Autor: Ernesto Issac Osorio
Pausa.
La araña de mi cuarto que está llegando a mi fosforescente luna, me acaba de descubrir y yo a ella.
El silencio nos une a escasos cuatro nudos de viento.
No hay nada que haga descubrir el rastro de su fuga.
Nos miramos.
Ella clava ocho ojos sobre mi cuerpo inmóvil por el pánico.
No parpadeo. Suprimí, extirpé y escupí esa función de mi cerebro, con un exhalo.
No dejo de mirarla con mis dos ojos con cascos.
Me cuestiono serio, si es que me susurra algo o será el tren que silba a la distancia.
Da algunos pasos lentos.
Se debe cuestionar, seria si es que le susurro algo o será el tren que silba a la distancia.
Miro de reojo si por alguna estrella cercana tiene cómplices…
Siento que más de cien ojos recaen sobre mi cabeza.
No me permito girar más allá de aquel cuerpo oscuro y delicado que está casi encima mío.
Y respira, ella se da licencia en dos de sus pares de ojos para visualizar su siguiente movimiento.
Afila las estilizadas patas y se mete a un cráter.
En la fracción de tiempo que cabe en cuatro zancadas arácnidas, cierro rápido mis ojos y los vuelvo a abrir. Seguimos enfrascados en una tensión ante la cual esta recamara comienza a quedar chica.
Recojo las piernas, para en el momento que se presente la oportunidad, saltar de la cama y tomar algún arma que se encuentre en el suelo helado; una antorcha o un cuchillo enterrado en la maceta que tengo en la mira con el rabillo del ojo.
Bajo los párpados.
Y me veo aferrado de cabeza a una orilla de plástico mientras afilo mis estilizadas patas y huyo de la luna.
Sigo avanzando y cierro todos mis ojos que arden y que pesan, mientras en la conciencia que me llega en el cenit, me dejo caer.
Cuatro nudos.
Tres nudos.
Dos nudos.
Un nudo.
Levanto los párpados.
Coloco las pupilas duras al centro de mis cristales, buscando entre las galaxias de mi techo…
Cierro los ojos.
Abro los ojos.
Alucino.