Autor: Juan Pablo Sotomayor Rivas
“…la llevaba hasta su cueva debajo del agua,
dónde le arrancaba los ojos, los dientes y las uñas”
Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España.
I
Salir de viaje en busca de un pueblo mágico pareció en su momento una buena idea para romper con la monotonía de lo cotidiano. Sin embargo, así como el clima de febrero suele ser cambiante y caprichoso, de la misma manera el humor de algunas personas puede ser movedizo y variar radicalmente de un momento a otro, sin advertencias.
Joseph estaba molesto. Lo mortificaba en extremo la apatía que se adueñó inesperadamente de Evelin desde su salida de casa. Apenas había abierto la boca durante las horas que les tomó ir desde la ciudad hasta Huasca, el pueblo elegido para vacacionar.
Sentirse ignorado en medio de sus silencios, de su aire indiferente, lo sacaba de quicio y aunque se trataba de una situación que no se repetía con frecuencia, Joseph no había aprendido a lidiar con ella en los cuatro años que tenían de relación. Por otro lado, a Evelin le tenía sin cuidado los estragos que su comportamiento errático podía generar en el ánimo de su esposo.
Ella acostumbraba a ser optimista y divertida ya fuera en casa o en el trabajo; pero, cuando simplemente no le venía en gana hablar, se retraía ensimismada por el tiempo que a ella le pareciera necesario.
Era, en realidad, alguien bastante egoísta.
II
Al segundo día de su llegada a Huasca la tensión entre la pareja pareció disminuir después de una noche de sexo extenuante y de algunos otros excesos. Luego de un abundante desayuno revisaron las actividades sugeridas por la guía turística de la posada donde se hospedaron y decidieron ir de excursión a la laguna del Bosque de las Truchas.
― ¿Primera vez que nos visitan? ―preguntó el chofer del vehículo.
―Sí ―respondió Joseph sujetando su sombrero, disfrutando la sensación del aire fresco y del verdor del paisaje boscoso.
―Verán qué bien lo pasan en la laguna. Pueden rentar una canoa para remar un rato, hay también un restaurantito económico en el que hacen muy rico de comer, ahí entre los árboles ―continuó hablando el chofer con buen ánimo―. Nada más no se queden solos en la orilla de la laguna. Ya saben, hay duendes por aquí. Y a veces también hay cosas peores ―, agregó el hombre con un matiz misterioso en su voz.
―¿Cosas peores? ―preguntó Evelin interesándose por la conversación ―. ¿Cosas peores cómo qué?
El chofer rio al notar que su intrigante advertencia había logrado el efecto deseado en el par de turistas citadinos.
―Sólo son cuentos señorita. Leyendas de criaturas y aparecidos que cuenta la gente supersticiosa de pueblo.
Joseph y Evelin se miraron extrañados en silencio.
III
Acordaron no pasar por el local de las canoas. Ninguno tenía el ánimo para ponerse a remar. Bebían la botella de vino helado de Joseph, sentados sobre la hierba, frente a la laguna apacible, cuando Evelin, con la mirada fija en la superficie reflejante del agua, comenzó a hablar.
―Un jueves, hace como un mes, me topé con Alfredo Garrido en el centro comercial.
― ¿Alfredo? ¿Tu novio de la prepa? ―preguntó Joseph sorprendido por la repentina revelación.
― Sí. Ese. Tú entonces habías ido por unos días a Monterrey, para tomar un curso.
Aquella plática comenzaba a tomar un rumbo peculiar. Invadido por un mal presentimiento, Joseph se puso tenso y guardó silencio esperando a que ella siguiera hablando.
―Comimos juntos, charlamos un rato ―Evelin hizo una pausa para terminar su vino―. Pasamos juntos la noche en un motel.
Él sintió una intensa ola de calor recorrerle el cuerpo entero comenzando desde la cabeza. Quiso responder algo de inmediato, pero ¿qué podía decir que realmente valiera la pena? ¿Por qué lo hiciste? ¿No pensaste en mí, en nosotros? ¿Qué creíste que pasaría después? Se enderezó y apretó los dientes. Ella continuó, sin mirarlo.
―Creo que, simplemente, lo hice porque se me antojó.
Se hizo el silencio entre ellos. El rumor del viento deslizándose a través de las ramas de los árboles se combinaba con el trinar de las aves y el llanto distante de un niño pequeño. Evelin permaneció sentada con las piernas cruzadas. Joseph, asimilando el golpe, bebió un poco. Sabía que a últimas fechas las cosas no marchaban bien con Evelin, pero no creyó que pudieran estar tan mal como para que ella se hubiera conseguido un amante. Enojado y triste pensaba que lo había traicionado. ¿Y si se trataba de algo más serio que una aventura de una sola noche? Tal vez por eso se había decidido a contárselo, quizás ella planeaba abandonarlo por Alfredo Garrido.
―¿No escuchas a un bebé sollozando por aquí? ―preguntó Evelin, interrumpiendo las cavilaciones de Joseph.
Ambos prestaron atención y en seguida escucharon nuevamente el sonido claro de un llanto infantil, esta vez más cercano a ellos.
―Se oye por allí. Pero no veo a nadie cerca ― confirmó él.
―¿Será un bebé abandonado?
Ambos se pusieron de pie y recorrieron la orilla de la laguna buscando entre las rocas y los arbustos.
―Por aquí no hay nada.
―¿No te parece extraño?
Joseph sonrió ante la pregunta de Evelin. Por supuesto que le parecía extraño que su mujer le hubiera sido infiel y que encima aprovechara un viaje vacacional para revelarle su deslealtad. Volvieron a escuchar el sonido del bebé llorando, pero ahora parecía provenir de otro lado.
―¿Lo escuchas? Viene de donde estábamos. Eso no tiene sentido. Voy a buscar al hombre que renta las canoas para que venga a ayudarnos.
―Sí, ve, pero no… ―dijo Joseph deteniéndose en mitad de la frase.
―¿No qué? ―preguntó a su vez Evelin que se quedó observando el rostro de Joseph. Ambos se miraron a los ojos por un instante y supieron que su relación estaba acabada, separados al fin por una dolorosa distancia tan definitiva que los había fragmentado en miles de formas, volviéndolos irreconocibles el uno para el otro, incluso hasta para sí mismos. Él iba a decirle, como una broma amarga, como un reproche, que no se fuera a coger al hombre de las canoas, pero se arrepintió de último momento.
―Quiero decir que no tardes.
IV
El llanto del bebé se dejó oír con toda claridad. Estaba cerca. Acaso demasiado. Joseph se acercó a las rocas en el borde de la laguna. Observó que las aguas se agitaban brevemente por algo que se desplazaba lentamente bajo la superficie. Pensó en un animal. Tal vez un pez. Del agua comenzaron a surgir en seguida una hilera de largas espinas azules. Luego, la punta de los dedos de una mano.
―Pero qué demonios es esto? ―dijo Joseph, y la mano se lanzó sobre él de forma tan rápida, que no pudo esquivarla.
Evelin y don Fernando, el encargado de las canoas, llegaron un poco después al lugar. Como no encontraron a Joseph lo llamaron a gritos, sin conseguir respuesta. Preocupados, revisaron los alrededores. Al cabo de un rato descubrieron el sombrero de Joseph flotando en medio de la laguna, empujado suavemente por el viento tibio del atardecer.