Autor: Carlos Saavedra
Despiertas a oscuras. Los murmullos de tu boca se convierten en vaho. En el rincón donde yaces, con el miedo devorándote, intentas aclarar cómo llegaste allí. Más allá de esa pared, dentro de la oscuridad, la ventisca resopla. Llueve, y el agua cae sobre el silencio. Presientes que negrura y tempestad sean testigos de un desastre.
De improviso, un ensueño llena tu cabeza de multitudes y colores. Eres un guerrero con escudo, espada y casco frente a las murallas de Troya que se yerguen sobre la arena. Atraviesas un momento de hielo y fragua, agujas de dolor maceran tu cuerpo, son cortaduras y golpes que mortifican.
Heridas que no crees tuyas, están ahí; palpas su fluido con olor a hierro que al llevar a tu lengua, sabes que es sangre. Como un anfibio que lleva entre sus fauces un légamo ancestral, el espacio te acuna entre olor a madera mojada, plantas y lodo. El goteo que persiste, no es una invención, se presenta como golpecitos sobre madera del techo manipulada por el viento donde se desaguan las regueras.
Algunos resplandores más allá entre los huecos de la cabaña, te permiten ver un bosque azotado por el viento, te imaginas la acometida de un caballo colosal. ¿Es el caballo de Troya? En tu mirada hay ansiedad. Deseas que el amanecer, con su vestidura de alba muestre su claridad, para dejar de ser un cuerpo suspendido en la noche sin memoria.
Pero, la penumbra es pesadumbre que corre por el túnel de un espacio sin ruido. Tu voz, secuela de palabras dichas con dificultad, la modulas con sigilo. Tus músculos, no responden, sufres el temor de levantarte, todo es abismo. Cada vez que logras moverte, crepitan debajo las hojas de tu lecho. No estás atado, pero te ata el miedo. Esta negrura es tu única compañía. Ella te protege, pero también aplasta, no te deja respirar.
Ah, un trueno ¡por fin! Ahora te enteras en dónde estás. Un fulgor más te hace descubrir la puerta de madera que no alcanzas. La tormenta arrecia, pareciera correr; chapotea y hace madurar el olor de la hierba. Quieres incorporarte, no tienes fuerzas, tu cuerpo es un trapo sin huesos, carne sin sangre, casi fantasma. El recuerdo es para ti otra sombra, una penumbra que hace brotar en tu mente un pasadizo donde las imágenes buscan la salida.
Un golpe repentino de agua, quizá la rotura de una canaleta del techo, baña las heridas de tu rostro, y el sufrimiento aminora. «Levántate. Sal.». No puedes. Te desplomas como un despojo, pero antes del desmayo escuchas, llamándote a la distancia, algo así como un canto de sirenas que prolongan su lamento con tono melancólico. Vas hundiéndote en la inconsciencia de tu cerrazón, donde yacen los recuerdos.
Voces de guerra avivan la lucha: Eres el jefe de las fuerzas aqueas que proclaman el triunfo, mientras golpean sus pectorales protegidos con cuero y gritan con voces entusiastas. «¡Luchemos por el atrida y Micenas!». Eres, con ellos, la punta de ataque en la batalla última de aquellos ya diez años, que intentan rendir plaza. De repente un carro, en el ímpetu de la pelea, te derriba.
Una frase de Carlos Pellicer te inunda: “Y siento ya como surgen del horizonte de mi sangre/ las tierras de un viaje de mármol/ en los que los trigales adolescentes/ duran.”
Dentro del desmayo, con ansia de estrellas y ruido del mar, te sumerges y flotas. Despiertas bajo el olor a carne asada, ¿acaso tus guerreros descansan y se alimentan mientras esperan tu salud? Hay en tu boca un sabor putrefacto. Escupes. Quieren abrir la puerta. ¿Serán tus soldados quienes vienen en tu ayuda? De pronto la noche se incendia con disparos y gritos de furia y dolor. El espanto te da la fuerza para incorporarte. Exclamas entre la red de las hojas de tu lecho: «¡sálvenme!»
Sin alcance de tus actos, ignoras que eres un escritor, quien por odio a la violencia, volcó en la prensa notas acusatorias en contra del cártel, y son ahora sus integrantes, quienes te han golpeado y te mantienen preso. Te reprendes: ¿cómo llegaste a tal peligro de muerte?
Afuera de la choza alguien viene a rescatarte de los sicarios, pero tú instinto de conservación, recelando más daño, hace que patees la pared de madera y te lances en el vértigo de la caída. Tu cuerpo rueda cuesta abajo entre el lodo y la hierba, en donde un golpe de aire como acabado de hacer, te da un respiro.
Un relámpago aparece, y puedes mirar en la lejanía cómo las nubes parecen un combate de dioses. La luz previa a la salida del sol comienza a envolver el horizonte, imita un campo en pugna donde seres celestes caen heridos. Te preguntas por tu ejército, y sus armas. «Su escudo y su espada, si ha de morir que sea como un valiente», te dice alguien. La lluvia cesa, algunas gotas atoradas entre los árboles, se desprenden, y hacen un chapoteo sobre tus ropas. Se alejan en el aire los sonidos de la sirena. Queda el viento tras el frío de la madrugada «¡Un último esfuerzo atrida!»
De pronto, ya no hay más aqueos ni troyanos, se difumina el espejismo de la realidad que evocaste, de la que sólo restan indicios. La sombra se retira entre sombras ante el advenimiento del día. Un tronco provisional se desliza por la corriente, te aferras a él. A lo lejos imaginas las costas helénicas. A la deriva, bajo la luz que se manifiesta, una nueva voz te inunda:
Y vas río abajo, como perdido, preguntando por tu nombre.