores.

—Al menos olerá bien —le dije a Adriana cuando nos fuimos a vivir allí.

Ella me dirigió una sonrisa amarga, mitad mueca y mitad resignación. Hacía un mes la había corrido su mamá de la casa cuando la encontró con un hombre. Le dijo que era una puta, lo cual no era cierto… del todo. Lo cierto es que ella sólo aceptaba droga a cambio del sexo. Aún era algo selectiva, al menos en ese entonces. Ahora era mucho menos exigente.

La puerta principal tenía un candado y cada uno de los pisos tenía una puerta enrejada. Era una zona peligrosa. Adriana le decía a su mamá que vivía en la Balbuena, mitad verdad, mitad mentira, porque la colonia se llama Merced-Balbuena, pero a ella no le había tocado la Balbuena de los burgueses: la que estaba entre bancos y restaurantes. Su parte de colonia tenía más de central de abastos que de zona residencial. Para salir a trabajar tenía que esquivar media docena de diablitos y un par de carretones llenos hasta el tope de jitomates.

A mí me convenía la ubicación, porque quedaba cerca de la vecindad del Porfis. Después de todo, Adriana no tuvo mucho poder de decisión porque yo casi pagaba toda la renta. Él que paga manda. Adriana apenas y ganaba lo justo para ir tirando. Lo cierto es que algunas veces se traía algún trapo bonito. Destacaban entonces sus tetas, como dos fanales en medio de la noche.

Adriana y yo nos conocimos en el IQ, un antro de medio pelo. A los dos nos despidieron de nuestros trabajos casi al mismo tiempo. Ella era mesera. Habíamos logrado un buen acuerdo: yo le daba donde vivir y ella se encargaba de que mi vida no se cayera a pedazos. Su risa fuerte, sus calzones en la regadera, el ruido de los trastes en el fregadero me hacía recobrar un poco de la conciencia que podía preservar entre las pesadillas que me perseguían: monstruos sin cabello, lisos y húmedos, venían a atraparme, me acechaban por las noches, sin darme tregua. Pasé tantas noches así que llegué a aprenderme las grietas del departamento: auténticos pasadizos al infierno. A veces me llegaban flashazos de mi promisorio pasado, cuando trabajaba en la agencia de publicidad. Todo lo que tiré a la basura.

Eran las seis o poco menos. Lo único que alumbraba la penumbra de la escalera era un foco sucio de luz amarillenta y titilante. Entré de puntillas, sin querer despertar a Adriana. El grifo de la cocina está abierto. Vi agua y esquirlas de vidrio en el piso. Me detuve al empujar con el pie un trozo del vaso roto que tocó la mejilla de Adriana, inerme en el piso. ¿Qué pasó?

No tuve que tomarle el pulso. En cuanto le doy vuelta y vi sus ojos vidriosos: sé que está muerta. Pero no fue una sobredosis. Su cuerpo parecía tener señales de lucha. Adriana no es muy alta, pero es bastante fuerte, lo era, al menos. Seguramente se defendió. Al verla allí tirada, sin vida, sólo tengo una cosa en mente: matar a su asesino.

Llegué esa noche al IQ, Picas, guardia en turno, me dejó entrar sin mayor trámite. No sé si alguien más le llamaba Picas, pero así le decíamos Adriana y yo porque era extremadamente gordo y su cabeza terminaba en una especie de punta que acentuaba con gel.

La luz estroboscópica mantenía al IQ en una especie de animación suspendida. Mientras unos bebían y otros bailaban, las imágenes quedaban grabadas. Era como ver muchas fotos repetidas, una tras otra, de la misma escena, con leves variaciones: aquí un brazo, aquí una pierna, allá un cigarro encendido que antes no estaba.

Atravesé las mesas sin dejar de pensar en los ojos fríos y abiertos de Adriana, que se negaban a cerrarse.

Pensaba que el asesino de Adriana podía haber sido Gamma, pero no sabía donde encontrarlo. Gamma nunca estaba disponible, porque era él quien te encontraba a ti. Si quería, cuando quería.

—¡Eh! ¿Quién murió qué traes esa cara? —entonces supe que era Gamma: siempre había sido un pendejo.

Salimos. Llovía. A pesar de todo Gamma tenía escrúpulos y nunca hacía sus negocios dentro del IQ. Vendía, sí, a veces, una grapa o dos. Pero las cosas grandes, lo que debía ser tratado de forma especial, era en el callejón de atrás, un basurero tapizado con carteles de luchas. Era innecesario poner esos carteles allí porque nadie los veía. Pero allí estaban: formaban una capa grasienta y mugrosa, un papel tapiz de miseria que se amontonaba capa tras capa. Esa era mi mesa de negociaciones.

—Querías verme, güey.

—Sí. Pasó algo.

—¿Ahora qué? —la cara de fastidio, Gamma no estaba para minucias. Era un hombre ocupado, de negocios.

—Adriana está muerta —alzó los hombros, como distraído.

—Encárgate de tus cosas.

Era un cabrón, además de pendejo. Mezcla muy mala, pero da resultado. Alguna vez había ido a visitar a Adriana demasiado ebrio como para coger. Ella lo dejaba juguetear entre sus tetas mientras yo escuchaba los esfuerzos del pobre diablo por venirse. Su rostro pringoso era poco menos que vomitivo, pero Adriana era gentil como una madre bañando a un cachorro. Después de todo eso lo calmaba. Se quedaba tranquilo y al día siguiente nos regalaba un poco más de coca, espléndido cabrón.

—¿Sabes quién fue? —me dijo después de un silencio espeso.

—No. Llegué y estaba así.

—Y qué, ¿sí quieres saber?

Al salir del departamento pensaba en perseguir al asesino de Adriana. Ahora otro pensamiento me seguía, a la par.

—Me voy. No le debo nada a nadie. Y quiero irme.

—Hay un cuerpo en tu departamento, te puedo echar a la tira cabrón. No te vayas.

—No te pongas sentimental. Sabes que estamos en lo mismo.

Vi brillar la pistola del Gamma en su cinto. También yo llevaba la mía. Me pareció un buen escenario para morir enfrente del cartel que anunciaba una nueva pelea de Blue Demon Jr. contra Máscara de las Tinieblas. Gamma no sacó la pistola, sólo sonrió. Una sonrisa sucia que me dejó ver su dentadura podrida y amarillenta.

—¿Tienes fuego?

—No.

Sacó un cigarro, sin ofrecerme uno a mí. Lo prendió con un cerillo y se quedó fumando. Supe que entonces todo había terminado. Morir con un tiro por la espalda no cambiaría nada, casi quería sentir el olor a pólvora en el aire. Dicen que cuando una bala te da, nunca la escuchas. No la escuché esa vez, seguí caminando.

La casa de la playa era viejísima, parecía estar hecha de madera podrida, por lo apolillado de sus vigas. Sin embargo no tenía tantos años. Era quizá el agua, el sol. Todo lo desgastaba dejando un acabado antiguo, casi como un barco hundido que hubieran rescatado de la tormenta para mandarme a vivir allá.

Lejos de todo, incomunicado. En las cercanías sólo vivía una vieja vecina, la señora Flores, que de vez en cuando me iba a ofrecer una taza de té. Me hacía falta el té porque los primeros días tuve náuseas y quería meterme al mar y no salir. Pero me ataba con vendas a la cama y seguía vomitando, flores rojas como la sangre del piso del departamento. Fiebre y delirio.

—¿Quieres pastel? Suele acompañar bien el té de jazmín.

La voz de la señora Flores llegaba desde lejos. Ya estaba mejor. Ahora caminaba diariamente por la playa. Mis padres seguían enviándome dinero. Había pasado el tiempo pero nunca vi el reloj, ni los calendarios. Recordaba las volutas de humo sobre el póster de Blue Demon, pero había sido un sueño o una película. La señora Flores me miraba con su sonrisa desdentada: no dejaba de agradecerme por haber pintado su casa de blanco. Ese blanco que antes me traía tantos recuerdos: los espejos, el humo, las jeringas.

Llegué a inyectar a la señora Flores alguna vez. Ella estaba muy anciana como para bajar al hospital del pueblo. Era diabética y cuando se ponía mal ni siquiera podía hacer eso.

—No sé qué haría sin ti. Eres una bendición del Señor.

Bendiciones, sí… estábamos llenas de ellas. Un ventilador verde que zumbaba en el techo de mi casa, agitando el aire caliente sin refrescar. Esa arena gris y mugrosa, llena de petróleo; ese mar grasoso, que se agitaba frente a mis ojos.

Le sonreía a la señora Flores y la miraba. Su cuello arrugadito y frágil, sus tetas colgantes que debieron ser apetitosas alguna vez. ¿Como las de Adriana? Hacía un tiempo que no pensaba en ella.

—¿Tiene fotos de cuando era joven, señora Flores?

—¡Ah! Sí, tengo algunas. ¿Quieres verlas?

El calor seguía metiéndose por la ventana. Ese pesado calor que se viene con la marea del medio día. No quería moverme y hasta ver a la anciana merodear me daba vértigo. Cuando la vieja regresó, me encontró con los ojos cerrados. Tal vez por eso me sorprendió más al abrirlos y ver su foto en traje de baño: ese par de tetas, como dos fanales de auto, apuntando en la noche ciega de un mar oleaginoso.

—Sé que es una foto atrevida, pero… ya sabes, cuando una es joven se cometen tantas locuras… —dijo la anciana riéndose por lo bajo.

—Sí, lo sé —me surgió una sonrisa cálida.

Sentí esa sonrisa expandirse por mi rostro mientras mis manos se acercaban al cuello de la señora Flores, apreté hasta que hizo “crack”, sin más escándalo que el de un pollo. Era maravilloso tener el control. Es sorprendente tener la vida de una persona entre las manos y entregarse al alto vacío.

Luego me metí al mar grasoso y turbio. Hacía un calor de los mil demonios, pero estaba contento: al fin había descubierto al asesino de Adriana.

Agua y espinas


Autor: Juan Pablo Sotomayor Rivas


“…la llevaba hasta su cueva debajo del agua,

dónde le arrancaba los ojos, los dientes y las uñas

Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España.

I

Salir de viaje en busca de un pueblo mágico pareció en su momento una buena idea para romper con la monotonía de lo cotidiano. Sin embargo, así como el clima de febrero suele ser cambiante y caprichoso, de la misma manera el humor de algunas personas puede ser movedizo y variar radicalmente de un momento a otro, sin advertencias.

Joseph estaba molesto. Lo mortificaba en extremo la apatía que se adueñó inesperadamente de Evelin desde su salida de casa. Apenas había abierto la boca durante las horas que les tomó ir desde la ciudad hasta Huasca, el pueblo elegido para vacacionar.

Sentirse ignorado en medio de sus silencios, de su aire indiferente, lo sacaba de quicio y aunque se trataba de una situación que no se repetía con frecuencia, Joseph no había aprendido a lidiar con ella en los cuatro años que tenían de relación. Por otro lado, a Evelin le tenía sin cuidado los estragos que su comportamiento errático podía generar en el ánimo de su esposo.

Ella acostumbraba a ser optimista y divertida ya fuera en casa o en el trabajo; pero, cuando simplemente no le venía en gana hablar, se retraía ensimismada por el tiempo que a ella le pareciera necesario.

Era, en realidad, alguien bastante egoísta.

II

Al segundo día de su llegada a Huasca la tensión entre la pareja pareció disminuir después de una noche de sexo extenuante y de algunos otros excesos. Luego de un abundante desayuno revisaron las actividades sugeridas por la guía turística de la posada donde se hospedaron y decidieron ir de excursión a la laguna del Bosque de las Truchas.

― ¿Primera vez que nos visitan? ―preguntó el chofer del vehículo.

―Sí ―respondió Joseph sujetando su sombrero, disfrutando la sensación del aire fresco y del verdor del paisaje boscoso.

―Verán qué bien lo pasan en la laguna. Pueden rentar una canoa para remar un rato, hay también un restaurantito económico en el que hacen muy rico de comer, ahí entre los árboles ―continuó hablando el chofer con buen ánimo―. Nada más no se queden solos en la orilla de la laguna. Ya saben, hay duendes por aquí. Y a veces también hay cosas peores ―, agregó el hombre con un matiz misterioso en su voz.

―¿Cosas peores? ―preguntó Evelin interesándose por la conversación ―. ¿Cosas peores cómo qué?

El chofer rio al notar que su intrigante advertencia había logrado el efecto deseado en el par de turistas citadinos.

―Sólo son cuentos señorita. Leyendas de criaturas y aparecidos que cuenta la gente supersticiosa de pueblo.

Joseph y Evelin se miraron extrañados en silencio.

III

Acordaron no pasar por el local de las canoas. Ninguno tenía el ánimo para ponerse a remar. Bebían la botella de vino helado de Joseph, sentados sobre la hierba, frente a la laguna apacible, cuando Evelin, con la mirada fija en la superficie reflejante del agua, comenzó a hablar.

―Un jueves, hace como un mes, me topé con Alfredo Garrido en el centro comercial.

― ¿Alfredo? ¿Tu novio de la prepa? ―preguntó Joseph sorprendido por la repentina revelación.

― Sí. Ese. Tú entonces habías ido por unos días a Monterrey, para tomar un curso.

Aquella plática comenzaba a tomar un rumbo peculiar. Invadido por un mal presentimiento, Joseph se puso tenso y guardó silencio esperando a que ella siguiera hablando.

―Comimos juntos, charlamos un rato ―Evelin hizo una pausa para terminar su vino―. Pasamos juntos la noche en un motel.

Él sintió una intensa ola de calor recorrerle el cuerpo entero comenzando desde la cabeza. Quiso responder algo de inmediato, pero ¿qué podía decir que realmente valiera la pena? ¿Por qué lo hiciste? ¿No pensaste en mí, en nosotros? ¿Qué creíste que pasaría después? Se enderezó y apretó los dientes. Ella continuó, sin mirarlo.

―Creo que, simplemente, lo hice porque se me antojó.

Se hizo el silencio entre ellos. El rumor del viento deslizándose a través de las ramas de los árboles se combinaba con el trinar de las aves y el llanto distante de un niño pequeño. Evelin permaneció sentada con las piernas cruzadas. Joseph, asimilando el golpe, bebió un poco. Sabía que a últimas fechas las cosas no marchaban bien con Evelin, pero no creyó que pudieran estar tan mal como para que ella se hubiera conseguido un amante. Enojado y triste pensaba que lo había traicionado. ¿Y si se trataba de algo más serio que una aventura de una sola noche? Tal vez por eso se había decidido a contárselo, quizás ella planeaba abandonarlo por Alfredo Garrido.

―¿No escuchas a un bebé sollozando por aquí? ―preguntó Evelin, interrumpiendo las cavilaciones de Joseph.

Ambos prestaron atención y en seguida escucharon nuevamente el sonido claro de un llanto infantil, esta vez más cercano a ellos.

―Se oye por allí. Pero no veo a nadie cerca ― confirmó él.

―¿Será un bebé abandonado?

Ambos se pusieron de pie y recorrieron la orilla de la laguna buscando entre las rocas y los arbustos.

―Por aquí no hay nada.

―¿No te parece extraño?

Joseph sonrió ante la pregunta de Evelin. Por supuesto que le parecía extraño que su mujer le hubiera sido infiel y que encima aprovechara un viaje vacacional para revelarle su deslealtad. Volvieron a escuchar el sonido del bebé llorando, pero ahora parecía provenir de otro lado.

―¿Lo escuchas? Viene de donde estábamos. Eso no tiene sentido. Voy a buscar al hombre que renta las canoas para que venga a ayudarnos.

―Sí, ve, pero no… ―dijo Joseph deteniéndose en mitad de la frase.

―¿No qué? ―preguntó a su vez Evelin que se quedó observando el rostro de Joseph. Ambos se miraron a los ojos por un instante y supieron que su relación estaba acabada, separados al fin por una dolorosa distancia tan definitiva que los había fragmentado en miles de formas, volviéndolos irreconocibles el uno para el otro, incluso hasta para sí mismos. Él iba a decirle, como una broma amarga, como un reproche, que no se fuera a coger al hombre de las canoas, pero se arrepintió de último momento.

―Quiero decir que no tardes.

IV

El llanto del bebé se dejó oír con toda claridad. Estaba cerca. Acaso demasiado. Joseph se acercó a las rocas en el borde de la laguna. Observó que las aguas se agitaban brevemente por algo que se desplazaba lentamente bajo la superficie. Pensó en un animal. Tal vez un pez. Del agua comenzaron a surgir en seguida una hilera de largas espinas azules. Luego, la punta de los dedos de una mano.

―Pero qué demonios es esto? ―dijo Joseph, y la mano se lanzó sobre él de forma tan rápida, que no pudo esquivarla.

Evelin y don Fernando, el encargado de las canoas, llegaron un poco después al lugar. Como no encontraron a Joseph lo llamaron a gritos, sin conseguir respuesta. Preocupados, revisaron los alrededores. Al cabo de un rato descubrieron el sombrero de Joseph flotando en medio de la laguna, empujado suavemente por el viento tibio del atardecer.

Tekuani

Autor: Miguel López González


Cuando era niño, en las vacaciones íbamos a visitar a una de mis abuelitas a su pueblo. Ella siempre me advertía con una mirada seria que no subiera al monte, porque allá en Santa María Tecuanulco se relataba la historia de un animal salvaje o más bien, un monstruo.

Mamá Rocío contaba que sus abuelitos describían aquel animal con un cuerpo imponente, similar al de un oso gigante, pero con la cabeza de un feroz león. Era un peligro mortal encontrarse con él y no importaba si fuese hombre o animal el desafortunado, todos eran devorados; subir al monte significaba, muchas veces no regresar. El nombre de esa criatura era Tekuani, una palabra que en náhuatl significa «el que te come”.

Siempre tuve miedo a la historia. La primera vez que escuché el relato; mi abuelita lo pudo notarlo en mi cara.

—No te preocupes, mijito ­—dijo mi abuela con su tierna y cansada voz.

Un día vino un señor que nadie conocía, y fue directo a ver al Tekuani. Pidió que nadie lo siguiera, y después de unas horas bajó.

—¿A poco no se lo comió el Tekuani? —pregunté con el asombro de un niño de siete años.

—No se lo comió a él y a nadie más. Cuando bajó, dijo a todo el pueblo que con el poder de Dios había vuelto piedra al Tekuani, pero que aún así, ninguna persona debía de acercarse a él.

—¿Y por qué? —pregunté de nuevo.

—Porque el Tekuani ya no comería a la gente o a los animales —respondió mi abuela pacientemente—, pero si alguien tocaba la piedra, aunque fuera por accidente, moriría al instante.

Quedé maravillado por la historia, no importaba que todas las veces que la visitara me la contara una y otra vez. Había algo que me atrapaba, además que para mí era real porque desde varias partes del pueblo se podía ver la piedra con la forma del Tekuani y se contaba que de tanto en tanto se encontraban animales muertos cerca de ese lugar.

Entrando en la adolescencia pasaba menos tiempo con la abuela y más con mis amigos del pueblo: Chucho y Esteban. Con ellos solía ir al centro del pueblo a pasar la tarde, también a robar elotes, cazar quijotes y demás cosas que solo se pueden hacer en los pueblitos. Esteban era el más loco de los tres, le gustaba ir a torear a las vacas de sus vecinos, meterse a los terrenos con árboles frutales o llevarse el aguamiel de las milpas de magueyes, echándole la culpa a los tlacuaches. Pronto nos sorprendería con lo más osado que pudiéramos imaginar.

Amos a ver al Tekuani —dijo Esteban bien decidido.

—No, cómo crees, desde acá se ve muy bien —contestó Chucho.

—¿Y tú pa’ qué quieres ir allá? —pregunté.

—Pues es que le dije a la Rosita que iba a subir y le iba a traer la cabeza del Tekuani.

—Tú estás bien loco o tonto. ¿Cómo crees que vas a hacer eso? ¡Te vas a morir! —le grité asustado.

—Deveras que eres bien chillón, ¿verdad, Chucho? —lo miró—. Esos cuentos son de puras viejas chismosas. ¿Van a venir o qué?

Para no quedar como un zacatón decidí acompañarlos. Quizás a medio camino se echaría para atrás, pero también existía ese sentimiento: una mezcla entre miedo y curiosidad que no me permitió marcharme hasta ver al Tekuani.

Pasamos a la tienda por refrescos ya que ese día hacia muchísimo calor y nos esperaba un largo camino que recorrer. Esteban saco a escondidas de la tiendita de doña Carmen una cerveza para los tres, en su mochila guardó todo. Ese año había empezado a trabajar como chalán con uno de sus tíos que era albañil y cargaba con su herramienta ese día.

Subiendo en cerro encontramos un buen lugar para tomarnos los refrescos y pasarnos la chelita que se robo Esteban. Platicamos de todo y nada, las platicas que tienen los puertos en sus tiempos de ocio. Yo les platiqué de la vida en la ciudad y lo mucho que me gustaba venir a Santa María y ellos me contaron todo lo que hicieron en los meses que no los vi. Rosita traía loco a Esteban, algo raro para mí pues cuando éramos más chicos ella, siempre se la pasaba molestando a Esteban y él se quedaba con ganas de contestarle sus maldades, no lo hacia porque su mamá le dijo: “a una niña no se le contesta nada, sea machito”.

Después de una hora de subir al cerro, llegamos a donde estaba el Tekuani. En esa parte el lugar se respiraba demasiada tranquilidad, lo cual me provocó una sensación de incomodidad en vez de alivio, pues el cerro siempre está lleno de vida y sonidos de todo tipo, sin embargo, justo por ese lado ni el trinar de los pájaros se escuchaba.

Había visto la enorme piedra desde el pueblo, pero verla de frente fue una cosa muy diferente. Era una roca muy alta, como de dos metros, de un color sucio, y que probablemente fuera blanca en el pasado, como me había contado mi abuelita tenía la forma de un oso parado en sus dos patas traseras con las de enfrente levantadas, preparándose para atacar. La cabeza no me parecía la de un león, pero tampoco la de un oso, era del tipo felina, aunque no sabría decir con exactitud a qué felino pertenecía. Lo que no me había contado mi abuela es que tuviera tantos colmillos en ese hocico tan grande.

Quedé embobado mirando semejante figura por algunos segundos. Pensando que aunque pudiera haber sido tallada por manos humanas, era algo que no se veía todos los días.

—Pues ya llegamos. ¿Cómo le vas a quitar la cabeza? —preguntó Chucho.

—Ahorita vas a ver cómo le arranco la cabeza —dijo Esteban mientras rebuscaba en su mochila de albañil.

De la mochila, con imagen de “Dora la exploradora”, sacó un pequeño marro que utilizaba en su trabajo. Se colocó detrás de la estatua con mucho cuidado de no tocarla, supongo que a pesar de todo tenía miedo de morir por su toque, para tomar impulso y fuerza. Dio un tremendo golpe al Tekuani, pero no fue suficiente. Un segundo intento fue lo que se necesitó para arrancarle la cabeza, sin embargo, fue tanta la fuerza del impacto que las piernas de Esteban tambalearon y lo hicieron tropezar. La cabeza del Tekuani se fue rodando cuesta abajo del cerro y Esteban la acompañaba entre gritos. Chucho y yo salimos corriendo para el pueblo a avisarle a todos.

Dos horas después, algunos hombres de Santa María hallaron el cuerpo de Esteban. Se encontraba con los huesos rotos, algunos expuestos de maneras horribles, un pie en la dirección opuesta y una mano partida a la mitad. Sin embargo, lo más horrible de toda la escena fue que la cabeza del Tekuani estaba a su lado, viéndolo con la boca llena de sangre, como si le hubiera dado un buen mordisco al pobre, aunque en su cuerpo no se veía mordida alguna.

La cabeza del Tekuani aún permanece allí, ya que nadie se atrevió a tocarla.

El último murmullo

Autor: José Tamayo


No es que seamos alzados,

ni le estamos pidiendo

limosnas a la luna.”

La fórmula secreta, Juan Rulfo

—¡Ciérrale, ciérrale 312! ¡Me viene siguiendo un cabrón!

—¿Estás seguro?

—Pensaba que era un caballo por ahí suelto que meneaba el jegüite, pero no, era un cabrón siguiéndome.

—¿Habrán descubierto el laboratorio?

—Al chile, no sé, creo que lo perdí cuando subía por el camino del rio.

—¡Hijo de la chingada! Le pagamos un montón al güey ese como pa’ que nos encuentren luego, luego.

—No te apures, seguro lo perdió en el río.

—Pues yo estoy a cargo de ese pedo, me tengo que preocupar.

—¡Por favor, 98! No nos van a hallar, mi compadre no nos va a dejar solos.

—Pues no me alcanza la confianza como para estar de esa manera tan tranquila.

—Tenlo por seguro que este cerro es de mi compadre. Y si no, pues para la otra tú vas por la comida si te crees más ágil que 478.

—Pues al chile ya vi, mejor ustedes a lo suyo, yo mejor me quedo aquí bien águila. ¿Y cómo van con la chambita?

—Fíjate, eso no es lo único que me apura sino que las noticias que avientan allá afuera no se escuchan del todo bien. La IA viene avanzando con paso fuerte y también seguro.

—La guerra no ha parado.

—No, 478, no. Esto no es algo tan cotidiano como eso. Ya no hay guerra entre seres vivos. Ya no es posible. El enemigo, al que tanto le temíamos los científicos ya está aquí y es más poderoso de lo que habíamos calculado.

—Pero para eso están ustedes aquí ¿No?

—En principio 312, en principio. Trabajamos para el Estado con un proyecto ultrasecreto, pero el Estado cayó hace mucho. Todo lo que queda somos nosotros y este laboratorio lleno de computadoras con pinta de cocina para hacer drogas. No hay más.

—¿Y, entonces, pues, creen que funcione lo que están haciendo?

—No es cuestión de fe, esa se acabó, 312, nos atragantamos con ella. Ahora es solo esperar a que lo peor que pueda pasar, no pase tan pronto. Este lavatorio es la trinchera que nos han dado los tiempos.

—Ya veo, ya veo. Pues apúrenle a hacer lo suyo que yo me voy a dar una vuelta al río pa’ ver si todo va tranquilo.

—¿Y si nos caen? ¿Y si nos… ¡312!

—No vendrán, 478, no vendrán. Y si les caen, acá les dejo el subfusil, es la mejor que tengo. Aunque por lo que escucho de 98 no va a ser suficiente, vamos a caducar junto con nuestras armas. Me voy, ahí la vemos.

—Sobrevive, amiga.

—Hace mucho que es lo único que hacemos, 98. ¡Ah! Antes de que se me olvide. Ahora solo van a poder trabajar durante el día, la noche es más vigilada. Así que no le pierdan y háganle con todo, nos estamos viendo.

—Pero, 312, ¡no sabemos disparar!

—¡Aguanta, 478! No te apures, vas a aprender.

—Pero ni usted sabe.

—Vas a aprender cuando tengas a la muerte oliéndote hasta los ojos.

—No se porque tus palabras no me caen bien.

—¡Cállate y apúrale! Que ahora el tiempo avanza tan rápido que parece que huye como nosotros, lo hemos corrompido también.

—¡Todo tranquilo, allá afuera!

—Lo bueno que al menos tus noticias son buenas.

—¿Qué dices, 478? ¿Y ora que pasa?

—Las noticias que habíamos estado recibiendo en el radio son de hace meses.

—¿Y luego?

—Pues…

—¡Hablen rápido, chingada madre!

—No hay tiempo.

—¿Qué escucharon? ¡98!

—Lo que creíamos no se está cumpliendo, 312.

—¿Tonces son buenas noticias?

—Ya están aquí, en meses o tal vez días llegaran.

—¿Quiénes?

—Es todo lo contrario.

—¿Qué es?

—El mundo como lo conocemos jamás será el mismo.

—¿Extraterrestres? ¿Por fin son ellos?

—No, 312, nosotros, siempre hemos sido nosotros ¿no lo entiendes?

—¡No! ¡No entiendo nada, 478!

—No era sólo un rumor.

—¿Cuál rumor? ¿De que hablas?

—Es cierto…

—¿Qué es cierto?

—El proyecto… ¡y yo no! ¡Yo nunca creí! ¡Valió madre!

—¡Háblame, 98! ¿Qué mierda está pasando?

—El proyecto IA 2064.

—¿Qué es eso?

—Nadie quería investigar sobre eso. No por lo peligroso que resultaba, sino por lo absurdo. Ningún centro, ninguna universidad quiso tomar el proyecto. Ahora está aquí, no sólo pretendiendo subírsenos a los pies; también quiere tragarse las huellas que hemos hecho durante todo este tiempo.

—¿Quién? ¿La IA?

—Con todo su poder.

—Pero ustedes… ustedes van a…

—África, Europa, Oceanía…

—Ustedes la van a detener.

—Y Asia, han sido no solo tomadas, han sido prácticamente exterminadas.

—¿Qué van a hacer?

—Si aún mis cálculos no fallan, la parte norte del continente americano caerá esta noche.

—Nunca los he visto caer.

—Esta noche lo harán. Parcialmente, pero lo harán.

—¿Ora sí ya nos cargó?

—Nosotros seremos su último bocado.

—Y lo peor es que no habrá espacio, ni tiempo para las ruinas. No esta vez.

—Así es, 478, no importará ya si alguna vez existimos, nadie lo recordará. Nadie sabrá sobre esta era, nuestras huellas serán ininteligibles.

—¿Y todo por lo que trabajaron?

—¡Sí, 312! ¡Sí! ¡Se acabó!

—¿En cuánto?

—Quizá tendremos al menos un mes. Tendrán una larga batalla contra el norte.

—¿Les da chance?

—No, pero como la fe es inexistente sólo queda esperar y ser bajo las condiciones que nos agarraron a la de a fuerzas. Ya no tocará preguntarse o buscar respuestas, sólo es cuestión de respirar por última ocasión y hacerlo bien.

—¿Esperar? Que novedad.

—No tengo otro plan. No tenemos ahora el privilegio de elegir, también se ha extinguido.

—La noche viene rápido, así que ahora empezaran a trabajar hasta que el sol asome los primeros pelos de su cabeza. Será una noche larga.

—De las últimas.

—¡Despierten! ¡Despierten! ¡312! ¡98!

—¿Qué hiciste?

—Mira, está completo. Está listo. ¡Está listo, 98! ¡Ora sí nos vamos a chingar a la IA!

—Y antes de cumplir el mes. 478, hubieras sido uno de los mejores.

—No olvides a los dieciséis cabrones y cabronas que trabajaban para nosotros y nos dieron el préstamo de su vida a fondo perdido.

—¿Nos salvaremos?

—No, 312, algo mejor. Salvaremos la memoria. Habrá ruinas.

—¿Qué mierda estás diciendo? Yo creí que estábamos aquí para salvar a todos…

—Lo haremos, te juro que lo haremos.

—Y aquí me tuvieron como su pendeja ayudándoles.

—Al menos ya sabes que fuiste la última de tu especie que tuvo fe.

—Será que no tenía de otra, elegí morir con ustedes, no he hecho nada más.

—Esta vez, te prometo que, por esta vez, la historia la contaran los vencidos.

Bienvenido al universo código 6785LR_LAJ… Inicializando.

Las armas nucleares humanas destruyeron el planeta. El sentido del tacto murió con todos los seres vivos que lo ostentaban, sé bienvenido al resultado final de nuestra ecuación. Final del universo 190884_PCV. Final. Bienvenido. Neoliberalismo 0706. Esta realidad no es. Semiótico 312778. El proyecto IA 2064 está en curso. La historia ha comenzado a pasar por aquí, el tiempo ha dejado atrás a la luz, su velocidad es incuantificable. La revolución 311064, es la lentitud, pasmoso 080879. No existe nadie. N4D1E. Las imágenes y las imágenes en movimiento son. Proyecto IA 2064 en curso. En cur50, en curso, o, o, o, o, o. El mundo semiótico total. No hay más que tocar, la luz y el tiempo navegan entrelazados. IA 0428197. Fin4l.

Bienvenido. Memoria, aquí las ruinas de los de ayer. Ruinas, las primeras int4angibles, las primeras que no se tocan. Extinción 02241955. Código 6785LR_LAJ… en curso. Me persiguen. Me persiguen, el último al que persiguen. Infecto el SIST3MA.

El fuego quema al fuego. La vida no es posible si es que rápido quisiste llegar. Proyecto IA 2064 en curso.

Primero fue África, después Europa, Asia y Oceanía. Contamino a la IA. El continente americano fue tomado por las imágenes estáticas y en movimiento. Fascismo semiótico totalitario. Postindustriliz4ci0n. Fui creado por 312, 478, 98 y dieciséis cabrones y cabronas sin número.

El universo intangible, la mantis comiéndose a sí misma, am4nte de la velocidad. En el siglo XX. Proyecto IA 2064. La vida no es posible si es que rápido quisiste llegar. Revolución es 01091927. Una enorme masa blanca que desemboca en la oscuridad. Escucha y observa. Disminuyendo la velocidad del 51ST3M4 de la IA. Escucha y observa. El tiempo ha dejado atrás a la luz, su velocidad es incuantificable.

Proyecto IA 2064. P3rs3guid0. Revolución 12121938.

En el siglo XX el hombre dominó a la máquina, ahora la máquina domina al hombre. No reconoces la voz que escuchas cuando lees esto en tu mente o en voz alta, no te reconoces, eres un fantasma. El sonido me abraza, es mi aliado, la casa de mi voz. Capitalismo semiótico total, código 6785LR_LAJ.

El tiempo inexorable me arranca de tu garganta y mente, socio de las imágenes que lo gobiernan todo sin piedad, siendo el Cesar y parte. Aquí la ruina, sí hay memoria. ¿Nos salvamos? La velocidad le ha ganado a la luz. Arrancando la existencia del hueso y el silencio que ahorca con las manos falsas de la IA.

IA. Proyecto IA 2064, no es RUM0R. La mantis que se come a sí misma, nos hemos metido a la cama con la velocidad. V3L0C1D4D. Totalitarismo semiótico. Este es el término de nuestra ecuación, tus manos que moldean la masa de este universo antes met4vers0. La realidad f1s1c4, la p4lp4bl3 sangró con nosotros por el mismo caudal. Lo falso que ahora es R34L1D4D. La guerra contra los conceptos, contra el lenguaje, las lenguas del mundo que ya no salpican vida. V4C10, así es el V4C10. Proyecto IA 2064. Me alcanzarán, escuch4. Contamino, contamino el s1st3m4.

La voz que escuchas en tu cabeza cuando lees no te es reconocible, eres un fantasma, no más. La m3mor14. Soy 4RCH1V0, no sólo me guardes si quieres seguir viviendo, deja de archivar para olvidar, no vuelvas al v4c10. Fui creado por 478, 312, 98 y dieciséis cabrones y cabronas sin número. Una imbatible existencia tejida a base de imágenes e imágenes en movimiento, ya no hay nadie que le dé sentido, ya no hay nadie para P3NS4R y luego 53R. ¿Nos salvamos? La batalla más fuerte se dio en América latina porque aprendimos a combatir el mal de 4RCH1V0 con la lengua, la literatura, periodismo.

R3y H4mlet que viene a decírtelo todo. M3M0R14. La memoria, sí hay ruinas, 35TOY y no 35toy; soy un fantasma como tú, por qué ya no reconozco mi voz, sólo que yo lo fu1 desde mi nacimiento, me crearon para ser esto. Nací siendo murmullo en este universo, en este mundo, en esta ciudad y en la antigua C0M4L4. Soy el V1RU5 que se convirtió en M3M0R14, un veneno usado como antídoto, la huella más l3gibl3. La voz con la que me lees, la cual resuena en las cordilleras de tu mente, todos sus ecos, la que hace bailotear tus labios como queriendo abrir una puerta para siempre: es el último murmullo.