Autor: Iván Ambrouken
Sin título Técnica: tinta sobre papel. Dimensiones: 24 cm. x 32 cm.
Autor: Ronnie Camacho
¡Los macarrones están listos! ¿Sabes? Nunca pensé que te traería a casa, no eres muy simpático y realmente muchos te tenemos miedo, pero bueno mis padres querían conocerte y que mejor forma de hacerlo que invitándote a cenar.
Ya quiero que den las ocho para que se despierten y al fin te puedan conocer, sé que para ti es muy gracioso molestar a los demás. Y más, centrarte específicamente en mí solo porque soy adoptado, pero mamá y papá ya me había advertido que muchas personas no lo entenderían y que otras más se reirían de mí, solo por eso.
Siendo sincero no te entiendo, pero debo admitir que durante el día mi vida sin ellos es muy solitaria. Pues tengo que levantarme desde muy temprano para ir a la escuela, solo para que me molestes, luego saliendo tengo que ir a hacer el súper y finalmente llego a casa a prepararme la comida.
Tal vez mi vida no sea como la tuya o la del resto de los niños, pero no me siento mal, pues desde el principio mis padres me han hecho saber que, si bien la sangre no nos une, ellos me aman con todo su corazón. Cuando despiertan, juegan conmigo, me ayudan con la tarea y tratan recuperar todo el tiempo perdido, antes de que yo tenga que ir a dormirme.
Ellos son magníficos y, de hecho, su historia favorita y la que siempre relatan al resto de la familia, es la de cómo me encontraron. Aunque la he escuchado miles de veces, siempre es un gusto para mí oírla de nuevo.
¿Quieres escucharla? ¿No? Bueno de todos modos te la contaré.
Mis padres cuentan que la primera vez que me vieron fue cuando conocieron a sus vecinos del departamento de arriba. Al parecer mis verdaderos progenitores eran una pareja joven y sin experiencia que recién se había casado y trataban de formar una familia juntos. Pero lo que parecía el comienzo de un cuento de hadas, termino siendo una horrenda pesadilla.
Como los vecinos de abajo, mis padres adoptivos fueron testigos de todos los gritos, pleitos y amenazas que se suscitaban entre la joven pareja del piso de arriba. Cuentan que, sin importar la hora, fuera día o de noche, ellos escuchaban mi incesante y desgarrador llanto que en ningún momento, mis verdaderos progenitores se molestaron en calmar.
Pasaron los meses y las cosas fueron de mal en peor, fue así que mis padres decidieron hacer algo al respecto. Habían tratado de mantener un perfil bajo después de haber tenido problemas en su antigua ciudad, pero decidieron rescatarme.
Con sigilo, se adentraron en el departamento de mis padres biológicos y lo que vieron, los horrorizó. Las personas que me dieron la vida tenían su casa hecha un muladar: comida vieja se pudría en la nevera, botellas de cerveza se esparcían por todo el suelo y yo dormía en una cuna repleta de basura, con el pañal lleno y evidentes signos de desnutrición.
Fúricos por lo que vieron mamá y papá trataron de encontrar aquellos monstruos para hacerles pagar. Pero por más que buscaron, solo encontraron señales que delataban que ellos se habían marchado hacía tiempo.
Mamá dice qué al verme, el primer pensamiento de ambos fue llamar a una apropiada institución para que se hiciera cargo de mí. Aunque estaban decididos a hacerlo, cambiaron de opinión cuando me tuvieron en brazos.
Con mucho cariño y un brillo en los ojos, ellos siempre relatan que desde el momento en que sintieron mi tibia cabecita y mi entre cortada respiración, su corazón se derritió por completo. En sus palabras yo era una bolita de carne, tan tierna y adorable que tuvieron que hacer un esfuerzo enorme para no comerme. Desde entonces y sin que nadie se les opusiera, ellos me criaron con el mismo amor que le darían a un hijo verdadero.
A diferencia de la relación de mis verdaderos progenitores, la relación entre mis padres adoptivos llevaba siglos de existir. Aun así, fue difícil para ellos adaptarse a mí, después de todo, las personas como ellos no suelen tener hijos. Imagina la sorpresa de todos mis tías y tíos cuando se enteraron de mí, aún hoy no puedo estar cerca de algunos de ellos, sin que mis padres estén presentes.
Durante mis primeros diez años de vida me criaron como uno de ellos. Dormía durante todo el día y jugaba toda la noche. Con el tiempo, cuando notaron que más que acostumbrarme, todo eso me hacía daño, decidieron criarme de un modo más “normal”.
Cuando tuve la edad suficiente para valerme por mí mismo, ellos recuperaron su habitual costumbre de volver a dormir durante el día y dejaron que me hiciera cargo de todo: la luz, el agua, la comida, etcétera; sin importar qué, cada noche les cuento cómo me fue durante el día. Fue así como supieron de ti y de todo lo que me haces.
Hubieras visto la cara que pusieron cuando les mostré los primeros moretones que me hiciste. O cuando les repetí todos tus insultos, o peor aún, cuando supieron que me bajaste los pantalones frente a toda la clase. Estaban tan molestos que no puedo ni describirlo. De hecho, no tendré que hacerlo, justo ahora acaban de dar las ocho, estoy tan contento, ¡por fin los vas a conocer!
Mientras espero en la mesa del comedor las puertas del sótano se abren y de ellas emergen mis padres. Ambos lucen somnolientos, se estiran y bostezan de tal forma que dejan expuestos sus afilados colmillos, para mí es algo normal; pero para mi diario agresor, es razón más que suficiente para comenzar a temblar en la silla en la que lo tengo amarrado.
―Hola má, hola pá.
―¡Tesoro! ―apenas me ven, corren para abrazarme y a pesar de sus cuerpos fríos, puedo sentir lo caluroso de su afecto.
―Mamá, papá, él es Ricardo, el compañero de quien les hablé.
―¿Con que éste es el niño? ―Una mueca de desagrado se dibuja en el rostro de mi padre.
―Sí, él es el que todos los días me molesta y se burla de mí por ser adoptado ―al enterarse de quién es, gruñen furiosos y en un parpadeo se plantan frente a él.
―¡Jamás debiste meterte con nuestro niño! ―Ruge mi madre a centímetros de su cara.
Ricardo comienza a suplicar bajo la mordaza que aprisiona su voz y a pesar del desagrado que siento por él, les pido que se detengan.
―¡Mamá, papá, esperen! Quiero escucharlo ―ante mi extraña decisión mis padres se detienen, intercambian una mirada confusa y tras unos segundos de dudas, obedecen y le quitan la mordaza.
―¡Perdóname Francisco no vuelvo a molestarte, yo…y…yo, solo estaba jugando, pero te juro que a partir de hoy, no me vuelo a meter contigo! ―Sus suplicas y lloriqueos me hacen pensar y aunque me gustaría creer en sus palabras, me gusta más comer en familia.
―Má, pá, pueden hacerlo, ya hace hambre ―respondo, antes de probar una cucharada de mis macarrones.
Autor: Aldo Hernández Zúñiga
Soñaba nuevamente con el rostro lleno de lágrimas de una mujer cuya identidad no podía recordar, cuando, súbitamente, desperté; sentía mucha melancolía. Me encontraba dentro de una capsula de hibernación, la cual se abrió y la mano de una persona comenzó a ahorcarme.
―¿Eres un hombre o una mujer? ―me preguntó una voz.
Apenas respiraba, así que me era casi imposible hablar.
―No lo sé ―susurré.
La persona que me estaba estrangulando era un hombre joven.
―Si no eres un hombre, eres una mujer; ¡muere, maldita basura!
Él soltó mi cuello y de su brazo izquierdo emergió una luz roja, la cual tomó la forma de una cuchilla que era tan larga como la mitad de su cuerpo.
Cerré los ojos, pensando que moriría; no obstante, nada ocurrió. Cuando miré, el joven estaba inconsciente en el suelo. Escuché los pasos de alguien que se acercaba hacia donde me encontraba.
―¿Quién eres? ―me preguntó una mujer joven que sostenía una extraña pistola.
―No lo sé.
―¿Eres hombre o mujer?
―No lo sé.
La joven me miraba totalmente confundida.
―¿Cómo te llamas?
―Lo siento. No puedo recordar nada acerca de mí. ¿Vas a matarme?
―No. Ya no soy la que era antes.
―¿Por qué él quería asesinarme?
―¿Así que en serio no sabes nada? Los últimos 50 años, este mundo ha sido azotado por una guerra cruel y sin sentido. Hombres y mujeres se matan entre sí por el simple hecho de ser física y biológicamente distintos.
―Entiendo. Esas son terribles noticias.
La joven me mostró un objeto pequeño: era del tamaño de su dedo pulgar; tenía forma cuadrada y era de color negro.
―Esto es la causa del odio que existe entre hombres y mujeres. Todos tienen uno implantado en el pecho, cerca del corazón. Hace unas horas, este chico me atacó con su cuchilla de luz. Afortunadamente, no me hirió, pero sí dañó mi implante. Fue así como lo pude remover de mi cuerpo. Entonces me di cuenta de que esta cosa era lo que me hacía odiar y matar a los hombres; estoy convencida de que a ellos les pasa lo mismo. ¿Tú tienes uno implantado en tu pecho?
Toqué mi pecho a la altura del corazón y no encontré algo como lo que aquella chica me había mostrado
―No ―respondí.
―Quisiera quitarle el suyo a él, pero no me atrevo, ya que es peligroso y puedo herirlo gravemente. Tal vez si exploramos más este lugar, encontremos algún indicio de qué son realmente estos implantes. Puede ser que halle alguna forma segura de extirpárselo sin matarlo. También deseo saber más de ti. ¿Tú no quieres averiguar quién eres y por qué estás aquí?
A pesar de que acababa de conocer a aquella joven, sentí que quería acompañarla. A cada momento que intentaba recordar algo de mi pasado, sentía un fuerte dolor en mi cabeza. Necesitaba conocer la verdad acerca de mí.
―De acuerdo. Busquemos a ver qué encontramos ―respondí
―Bien ―dijo Rebecca.
―¿Vas a dejarlo solo aquí? ―pregunté.
―No te preocupes. Le disparé con una pistola aturdidora, así que no despertará hasta dentro de unas siete horas.
Salí de la cápsula de hibernación y la seguí. La chica se llamaba Rebecca, comenzamos a explorar el lugar. Concluimos que nos encontrábamos en un laboratorio abandonado, aunque no podíamos saber con exactitud qué tipo de experimentos se habían llevado a cabo en él.
Subimos a un segundo piso y encontramos varias computadoras, pero solo una funcionaba. Rebecca la examinó y encontró la carpeta Proyecto Ami que contenía videos de bitácoras de un científico llamado Daniel que hablaba acerca de un extraño proyecto de investigación; su rostro me resultaba muy familiar.
Únicamente pudimos reproducir un video y así supimos que en donde nos encontrábamos se habían llevado a cabo experimentos con una forma de vida extraterrestre que había llegado a la Tierra hace 50 años. Aquel extraterrestre asesinó a la mayoría de los miembros del equipo de investigación.
Los únicos que sobrevivieron fueron Daniel y su hermana Ashley, pero, de alguna forma, la criatura, antes de morir, logró embarazar a la hermana de Daniel. Ella dio a luz a gemelos.
Los gemelos eran similares a cualquier bebé humano, pero tenían la peculiaridad de carecer de genitales masculinos o femeninos. Al cabo de unos meses, ambos bebés crecieron hasta tener el tamaño de un adulto. Uno de los gemelos se había empezado a transformar en algo no humano y de su cuerpo habían salido unos tentáculos de apariencia robótica.
Daniel y Ashley lograron encerrar a ese gemelo, pero, antes de hacerlo, uno de sus tentáculos les implantó un artefacto en el pecho como el que Rebecca me había mostrado. Después de tener el implante, él y su hermana comenzaron a odiarse mutuamente, al grado de intentar matarse entre sí.
El otro gemelo trató de detenerlos y en la lucha fue capaz de remover los implantes de Daniel y Ashley con solo tocar aquellos dispositivos; pero no fue suficiente, pues, cuando lo logró, Daniel ya había asesinado a su hermana.
Al final del video, Daniel explicaba el plan que tenía para acabar con el gemelo que había mutado: primero, resguardaría al otro gemelo, a quien llamó Ami, dentro de una cápsula de hibernación especial que tenía la capacidad de volar; luego activaría el sistema de autodestrucción del laboratorio, y, finalmente, escaparía junto con Ami dentro de la cápsula voladora. Después de ver el video, mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas.
A pesar de que no podía recordar lo que había sucedido, entendí que Ashley era mi madre y que yo era el gemelo que había logrado remover los implantes de ella y de Daniel. Rebecca me miraba sorprendida sin decir nada. De pronto, escuchamos un grito agudo proveniente del piso inferior. Bajamos rápidamente y encontramos a un hombre viejo que vestía una bata de laboratorio, y que sostenía un pequeño dispositivo que, al tocarlo con su dedo pulgar, el chico que Rebecca había noqueado gritaba de dolor. Cuando él hombre viejo me vio, me habló.
―Ami, despertaste justo a tiempo. Sé que, después de pasar tantos años dentro de esa capsula de hibernación, padeces de una severa amnesia; necesito que vengas conmigo. Es indispensable que tú y él den el siguiente paso en su evolución.
―¡Tú eres Daniel! ―gritó Rebecca.
―Tú también vendrás con nosotros ―le dijo Daniel a Rebecca.
Del pecho de Daniel, salió un tentáculo de apariencia robótica y trató de someter a Rebecca. No obstante, del brazo izquierdo de Rebecca, emergió una cuchilla de luz similar a la del joven que había tratado de asesinarme; la única diferencia es que la luz que irradiaba era de color azul. Con esa cuchilla, Rebecca cortó el tentáculo de Daniel. Al mismo tiempo, el chico, que estaba tumbado en el suelo, disparó con una pistola aturdidora a Daniel, quien cayó desmayado.
Rebecca me pidió que nos acercáramos al chico para que yo pudiera remover su implante. Él seguía tumbado en el suelo, casi inconsciente, así que pude remover fácilmente su implante. Después de eso, él despertó y nos miró muy confundido.
―¿Por qué siento tanta culpa y tanto remordimiento? No entiendo por qué no puedo dejar de pensar en todas las mujeres que he asesinado. ¿Por qué ya no siento deseos de matarte? ― exclamó el joven con los ojos llenos de lágrimas.
―La causa de tu odio hacia las mujeres se debía al implante que tenías en tu pecho y que Ami acaba de retirarte. Dime, ¿cómo te llamas?
―Iván.
Rebecca le contó a Iván todo lo que sabía sobre aquel lugar, sobre el origen de los implantes y sobre mí. Al principio, pareció no creerle, pero poco a poco se fue calmando y aceptó lo que ella le decía.
―Lo que no entiendo todavía es quien mandó la señal de auxilio. ¿Tu escuadrón también vino aquí por esa razón? ― preguntó Iván.
Rebecca asintió con la cabeza.
―Seguramente fue una señal de auxilio falsa. Es un milagro que tú y yo hayamos sobrevivido después de que nuestros escuadrones se enfrentaran, Rebecca.
―Hagamos que la muerte de nuestros compañeros no haya sido en vano. Es lo menos que podemos hacer después de todos los actos atroces que hemos cometido. Ami, hay que quitarle los implantes a Daniel. Seguramente, él podrá decirnos quién envió esa señal de auxilio ― dijo Rebecca.
Nos acercamos a Daniel cautelosamente y descubrimos que tenía varios implantes en su pecho. Después de que se los retiré, Daniel despertó y me abrazó mientras se deshacía en llanto. Posteriormente, cuando pudo controlar mejor sus emociones, nos dijo todo lo que sabía. Mi gemelo se había estado alimentado del odio que existía entre los hombres y mujeres, y eso lo había hecho crecer hasta adoptar una forma monstruosamente inhumana. Los implantes captaban el odio de las personas y lo transformaban en una frecuencia; esto le permitía alimentarse a la distancia del odio de las personas.
―Cuando iba a activar el sistema de autodestrucción, esa cosa logró atraparme con uno de sus enormes tentáculos. Parece que uso el sistema de ventilación para llegar a mí. Después de que me injertó los implantes, tuvo control total sobre mi voluntad. Me obligó a ayudarlo a fabricar nanobots que esparcimos por la atmosfera del planeta. Esos nanobots tenían la capacidad de entrar por el aparato respiratorio de las personas y su objetivo era fusionarse dentro del cuerpo de la gente para dar forma a los implantes.
Daniel también confesó que mi gemelo lo hizo mandar una señal de auxilio para atraer personas. Esto debido a que necesitaba de una mujer para procrear.
― Ami, tu gemelo busca volverse uno contigo porque tú tienes una parte dentro de ti que le falta a él para estar completo. Con esto, pretende asegurar que, de la semilla que siembre en una mujer, nazca solamente un bebé y no dos. Si logra esta nueva hibridación, ese nuevo descendiente será una forma tan avanzada de su especie que podrá alimentarse del odio y las emociones negativas de los seres de este mundo y de otros sin necesidad de viajar a ellos y sin necesidad de los implantes. Debemos de acabar con él. Si lo hacemos, todos los implantes en el mundo se desactivarán y la guerra terminará.
―¿Cómo matamos a ese monstruo? ―preguntó Iván.
―Tenemos que hacer que él crea que ganó y que atrape a Ami. En el momento en que intente volverse uno con Ami, es cuando debemos matarlo. Ami, sé que la humanidad no te ha dado nada, pero ahora tú eres nuestra única esperanza.
―Cuando desperté, no tenía ningún propósito; ahora tengo uno. El poder ayudarlos me hace sentir que pertenezco a la humanidad y no a la especie de mi gemelo. Los ayudaré ―dije.
Los cuatro trazamos un plan para acabar con mi gemelo. Posteriormente, Daniel nos guio hacia el lugar en donde este se encontraba. Cuando llegamos al sitio, Rebecca e Iván se quedaron paralizados del horror ante lo que vieron. De las paredes del lugar salían unas enormes bandas transportadoras en las que iban bebés recién nacidos. Todos los infantes se dirigían hacia un solo punto en donde había un ojo rojizo gigante parecido al de una persona. El cuerpo del ojo estaba cubierto con una especie de piel metálica oscura y de ella salían cientos de enormes tentáculos de apariencia robótica que succionaban a los bebes por medio de algo que parecía una boca.
―¿De dónde vienen esos bebés? ¿Por qué los devora? ―gritó Rebecca.
―Le gusta el sabor de su carne, aunque eso no lo nutra. Son los varones nacidos en ciudades de mujeres y las niñas nacidas en ciudades de hombres. Estos bebés fueron desechados por haber nacido con el sexo biológico incorrecto en la ciudad incorrecta ―respondió Daniel.
―Nosotros hicimos esto ―dijo entre lágrimas Rebecca.
Iván había vomitado y estaba hincado en el suelo sin moverse.
Yo no entendía las palabras de Rebecca hasta que Daniel me dijo que, en las ciudades humanas, había esclavos que eran hombres y mujeres cuya única función era procrear. Si los bebés nacían con el sexo opuesto al sexo dominante de la urbe, eran arrojados a basureros. Al parecer, Iván y Rebecca habían desechado a varios infantes. Mientras Daniel trataba de recuperar a Iván y Rebecca, que seguían muy afectados, varios tentáculos enormes me sujetaron y me llevaron cerca del ojo gigante que en ese momento tomó una tonalidad verde.
En ese instante, pude recordar todo lo que había vivido antes de entrar en la cápsula de hibernación. Recordé el rostro en llanto de mi madre antes de morir, diciéndome que me amaba. Al mismo tiempo, fui testigo de la batalla que se llevó a cabo bajo mis pies. Daniel le disparó al ojo gigante con la pistola aturdidora, por lo que este se cerró; Rebecca trató de dispararle a la criatura con el lanzagranadas que llevaba, pero un tentáculo le injertó un implante en su pecho, por lo que atravesó el abdomen de Daniel con su cuchilla de luz. Iván logró detener a Rebecca, pero tuvo que atravesar su pecho con su cuchilla de luz justo donde ella tenía el implante. Después, ambos se abrazaron y se impulsaron con sus botas antigravedad hacia donde nos encontrábamos mi gemelo y yo. Iván cortó los tentáculos que me sujetaban por lo que caí. Cuando el gran ojo se iba abriendo de nuevo, Rebecca le disparó con el lanzagranadas. Antes de que las granadas explotaran, muchos tentáculos atravesaron a Rebecca e Iván. Mientras caía, alcancé a escuchar lo que ambos se decían.
―Es lo que merecíamos ―dijo Rebecca.
―Por lo menos moriré en los brazos de una hermosa chica.
―Eres un idiota.
Las granadas estallaron y todo el cuerpo de la horrible criatura se quemó. Iván y Rebecca ya estaban muertos cuando sus cuerpos ardieron también. Después de que caí al suelo, me acerqué a donde Daniel se encontraba.
―Ami, me alegro de verte con vida. Espero que puedas encontrar un lugar en este mundo que resurge de las cenizas.
―Gracias a Iván, a Rebecca y a ti, yo tuve un propósito. Ahora no sé qué otro pueda tener ― respondí.
―Busca y descubre tu propósito…Eso hacemos las personas.
―Gracias por pensar que soy una persona.
―Tu madre y yo siempre creímos que eras una persona muy especial.
Daniel acariciaba mi rostro cuando murió. De mis ojos brotaron lágrimas y abracé su cuerpo inerte. Todavía no sé si fue suficiente lo que hicimos para terminar con la guerra. Es probable que los hombres y mujeres continúen odiándose después de tantos años de matarse entre ellos. Tal vez mi propósito sea ayudarlos a saber la verdad de lo que pasó. Tal vez pueda ayudarlos a lograr que vuelvan a amarse unos a otros.
Autor: Ernesto Issac Osorio
Pausa.
La araña de mi cuarto que está llegando a mi fosforescente luna, me acaba de descubrir y yo a ella.
El silencio nos une a escasos cuatro nudos de viento.
No hay nada que haga descubrir el rastro de su fuga.
Nos miramos.
Ella clava ocho ojos sobre mi cuerpo inmóvil por el pánico.
No parpadeo. Suprimí, extirpé y escupí esa función de mi cerebro, con un exhalo.
No dejo de mirarla con mis dos ojos con cascos.
Me cuestiono serio, si es que me susurra algo o será el tren que silba a la distancia.
Da algunos pasos lentos.
Se debe cuestionar, seria si es que le susurro algo o será el tren que silba a la distancia.
Miro de reojo si por alguna estrella cercana tiene cómplices…
Siento que más de cien ojos recaen sobre mi cabeza.
No me permito girar más allá de aquel cuerpo oscuro y delicado que está casi encima mío.
Y respira, ella se da licencia en dos de sus pares de ojos para visualizar su siguiente movimiento.
Afila las estilizadas patas y se mete a un cráter.
En la fracción de tiempo que cabe en cuatro zancadas arácnidas, cierro rápido mis ojos y los vuelvo a abrir. Seguimos enfrascados en una tensión ante la cual esta recamara comienza a quedar chica.
Recojo las piernas, para en el momento que se presente la oportunidad, saltar de la cama y tomar algún arma que se encuentre en el suelo helado; una antorcha o un cuchillo enterrado en la maceta que tengo en la mira con el rabillo del ojo.
Bajo los párpados.
Y me veo aferrado de cabeza a una orilla de plástico mientras afilo mis estilizadas patas y huyo de la luna.
Sigo avanzando y cierro todos mis ojos que arden y que pesan, mientras en la conciencia que me llega en el cenit, me dejo caer.
Cuatro nudos.
Tres nudos.
Dos nudos.
Un nudo.
Levanto los párpados.
Coloco las pupilas duras al centro de mis cristales, buscando entre las galaxias de mi techo…
Cierro los ojos.
Abro los ojos.
Alucino.
Autor: Carlos Saavedra
Despiertas a oscuras. Los murmullos de tu boca se convierten en vaho. En el rincón donde yaces, con el miedo devorándote, intentas aclarar cómo llegaste allí. Más allá de esa pared, dentro de la oscuridad, la ventisca resopla. Llueve, y el agua cae sobre el silencio. Presientes que negrura y tempestad sean testigos de un desastre.
De improviso, un ensueño llena tu cabeza de multitudes y colores. Eres un guerrero con escudo, espada y casco frente a las murallas de Troya que se yerguen sobre la arena. Atraviesas un momento de hielo y fragua, agujas de dolor maceran tu cuerpo, son cortaduras y golpes que mortifican.
Heridas que no crees tuyas, están ahí; palpas su fluido con olor a hierro que al llevar a tu lengua, sabes que es sangre. Como un anfibio que lleva entre sus fauces un légamo ancestral, el espacio te acuna entre olor a madera mojada, plantas y lodo. El goteo que persiste, no es una invención, se presenta como golpecitos sobre madera del techo manipulada por el viento donde se desaguan las regueras.
Algunos resplandores más allá entre los huecos de la cabaña, te permiten ver un bosque azotado por el viento, te imaginas la acometida de un caballo colosal. ¿Es el caballo de Troya? En tu mirada hay ansiedad. Deseas que el amanecer, con su vestidura de alba muestre su claridad, para dejar de ser un cuerpo suspendido en la noche sin memoria.
Pero, la penumbra es pesadumbre que corre por el túnel de un espacio sin ruido. Tu voz, secuela de palabras dichas con dificultad, la modulas con sigilo. Tus músculos, no responden, sufres el temor de levantarte, todo es abismo. Cada vez que logras moverte, crepitan debajo las hojas de tu lecho. No estás atado, pero te ata el miedo. Esta negrura es tu única compañía. Ella te protege, pero también aplasta, no te deja respirar.
Ah, un trueno ¡por fin! Ahora te enteras en dónde estás. Un fulgor más te hace descubrir la puerta de madera que no alcanzas. La tormenta arrecia, pareciera correr; chapotea y hace madurar el olor de la hierba. Quieres incorporarte, no tienes fuerzas, tu cuerpo es un trapo sin huesos, carne sin sangre, casi fantasma. El recuerdo es para ti otra sombra, una penumbra que hace brotar en tu mente un pasadizo donde las imágenes buscan la salida.
Un golpe repentino de agua, quizá la rotura de una canaleta del techo, baña las heridas de tu rostro, y el sufrimiento aminora. «Levántate. Sal.». No puedes. Te desplomas como un despojo, pero antes del desmayo escuchas, llamándote a la distancia, algo así como un canto de sirenas que prolongan su lamento con tono melancólico. Vas hundiéndote en la inconsciencia de tu cerrazón, donde yacen los recuerdos.
Voces de guerra avivan la lucha: Eres el jefe de las fuerzas aqueas que proclaman el triunfo, mientras golpean sus pectorales protegidos con cuero y gritan con voces entusiastas. «¡Luchemos por el atrida y Micenas!». Eres, con ellos, la punta de ataque en la batalla última de aquellos ya diez años, que intentan rendir plaza. De repente un carro, en el ímpetu de la pelea, te derriba.
Una frase de Carlos Pellicer te inunda: “Y siento ya como surgen del horizonte de mi sangre/ las tierras de un viaje de mármol/ en los que los trigales adolescentes/ duran.”
Dentro del desmayo, con ansia de estrellas y ruido del mar, te sumerges y flotas. Despiertas bajo el olor a carne asada, ¿acaso tus guerreros descansan y se alimentan mientras esperan tu salud? Hay en tu boca un sabor putrefacto. Escupes. Quieren abrir la puerta. ¿Serán tus soldados quienes vienen en tu ayuda? De pronto la noche se incendia con disparos y gritos de furia y dolor. El espanto te da la fuerza para incorporarte. Exclamas entre la red de las hojas de tu lecho: «¡sálvenme!»
Sin alcance de tus actos, ignoras que eres un escritor, quien por odio a la violencia, volcó en la prensa notas acusatorias en contra del cártel, y son ahora sus integrantes, quienes te han golpeado y te mantienen preso. Te reprendes: ¿cómo llegaste a tal peligro de muerte?
Afuera de la choza alguien viene a rescatarte de los sicarios, pero tú instinto de conservación, recelando más daño, hace que patees la pared de madera y te lances en el vértigo de la caída. Tu cuerpo rueda cuesta abajo entre el lodo y la hierba, en donde un golpe de aire como acabado de hacer, te da un respiro.
Un relámpago aparece, y puedes mirar en la lejanía cómo las nubes parecen un combate de dioses. La luz previa a la salida del sol comienza a envolver el horizonte, imita un campo en pugna donde seres celestes caen heridos. Te preguntas por tu ejército, y sus armas. «Su escudo y su espada, si ha de morir que sea como un valiente», te dice alguien. La lluvia cesa, algunas gotas atoradas entre los árboles, se desprenden, y hacen un chapoteo sobre tus ropas. Se alejan en el aire los sonidos de la sirena. Queda el viento tras el frío de la madrugada «¡Un último esfuerzo atrida!»
De pronto, ya no hay más aqueos ni troyanos, se difumina el espejismo de la realidad que evocaste, de la que sólo restan indicios. La sombra se retira entre sombras ante el advenimiento del día. Un tronco provisional se desliza por la corriente, te aferras a él. A lo lejos imaginas las costas helénicas. A la deriva, bajo la luz que se manifiesta, una nueva voz te inunda:
Y vas río abajo, como perdido, preguntando por tu nombre.
Uriel Velazquez Bañuelos
La lluvia dejo reposar a la ciudad. Los espectaculares recobraron su imagen, la gente transitaba las calles. El aroma a humedad se volvió una brisa caliente, gracias a los autos eléctricos y partes robóticas de las personas.
Kevin miraba desde la ventana, arriba en el departamento. Buscaba en las calles niños para salir a jugar. Pensaba que se ocultaron por la lluvia y que, ahora que se fue, saldrían a jugar. Pero solo vio a adultos y jóvenes, algunos altos otros enanos. Todos ellos portaban implantes robóticos que emitían ruidos por su sistema de ventilación.
Miró a un peatón delgado y con grandes brazos de fibra de carbono. Los hombros eran más grandes que su cabeza, y sus bíceps relucían con luces. Kevin pensó que estaba viendo a un gorila, pero ajustó la mirilla de su telescopio. Luego de ver que era real, se comparó; sus dos brazos eran como fideos.
Kevin siguió mirando por la ventana. No muy lejos, dio con una persona encapuchada. Tenía la sudadera ligeramente abierta, dejando ver su reluciente pecho. Kevin lo miró a los ojos, era como ver dos bolas negras del billar. El encapuchado le volteo la mirada y Kevin se escondió.
Asomaba la cabeza de poco en poco por la ventana. Dio pequeños vistazos con su telescopio. La ciudad le parecía lo menos interesante desde que se mudó hace ya dos años. Él no lo recordaba, pero su madre le decía que allá en los bosques de plástico, solía correr y trepar por las ramas hasta cansarse. Ahí, en su nuevo hogar, sus músculos se desvanecían por la falta de actividad.
Kevin fue al baño y se miró al espejo. Su cuerpo no tenía luces, ni acabados de metal. Era orgánico hasta las muelas. Se preguntó como las personas accedían a esos cambios. ¿Era parte de algún juego? ¿Pertenecía a un equipo de futbol? No lo sabía, y antes de hacerse más preguntas, sus padres llegaron.
El señor Cournot, gracias a un refuerzo en los huesos de la muñeca, cargaba las bolsas del mercado sin problemas. La señora Cournot, con sus ojos, escaneaba la casa, en busca de partículas de polvo para limpiar.
—¿Qué vamos a comer? —preguntó Kevin a sus padres. Su papá ordeno las compras en la alacena y en el refrigerador. Su mamá, dio cuerda al ratón aspiradora, y se fue a la cocina.
El padre terminó sus deberes y se tiró al sofá. En un par de horas debía volver a la fábrica. La madre preparó un guiso y encendió el televisor. Se saltó el canal de noticias y dio con las caricaturas. No era lo que le apetecía ver, pero era lo que su hijo necesitaba.
Kevin puso su telescopio al lado del plato y comió. Su madre notó el juguete, y se volvió hacia la ventana, donde las cortinas estaban abiertas.
—Kevin Cournot. —dijo su mamá— ¿Estuviste mirando por la ventana otra vez?
Kevin se guardó el telescopio, y le sonrió a su madre. El caldo se le escurría por la boca.
—Perdón, mamá, es que estaba muy aburrido. Terminé la tarea, lo juro. —tragó el bocado.
—Sabes bien que tienes prohibido mirar por la ventana…
—Pero quería buscar a otros niños —abogó con más claridad, Kevin, interrumpiendo a su madre. —¿Qué tal si hay más?, quiero hacer amigos.
El padre, sin levantarse del sofá, agregó lúgubremente:
—No hay niños en las calles. —sentenció. Cerró los ojos y trató de recordar cuando fue la última vez que miró un parque, una plaza pública, o un centro de actividades recreativas. Lo único que se le venía a la mente fue una pequeña sala de juegos en los edificios de su trabajo, aunque el acceso solo estaba permitido para altos mandos de la compañía que, muy rara vez, se paseaban por la zona.
—Además, si sales de casa vendrá a por ti el Robot come niños, ¡eh! —agregó la mamá y le limpio la carita. Kevin guardó silencio y siguió comiendo.
Para la noche, notó que las persianas estaban cerradas. Papá estaba trabajando y mamá dormía.
A escondidas, tomó la computadora y navegó por el internet en busca del Robot come niños. Los resultados era lo que había imagino; puro cuento. Al igual que el señor del costal, que el coco y otros nombres de seres que, sin pies ni cabeza, se usaban para advertir a los niños sobre los peligros de salir afuera. Pero los robots son reales, pensó.
Kevin vio muchos robots, de diferentes tamaños y funciones. Ninguna de ellas consistía en comerse a las personas. Al contrario, la mayoría estaba al servicio de la humanidad, como sirvientes o policías. Apagó el ordenador y se tiró a la cama, decidido de que mañana sería un buen día para salir a explorar.
Y si nos basamos en las noticias, el mañana lucia prometedor para la ciudad, CloudBank. El clima permanecería nublado, con aires frescos. La criminalidad descendió. Hay rumores de guerras afueras del muro. Y empresas apuestan por nuevas prótesis y estilos de programación de robots.
Ya en la mañana, Kevin apagó el computador. Sus clases vía online terminaron. Hizo los deberes, y esperó a que sus padres se marcharan para los deberes.
Sus padres se despidieron de su hijo, aclarándole que iban por un nuevo aire acondicionado, y que no saliera de la casa, ni abriera la puerta a nadie. Kevin aguardó unos minutos a que se marcharan. Cuando notó que ya habían ido, se preparó.
Se vistió con un impermeable amarillo, en caso de que lloviera. Guardó consigo su telescopio. De sus ahorros, tomó unas moneditas, por si veía alguna golosina que comprar para sus nuevos amigos. Y ya listo, salió de casa.
La lluvia recibió a Kevin, quien se movía en las calles como un ratoncito. Empuñaba con ambas manos su telescopio. Sonidos venían a él, como látigos a las espaldas de un esclavo. Las luces y destellos de neón le abrían los parpados. Estaba sedado ante la jungla de neón.
Ojalá y pronto me tope con un parque, pensó Kevin. En un intento por sobrevivir, miró a su pasado. Recordó a su padre, cuando eran exploradores en los bosques de plástico.
—Si alguna vez te pierdes —escuchó una voz fantasmal en su cabeza— busca a las estrellas. Ellas siempre te guiaran a casa.
Kevin miró arriba. Departamentos que seguían creciendo, como la densidad de la población, al infinito. Miró a las empresas y fabricas construidas a forma de pirámides; los nuevos templos de la sociedad moderna. Y en un destello de luz, que vino de un helicóptero publicitario, se encandiló
Bajó la mirada, y siguió recordando los consejos de su padre. En su ceguera temporal, lo veía con una sonrisa y ojos soñadores.
—Ningún árbol es el mismo. Desde cada raíz, hasta cada rama, todos son distintos. Solo obsérvalos bien, para orientarte mejor y no caminar en círculos.
Kevin se quedó quieto por un minuto. En esa brevedad, miró a su alrededor, mientras era golpeado por los peatones que pasaban. Los edificios eran grises y sin decoraciones. Gigantes de concreto donde la publicidad saltaba de un muro a otro, despojándolos de la ya inexistente identidad.
El miedo escaló por el cuerpo de Kevin, como una serpiente reptando por un elefante; una emoción que jamás olvidaría. Las lágrimas lo invadieron y comenzó a correr.
—Papá, mamá, aquí estoy, aquí estoy —decía—, ya me quiero ir. Ya no quiero salir de casa, lo siento mucho.
Kevin corrió por las calles hasta estrellarse con alguien. Se limpio los ojitos para ver mejor. Estaba ante una figura encapuchada. De las luces de su cuerpo salían los colores azul y rojo. ¿La policía?, ¿o un robot que ayuda a la gente?, pensó. No. Solo era una persona a la que le gustaba esos tonos. Analizó el cuerpo de Kevin, gracias al aumento en sus ojos, y al comprobar que era orgánico, se lo llevó consigo sin mucho esfuerzo.
***
Cuando los padres de Kevin llegaron a casa, con las manos vacías, notaron la ausencia de su hijo. De inmediato llamaron a la policía, los cuales llegaron tan pronto como pudieron. Aunque su eficiencia no dio para más, pues de la búsqueda solo quedaron intentos sin resolverse. A cada minuto las probabilidades de encontrarlo descendían, junto con el animo de la familia Cournot.
—Es mi culpa —dijo el papá—, si yo no hubiera aceptado el trabajo, no estaríamos aquí.
—No, es mi culpa —arremetió la mamá—, si le hubiera educado mejor, él no hubiera salido.
Continuaron hablando, hasta que las palabras se llevaron la razón; eran solo víctimas de lo que ofrecía Cloudbank. Y cuando no hubo más que decir, se abrazaron y lloraron hasta dormir.
***
Kevin, despertó, aunque sentía que estaba atrapado en un sueño. Es una pesadilla, pensó. Quiso decir “Mamá, papá, despiértenme, por favor, ya dormí mucho”, para que, de alguna forma, su subconsciente escapará de la ensoñación para hablar en la vigilia. Pensaba que así era como los sonámbulos hacían sus cosas. Pero estaba lejos de ser un sueño.
Kevin se percató de que su boca no movió ni un musculo. Intentó sacudirse, pero las extremidades no le respondían.
Una luz se encendió en la habitación. Kevin, escuchó un mecanismo moverse, por encima suyo. Era una grúa que lo transportaba. Lo guio hasta frenarse ante a una ventana. No los escuchaba, pero veía como dos personas lo estudiaban. Un logo, una píldora en la palma de la mano de un robot, colgaba de la pared. Una frase, que no logró leer con claridad, se unía al decorado. Un recordatorio al objetivo y meta de los empleados de la fábrica.
Kevin miró la ventanilla, y desde cierto ángulo, vio su propio reflejo. No creía lo que veía, solo pudo llorar. Estaba atado a una bandeja de plata, dentro de una bolsa que lo mantenían helado, a temperatura para preservar el cuerpo. Le faltaban los brazos, la nariz y el pene. Tenía una cicatriz que recorría, verticalmente, la mitad de su cuerpo.
Mi telescopio, pensó, ¿Dónde está mi telescopio?
Y los dos hombres miraron el cuerpo de Kevin, preguntándose que órgano podría servir para el mercado. Se enfocaron en su frente. Y pulsando un par de botones, la grúa descendió y las luces se apagaron. En alguna parte de la fábrica, un brazo suyo recibía nutrientes, para crecer en tamaño y forma para su futuro comprador; un joven de veintiocho años que deseaba volver a sentir el tacto luego de no estar muy convencido de su nueva prótesis. Lo que mostraba los informes recopilados.
Y ahí en la oscuridad, Kevin cerró los ojos. Sus lágrimas ya no fluían, y su respiración se calmó. Era como si lo hubieran despertado con un botón, como si fuera una lampara. Y antes de dormir, creyó escuchar la respiración de otros niños en su cercanía.
***
Inviernos pasaron, como un auto en pleno tráfico: Lento y tedioso. La familia Cournot se cambió de ciudad. Pensaron que un nuevo aire les ayudaría a superar la perdida.
A su nuevo hogar, recién trajeron uno de esos robots que hacían función de aire acondicionado. Debido a que la temperatura en la ciudad era sofocante. El robot se paseaba por la sala, repartiendo su ventilación fresca.
La madre miraba por el periódico algún trabajo de doble tiempo. Estar afuera era mejor que acabar a solas en casa con sus pensamientos. Su padre, yacía despierto. Tomaba medicamentos para no dormir y tener sueños sobre el pasado.
El robot cumplía su funcionamiento, hasta que, atraído por el telescopio del señor Cournot, cambió. Tomó el telescopio, y fue a la ventana, donde abrió las cortinas y miró mejor el exterior.
Los padres no supieron de la acción, hasta que comenzaron a sudar y sentir calor. La madre en la sala, y el padre en su cuarto, buscaron al robot, hasta que ambas partes se encontraron ante él.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó el padre. El robot poseía una mente que los hacia dóciles y capaces de reflexionar sobre las dudas. Una nueva función traída por la compañía más potente del mercado. Pues, más allá de ser meros productos, se les dio el regalo de ser la compañía deseada.
El robot abrazó el telescopio, se volvió hacia ellos, y dijo:
—Busco las estrellas. Quiero volver a casa.
Y los padres se tumbaron al suelo.