Autor: José Luis Ramírez.
Συνέθιζε δὲ ἐν τῷ νομίζειν μηδὲν πρὸς ἡμᾶς εἶναι τὸν θάνατον· ἐπεὶ πᾶν ἀγαθὸν καὶ κακὸν ἐν αἰσθήσει· στέρησις δέ ἐστιν αἰσθήσεως ὁ θάνατος
—Ἐπίκουρος
Habitúate a pensar que no es nada para nosotros la muerte, porque todo bien y todo mal residen en la sensación, y es privación del sentir la muerte.
—Epicuro
Entré a casa abrazando la urna con las cenizas de Sara, mi esposa, quien murió de covid durante la segunda ola de la pandemia.
No hubo servicio fúnebre.
Por las restricciones del Estado, el hospital despachaba los cuerpos directamente al crematorio y, con el acta de defunción, cada deudo iba a un mostrador a reclamar los suyos.
Mi cuñada, mi concuño y mi sobrina presentaron sus respetos sin quitarse el cubrebocas ni bajar las ventanillas de su coche, aparcado justo detrás del mío; su otro hermano estaba varado en el extranjero, pues permanecían cerrados los aeropuertos internacionales.
Era toda su familia.
Sus padres habían muerto hacía ya varios años y los míos eran muy mayores para arriesgarlos a salir de casa; mis hermanas, las dos médicos, trabajaban en el hospital a marchas completas.
Cuando entré a mi automóvil, coloqué la urna sobre el asiento del copiloto y luego me quedé ahí sentado sin idea de qué hacer, no supe si convenía más asegurarla con el cinturón de seguridad o mejor ponerla en el piso alfombrado del vehículo.
Llovía, pero no recuerdo si antes de meterme al coche lloviznaba ya o la tromba cayó un instante después de ponerme en marcha.
Todo el camino fui mirando el vaivén de los limpiadores en el parabrisas mientras las lágrimas me escurrían por el rostro; no encontré ningún otro auto en mi camino, pero igual conduje muy despacio, deteniéndome en cada uno de los cruceros.
Al llegar al fraccionamiento abrí el portón eléctrico y, en el momento exacto en que apagué el motor tras estacionarme en nuestra cochera, el aguacero cesó como de milagro.
No éramos creyentes.
Aunque estábamos casados por la iglesia, la ceremonia religiosa había sido más para darle gusto a su madre y mi abuela, que entonces aún vivían, y supongo un poco también para tomarnos la foto.
Pero ella era completamente anticlerical y yo ateo, aunque nos decíamos católicos no practicantes; llevábamos quince años casados, no teníamos hijos, aunque sí un par de perros adoptados de un albergue y que llevé a casa de mi hermana menor cuando Sara ingresó al hospital.
No habían pasado ni cinco días de eso, desde el jueves pasado.
Así que estábamos solos, de vuelta en casa, la puse sobre la credenza del comedor y me senté en una silla de éste, completamente abatido, sin que me cupiera dentro de la cabeza como esa urna delante mío era todo cuanto tenía yo de Sara, pero entendiendo perfecto que en esas cenizas no quedaba ya nada de ella.
La consciencia existe en el cerebro, un órgano formado de tejidos, células con un origen embrionario común y un comportamiento fisiológico coordinado que, en este caso, es crear experiencias subjetivas mediante reacciones electroquímicas.
Siendo las células básicamente grasas y proteínas termolábiles, el fuego las había reducido a minerales inertes, estériles por calor seco; tal vez quedara algún rastro de ADN en los huesos o los dientes pulverizados, pero del encéfalo nada.
Y teniendo claro que la consciencia estaba dentro de ese sistema nervioso central, ¿a dónde iría cuando éste se consumió? ¿Había una válvula o un apagador que interrumpía el flujo? ¿O simplemente se evanescía en el éter cuando las Moiras cortaban el hilo?
«No, David, por supuesto que no.»
Su voz sonaba como si estuviera ahí, pero no era sino un acúfeno, una manifestación de mi propio subconsciente con la que pretendía reemplazar su ausencia, llenar el vacío.
«¿Vacío, David? Sabes perfectamente que si tomas un recipiente desprovisto de toda materia, lo enfrías hasta el cero absoluto y todavía lo aíslas del exterior, aún habrá algo ahí dentro.»
Fluctuaciones cuánticas entrando y saliendo de la existencia.
Lo habíamos estudiado juntos en la facultad, las leyes de la física dictando que las partículas también eran ondas o que los gatos estaban vivos y muertos a la vez, que en un espacio supuestamente vacío aún podía aparecer algo a partir de la nada.
Espuma cuántica.
De eso había hecho su tesis Sara en el doctorado (la mía era sobre las aplicaciones prácticas del entrelazamiento cuántico).
En teoría, su investigación iba a permitir desentrañar los secretos del tejido mismo del espacio-tiempo, crear agujeros de gusano entre distancias inconmensurables para recorrerlas instantáneamente; mientras que mi trabajo serviría si acaso para hacer ligeramente más potentes los ordenadores cuánticos.
«Te menosprecias, David.»
Sí, un poco, quizá mayor potencia de cómputo permitiría a los neurocientíficos desentrañar los secretos de la mente y mapear la consciencia; era teóricamente posible, existía ya tecnología capaz de medir las iteraciones directamente mediante resonancia magnética funcional, electroencefalografía y registros de una sola neurona.
Había experimentos que predecían elecciones personales a partir de la actividad del lóbulo frontal, antes incluso de que el sujeto fuera consciente de haber tomado su decisión. Usando escáneres cerebrales, se podía reconstruir incluso, en una imagen generada por inteligencia artificial, lo que una persona estuviese mirando.
«Eso lo convierte en un problema de escala.»
Claro, era el mismo lío que tenía Sara con la teletransportación, era fácil hacerlo en el laboratorio para transmitir determinada característica de un fotón a distancia, pero infinitamente complejo replicar para todas las propiedades de un simple átomo monoelectrónico de hidrógeno.
«Necesitas una computadora del tamaño del universo.»
Su chiste me hizo gracia, aún teniendo ese poder de cómputo, por el principio de incertidumbre era imposible tomar una instantánea de ningún sistema dinámico y, por lo tanto, nunca podríamos replicar ni un solo átomo.
«Nada de Beam me up, Scotty.»
—Ni de tener un respaldo de tu consciencia en un archivo que pudiera restaurar en cualquier momento.
«Pero si tuvieras multiversos infinitos…»
—Claro, entonces cualquier combinación sería matemáticamente posible. Podríamos usar un universo cualquiera para computar el estado de algún otro y obtener el resultado deseado.
«Me parece que ya tienes una línea base.»
Tal vez era así como de verdad funcionaba, si la mente no dependía únicamente del cerebro vivo, sino que sus estados posibles podían cuantificarse de algún modo en cierto conjunto de magnitudes discretas. ¿Podía la conciencia ser fundamental para el cosmos? ¿Hacer surgir partículas y campos con interacciones complejas a partir de… nada?
«Eureka, David.»
Según la teoría de la información todo sistema físico, desde un átomo hasta una galaxia, contiene unos y ceros en los estados de sus partículas componentes; esto nos da una capacidad de proceso aproximada de 10120 bits en todo el universo, pero ¿y si utilizáramos también la nada?
La energía de vacío puede crear partículas de materia y antimateria, éstas se aniquilan de manera casi instantánea, pero si consideramos, en cada instante efímero, que la superficie de esa partícula es la representación holográfica de su propio universo…
«Si tuvieras multiversos infinitos…»
—Sara, mi amor.
Imaginé a los «cuantos» que formaban su mente teletransportándose, desde su dispersión en el momento de su muerte, hacia un solo punto de luz brillante apareciendo de pronto en algún lugar más allá de nuestro propio universo; entonces, me vino esta sensación de sosiego con la idea de que ella, su consciencia al menos, sólo se había transferido a cualquier otro espacio de probabilidades.